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La Tercera Parca
Federico Betti


La Tercera Parca

Titulo: La Terza Moira
Autor: Federico Betti
Traductor: María Acosta

Copyright © 2020 - Federico Betti
PRIMERA PARTE:
¿PIENSAS QUE ERES AFORTUNADO?
I
Lo que el inspector Zamagni deseaba pero, a decir verdad, nunca se lo habría esperado, era que antes o después, como se suele decir, la madeja se desenredaría. Lo que no sabía era a qué debería enfrentarse. Por el momento, todo lo que tendría que hacer, ayudado por el siempre digno de confianza agente Finocchi, era acabar con lo que había quedado pendiente, es decir recuperar todos los efectos personales de Daniele Santopietro y los objetos recobrados aquí y allá que, de algún modo, tenían que ver con aquel criminal. Y obviamente, una vez reunido todo el material podría comenzar a trabajar sobre esto para extraer algo útil. Todo había comenzado cuando, investigando sobre lo que más tarde sería recordado como el Caso Atropos, se había encontrado de nuevo con la Voz.
Él no se habría dado cuenta si Emma Simoni, su vecina que había pasado por casualidad por la comisaría con algunas exquisiteces para entregar personalmente al inspector, no hubiese reconocido la Voz al teléfono durante la llamada de manos libres al señor Bottazzi de la Asociación Atropos.
Todavía no había conseguido comprender qué tenía que ver ese viejo recuerdo, pero lo único realmente cierto era su determinación para descubrirlo.
Y para hacerlo, de acuerdo con el capitán Luzzi, había comenzado a investigar por todo el material que, de alguna manera, estaba conectado con Daniele Santopietro.
En el fondo, esa historia había comenzado cuando él y Alice Dane, la agente de Scotland Yard de origen irlandés, habían emprendido la caza de ese hombre, por lo que Zamagni, Finocchi y Luzzi pensaban que el material ligado al delincuente pudiese ser un buen punto de partida para la investigación.
Stefano Zamagni, así como el agente Finocchi, recordaba perfectamente qué había ocurrido durante la persecución de Daniele Santopietro: las frases en las paredes que aparecían y desaparecían, las llamadas amenazantes de esa Voz, el automóvil que había explotado, sin considerar que, mientras tanto, Daniele Santopietro, que sabían que era el hombre que estaban buscando, había desaparecido en la nada.
Aquel período fue realmente terrible porque, a todas las vicisitudes de la investigación en curso, se sumaron tres muertes que tocaron de cerca al inspector Zamagni y a quienes trabajaban con él.
El inspector había perdido a su hermana Giorgia, Alice Dane debió volar a Irlanda para asistir al funeral de su hermana Brenda y el agente Finocchi debió enfrentarse a la muerte de su novia Elisabetta en el incendio del piso en el que vivían.
Luego estaba la carta.
Cuando Zamagni se la encontró delante, después de haber acabado con la investigación del Caso Atropos, no entendió su significado, ya sea porque estaba escrita en griego, ya porque realmente no conocía el motivo por el cual él debería haber recibido una carta de aquel tipo.
Cuando se la mostró a Giorgio Luzzi, su superior le dijo que buscaría enseguida un experto para descifrarla y, por suerte, mientras él y el agente Finocchi estaban trabajando para descubrir lo que había sucedido a Marco Mezzogori, el sobrino hemiplégico de la conocida del inspector, el capitán había recibido el resultado que aguardaban y ahora también Stefano Zamagni quería saberlo.
Después de todo, iba dirigida a él, por lo tanto tenía todo el derecho.
Pasados unos días desde el descubrimiento del asesino del muchacho, todavía conmovido en lo más hondo por cómo habían sucedido las cosas, el inspector volvió a la comisaría de vía Saffi en Bologna y fue enseguida a la oficina del capitán.
–Buenos días, Zamagni –dijo Giorgio Luzzi.
–Buenos días, capitán –respondió Zamagni.
–¿Ya has cargado las baterías? –preguntó el capitán con una sonrisa.
–No totalmente –respondió Zamagni –pero no veo la hora de ponerme a trabajar para comprender quién es esa Voz.
–Creo que entiendo la situación –añadió Luzzi –y debo admitir que también yo espero ponerle las manos encima a ese hombre, y pronto.
–¿Ya ha llegado Marco? –preguntó Zamagni a continuación, mostrando un poco de su pragmatismo.
–No –dijo el capitán. –¿Habéis quedado?
–Lo llamé ayer por la tarde para saber si se había recuperado de la paliza después del interrogatorio de Marisa Lavezzoli. Me ha dicho que también él, como yo, había acusado bastante el golpe y que no estaba todavía al cien por cien y que, sin embargo, estaba ansioso por volver a comenzar desde donde habíamos interrumpido el asunto que tenía que ver con Santopietro –explicó el inspector.
–¿Por casualidad estáis hablando de mí? –dijo alguien desde la puerta de la oficina del capitán, interrumpiendo el diálogo entre los dos.
–Por supuesto que sí –dijo Zamagni –Venga, entra.
Marco Finocchi cerró la puerta a sus espaldas y saludó al capitán y al inspector.
–Así que, los dos estáis nerviosos y no veis la hora de volver al trabajo –dijo el capitán, con un tono ligero cruzando su mirada con Zamagni y Finocchi, que asintieron a su vez. –Bien –añadió Luzzi después de una pausa de unos segundos –¿Por dónde queréis comenzar?
Zamagni y Finocchi se miraron durante unos segundos, a continuación el inspector propuso retomar la investigación de todo lo que había sido posible recuperar en las distintas escenas del crimen y que tuviese que ver con Daniele Santopietro.
–Efectos personales, objetos de todo tipo, posibles hallazgos... –comenzó a decir el inspector.
El agente Finocchi asintió con la mirada.
–De acuerdo –dijo finalmente el capitán –Algo debo tener yo ahí dentro, en esas cajas de la esquina, luego haré recuperar todo lo que hay en los archivos de la Policía y que no está todavía a nuestra disposición.
–Perfecto –dijo Zamagni –¿Y con respecto a la carta?
–Tienes razón –respondió el capitán, como cogido de improviso por una pregunta inesperada. –Os la debo mostrar también. Un experto nos la ha traducido. Fue escrita en griego... pero quizás ya os había mencionado este dato.
El inspector asintió.
Zamagni tuvo la impresión de que el capitán estuviese ganando tiempo a propósito, como si intentase retrasar lo más posible el momento en el que deberían afrontar ese tema.
–¿Hay algún problema? –preguntó a continuación el inspector mirando al capitán directamente a los ojos.
–No... –respondió Luzzi, dejando entrever, sin embargo, algo en su estado de ánimo –No exactamente...
–¿Pero...? –intervino Finocchi.
–Bueno... –volvió a hablar el capitán –en fin... por lo que se puede intuir, la carta que has recibido...
Otra pausa todavía.
Y, diciendo estas palabras, Luzzi buscó de alguna manera explicar la situación volviéndose directamente a Zamagni.
–Parece que resulta difícil hablar sobre esto –dijo el inspector.
–Decía que la carta había sido escrita en griego y, por lo que se puede intuir, el remitente es el cerebro de la Asociación Atropos.
–Comprendo –asintió Zamagni –¿Y por qué resulta difícil hablar de esto?
–En cierto sentido te felicita –dijo el capitán como respuesta. –Tengo la impresión de que te esté retando a pesar de admitir tu talento.
–¿Puedo leer la traducción? –preguntó el inspector.
–De acuerdo –respondió el capitán ofreciendo a Zamagni un sobre blanco.
–¿Puedo verla también yo? –preguntó el agente Finocchi movido por la curiosidad.
El inspector cogió el sobre de las manos del capitán y lo abrió mostrando el contenido también al agente Finocchi. En el interior había dos folios doblados en tres partes.
En el primer folio estaba la carta original enviada a Zamagni, cuyo texto resultaba incomprensible, al menos, a primera vista.
El inspector y Marco Finocchi lo recorrieron, de todas maneras, con la mirada.
Σαλυδοσ ινσπεχτορ Ζαμαγνι
Ηε νοταδο θυε εν εστε ύλτιμο περίοδο τοδοσ λοσ περιόδικοσ ι λοσ τελεδιαριοσ ηαβλαν δε υστεδ κομο λα περσονα θυε ηα βενξιδο α Ατροποσ κοσα θυε νινγύν οτρο κονσιγυιό ηαςερ
Ιμαγινο θυε εσταρά χοντεντο πορ λα φαμα α νιβελ ναξιοναλ περο με σιεντο εν ελ δεβερ δε ινφορμαρλε θυε ιο πορ ελ μομεντο σοι ινβενξιβλε ε ιντροβαβλε
Δισφρυτε δε εστε μομεντο δε γλορια
Χρεο θυε νο σερά ινδισπενσαβλε πονερ μι φιρμα αλ φιναλ δε εστα χαρτα
Ηαστα προντο
Zamagni volvió a doblar el folio y lo apoyó de momento sobre el escritorio del capitán, a continuación cogió el segundo folio, en el que el experto consultado por la policía había escrito la traducción y lo leyó atentamente dejando tiempo, de esta manera, a Marco Finocchi para hacer lo mismo.
Saludos, inspector Zamagni:
He notado que en este último período todos los periódicos y los telediarios hablan de usted como la persona que ha vencido a Atropos, cosa que ningún otro consiguió hacer.
Imagino que estará contento por la fama que está consiguiendo a nivel nacional, pero me siento en el deber de informarle que yo por el momento soy invencible e introvable.
Disfrute este momento de gloria.
Creo que no será indispensable poner mi firma al final de esta carta.
Hasta pronto.

Sin decir nada, Zamagni y Finocchi se intercambiaron una mirada, luego el inspector dobló también el segundo folio, puso ambos en el interior del sobre y se lo volvió a dar al capitán.
–¿Qué impresión os ha dado? –preguntó Luzzi.
–La misma –respondió Zamagni –Felicitaciones para mí... que, obviamente, son extensibles también a Marco y a cualquiera que haya colaborado en el desmantelamiento de la Asociación Atropos... y una actitud retadora.
–Estoy de acuerdo –añadió el agente Finocchi –También me parece que intenta provocarnos. Es como si, de alguna manera, se sintiese superior a nosotros por el hecho de estar todavía libre.
–Veo que estamos todos de acuerdo –constató el capitán. –Por lo tanto, esta se queda en mi oficina y será puesta con los expedientes una vez que completemos la investigación –añadió refiriéndose al sobre que contenía la carta enviada al inspector y a la traducción.
–Bueno, ¿a qué estamos esperando? –preguntó el agente Finocchi, como si hubiese vislumbrado un punto muerto en la investigación, –pongámonos a trabajar enseguida. No pretendemos, de ninguna manera, dejar que esta persona ande libre por ahí haciendo daño mucho tiempo más, ¿verdad?
–Absolutamente no. –afirmó el inspector.
–Ánimo, sacad esas cajas de mi oficina y poneos inmediatamente a trabajar –les exhortó el capitán.
–A sus órdenes –asintió Marco Finocchi, a continuación él y Zamagni cogieron todo el material disponible hasta ahora y se fueron al escritorio del inspector para pensar cómo organizar la investigación.
–Esperamos con interés todo lo que se encuentra todavía en los archivos –dijo Zamagni despidiéndose del capitán mientras salían al pasillo.
–Os enviaré todo –concluyó Luzzi cerrando la puerta de la oficina.

Cuando el hombre recibió la llamada estaba degustando un cocktail en un local del Barrio de Santa Cruz. Había decidido desconectar un poco, así que se había ido a España en un vuelo directo para Sevilla algunos días antes y cuando escuchó sonar el teléfono móvil había intuido inmediatamente el olor de trabajo y de problemas.
No había reconocido el número de teléfono del emisor pero por el prefijo había comprendido que la llamada llegaba desde Italia y, para ser más precisos, desde la ciudad de Bologna.
Después de haber respondido, escuchó decir a su interlocutor, sencillamente, que se había cansado y que ahora sería el turno de Zamagni.
Llegado a este punto, el hombre pidió más explicaciones, dijo que de momento se encontraba en el extranjero y que volvería a Italia dentro de unos días, justo el tiempo de reposar un poco, pero que se ocuparía de la cuestión. Obviamente trató sobre la compensación que le esperaría cuando completase el trabajo.
Su interlocutor le dijo que no tenía prisa, que no habría ningún problema por lo que respectaba el dinero a pagar y que volverían a hablar cuando volviese a Italia.
Después de colgar, el hombre acabó su cocktail, pagó la cuenta a la camarera y dejó el resto de las monedas como propina.
Caminar por aquellas calle típicas lo tranquilizaba y, en el fondo, el Barrio de Santa Cruz y la ciudad de Sevilla le gustaban: desde la primera vez que había decidido ir a la ciudad andaluza se había sentido contento por la elección y cada dos o tres años iba para estar unos días.
A fin de cuentas, la gente era cordial, la meteorología no te jugaba malas pasadas y la ciudad era muy hermosa de visitar.
Continuando por la calle pasó al lado de la Catedral y de la Giralda, el famoso campanario con las rampas en lugar de las escaleras, creadas a propósito para las mulas, poco después llegó a la Calle Sierpes y giró a la derecha para llegar al apartamento de alquiler donde se alojaba desde el comienzo de la semana.
Cerró la puerta a sus espaldas, luego se sentó en la butaca y encendió el televisor.
Todavía tenía a su disposición algunos días antes de volver a Italia y quería disfrutar el tiempo hasta el final.
II
Stefano Zamagni y Marco Finocchi legaron al escritorio del inspector con el material concerniente a Daniele Santopietro, así que comenzaron a pensar en cómo enfrentarse a aquello que podría definirse como una pura y simple recogida de datos.
El primer impacto que tuvieron ambos fue la ingente cantidad de trabajo que les esperaba, considerando la abundancia de objetos, tanto pequeños como grandes, que contenían aquellas cajas.
Cuando se sintieron preparados para comenzar decidieron comprobar juntos cada una de las cajas examinando una de cada vez.
Una labor de ese tipo habría hecho desistir a muchas personas, sabiendo, además, que recibirían del capitán más material durante la investigación, pero la determinación de los dos hombres para descubrir al verdadero culpable de todo tuvo un papel fundamental.
Habían comenzado a pensar que el origen de la mayor parte de sus problemas fuese sólo una persona después de haber escuchado la llamada recibida por el señor Bottazzi de la Asociación Atropos y esto quizás simplificaría notablemente la investigación.
Lo que no sería sinónimo de simplicidad, también porque por el momento la única referencia que tenía a su disposición estaba constituida por objetos de un criminal muerto.
A esto se añadía el hecho de que no tuviesen ni la más remota idea de qué les reservase la prolongación de la misma investigación.
Varios interrogantes le rondaban a Zamagni en la cabeza que no dudaría en compartir con el agente Finocchi y el capitán.
¿Qué había conectado a un criminal como Santopietro con la persona que había efectuado la llamada a Antonio Bottazzi?
¿Qué tipo de personalidad tenía Daniele Santopietro y qué le había hecho cometer los delitos por los que había sido incriminado antes de tener nada que ver con Zamagni y sus hombres? ¿Quién podía ser la persona a la que les llevaría todo?
Y, sobre todo, ¿cómo pensaban obtener resultados en la investigación partiendo de algo que había pertenecido a una persona que no podía ya jamás ser interrogada?
Con todas estas preguntas sin respuesta el inspector Zamagni tomó una de las primeras cajas por examinar, la abrió y comenzó a sacar de uno en uno los distintos objetos.
En cada una de las cajas habían escrito con un rotulador negro DANIELE SANTOPIETRO y 3347820A, el nombre y el número de detención, respectivamente, de la persona a la que se le había retenido el material.
–Una navaja... –nombró el agente Finocchi. –Quizás la usaba durante los atracos.
–Es probable –admitió Zamagni volviendo a poner la navaja y extrayendo de la caja otro objeto.
–Un encendedor –continuó el agente –¿Sabemos si era fumador?
–No –contestó el inspector –o al menos yo no lo sé.
Marco Finocchi asintió.
–Si consideramos que Daniele Santopietro estaba loco, podríamos pensar también que el encendedor le sirviese para provocar incendios –continuó el inspector con ironía.
–Cierto, no debemos excluir nada –admitió el agente. –No será fácil comprender qué buscar entre todas estas cosas y lo que todavía no nos ha sido entregado.
–Cualquier pista puede ser útil –dijo Zamagni –Deberemos seleccionar los objetos útiles y aquellos que en cambio no lo son o que nos podrían hacer equivocar el camino. Recordemos que ahora ya no podemos interrogar a Santopietro y que la persona que estamos buscando es otra distinta. Esos objetos personales y cualquier otro material que tengamos a nuestra disposición en lo sucesivo nos podrá ser útil para entender qué tipo de persona fuese realmente este criminal y quizás también como indicio para sacar a la luz al propietario de la Voz.
–Será como buscar una aguja en un pajar –admitió Finocchi.
–Tienes razón –asintió el inspector –pero ya nos ha ocurrido encontrarnos en una situación similar, y sin embargo nos las hemos apañado perfectamente, ¿no?
Se refería a cuando, poco antes, habían pasado días enteros leyendo el diario de Marco Mezzogori con la esperanza de encontrar algunos datos útiles para comprender el motivo de su muerte y posiblemente el nombre del culpable.
–Sí. Esto significa que deberemos intentarlo de nuevo, con la consciencia de nuestra potencialidad.
–Exacto –dijo Zamagni –con la diferencia de que esta vez no tengamos ninguna certeza de que examinar todo esto nos servirá efectivamente para algo.
–Debemos intentarlo –dijo Finocchi como exhortación para los dos –En el fondo, por el momento, no tenemos mucho más, ¿verdad?
–Por desgracia, así es.
–Bueno, pues entonces continuamos. Quizás lleguemos a algo útil y, si no fuese así, intentaremos coger otro camino.
El inspector asintió con la mirada, luego sacó de la caja algunos paquetes de jeringuillas.
–¿Y esto? –preguntó Finocchi.
–No sabría decir –admitió Zamagni –pero recordemos que no todos los objetos que encontremos aquí dentro nos servirán para nuestra investigación.
–Lo sé –dijo el agente. –Y nosotros deberemos ser listos incluso para entender cuáles serán útiles y cuáles no.
–Exacto.
–Por el momento no se me ocurre nada –constató el inspector –pero, mientras tanto sabemos lo que pertenecía a Santopietro. A lo mejor, más tarde, sabremos lo que nos servirá y qué será un simple objeto... de relleno.
Zamagni y Finocchi continuaron hasta vaciar la primera caja, sin que, por otra parte, encontrasen nada aparentemente útil, así que hicieron una pausa para beber algo en los distribuidores automáticos que se encontraban en el pasillo.
Después de un cuarto de hora volvieron al escritorio del inspector para retomar el trabajo.

Al hombre le gustaba Sevilla porque, de alguna manera, le parecía distinta de las otras ciudades en las que había estado en los últimos años.
La capital de la Comunidad Autónoma de Andalucía, además de capital de provincia, le daba una sensación de serenidad y de libertad.
Le encantaba pasar el tiempo paseando entre la calle Sierpes, Cuna, Tetúan, tres calles paralelas que representaban el núcleo viejo de la ciudad, y las otras callejuelas, para después, a lo mejor, pararse de vez en cuando en una confitería para degustar un dulce andaluz.
Ahora ya conocía la ciudad bastante bien por lo que cada vez que volvía sentía como si Sevilla fuese su segunda casa. Y además adoraba la gastronomía local, con tantas exquisiteces que generalmente prefería saborear como tapas, porque las porciones pequeñas siempre le daban la oportunidad de degustar un mayor número de comida.
Ahora ya sólo faltaban dos días para su vuelta a Italia y le fastidiaba un poco dejar España porque se estaba bien. Aparte de los meses estivales, en los que las temperaturas eran demasiado elevadas, el clima era siempre bueno, la gente era cordial... y, de todas formas, estar lejos del trabajo para él siempre era algo positivo.
Aunque podía trabajar siempre con el calendario que él mismo decidía, le resultaba, de todas formas, una pequeña fuente de estrés.
Desde hacía poco tiempo había conocido, aunque últimamente sólo hablaban por teléfono o no se encontraban nunca en persona, a esta persona que le había hecho algunos servicios, todos bastante sencillos, y que, para ser sinceros, pagaba incluso bien y puntualmente.
Cada vez que se ponía en contacto con él le daba un encargo, incluso bastante detallado, y sabía que en el transcurso de pocos días le pagaría.
Un día lo llamaba para darle un trabajo que hacer, él lo llevaba a término y el hombre le pagaba.
Además de eso, lo había ya recibido hacía poco, pero nunca dos veces consecutivas en la misma cuenta bancaria.
Pensándolo bien, entendía su necesidad de anonimato, porque él se encontraba en la misma situación... y también él poseía más de una cuenta bancaria, luego tarjetas de débito... en fin, lo fundamental eran dos cosas: que le pagasen y no ser rastreado.
Se habían conocido por casualidad en una fiesta de personas de una cierta clase social.
Él debía encontrarse con un cliente, así que le habían invitado, mientras que el otro estaba en el mismo lugar porque conocía a una de las personas presentes en la fiesta y se había colado de alguna manera.
Habían charlado mientras tomaban un cocktail y esta persona le había propuesto trabajar para él, explicando enseguida que serían encargos muy sencillos, no regulares y que deberían ser llevados a cabo sin dejar rastro.
Era la manera de trabajar que le gustaba más, por lo que se pusieron de acuerdo inmediatamente.
Por los motivos enunciados, volver a Italia sabiendo que debería trabajar para esta persona le dio al hombre la certeza de una ganancia asegurada, pero sabía también que ahora sería más complicado de lo habitual: a diferencia de todas las otras veces, este servicio contemplaba un objetivo que podría ser una molestia en el caso de que no consiguiese hacer todo de la manera correcta. Además, el objetivo en cuestión era de un nivel de dificultad superior respecto a los estándares de los últimos tiempos. Por esto, hablando por teléfono, había preferido poner en claro enseguida los aspectos relativos a la remuneración, precisando, obviamente, que se trataría de un precio más alto con respecto a las otras veces.
Y su cliente se lo tomó con calma.
III
La comprobación del material con respecto a Daniele Santopietro seguía adelante sin que Zamagni y Finocchi encontrasen nada aparentemente útil para comprender la conexión que podía haber entre este criminal y la Voz.
–¿Crees que podríamos hacer un trabajo cruzado? –propuso el agente Finocchi, llegados a un cierto punto.
–¿Qué quieres decir? –preguntó el inspector.
–Podríamos alternar este trabajo de oficina que ya estamos desenvolviendo con un trabajo más dinámico, por ejemplo hablando con personas que hayan conocido a Santopietro o que, de alguna manera, hayan tenido que ver con él –explicó Marco Finocchi –¿Todavía tenemos la dirección del piso en el que se encontraba Santopietro al comienzo de la investigación que llevó luego a su muerte?
–¿A la que fue Alice Dane? –preguntó Zamagni.
El agente asintió.
–Seguramente, sí –dijo el inspector –Estará escrito en el informe del caso.
–Perfecto. Por lo tanto en esa dirección puede haber alguien que todavía se acuerda de Santopietro y que sabría darnos alguna información útil.
–También podríamos intentar seguir ese camino, a pesar de que existe una probabilidad bastante baja de que lleguemos a algún sitio.
–Ahora ya somos expertos en la búsqueda de agujas en los pajares, ¿no?
El agente se refería a la investigación sobre Marco Mezzogori cuando, para buscar al culpable, habían ojeado los diarios del muchacho hemiplégico quedándose a trabajar incluso hasta bien entrada la noche.
–Es verdad –asintió Zamagni –pero primero debemos hablar con el capitán. Por lo menos deberá ser informado sobre esto.
–Entonces, vamos –lo exhortó Finocchi.
Dejando sobre el escritorio todas las cosas desordenadas Zamagni y el agente fueron a buscar al capitán para contarle su propuesta.
Se cruzaron con él en el pasillo que llevaba a su oficina y le dijeron que le querían hablar. Los tres continuaron hasta la oficina del capitán, luego Finocchi cerró la puerta a sus espaldas y el inspector explicó lo que habían pensado hacer.
–Cada camino puede ser bueno –dijo Luzzi después de que el inspector hubiera terminado de exponer su idea –pero recordemos que ahora ya nuestro objetivo es encontrar a la Voz y que cada recurso, temporal o de otro tipo, debe apuntar a este objetivo. Por el momento no tenemos nada que nos pueda llevar en una dirección o hacia otra, por lo tanto cada idea puede ser la correcta. Lo importante es no perder de visto nuestra meta final.
Zamagni y Finocchi asintieron.
–Mientras tanto, volved a revolver en aquellas cajas, ya iréis mañana a hablar con las otras personas que habitan en el edificio donde hemos encontrado a Santopietro la primera vez –respondió Luzzi –Allí podrá haber algo que nos pueda ayudar a encontrar una conexión entre Santopietro y la Voz. Si realmente los dos se conocían, deberemos hallar una pista.
–Haremos todo lo posible, como siempre –concluyó el agente Finocchi saliendo de la oficina y volviendo a cerrar la puerta a sus espaldas por segunda vez en poco tiempo.
Independientemente del material que recibirían en los días sucesivos, lo que ya tenían a su disposición parecía mucho pero, de todas formas, aunque seguían hurgando no encontraban nada aparentemente útil para su investigación.
Y los interrogantes aumentaban: ¿estaban realmente seguros de que aquellas indagaciones les llevarían a algún sitio o estarían perdiendo un tiempo valioso? ¿Qué podrían encontrar, en aquellas cajas, que tuviese, aunque fuese una mínima utilidad, para encontrar a la Voz?
Los efectos personales de Santopietro parecían ser sólo objetos que podrían haber pertenecido a cualquiera.
A continuación, a Zamagni le volvieron a la mente el libro rojo y el artilugio que, por el informe de Alice Dane, el criminal utilizaba para mantener atadas a sus víctimas.
–Deberemos preguntar al capitán para hacernos con estas dos cosas –dijo Finocchi, asintiendo en dirección al inspector.
Después de un par de horas de búsquedas infructuosas, los dos hicieron una última pausa para comer algo y exponer su petición al capitán.
Fueron al bar cercano a la comisaría para consumir velozmente un bocadillo, luego volvieron y encontraron a Giorgio Luzzi en su oficina.
Cuando Zamagni terminó de explicar su idea, el capitán consintió y aseguró que haría buscar el libro rojo en los archivos de la policía y añadió que para el artilugio al que se refería el inspector se informaría con respecto a dónde habrían podido verlo.
–Probablemente ha sido llevado a un almacén de nuestra propiedad en algún sitio fuera de la ciudad, de todas formas os haré saber el lugar exacto en el que encontrarlo.
Zamagni y Finocchi le dieron las gracias, luego volvieron de nuevo al escritorio del inspector y, cuando llegó la noche, dejaron la comisaría sin haber encontrado todavía nada que pudiese servir de pista para encontrar a la Voz.
Después de llegar a su apartamento en San Lazzaro di Savena, Stefano Zamagni se preparó una cena rápida con pan ácimo y una ensalada mixta, y se puso en el sofá del salón a mirar el telediario.
En los veinte minutos siguientes escuchó noticias de política, economía y sucesos locales.
La noticia más destacada fue la liberación de algunos detenidos de la cárcel de la Dozza debido a una reducción de la pena por buena conducta, luego el periodista habló de un par de accidentes de tráfico provinciales que afortunadamente no habían causado daños personales, de un excursionista que había llamado a los socorristas en el Corno alle Scale porque se había perdido saliendo de un sendero señalizado del C.A.I. y otras noticias de menor importancia.
Cuando llegaron las noticias deportivas, Zamagni apagó el televisor, lavó los cubiertos, puso un poco de orden en el apartamento y a las diez de la noche decidió irse a dormir para estar en forma a la mañana siguiente.
El trabajo de investigación que estaban haciendo lo cansaba mucho, sobre todo porque parecía que no produjese ningún resultado.
Antes de dormirse volvió a pensar en una frase que había dicho Marco Finocchi: ellos estaban habituados a buscar agujas en los pajares. De todos modos, esto le produjo una nueva fuerza nerviosa y determinación para continuar con aquella parte de la investigación.

El hombre era consciente de que en los días sucesivos su trabajo no sería nada fácil, por lo que decidió gozar del último día en Sevilla respirando el aire andaluz, dando un paseo entre las calles y terminando la velada saboreando un buen número de tapas a un coste irrisorio.
Siempre había mucha gente caminando por la ciudad, quien para ir de compras, quien para ir a beber algo a un bar, quien, simplemente, por placer de vivir la capital andaluza, y él se sentía muy contento de poder mezclarse con la gente del lugar bajo su aureola de anonimato.
Hacia las ocho de la noche, horario de aperitivo para los españoles, fue al Dos de Mayo que, a decir de muchos era el mejor local de Sevilla donde poder degustar una óptima cocina local.
Cuando llegó, prácticamente poco después del horario de apertura, había ya bastante gente a pesar de que fuese un día entre semana.
Ordenó varias tapas, que retiró personalmente de vez en cuando en la barra, y las pasó con un tubo de cerveza.
Un par de horas más tarde fue a pagar la cuenta y volvió a su apartamento para los últimos preparativos antes de partir para Italia, disgustado por debía dejar Andalucía pero consciente de que pronto regresaría.
IV
La idea de tener que ir donde Alice Dane había encontrado a Daniele Santopietro antes de que desapareciese no le apetecía demasiado a Stefano Zamagni.
A medida que él y Marco Finocchi se acercaban a su destino, el inspector volvió a recordar con detalle el resumen que le había hecho la agente de Scotland Yard en el encuentro que ambos habían tenido poco después y una serie de escalofríos comenzaron a recorrerle la espina dorsal.
Cuando llegaron delante del edificio, el inspector mostraba un visible desasosiego, así que el agente Finocchi dijo:
–No debemos preocuparnos demasiado; en el fondo ahora ya Santopietro no nos dará ningún tipo de problema.
–Esto es seguro –asintió Zamagni –pero el recuerdo está todavía vivo, a pesar de que sólo Alice tuvo el... placer... de entrar en su apartamento.
–Ummm... creo que entiendo cómo te sientes –respondió Finocchi –pero debemos armarnos de valor y seguir adelante. Somos conscientes de nuestro objetivo final y de lo que pretendemos hacer aquí y estas dos cosas deben estimularnos para continuar, no hacernos desistir. Y además no tenemos la intención de entrar en ese piso, ¿no?
–Tienes razón –concordó el inspector después de un momento de duda en el cual no consiguió, sin embargo, no pensar de nuevo en el pasado.
Transcurridos unos minutos, justo el tiempo para llegar delante de la puerta del edificio, Zamagni intentó quitarse de encima, de una vez por todas, todo el miedo y apretó el timbre con la esperanza de obtener una respuesta de cualquier tipo.
A la tercera tentativa respondió una voz femenina que resultó ser una estudiante universitaria.
Después de que el inspector Zamagni le hubo explicado el motivo por el que se encontraban allí, la muchacha dijo que, por desgracia, no podría ayudarles de ningún modo porque vivía en ese edificio sólo desde hacía dos años, es decir mucho tiempo después de los acontecimientos relacionados con Daniele Santopietro.
El inspector pidió con amabilidad poder entrar en el edificio para interrogar a los otros inquilinos y la muchacha abrió el portal. Zamagni le dio las gracias y entró junto con el agente Finocchi.
Mientras los dos subían las escaleras el relato de Alice Dane en el interior del edificio se abrió camino en la mente del inspector por enésima vez, acompañado por algún que otro escalofrío en la espalda.
Decidieron comenzar desde el piso más alto, pulsando en los timbres de cada apartamento.
En la mayor parte de los casos no obtuvieron ninguna respuesta, probablemente porque, considerando el horario, muchos en ese momento se encontraban en el trabajo, pero consiguieron hablar con una señora mayor que dijo que deberían volver a partir de las cinco de la tarde para encontrar a más inquilinos.
Zamagni también preguntó a la mujer si sabía quién habitaba actualmente en el apartamento donde habían encontrado a Daniele Santopietro y ella respondió que desde hacía unos años vivía allí una familia con dos chicos adolescentes.
Así que el inspector dio las gracias a la señora por su amabilidad y la disponibilidad que había demostrado con respecto a ellos y dijo que volverían para hablar con los otros inquilinos y, posiblemente, también con la familia que habitaba actualmente en el apartamento.
La mujer se despidió con la misma cortesía con que los había acogido a su llegada y cerró la puerta de casa.
De nuevo en la calle, Zamagni y Finocchi volvieron a la comisaría para poner al día a Giorgio Luzzi.
El capitán estaba sentado al escritorio como si estuviese esperando alguna novedad y cuando vio al inspector por el pasillo seguido por el agente Finocchi no dudó en levantarse para abrir la puerta de la oficina y hacer sentar a los dos en el interior.
–¿Y bien? –preguntó impaciente el capitán.
–Nada importante por el momento –respondió el inspector –Nuestra primera visita al edificio donde hemos encontrado a Santopietro no ha dado grandes resultados. Hemos hablado con una mujer mayor por la que hemos sabido que actualmente en el piso donde estaba Santopietro ahora habita una familia.
–Entiendo –asintió el capitán.
–La señora nos ha aconsejado que volviésemos después de las cinco de la tarde para tener más probabilidades de encontrar a alguien –concluyó Zamagni.
–De acuerdo –dijo Luzzi –Ahora ocupaos de otras cosas, luego, por la tarde, volveréis a ese edificio.
El inspector asintió.
–Ahora podremos volver a comprobar aquellas cajas –propuso Marco Finocchi, refiriéndose al material que habían recibido del capitán unas pocas horas antes.
–Buena idea –concordó Luzzi acompañando a los dos fuera de su oficina y cerrando la puerta.

El hombre dejó Sevilla por la mañana.
Desde el centro de la ciudad cogió un autobús rojo de la Línea Aeropuerto y bajó delante de la terminal que le interesaba, luego entró en el aeropuerto y buscó su vuelo en los monitores informativos de las salidas.
Identificados los bancos para el embarque, fue al extremo de la fila que le atañía y esperó su turno.
En cuanto estuvo delante de la hostess de tierra, la mujer le pidió la reserva, el documento de identidad y apoyar el equipaje de bodega sobre la balanza.
No encontrando ninguna irregularidad le devolvió los documentos junto con la carta de embarque.
La mujer no habría podido saber que aquel documento era falso porque incluso en la base de datos ese nombre aparecía sin antecedentes y correspondía con la foto puesta en el mismo documento.
El hombre le dio las gracias y fue inmediatamente hacia la zona franca del aeropuerto.
También pasó los controles de seguridad sin ningún problema, así que buscó las puerta de acceso y esperó el momento del embarque dando vueltas entre las tiendas libres de impuestos y los distintos comercios del área.
Puntual, el avión partió de Sevilla con destino a Bologna y llegó a la capital emiliana con unos pocos minutos de retraso.
Después de salir del aeropuerto el hombre se puso a caminar por la acera que lo llevaría al autobús de la línea BLQ para conducirlo hacia la ciudad, consciente de que en este momento sólo debía esperar que su cliente se comunicase con él de alguna forma.

Durante todo el tiempo que Zamagni y Finocchi trascurrieron delante del material que habría podido darles alguna pista con la que encontrar una conexión lógica entre Santopietro y la Voz, los dos policías no llegaron a nada en concreto.
Hasta ahora habían encontrado solo objetos aparentemente inútiles para el desarrollo de la investigación.
Cuando faltaba más o menos quince minutos para las cinco de la tarde, salieron de la comisaría para volver al edificio donde habían estado antes, esperando esta vez encontrar a alguien que pudiese ayudarles con respecto a lo que estaban buscando. Bastaría solamente un indicio, para empezar a recorrer un camino que pudiese orientar el curso de la investigación en una dirección.
En caso contrario, sería realmente difícil para ellos poder localizar a la Voz.
Llegaron al edificio donde ya habían estado anteriormente ese mismo día, pero no tuvieron mucha suerte.
Quien habitaba en el piso que les interesaba a ellos, es decir donde habían encontrado a Daniele Santopietro, no habían regresado de la jornada de trabajo, o puede que estuviesen fuera de casa y volviesen por la noche.
Escribieron una nota para volver en los días sucesivos, luego consiguieron hablar con otro vecino que les informó con respecto al hecho de que la familia a la que se referían había llegado allí sólo hacía poco tiempo y que, desde que ya no estaba Santopietro, el apartamento había estado sin alquilar hasta la llegada de la familia.
En ese momento Zamagni telefoneó a la comisaría e hizo que le pusiesen con Giorgio Luzzi.
–Creo recordar que, transcurrido algún tiempo desde la muerte de Santopietro y después de haber hecho todos los hallazgos del caso, del apartamento se quitaron todos los precintos porque pensábamos que ya no nos sería útil –explicó el capitán por teléfono.
Zamagni asintió, a continuación dio las gracias al capitán y colgó.
Después de haber puesto al corriente al agente Finocchi sobre lo que había dicho Luzzi, el inspector preguntó al vecino si recordaba haber notado algo de particular durante el período de permanecía de Daniele Santopietro en el edificio.
–No creo –respondió el hombre.
–Entiendo. Y... otra cosa... quizás ya se lo han preguntado en su momento pero, haciendo memoria, ¿Santopietro recibía visitas mientras estaba aquí? –preguntó todavía Zamagni –Querríamos saber sobre todo si veía con frecuencia a alguien.
–Sinceramente nunca he puesto mucha atención, pero me parecía una persona bastante solitaria y que no veía nunca a nadie –dijo el hombre. –Aunque en alguna ocasión, pocas a decir verdad, vi que llegaba a casa llevando en vilo una persona. Siempre distinta, quiero decir. Como si esta persona estuviera sin sentido o quizás borracha. De todas formas, no se tenía en pie.
–¿Nunca se hizo preguntas con respecto a esto? –preguntó Finocchi al hombre.
–Sinceramente no. A menos que suceda algo realmente particular, dada mi naturaleza pienso sólo en mis asuntos. Por lo que respecta a los episodios de los que estamos hablando, siempre he pensado que podían ser consecuencia de haber salido a beber y a divertirse, en las que quizás se había levantado demasiado el codo.
Los dos policías asintieron.
–Le damos las gracias por el tiempo que nos ha dedicado –dijo el inspector después de una mirada de entendimiento con el agente Finocchi –Si se acuerda de algo más no dude en contactarnos. Le dejo mi tarjeta de visita.
–De acuerdo –dijo el hombre.
–Una última cosa –añadió Zamagni mientras ya estaba bajando las escaleras para volver a la calle. –¿Podemos saber, por favor, cómo se llama usted?
–Claro. Mariano Bonfigioli.
–Gracias. Que tenga un buen día.
–Y ustedes.
Una vez hubieron regresado a la comisaría Zamagni y Finocchi, de nuevo pusieron al corriente al capitán y dijeron que volverían a aquel edificio otra vez para hablar con la familia que vivía actualmente en el apartamento en que había estado Daniele Santopietro.
–Perfecto –comentó Luzzi.

El hombre había sido localizado telefónicamente mientras estaba preparando una infusión a base de frutos rojos.
Pulsó la tecla verde del teléfono móvil y respondió a la llamada. El número del emisor no era visible en la pantalla.
–¿Diga? –dijo, imaginando ya quién estaba en la otra parte de la línea.
–El próximo movimiento será mañana por la mañana a las once en la librería enfrente de las Due Torri, a la derecha de Portugal.
Una frase sencilla y relativamente enigmática, luego la comunicación fue interrumpida.
Como había intuido, quien había hablado era su cliente. El que le había llamado mientras estaba en Sevilla.
Llegado a este punto, no le quedaba más que esperar al día siguiente, ir a donde le habían dicho y enterarse de lo que tendría que hacer.
El murmullo del agua lo apartó de sus pensamientos que le estaban dando vueltas en la cabeza en ese momento.
Apoyó el teléfono móvil sobre la mesa, a continuación puso el filtro a la infusión dentro de la taza de cerámica y echó encima el agua caliente.
Beber la infusión le sirvió para meditar y para prepararse para el trabajo inminente.
Esa noche se fue a dormir temprano y a la mañana siguiente llegó al lugar que le habían dicho con más o menos diez minutos de anticipo respecto del horario de apertura.
Al principio dio una vuelta por las estanterías de la librería, luego se paró delante de las guías de viaje.
Después de haber hojeado un par de ellas fingiendo interés, cuando estuvo seguro de que no sería visto por nadie puso la mano derecha sobre la última guía de Portugal y lentamente la movió hasta notar algo en el costado de la misma.
Rápidamente extrajo el objeto: se trataba de un sobre de papel, como los usados para mandar cartas, con la parte superior pegada.
Sin pensárselo mucho, ya que podría perder un tiempo muy valioso y llamar la atención de alguien, dobló en dos el sobre, se lo metió en un bolsillo de los pantalones y continuó dando una vuelta por el interior del negocio hasta la salida pasando delante de las cajas registradoras.
Por lo que parecía, afortunadamente para él todo había ido como la seda.
V
A la mañana siguiente el inspector Zamagni y Marco Finocchi abandonaron pronto la comisaría para ir a la periferia a un depósito de la policía.
Cuando llegaron estaba esperándoles el vigilante, un hombre de unos sesenta años que trabajaba en aquel lugar desde hacía ya más de un decenio y que había visto pasar delante de sus ojos los más diversos objetos embargados en el curso de las investigaciones, accidentes y otras ocasiones en las que los agentes de policía creían era necesario incautar algo.
–Buenos días, inspector –dijo el hombre.
Zamagni y Finocchi lo saludaron a su vez, luego fueron acompañados al interior del local.
Se trataba de un almacén de grandes dimensiones, esencial en lo que podía ser definido como mobiliario.
–Por aquí.
El vigilante los guió entre coches accidentados, objetos de todas las dimensiones y de las utilidades más dispares, efectos personales diversos, todos subdivididos y ordenadamente dispuestos en el área.
Cada cosa era catalogada e identificada por un número progresivo, de manera que se pudiese encontrar fácilmente, dentro de unos archivos de unos centímetros de alto y colocados en orden en muebles lacados de color negro puestos al fondo del depósito.
–Me han dicho que vosotros estáis aquí para ver en concreto dos cosas –dijo el vigilante después de unos minutos de silencio en los que los tres sólo habían caminado.
Para llegar al fondo del depósito pasaron primero por una zona que parecía un aparcamiento lleno de automóviles confiscados, luego por en medio de unas estanterías de algunos metros de alto.
Y a los lados del depósito había otras habitaciones, todas adaptadas al mismo fin.
–Debemos buscar el 134 y el 528 –explicó el vigilante cogiendo el primer registro –que se encuentran respectivamente... veamos un momento... ¡aquí están! Localización AB004 y H000... parecen letras y números puestos al azar pero en realidad tienen un significado: la primera letra indica un pasillo y el número indica el piso de una estantería. H000 quiere decir que lo que buscamos está en la zona H a la altura del suelo, de hecho se trata de algo de grandes dimensiones, que ha sido puesto en una habitación en la que no existen pasillos ni estanterías.
Los dos policías siguieron al vigilante sin decir nada.
–Ahora estamos yendo a buscar el 528 –dijo el vigilante.
Cuando llegaron a donde encontrarían lo que estaban buscando el hombre cogió una escalera provista de ruedas y subió hasta lo alto de la estantería.
–¡Encontrado! –exclamó, luego descendió hasta el suelo y entregó el objeto al inspector: se trataba del libro rojo que Zamagni había encontrado sobre el suelo de la bodega del local de Mauro Romani el día en el que se topó con Daniele Santopietro la primera vez.
Tener el libro en la mano le hizo recordar el momento mismo en que lo había hallado más de diez años atrás y las sensaciones que había fomentado el resplandor cegador que surgía de aquel objeto.
Instintivamente el inspector tocó la cubierta de raso y un escalofrío le recorrió la espalda.
–Ahora podemos ir a ver el 134 –dijo el vigilante arrancando al inspector de algunos pensamientos que le habían venido en mente desde que había tenido, durante unos segundos, el libro en sus manos.
Los tres salieron de la habitación y caminaron durante unos minutos sin hablar.
–¡Ya hemos llegado! –dijo al fin el vigilante indicando toda el área –Habéis venido hasta aquí para ver eso.
El hombre estaba señalando el objeto infernal, pensó Zamagni.
Se trataba del artilugio que se encontraba en el interior de la casa de Daniele Santopietro con el cual el criminal, aparentemente, extraía los fluidos corporales a sus víctimas.
–Por desgracia no conseguiréis llevarlo con vosotros –comentó el vigilante –pero podréis volver aquí todas las veces que creáis necesario para volver a ver esta cosa.
–Perfecto –dijo Zamagni.
–En cambio podéis quedaros el libro, pero deberéis firmar en el registro para tomarlo prestado –añadió –por si alguien viniese por casualidad a buscarlo. Debemos saber que lo tenéis vosotros.
Zamagni y Finocchi asintieron, luego siguieron al hombre hasta la entrada del depósito.
–Una firma aquí.
El vigilante estaba indicando al inspector el registro dedicado al retiro de los objetos.
Zamagni firmó, a continuación los dos policías se despidieron y le dieron las gracias al vigilante, saliendo del depósito.
Hacer todo el trayecto hasta la comisaría con el libro rojo en el asiento de atrás del coche tuvo sobre el inspector otro efecto de deja vu, recordándole una vez más aquel día del 2002: en esa ocasión se llevó el libro rojo incluso a casa, a la espera de entregarlo en la comisaría.
Zamagni y Finocchi intercambiaron pocas palabras durante la vuelta y, una vez llegados, pusieron al corriente al capitán, que, finalmente, sólo dijo Buen trabajo.
En ese momento el inspector y Marco Finocchi se tomaron una pausa para intentar comprender mejor en qué manera habría podido serles útil para su investigación aquel libro.
Los dos policías se fueron al escritorio del inspector y este último comenzó a hojear el libro, sin encontrar nada de interesante.
Lo que Zamagni nunca había comprendido era cómo aquel libro pudiese brillar con luz propia.
Al principio, cuando encontró aquel libro en la bodega del bar de Mauro Romani, había pensado que el efecto luminoso pudiese derivar de la fluorescencia de la cubierta pero no era así.
–Este libro producía una luz cegadora –dijo Zamagni al agente Finocchi –pero ahora ya no es así y no entiendo el motivo.
Marco Finocchi asintió, luego se dio cuenta de la presencia de la pequeña nota adhesiva en el interior de la cubierta, justo después de la última página, y se lo hizo observar al inspector. Era una nota de la policía científica, probablemente de quien había examinado aquel libro para buscar información que hubiese podido ser útil para la investigación que, hacía más de diez años, habían llevado al descubrimiento del desaparecido Daniele Santopietro.
La nota decía:

ATENCIÓN: MECANISMO ELECTRÓNICO EN EL FONDO DE LA CUBIERTA. PULSAR EL BOTÓN HACIA ATRÁS.

¿Qué significaba aquella frase?
Ni Zamagni ni el agente Finocchi habrían podido saberlo sin probarlo, así que, conscientes de que no podía ser nada peligroso, tratándose de una nota de un compañero, el inspector siguió las instrucciones.
Al principio no conseguía entender qué habría tenido que pulsar porque, aparentemente, en la cubierta a la que se refería la nota no había nada, luego, en cambio, se percató de una ligera depresión en un lateral.
Primero lo tocó, para confirmar la impresión que había tenido poco antes, luego hizo una pequeña presión en aquel punto exacto... y el libro rojo se iluminó con un resplandor tal que tanto él como el agente Finocchi debieron cerrar los ojos. Unos segundos después, Zamagni presionó de nuevo sobre el mismo punto y el resplandor se desvaneció.
A continuación, Zamagni apoyó el libro en el escritorio y miró al agente Finocchi.
Los dos quedaron unos segundos sin decir nada, luego el agente rompió el silencio.
–¿Es una especie de efecto especial? –preguntó.
–Parece algo de eso –respondió Zamagni.
–Esto me hace pensar que cualquiera que tenga en sus manos el libro cuando quiere puede encender y apagar la cubierta.
–Eso parecería –asintió el inspector.
–¿Y si esto quería dar la impresión de algo sobrenatural? ¿De inexplicable? –se atrevió a decir Marco Finocchi.
–No lo sé –respondió el inspector después de un momento –realmente, mientras perseguíamos a Santopietro tuvimos que enfrentarnos con algunas cosas aparentemente inexplicables.
El agente se quedó en silencio, como si esperase que Zamagni tuviese la intención de seguir hablando.
–Me vienen a la mente las frases en las paredes que primero estaban y luego desaparecían –volvió a hablar el inspector –o aquella frase en el cielo cuando explotó mi coche.
–¿Podría existir una explicación racional a estas cosas? –preguntó Marco Finocchi.
–Por ahora no sabría responderte –dijo Zamagni –Es verdad que me gustaría que existiese aunque ahora no sé dónde ir para encontrarla.
–Si hubiese una explicación científica, no científica o de cualquier otro tipo, ¿querría decir que alguien tenía intención de volver loco a alguien?
–Efectivamente no podemos excluirlo, considerando lo que ahora sabemos con respecto a este libro –concluyó Zamagni mirando fijamente de nuevo la cubierta roja.
–¿Vamos a contar esto al capitán? –propuso el agente.
El inspector asintió, así que los dos policías se fueron hacia el escritorio de Giorgio Luzzi.
–Vuestra teoría podría ser interesante y no exenta de fundamento –comentó el capitán después de haber escuchado lo que le habían dicho Zamagni y el agente Finocchi.
–¿Por qué nunca nos ha llegado una comunicación con respecto a este libro rojo y a aquel artilugio... infernal... que está guardado en el depósito? –quiso saber el inspector.
–Por un motivo muy simple –respondió Luzzi. –Cuando los hombres de la policía científica terminaron el trabajo Daniele Santopietro ya estaba muerto. Yo mismo pensé que esos resultados no tendrían ya importancia en vuestro trabajo. Como parecía lógico pensar, aparentemente no serviría a nadie saber cómo funcionaba aquella cubierta o aquel.... ¿cómo lo has llamado?... Ah, si.... artilugio infernal.
Zamagni y Finocchi asintieron.
–Ahora, sin embargo, la pregunta que viene a continuación es otra –prosiguió el capitán –Es decir: saber lo que ahora sabemos, ¿cómo puede ayudarnos en la investigación? Conociendo estas cosas, ¿conseguiremos llegar hasta la Voz?
El inspector y el agente Finocchi se intercambiaron una mirada interrogativa, luego miraron de nuevo a Giorgio Luzzi.
–No sabría responderle –dijo el inspector después de unos segundos de silencio.
–Ni tampoco yo, al menos por el momento –respondió el capitán –En este momento no nos queda otra cosa que volver al edificio en el que vivía Santopietro y esperar recuperar alguna información.
–Esperemos que nos puedan resultar también útiles –añadió el agente.
–Ya –asintió Luzzi –ahora idos.
Zamagni y Finocchi se despidieron del capitán y salieron de la oficina cerrando la puerta.

El hombre abrió el sobre que había encontrado en la librería y sacó de él un folio de pequeñas dimensiones doblado por la mitad.
Leyó las pocas palabras que había escritas en el papel.
El mensaje era claro: había anotada una dirección en la que encontraría a Stefano Zamagni.
Aunque en el folio no había sido especificado, conectando aquellas informaciones con la llamada que había recibido cuando se encontraba en Sevilla, el hombre comprendió que Stefano Zamagni tendría las horas contadas gracias a él.
Esta vez, sin embargo, a diferencia de las anteriores, su cliente pretendía algo más: en el papel estaba anotada la hora de la muerte.
El hombre volvió a doblar el folio, lo volvió a poner en el sobre y puso todo en un bolsillo de los pantalones.
Un nombre, una dirección y un hora... ¡es realmente inteligente!, pensó el hombre. A primera vista parece un mensaje sencillo, casi banal, y sobre todo inocuo. Nadie lo sabría descifrar por lo que es en realidad.
En el interior del sobre había también una nota adhesiva: era el aviso de llegada de un repartidor con una segunda fecha para una nueva entrega.
El resto de la jornada transcurrió sin problemas de ningún tipo. Una tarde tranquila seguida de una velada también tranquila.
Se fue a dormir cuando faltaban poco menos de veinte minutos para medianoche.
Todavía tendría algunos días de descanso antes de ese trabajo, así que hizo las cosas con calma, consciente de que podría permitirse trasnochar si hubiese querido.

El inspector Zamagni y el agente Finocchi volvieron al edificio en el que había vivido Daniele Santopietro cuando ya habían pasado las cinco de la tarde.
Su intención era la de conseguir hablar con la familia que ocupaba en este momento el apartamento que había sido habitado anteriormente por el criminal y, si fuese posible, recolectar el mayor número de información entre los otros vecinos, en particular modo de los que habitaban en ese edificio en el mismo período en que había estado Santopietro.
Como habían sabido con antelación por otro vecino, la familia que habitualmente ocupaba el apartamento donde había habitado Santopietro estaba allí desde hacía pocos años. Zamagni y Finocchi tuvieron la oportunidad de hablar directamente con el marido y la esposa mientras que, en ese momento, los dos hijos se encontraban fuera de casa, y los dos cónyuges pudieron sólo confirmar de no ser de gran ayuda. Esto también porque, en aquella época, compraron el apartamento a través del anuncio de una agencia inmobiliaria y, por lo que sabían del ex propietario, se había perdido la pista. Se rumoreaba que se había transferido al extranjero, probablemente a Australia con unos parientes, pero, aunque la policía hubiese removido Roma con Santiago, no estaba garantizado poder encontrarlo porque se trataba, de todas formas, de un hombre muy anciano que podría ya haber muerto a causa de su edad avanzada.
Como era habitual, el inspector preguntó a los dos cónyuges que le informasen si por casualidad se acordaban de algún detalle que podría ser útil para la investigación en curso, así que interrogaron de nuevo a otros vecinos, consiguiendo hablar, de esta manera, también con Mariano Bonfigioli y la mujer y con una pareja de ancianos que no estaban presentes durante su anterior visita al edificio.
De esta forma se enteraron de que, posiblemente, en el período en el que Santopietro habitaba en aquel edificio, se hicieron algunos trabajos en el hueco de la escalera, que habían creado no poco disgusto entre los vecinos mismos. Por lo que recordaban los vecinos interpelados, durante esas labores se instalaron algunas videocámaras que a continuación fueron desactivadas pocos meses más tarde.
El motivo de la desactivación, por lo que había dicho el administrador, era el excesivo coste del mantenimiento del servicio.
–¿Podemos conocer el nombre del administrador? –preguntó Zamagni.
–Se llamaba Dante Tarterini –respondió el marido –pero creo que ya no ejerce la profesión. Creo que se ha jubilado. De todas formas, no es ya el administrador de este edificio. Ahora lo lleva Pierpaolo Maurizzi.
Zamagni y Finocchi le dieron las gracias a los vecinos por el tiempo que les habían dedicado y se despidieron, recordando que cualquier noticia aparentemente digna de ser recordada sería bienvenida para la investigación que estaban llevando a cabo.
VI
Al día siguiente, después de hacer el balance de la situación con el capitán Luzzi con respecto a la investigación sobre el pasado de Daniele Santopietro, Stefano Zamagni y el agente Marco Finocchi se fueron a ver al administrador del edificio en el que el criminal había vivido durante un cierto tiempo, antes de desaparecer en la nada.
Después de una llamada telefónica para saber si podrían pasar para tener una pequeña charla, los dos policías se presentaron en las oficinas del estudio del administración Maurizzi y fueron recibidos por una empleada que les hizo sentar a la espera de que el administrador estuviese libre.
–Serán sólo unos pocos minutos –explicó la mujer y la previsión fue correcta.
–Encantados de conocerles –les saludó el administrador –¿A qué debemos vuestra visita? A parte de los controles rutinarios de la Guardia di Finanza
nunca me había ocurrido que en nuestras oficinas llegasen las fuerzas del orden por otros motivos.
El inspector Zamagni explicó que su visita tenía que ver con el edificio que ellos administraban desde hacía años, luego, cuando él y el agente Finocchi se encontraron en la oficina del administrador, pasó también a contarle los detalles.
–Me deben perdonar, pero han pasado más de diez años desde los hechos que me estáis contando –dijo el hombre –y, realmente, no me acuerdo exactamente de este detalle con respecto a la instalación de tele cámaras. Imagino, de todos modos, que se haya tratado de una instalación a raíz de una asamblea y debido a motivos de seguridad.
–¿Tiene una forma de comprobarlo? –preguntó Zamagni.
–Claro, pero necesito unos días –respondió el administrador –Debo recuperar la información del archivo y remontarme a diez años atrás.
–De acuerdo –le complació el inspector –Podemos darle dos días. ¿Cree que serán suficientes?
–Quizás es poco tiempo pero veremos qué puedo hacer.
Zamagni y Finocchi le dieron las gracias, a continuación abandonaron el estudio de administración y volvieron a la calle.
Esa tarde, el administrador comprobó la documentación del edificio en cuestión y, cuando se dio cuenta de lo que le habían pedido los policías, se acordó de un detalle y llamó por teléfono con la esperanza de que aquel número de teléfono móvil estuviese todavía activo.

El regreso del inspector Zamagni y del agente Finocchi hacia la comisaría se vio frenado por un accidente.
Cuando transitaban por el inicio de la vía Saffi, los dos policías vieron un atasco y se pusieron a la cola.
Un poco más adelante se veían las luces intermitentes de una ambulancia y de un coche de la policía municipal.
A la espera de que el tráfico se desplazase en aquel punto, aunque fuese lentamente, una persona fue metida en la ambulancia y esta partió con las sirenas a todo meter justo después.
Por lo que se podía entender, un automovilista había embestido a un peatón en el paso de cebra y, en cuanto llegaron al lugar exacto del accidente, Zamagni se identificó con un agente de la policía municipal y le preguntó si todo estaba resuelto.
–El hombre que ha sido atropellado probablemente esté llegando a Urgencias del Hospital Maggiore en estos momentos –explicó el policía municipal –mientras que al automovilista le ha caído una multa, sólo para empezar, luego ya se verá cómo se desarrollarán las condiciones de la persona atropellada.
Zamagni le dio las gracias por la información esperando que todo concluyese de la mejor manera.
Dejando a la espalda el lugar del accidente, los dos policías llegaron a la comisaría y, después de explicar al capitán Luzzi el motivo de su retraso, comenzaron a ponerlo al día con respecto a su coloquio con el administrador Maurizzi.
–Sinceramente espero que estas búsquedas nos puedan llevar a la identificación de la Voz –admitió el capitán, asintiendo. –A veces se me ocurre pensar que pueden resultar inútiles e infructuosas pero, por otra parte, me doy cuenta de que no es fácil rastrear a una persona cuando las únicas referencias que tenemos son un criminal muerto y alguien que ha escuchado la Voz sólo por teléfono.
–Seguramente es muy difícil hacer una identificación –concordó el inspector –pero podemos usar sólo los datos que tenemos en mano, y son pocas, y luego los que consigamos obtener.
–Ya... bueno, ahora salid de aquí e id a descansar –les despidió Giorgio Luzzi. –Mañana será otro día y decidiremos cómo proceder.
–De acuerdo. Gracias.
Zamagni y Finocchi salieron de la oficina del capitán dándole las buenas noches.

El hombre tenía consigo la dirección del inspector Zamagni y así, poseyendo todavía un día antes de deber cumplir la petición de su cliente, fue a investigar in situ.
Avenida della Reppublica en San Lazzaro di Savena era una calle bastante frecuentada, por lo menos en las horas diurnas, con coches que iban y venían en las dos direcciones y peatones que la recorrían por las aceras y bajo los tramos de los porches.
Gracias a una rápida búsqueda en Internet había visto que la dirección que le interesaba se encontraba en la extremidad opuesta, cerca de vía Jussi, pero él, para hacerse una idea más precisa de la zona, entró en la calle por la parte opuesta.
Al principio vio un parque público a la derecha y varios negocios a la izquierda, luego los negocios se alternaban con edificios a ambos lados.
Vio también un bar, a primera vista bastante frecuentado, así que continuó por la carretera para llegar a su destino, más o menos enfrente de un supermercado de medianas dimensiones.
Atravesada la calle, que en aquel punto en el centro tenía también una placita peatonal alrededor de la cual discurría el tráfico rodado, el hombre llegó delante del número 96 y, poniendo cuidado en que nadie lo viese o de llamar la atención de posibles peatones, cogió el aviso de llegada del repartidor y lo pegó al panel de los timbres de aquel edificio.
En ese momento, volvió a la parte opuesta de la avenida della Reppublica y se apostó en un sitio desde donde podría tener una buena visibilidad del otro lado de la calle.
Al volver a su apartamento cogió el ordenador portátil, se conectó al sitio web de Youtube e hizo una búsqueda rápida. Entre los primeros resultados encontró aquel que le interesaba, así que cogió la pequeña grabadora de bolsillo, volvió a poner el vídeo y encendió la grabadora.
Después de unas cuantas tentativas, el hombre decidió que la grabación hecha era adecuada para el uso que debería hacer con ella.

Aquella noche, cuando volvió a casa, el inspector Zamagni encontró en el panel de los timbres un aviso de llegada por parte de un repartidor. Dándose cuenta de que no esperaba nada, se preguntó qué le habrían enviado y quién lo habría hecho.
En el aviso estaba señalada también una nueva fecha de entrega, dos días después a las seis de la tarde.
Tomando nota de la información y teniendo todavía en la cabeza la cuestión con respecto al remitente y el objeto que recibiría, el inspector subió las escaleras y entró en su apartamento sin saber que alguien lo estaba observando.
Durante la cena, el inspector miró el telediario y, entre todas las noticias, le llamó la atención especialmente la que tenía que ver con un accidente de tráfico ocurrido al comienzo de la vía Saffi en las que un hombre había sido atropellado por un coche.
Enseguida se percató de que era aquel con el que se habían encontrado al volver a comisaría.
–El hombre atropellado –había añadido el periodista –el día anterior había salido de prisión, donde se encontraba porque hacía exactamente un mes había atracado una joyería en vía san Felice.
VII
A la mañana siguiente, Zamagni y Finocchi, junto con el capitán Luzzi, intentaron hacer de nuevo un análisis de la situación de la investigación que estaban llevando a cabo, para comprender cuál podría ser el paso siguiente.
No tenían realmente gran cosa pero era seguramente algo más con respecto a cuando habían comenzado a asumir el control de los efectos personales de Daniele Santopietro.
–Entretanto creo entender que de esos objetos no conseguiremos sacar alguna información útil para nuestra investigación –comenzó a decir el capitán –¿no es verdad?
–Por lo que parece, así es. –asintió el inspector –el único objeto particular es aquel libro rojo con el botón en el interior de la cubierta. Luego está ese artilugio del que no sabemos todavía el uso.
–Comprendo –dijo el capitán –en cambio, los objetos que están dentro de las cajas que se encuentran todavía en tu escritorio parecen totalmente inútiles.
–Exacto –estuvo de acuerdo Zamagni.
–De acuerdo. Luego tenemos las tele cámaras montadas en el edificio donde Santopietro ha vivido durante un tiempo.
–Sí –confirmó el agente Finocchi.
–¿Sabemos algo más con respecto a estas? –preguntó Luzzi –me refiero por parte del administrador.
–Todavía no –respondió Zamagni –Le hemos dado dos días para obtener la información de la documentación que debe estar en el archivo de la oficina.
–Bien –asintió el capitán –Esto significa que mañana por la mañana volveréis a ver al administrador del edificio y, si todo va como debe, deberéis saber todos los detalles concernientes a esto.
–Exacto –dijo Zamagni.
Marco Finocchi hizo sencillamente un gesto con la cabeza, sin decir nada, para confirmarlo.
–Perfecto –continuó diciendo Giorgio Luzzi – Y mientras tanto, ¿qué pensáis hacer? ¿Tenéis alguna idea?
El inspector intercambió una mirada con el agente Finocchi y, por su lenguaje corporal, el capitán entendió que no tenían ninguna, por lo menos de momento, sobre cómo continuar con la investigación.

El hombre estaba reposando cuando sonó el teléfono móvil.
–Ha surgido un imprevisto –escuchó que decían desde la otra parte de la línea –Los detalles se encuentran al lado del rey, siempre en el mismo lugar –a continuación se interrumpió la llamada.
¿Qué había ocurrido de manera tan repentina?, se preguntó, luego, considerando que no estaba haciendo nada importante, salió corriendo para ir a dónde le habían dicho.
En cuanto llegó a la librería enfrente de las Due Torri, el hombre entró y se dirigió a la sección dedicada a la narrativa y buscó las novelas de Stephen King.
Pasó revista a todas las que había en la estantería hasta que vio algo que le llamó su atención.
Esperó el momento oportuno, unos minutos después, sin hacerse ver por ojos indiscretos, lo sacó con decisión y se encontró en la mano un sobre blanco como el que había hallado algunos días antes en la misma librería, pero en la estantería dedicada a las guías turísticas.
Por suerte tengo la mente abierta, de lo contrario ni siquiera yo habría comprendido las pistas.
Se metió rápidamente el sobre en el bolsillo de los pantalones, luego dio una vuelta rápida por el interior de la librería, de manera que pareciese un cliente normal, y salió de nuevo a la calle pasando delante de las cajas registradoras.
En cuanto llegó a casa, abrió el sobre y leyó el mensaje que había en su interior, escrito sobre un papel blanco.
Todos los mensajes escritos que recibía habían sido escritos con el uso de un programa de escritura, nunca a mano.
El mensaje era sencillo y perentorio: eran las indicaciones para llegar a una habitación del Hospital Maggiore de Bologna, junto con una fecha y una hora. La fecha era al día siguiente mientras que la hora era las doce del mediodía en punto.
El hombre volvió a doblar el folio y lo volvió a meter dentro del sobre, luego dejó todo encima de la mesa.

La segunda visita al administrador del edificio en el que había vivido Daniele Santopietro no produjo grandes resultados para el avance de la investigación.
A Zamagni y Finocchi se les dijo que la instalación de las tele cámaras a lo largo de las escaleras fue hecha como consecuencia de algunos robos en los apartamentos y que eso resultaba ser un normal medio de prevención para mantener la seguridad de los vecinos.
En cuanto entraron en la comisaría, le pasaron la información al capitán Luzzi que, después de haber asentido, quedó unos minutos en silencio pensando.
–¿Ideas? –dijo, finalmente –¿Habéis pensado cómo debemos actuar ahora?
El inspector y el agente Finocchi se intercambiaron la mirada, luego negaron con la cabeza.
–Efectivamente, esta información no me parece útil para el desarrollo de la investigación... –concluyó el capitán –por lo que se nos debe ocurrir alguna otra cosa.
Zamagni asintió.
–¿Podríamos conseguir hacer un análisis vocal? –propuso el agente Finocchi.
–¿Análisis vocal? –repitió Zamagni.
–Sí –confirmó Marco Finocchi –Esta persona que estamos buscando la hemos podido escuchar por lo menos en una ocasión, por lo que podría ocurrir de nuevo. Si la próxima vez que suceda nosotros estuviésemos preparados para registrar la llamada y la pasásemos a un experto en la materia, quizás nos sabría describir el perfil vocálico y quizás podría ser útil para obtener mayor información con respecto a esta Voz, sino incluso identificarla.
La propuesta del agente Finocchi parecía sofisticada pero el capitán comentó positivamente la idea.
–No deberías ser complicado conseguirlo –añadió.
–¿Y en el caso de que esta Voz no se escuchase de nuevo? –objetó el inspector.
–Mientras tanto podremos informarnos con respecto a esta posibilidad –respondió Giorgio Luzzi –por lo demás, nunca se sabe.
–O podríamos encontrar la manera de obligarlo a llamar –propuso el agente Finocchi –Cuando ocurrió en el pasado fue, por ejemplo, en ocasión de la resolución del caso ligado a la Asociación Atropos. ¡Incluso nos ha felicitado!
–Haría falta algo que lo hiciese sentirse... derrotado –admitió el capitán.
–¿Qué podría ser? –preguntó Zamagni.
–No lo sé –respondió el capitán. –Ahora, personalmente, no sabría decirlo.
VIII
El hombre llegó al hospital Maggiore y siguió las indicaciones escritas en el interior del segundo sobre que había encontrado en la librería para llegar a la habitación donde estaba ingresado su objetivo.
Desde lejos vio a un hombre de uniforme delante de la puerta. Policía.
No recordaba haber leído sobre este detalle, de todas formas se adaptó enseguida a la situación: retrocedió y fue a investigar entre los pisos hasta que, en una habitación de pequeñas dimensiones, encontró una bata blanca colgado de un perchero y se la puso encima apoyando alrededor del cuello un fonendoscopio que había en uno de los bolsillos inferiores.
En el bolsillo arriba a la izquierda había colgado un cartelito con el nombre del médico, el titular de la bata misma.
Rápidamente volvió al piso en donde había estado cuando había llegado a la estructura hospitalaria, luego, con maneras desenvueltas, dijo al agente que estaba plantado delante de la habitación que debería comprobar las condiciones del paciente que se encontraba en el interior.
Un minuto después, el hombre se encontraba enfrente de su objetivo del día, que lo miró sin hablar, como si estuviese a la espera de las indicaciones del médico que llevaba habitualmente la bata.
El falso médico miró el reloj: las 9:24 y 45 segundos. En cuanto se puso en el minuto siguiente, como estaba indicado en las pocas líneas que había encontrado en el segundo sobre, cogió una almohada que se encontraba en la silla en el interior de la estancia y, sin dar tiempo al paciente para darse cuenta de lo que estaba sucediendo, con la mano izquierda la comprimió contra el rostro del hombre que se encontraba acostado mientras que con la derecha extrajo desde debajo de la bata una pistola con silenciador y disparó a la almohada haciendo revolotear por la habitación algunas fibras inidentificables.
Después de haber puesto la almohada donde se encontraba poco antes, esperó todavía un par de minutos, luego salió de la habitación, hizo una señal de saludo al agente, ignorante de lo que había ocurrido, colocó la bata donde la había encontrado poco antes y dejó el hospital.
Cuando la tarde de aquel día el auténtico médico se puso la bata no sabía que, de alguna manera, había contribuido a un homicidio.
El cuerpo sin vida de la víctima fue encontrado sólo algunas horas después del servicio de distribución de las comidas y, en esa ocasión, el agente plantado delante de la habitación se quedó sin decir nada durante unos segundos, inconsciente de cómo podía haber ocurrido algo parecido.
Después de todo, la única persona que había visto entrar en aquella habitación había sido un médico.

El inspector Zamagni y el agente Finocchi continuaban rompiéndose la cabeza para comprender los próximos pasos que harían para localizar a la Voz, pero cada una de las tentativas que hacían los llevaba a un callejón sin salida.
En realidad, parecía que el único camino con sentido fuese aquel del reconocimiento a través del perfil de voz.
Para probar esta solución Zamagni decidió hablar directamente con la sección técnica de la policía con el objeto de decidir qué hacer.
Le propusieron que tuviesen bajo control su teléfono móvil, dado que la Voz le había llamado al número del celular. De esta manera podrían intentar rastrear la posible llamada y, al mismo tiempo, grabarla para intentar descifrar el perfil de voz de la persona que llamaba.
–Me parece una buena idea –comentó el capitán Luzzi después de que el inspector le hubiese explicado a él y al agente Finocchi el procedimiento que podrían seguir.
También Marco Finocchi asintió.
Dado que estaban todos de acuerdo, el capitán procedió con la petición a la sección competente.
–Ahora sólo debemos esperar a que esta persona se haga oír –concluyó el inspector.
–Tengo confianza en que antes o después sucederá –dijo Marco Finocchi, encontrando apoyo en la mirada del capitán.
–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Zamagni rompiendo el silencio que se había creado.
–Considerando que, aparentemente, por el momento nos encontramos en un punto muerto de la investigación, propondría esperar –respondió Giorgio Luzzi –Mientras tanto, seguramente se nos ocurrirá alguna idea.
–De acuerdo –asintieron al unísono Zamagni y Finocchi que justo después salieron de la oficina del capitán.

El promotor de aquel homicidio se enteró de la muerte de un paciente en el hospital Maggiore de Bologna mientras miraba el telediario.
El cuerpo había sido encontrado podo después del mediodía por los asistentes que se ocupaban de la distribución de las comidas de los pacientes, mientras que el agente de policía que estaba fuera de la puerta vigilando al paciente que había en el interior no se había dado cuenta de nada.
Por lo que estaba diciendo el periodista en la habitación se había visto entrar un médico poco antes de las 9:30.








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