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Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano
Guido Pagliarino


Copyright © 2017 Guido Pagliarino
Todos los derechos reservados
Libro publicado por Tektime

Guido Pagliarino
Las investigaciones de Juan Marcos, ciudadano romano
Novela histórica
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Publicado por Tektime

1a edición de la obra, en italiano, en formato papel, Copyright © 2007-2012 Prospettiva Editrice.
Desde el 01-01-2013 los derechos de esta obra han retornado íntegramente al autor.
2a edición de la obra, en italiano, revisada y corregida en e-book Copyright © 2015 Guido Pagliarino y en libro en papel Copyright © 2016 Guido Pagliarino

La imagen que aparece en la portada es la reproducción de una témpera de Rafael en papel, montada sobre lienzo, que se encuentra en el Museo Victoria and Albert de Londres. Bajo el título “St Paul before the Proconsul”, 1515; la obra también se conoce en Italia como “Elimas el mago es cegado por Saulo delante de Sergio Paulo” o “La conversión del procónsul” refiriéndose a los Hechos de los Apóstoles, 13: 8-11.
Índice

Guido Pagliarino “Las investigaciones de Juan Marcos, ciudadano romano”, novela histórica (#ulink_980bca60-7abc-50bf-a0ea-bd48e023bd26)
Notas del texto (#litres_trial_promo)
Guido Pagliarino “Pequeño diccionario histórico esencial” (#litres_trial_promo)
Guido Pagliarino (#ulink_ffe63f38-ca7f-553f-8075-21b54bb27b91)

Las investigaciones de Juan Marcos, ciudadano romano (#ulink_ffe63f38-ca7f-553f-8075-21b54bb27b91)
Novela histórica (#ulink_ffe63f38-ca7f-553f-8075-21b54bb27b91)
Capítulo I

El callejón resultaba extrañamente luminoso, aunque el cielo era plomizo.
Juan Marcos caminaba a lo largo de una calle recta, empedrada como las calzadas romanas que le resultaban familiares y que descendían de Jerusalén a Cesarea Marítima, pero no era una de ellas. El trazado se perdía en el horizonte, recorriendo un territorio desconocido, llano y casi desierto, con prunos amarillentos y podados y matas verdegrisáceas que se movían con el ir y venir de víboras y circundadas por enjambres de moscardones cuyo zumbido continuo le molestaba en los oídos. No había ningún ser humano, aparte de él.
De repente Marcos se había encontrado en una zona llena de fosas, como aquellas profundas que se excavan para enterrar inmundicias o carroña. Y en ese momento, sin haberlo advertido antes, había visto, en esa misma tierra, insepulto, el cadáver ensangrentado de un perro moloso negro, con la lengua fuera y los ojos vidriosos y había oído un rumor proveniente de la fosa más cercana, como un pisoteo, un crujido, un frotamiento con las uñas de un ser vivo que estuviera trepando penosamente: ¿tal vez un animal herido y caído en el fondo que estaba todavía vivo y trataba de salir? ¿Otro temible perro de presa? ¿Y si era una fiera al acecho? Había sentido un sudor grasiento y templado detrás del cuello cuando otra posibilidad le había hecho sentir un escalofrío en la espalda: ¿Y si en su lugar… estaba allí a punto mostrarse un habitante del Sheòl? En ese mismo instante había asomado del hoyo la cabeza de un hombre. Era Jonatán Pablo, su padre.
Tras salir de la fosa, el difunto se había quedado en el borde de esta. Parecía tal cual Marcos le había visto por última vez muchos años antes, cuando su padre había partido para el viaje a Perga del que ya no volvería: treinta y seis años, alto, esbelto, cabello tupido y larga barba castaña con algunos pelos ya blancos. Llevaba la misma túnica marrón y la misma capa verde que llevaba en vida con una faja marrón.
Con los brazos apoyados a lo largo del cuerpo, tieso como una pértiga, había empezado sin preámbulos uno de los sermones que solía dirigir a su hijo:
—Querido Marcos, no estás siguiendo la buena vía, sino el camino de la soberbia. Los nazarenos trabajan sin descanso para dar al mundo la buena nueva, mientras que tú continúas ocupándote solo de tus asuntos. Sí, es verdad que respetas los preceptos de la Ley, pero si esto bastaba para mí, que no sabía, no puede valer para ti: ahora que la nueva está a tu alcance, debes recogerla y divulgarla, y más tú, al estar favorecido por la ciudadanía romana, que te da plenos derechos en el Imperio. Sigue por tanto el ejemplo de su primo, José Bernabé y, cuando vaya a Perga a difundir la nueva, ve con él. Una vez que hayas llegado, antes que nada, honra mi tumba y luego investiga: descubrirás quién me asesinó y, gracias a ti, se hará justicia.
—¿Por qué no me dices tú mismo quién te mató?
El padre no le había respondido y, como si ni siquiera le hubiera oído, había empezado a subir lentamente hacia el cielo, mientras entre el gris de las nubes se había abierto lentamente una fisura de luz y Marcos se había despertado.
Capítulo II

Hace diecisiete años, en un día de marzo del 781 a.U.c.1 (#litres_trial_promo) según el calendario romano, Jonatán, el padre de Marcos, fariseo, había entrado radiante en su hermosa morada en Jerusalén, de vuelta de Cesarea Marítima, donde residía el representante de Tiberio César para la provincia de Judea, Samaría e Idumea: después de mucho tiempo y dinero gastado en regalos a su protector, Marcos Pablo Rufo, ayudante del procurador Poncio Pilatos, finalmente se le había concedido la ciudadanía romana. Estaba contento porque sus negocios se verían favorecidos y se enriquecería todavía más, con la plena bendición del Altísimo.
Jonatán había nacido en Asiut, en el curso del Bajo Nilo, segundo hijo de una familia acomodada de agricultores. Al morir el padre, los terrenos pasaron al hermano mayor y por tanto él se había dedicado al comercio de vino y dátiles estableciéndose en Jerusalén, donde había frecuentado por entonces la casa de Hillel, maestro bíblico originario de Babilonia. Durante esta estancia había hecho amistad con otro alumno de esa escuela farisaica, Samuel, más anciano y padre de su futura mujer, María, de trece años. Se trataba de una familia importante perteneciente a la tribu de Leví y además descendiente del sumo sacerdote Aarón, hermano de Moisés. María había recibido una buena formación cultural de su padre, algo contrario a las costumbres de su tiempo para las hijas. Después del matrimonio, continuando con sus negocios comerciales, Jonatán había trasladado su domicilio con su esposa a Salamina, donde residía el hermano de esta, un levita propietario de una finca, que les había alojado provisionalmente. Pero meses después, en busca de mejores perspectivas, la pareja se había mudado a Kairuán, en la Cirenaica, donde Jonatán había comprado tierras a buen precio y donde había nacido Marcos. Sin embargo, algunos años después, la región había sido invadida por belicosas tribus árabes, obligando a huir a la familia. Sin perder el ánimo, el fariseo había conducido a sus seres queridos a Jerusalén, cerca de los padres de la esposa. Con monedas y joyas que María y él llevaban escondidas había comprado un olivar en las cercanías de la ciudad, a la orilla del río Cedrón en Getsemaní, obteniendo así de nuevo bienestar familiar. En pocos años había agrandado la finca adquiriendo una viña en la otra orilla, comprando una casa y un bazar de telas.
—Me ha parecido bien añadir a mi nombre el de la familia de mi patrón —había comunicado Jonatán a su mujer María y a su único hijo en cuanto entró en su casa, antes de hacerse lavar los pies, sucios por las inmundicias de la calle—. A partir de ahora seré Jonatán Pablo y también tu nombre, querido hijo, será latino, para que cuando te presentes ante los romanos puedan reconocerte como uno de ellos y favorecerte. Desde este momento eres Juan Marcos, ciudadano de Roma.
El joven hacía poco que había cumplido trece años, entonces era adulto, un Bar Mitzvá, Hijo de la Ley dedicado a leer y comentar en la sinagoga los rollos de la Sagrada Escritura. Sin embargo, el padre, como si fuera todavía un niño pequeño, no había dejado de recomendarle:
—Pero cuidado: aunque ahora seas un ciudadano romano, no olvides nunca que eres un judío, ¡sigue siempre los 613 Mitzvot, los santos Preceptos de la Ley! Y no adquieras nunca ninguna de las costumbres de nuestros dominadores.
En este momento le había venido a la mente una sospecha. Se había callado y había mirado a su alrededor con circunspección, como si en la casa o más allá del muro exterior pudiera esconderse algún espía de Poncio Pilatos. Una vez seguro, había continuado y se había dedicado por completo a una de sus habituales y redundantes enseñanzas a su hijo, que iban de la ética a la historia y en las cuales comparaba las santas costumbres farisaicas con aquellas reprobables de los gentiles:
—Los hebreos, hijo mío, hemos sido elegidos por el Cielo, mientras que los romanos, como los griegos, no resucitarán debido a sus costumbres corrompidas: nuestros conquistadores vieron la corrupta Grecia como cuna de valores a incluir en su civilización, pero junto con el saber entraron el Roma las costumbres morales nefandas de ese pueblo, que merecen el castigo del Señor —Indudablemente no bastaba con la exclamación maledicente. Había continuado—: El severo emperador Augusto se opuso en vano a esas costumbres: corre la voz en Cesarea Marítima de que su heredero Tiberio se abandona a todos los vicios reunidos en su corte, sin diferenciarse en nada de los helenos, maestros del libertinaje. Así que estar junto a los gentiles es la abominación de las abominaciones. ¿Qué decir por otro lado de la cultura grecolatina en sí misma? Poesía, filosofía, derecho están reservados a unos pocos privilegiados que tratan a la plebe como una cosa, por no hablar de cómo consideran a los judíos, que nos vemos obligados a comprar la ciudadanía de la Urbe para prosperar —En el fondo, se sentía culpable por su reciente adquisición—. Y detrás de los humanistas griegos y romanos, hasta donde alcanza la vista, hay una extensión de lugareños miserables, en Roma como en Corinto, en Alejandría como en Atenas, a los cuales, en una gran mayoría de casos, ni siquiera se les enseña a leer ni a contar —Se engalló algo más—. Sin embargo, nosotros, los hebreos, ¡ya con doce años! somos instruidos en la sinagoga. Nosotros, hijos de Israel, somos todos de estirpe real, la del Creador, como sabemos por su Palabra, y no una masa como la plebe de la sociedad pagana. Y cualquiera de nosotros, como mi grandísimo rabino Hillel de Babilonia, que era un simple leñador, puede continuar con sus estudios si un maestro le acoge como discípulo y además puede aspirar a convertirse él mismo en rabino —Una vez recuperado el aliento, había concluido por fin—: ¡Que la justicia del Altísimo fulmine a los pecadores impenitentes por los siglos de los siglos!
—Amén, amén —habían respondido a coro hijo y esposa y finalmente esta, que había estado todo el rato con una palangana en la mano lista para atender a su esposo, había podido lavarle los pies.
Un par de meses después, el 23 de mayo, durante un viaje de negocios en Perga, donde trataba de adquirir los apreciados tapices del lugar en uno de los mercados ciudadanos, para revenderlos a un mayor precio en Jerusalén, una ronda de policía encontró el cadáver de Jonatán Pablo, desplomado en uno de los callejones de la ciudad, apuñalado en el corazón.
El asesino o los asesinos no habían sido encontrados.
No se había robado la bolsa, así que era difícil pensar en un atraco. ¿Competencia inmoral en los negocios hasta llegar al homicidio? ¿Una discusión banal en la calle que acabó trágicamente? ¿O tal vez había sido uno de esos fanáticos patriotas hebreos: los zelotes? ¿Le habían castigado por haberse convertido en ciudadano de Roma? Estas eran las preguntas que se había hecho Marcos. Solo dieciocho años después había obtenido la respuesta y el motivo que descubriría no estaría entre los imaginados, sino que sería otro absolutamente inesperado.
Capítulo III

Tres días antes de la muerte de Jonatán Pablo, la nave proveniente de Cesarea Marítima, donde se había embarcado el fariseo, había echado el ancla en el puesto de Salamina de Chipre, ciudad donde vivía su sobrino político, el levita José, llamado Bernabé, hijo del hermano de su mujer y agricultor como sus difuntos padres.
Bernabé había alojado al tío durante esa noche y, al tener la intención de comprar en Perga en un futuro inmediato ciertas simientes preciadas, había decidido en ese momento unirse a él para el resto del viaje.
Habían embarcado al día siguiente en una nave más pequeña que aquella que había llevado a Jonatán Pablo a Salamina, embarcación que, una vez cruzado el brazo de mar que separa a Chipre de la región de Panfilia, al tener una línea baja de flotación podía remontar el río Cestro hasta el pequeño fondeadero de Perga, en lugar de tener que quedarse en Atalia, el puerto marino de la ciudad.
Una vez en su destino, tras bajar al pequeño puerto, ambos habían visto, a lo largo de la calle que llevaba al interior, mujeres de diversas edades y jovencillos imberbes, semidesnudos unos y otras, ofrecerse a los transeúntes, tanto con palabras como tocándose el sexo o las caderas y moviendo estas simulando actos sexuales. El rígido fariseo, que por la experiencia de viajes precedentes lo había esperado, había estallado, señalando al cielo con el índice vengador de la mano derecha:
—¡Oprobio para el señor! ¡Oh, tú que caminas sobre sobre la esfera de cristal del firmamento! ¡Manda a tu ángel de la muerte sobre todos estos impúdicos!
—Amén —había concluido el sobrino, pero en voz baja y sin fuerza.
Ese tono bajo hizo que el fariseo no quedara satisfecho con su pariente:
—¡Pero Bernabé! Lo ves ¿verdad? Ves lo que tengo que sufrir cada vez que vengo aquí. Si no fuera porque en Perga encuentro las mejores telas, no vendría aquí, ¿sabes? ¿Te has dado cuenta de se nos echan encima incluso los efebos sodomitas?
El sobrino, entornando los ojos y haciendo con la boca una mueca de amargura, había asentido dos veces con la cabeza.
Tranquilizado por fin, el tío había levantado la cara lo más alta posible y alzado su voz hacía la esfera celestial, o al menos esa había sido su intención:
—¡Abominación de las abominaciones! ¡Altísimo Señor, salva a los pecadores arrepentidos, pero descarga tus maldiciones sobre quienes no se arrepienten! ¡Hazlos arder con tu ángel de la muerte con una tempestad de llamas, como sobre Sodoma y Gomorra!
—Amén —había respondido de nuevo el sobrino, esta vez alzando mucho la voz. Pero luego no se había contenido y, sonriendo, había continuado—: La tempestad ardiente solo cuando nos hayamos ido, ¿eh?, porque si alguna lengua de fuego no diera en su objetivo…
—Bueno, bueno… ya se entiende —había aceptado Jonatán Pablo, que no tenía ningún sentido del humor.
Dividiendo los gastos, habían alquilado una habitación en un pequeño albergue donde el fariseo solía alojarse, dirigido por el hebrero Mateo Bar Benjamín, quien, siguiendo las normas de pureza, servía comida kosher muy bien cocinada a sus correligionarios de paso y también a diversos clientes no hebreos que, aunque no sujetos a las reglas judaicas, apreciaban su magnífico sabor.
Poco después de salir el sol en su último día de vida, Jonatán Pablo había tomado el desayuno en la fonda en compañía de sobrino, luego se habían separado para ocuparse cada uno de sus propios negocios, así que en el momento de la agresión el tío había estado solo con su asesino. Habían quedado en encontrarse por la tarde en la fonda, que no estaba lejos del callejón donde una ronda de policía había encontrado asesinado al padre de Marcos, para cenar y descansar hasta el alba, después de que el fariseo hubiera pagado y recogido sus telas y el levita sus sacos de simientes y, con las respectivas cargas, los parientes se habrían vuelto esa mañana con la misma nave que los había llevado a Perga.
Bernabé había pasado el día visitando algunos mayoristas de semillas, con una breve pausa a mediodía para una comida ligera a base de fruta consumida en pie junto al vendedor. Había elegido los granos apropiados en calidad y precio solo al final de la tarde. Tras dejar una fianza al suministrador, había vuelto a la pensión, llegando cuando el sol acababa de ponerse en el horizonte. En cuanto entró supo por el hotelero, sin ningún preámbulo delicado, acerca del homicidio de su tío: Mateo Bar Benjamín, volviendo poco antes a casa de un encargo, había pasado por la callejuela donde yacía el cadáver, rodeado de hombres de una ronda de policía y había reconocido al muerto como su propio cliente:
—Le habían matado hacía poco —había precisado al atónito levita—. Lo sé porque uno de los guardias le estaba diciendo a sus colegas que le cuerpo seguía caliente. Luego lo subieron a una carretilla, imagino que inmediatamente —Era habitual que las rondas de orden público llevaran al cuartel todos los cadáveres desconocidos que se encontraban por la calle, algo no infrecuente, donde se mantenían en depósito en un sótano hasta la mañana del día siguiente, por si algún pariente se presentaba a reconocerlos y reclamarlos. Si no, el muerto era sepultado en las primeras horas del día siguiente en la fosa común de Perga.
Las funciones del organismo de policía de la ciudad, compuesto por un centenar de hombres al mando de un centurión, eran similares a las de la Milicia de los Vigilantes de la Urbe, creada en el año 7581 (#litres_trial_promo)bis (#litres_trial_promo) por Octavio César Augusto e imitada en diversas ciudades del Imperio. Ejercitaban funciones generales de policía y se encargaban de la prevención y extinción de incendios, así como, en relación con estas funciones, de la identificación y arresto de quien los hubieran provocado intencionadamente o por negligencia. La base de la actividad de la centuria eran las rondas continuas por la ciudad de escuadras de diez hombres. Gayo Tulio, comandante de la decuria que había tropezado con el cuerpo de Jonatán Pablo, después de haber interrogado brevemente a los habitantes de la zona, que habían declarado no haber visto ni oído nada, había renunciado a investigar: en esos tiempos era normal que la mayor parte de los delitos quedara impune y encontrar a los culpables sin sorprenderles en flagrante delito era improbable, casi tanto como identificar a una hormiga en un hormiguero.
El posadero había indicado también a Bernabé que había dicho al decurión que la víctima era su cliente, añadiendo que avisaría al otro cliente, que compartía la habitación con la víctima y era pariente suyo, para que, si quería, reclamara los restos.
Esa misma noche, a pesar de la oscuridad, con una linterna conseguida del hotelero, el sobrino del muerto se había presentado en la sede de la milicia, que no estaba muy lejos, para reclamar el cuerpo de su tío. Había hablado con el decurión que estaba de servicio en el cuerpo de guardia. El suboficial le había llevado al comandante del cuartel, un joven centurión llamado Junio Marcelo. Este hombre, después de haber escuchado la solicitud de Bernabé, había hecho llamar al decurión Gayo Tulio y, en su presencia, había dicho al levita:
—Bien, me has dicho que te llamas José Bernabé y eres de Salamina. Ahora me gustaría saber qué habéis venido a hacer a Perga la víctima y tú.
—Yo, a comprar semillas para mis campos, y el tío, telas para su bazar en Jerusalén.
—Hay una bolsa del muerto a recoger, dime cómo puedes demostrar que eres su sobrino.
—Lo puede confirmar Mateo Bar Benjamín, dueño de la posada donde mi tío y yo hemos alquilado juntos una habitación.
Gayo Tulio se había entrometido:
—Comandante, Mateo Bar Benjamín es la persona que he citado en mi informe, que ha reconocido a la víctima del homicidio y me ha dicho que informaría al sobrino.
—Está bien, de todos modos comprobaremos enseguida si ese sobrino es precisamente este hombre —Se había vuelto a Bernabé—. Tú entretanto dime dónde y con quién has pasado hoy las últimas horas de luz.
Parecía que sospechaba de él, como había deducido el levita con preocupación y había dado el nombre del mayorista de granos.
El centurión, una vez obtenidos los domicilios del comerciante y el posadero, había ordenado a Gayo Tulio llevarse una guardia y acompañar al levita a las residencias de los dos testigos para un careo.
El mayorista había declarado que ese cliente había estado con él hasta el atardecer, el posadero que Bernabé había llegado al albergue inmediatamente después de ponerse el sol, antes de que el cielo estuviera oscuro y que el día anterior el hombre y el difunto se habían presentado como parientes al tomar su habitación.
Una vez escuchado el informe de Gayo Tulio, el comandante había concedido al sobrino confirmado retirar, al alba, el cadáver de su tío. Le había entregado de inmediato la bolsa, que contenía solo monedas de cobre, seis sestercios y dos dupondios, en uno de los dos compartimentos, el de la moneda fraccionaria, mientras que el otro, para las monedas de oro y los denarios de plata, estaba vacío. Bernabé sabía que el pariente debía haber tenido mucho dinero para pagar las telas y el viaje de vuelta y había pensado en un hurto, no por parte del homicida, sino de los guardias. ¿Del propio centurión? Había razonado: ¿por qué un ladrón callejero se entretendría en tomar las monedas de valor, dejando la calderilla, en lugar de quedarse simplemente con la bolsa como hacen todos los rateros y huir antes de que pudiera aparecer alguien?
Después de una noche de sueño agitado, al abrir el bazar Bernabé había comprado una sábana, un sudario y ungüentos sepulcrales y llegado a un acuerdo con un par de griegos, albañiles, canteros y sepultureros que tenían una tienda en esa misma zona. Había ido al puesto de policía con los dos sobre su carro, remolcado por una pareja de mulas, como había notado molesto el levita: las normas hebraicas de pureza prohibían cruzar diversas especies de animales y también valerse de sus híbridos, pero Bernabé no había tenido elección en esa ciudad en su mayor parte pagana. Los enterradores, expertos tanto en funerales gentiles como hebreos, habían cargado sobre su carro al interfecto para una sepultura judía. El levita había ordenado a los dos operarios que lavaran el cuerpo de su tío y lo ungieran con los aceites. Luego, después de haber elevado una oración, había ordenado envolver el cuerpo en la sábana. Con el carro, los tres vivos y el muerto habían llegado al cementerio, que se encontraba a media milla de Perga: se trataba de una cañada cubierta de rocas, prunos y arbustos que pasaba, a lo largo de un tercio de milla y con un centenar de codos de anchura, entre dos paredes rocosas salpicadas de pequeñas cavernas a diversas alturas. Las tumbas se habían creado añadiendo a la naturaleza el trabajo del hombre, aprovechando las grutas que aparecían al nivel del suelo. Después de que el levita, de pie junto al carro, hubo recitado las últimas oraciones para el difunto, los sepultureros habían llevado el cuerpo, con la sábana que lo envolvía, a una gruta todavía vacía donde lo habían depositado boca arriba. Luego habían cerrado el espacio con piedras recogidas en el lugar, a modo de ladrillos naturales, uniéndolas con cal. Habían dejado una apertura casi cuadrada a nivel de tierra de poco más de un codo y medio, desde la cual, arrastrándose, se habría podido acceder al interior. Luego habían excavado el terreno junto a la tumba, una guía de cinco codos de larga y cerca de un palmo de ancha, la habían recubierto con pequeños guijarros planos y habían colocado y hecho girar, para cerrar el acceso, una lápida cilíndrica, poco más estrecha que la guía y de un diámetro un poco mayor que la diagonal de apertura, rueda tumbal que habían tomado en la tienda de entre otras trabajadas previamente y donde, sobre lo que sería el lado externo, Bernabé había hecho esculpir el nombre de su tío, tanto en arameo como traducido al alfabeto griego.
El levita había dedicado los siete días siguientes a purificarse de la contaminación del cadáver, según la ley mosaica de pureza contenida en el libro de la Torá Bemidba: «El que toque a un muerto, cualquier cadáver humano, será impuro siete días. Se purificará con aquellas aguas los días tercero y séptimo, y quedará puro. Pero si no se ha purificado los días tercero y séptimo, no quedará puro».2 (#litres_trial_promo)
Completado el rito, al octavo día se había embarcado hacia Salamina con sus simientes. En casa había escrito y enviado una carta a la mujer y el hijo de Jonatán Pablo con noticias detalladas sobre la tragedia. No les había pedido que le pagaran, tras deducir el poquísimo dinero del difunto que se había guardado, los costes de la sepultura y la estancia forzosa en Perga por siete días más: a diferencia de su tío, Bernabé consideraba el dinero como un mero instrumento y no como una gratificación del Señor a los justos. Por otro lado, seguía los 10 mandamientos de Moisés, el precepto del diezmo al templo y las normas de pureza, pero, como muchos otros correligionarios, no descendía a menudencias intolerantes pese a que, según los puntillosos doctores de la Ley, todos de origen fariseo, solo podían considerarse justos quienes se esforzaran por respetar, como había hecho el padre de Marcos, todos los 613 preceptos de la Ley sin exclusión, entre los cuales se encontraban además obligaciones como aquella de recitar, cada vez que se retiraba al baño, esta oración de bendición: «Seas tú bendito, Señor nuestro rey del universo, que ha hecho al hombre con sabiduría y ha creado en él muchos orificios y agujeros. Está revelado y se conoce delante del Trono de tu Gloria que, si se abre alguno de estos o se cierra uno de aquellos, sería imposible vivir y permanecer delante de ti. Bendito seas Señor, que cuidas de todos los cuerpos y actúas magnificamente».3 (#litres_trial_promo)
Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda María, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseían: había razonado que, así, Marcos no tendría que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancías. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habría deseado:
—Una idea —le había reprendido con dureza—, completamente absurda, que solo se le podría ocurrir a un niño como tú.
Capítulo IV

Habían pasado dos años del homicidio y era el viernes 6 de abril de la semana de Pascua del año de Roma de 783.4 (#litres_trial_promo) Hacía poco que se había puesto el sol y, con la primera oscuridad, se había iniciado el día pascual tanto para el pueblo como para la cerrada secta de los esenios, que calculaban la fecha de la Pascua siguiendo el calendario solar. Por el contrario, para las sectas de los saduceos y los fariseos el gran día solo sería el día siguiente, ya que establecían la ocasión según el calendario lunar, en el que por tanto el 6 de abril solo era el parasceve, es decir, el día de los preparativos.5 (#litres_trial_promo)
Un rabino originario de Nazaret de Galilea y doce seguidores se habían reunido en la primera planta de la casa amistosa de Marcos y su madre para celebrar la cena pascual en la ciudad santa de Jerusalén, como estaba prescrito para todos los hebreos hacer cuando fuera posible. El cordero tradicional de Pascua que sería consumido por los trece al terminar el solemne convite lo había comprado el discípulo del rabino y tesorero del grupo Judas Bar Simón, llamado el Iscariote,6 (#litres_trial_promo) y presentado en el templo, donde había sido degollado ritualmente por un ministro del culto.
La viuda de Jonatán Pablo había conocido al maestro nazareno en la cercana Betania en casa de las amigas Marta y María y su hermano Lázaro y, fascinada por el carisma de ese hombre, se había convertido en su seguidora espiritual. Por simpatía, le había cedido su propio comedor para que pudiera celebrar con los suyos la cena pascual en la ciudad, a cubierto de ojos enemigos. Su vida estaba de hecho amenazada por los miembros del consejo supremo judío de Jerusalén, el sanedrín, en el que se sentaban sacerdotes, escribas y algunos ancianos de la comunidad, ricos potentados que conspiraban para arrestarlo cuanto antes y enviarlo al tribunal romano con una acusación susceptible de muerte, porque los había criticado e injuriado públicamente en la plaza delante del templo. Para esos poderosos no se trataba solo de venganza: le temían porque sus enseñanzas eran una amenaza continua para ellos. Enseñaba de hecho, sin ambages, que en ningún momento los jefes de la colectividad deben exigir ser alabados y servidos, sino que, por el contrario, deben estar a disposición del pueblo. Y afirmaba que el Eterno había establecido que la pureza o impureza de un ser humano no estaba en el cumplimiento o no de los preceptos formales de la Lay, ni en el encargo de sacrificios animales para la adoración,7 (#litres_trial_promo) ni en las ofertas de primicias, ni en el desarrollo de los rituales inventados por los sacerdotes y doctores de la Ley para obtener prestigio y ganancias, sino en la elección entre amor y odio hacia el prójimo. Si estas enseñanzas habían alarmado bastante a los jefes de Israel, por el contrario, habían entusiasmado a muchos como la viuda María.
El joven Marcos no estaba entre los seguidores del rabino, pero al ser oficialmente el amo de la casa y religiosamente mayor de edad desde hacía dos años,8 (#litres_trial_promo) habría tenido el derecho a sentarse en el lugar de honor sobre las esteras de la mesa pascual junto a los invitados. Sin embargo, había renunciado a ello porque, siguiendo las costumbres farisaicas de su padre, él, junto con su madre y sus servidores, festejarían la Pascua la tarde siguiente y de hecho se había sacrificado otro cordero en el templo para ellos. Así que se había dejado a los trece solos en el comedor, completamente libres para celebrar la fiesta entre ellos.
Inesperadamente, en un cierto momento de velada, uno del grupo, ese Judas que había proporcionado el cordero, había descendido a la planta baja con una fea mueca en el rostro, las mejillas enrojecidas y se había dirigido a la puerta de la casa sin siquiera saludar a Marcos, que estaba en el vestíbulo. El joven se había preguntado si ese hombre había recibido un encargo imprevisto y urgente del maestro y por su carácter le agradaba mucho investigar sobre hechos oscuros. Evidentemente habría querido ante todo descubrir a los asesinos de su padre, pero en ese momento lo consideraba inviable: faltaban varios años para el sueño extraordinario que le incitaría a investigar. Al no ver volver a Judas, la curiosidad del joven había aumentado. Cuando el grupo del nazareno había dejado la casa siguiendo al maestro para irse a dormir, con autorización de María, en la cabaña del olivar llamado Getsemaní, que Marcos había heredado, el jovencísimo propietario había dicho a la madre que acompañaría a los doce, se quedaría con ellos a pasar la noche y volvería con el alba: sospechaba interiormente que poco a poco averiguaría las razones de la salida imprevista del Iscariote y de la falta de su retorno.
María seguía protegiendo mucho a su hijo, como solían hacer las madres hebreas, al menos en esos tiempos. Alarmada, había exclamado con tono acalorado, aunque sabiendo que sus palabras no servirían de nada contra la testarudez de joven:
—¿Pero qué vas a hacer allí de noche? ¿Es posible que siempre hagas que me preocupe? ¿Por qué no escuchas por una vez a tu madre?
María tenía solo quince años más que su hijo y era todavía una mujer bella, pequeña, pero de rasgos finos y un cuerpo exuberante que gustaba mucho en esos tiempos, y una vez terminado el luto había recibido propuestas de matrimonio de varios viudos, también porque heredaría otros bienes a la muerte de sus padres: propuestas todas rechazadas porque la mujer había decidido dedicarse enteramente a Marcos.
Con el rostro triste, sin añadir más palabras, la madre había ordenado a los sirvientes preparar lo necesario, tres linternas para iluminar el camino y trece telas de lino en las que envolverse para dormir. Cuatro de los discípulos habían cargado la ropa blanca, tres habían tomado cada uno una lámpara encendida y el grupo se había ido detrás del maestro, con Marcos a la cola, que se había ido ignorando a su madre. María se había quedado justo fuera de la puerta y había seguido en silencio su paso, con los ojos humedecidos, acompañándolo solo con la mirada hasta que el grupo desapareció de la vista.
El rabino nazareno estaba silencioso, sumido en graves pensamientos. Los suyos, para no molestarle, hablaban en voz baja y a Marcos le parecían inquietos: ¿tal vez temían un arresto? Sin embargo, razonaba el joven, era imposible que esos hombres fueran localizados en el olivar, fuera de la ciudad y en la oscuridad e indudablemente estarían a salvo si, antes de amanecer, dejaran la zona y se volvieran a su Galilea. Más todavía, añadía para sí, porque, tras haber cumplido con la obligación de la fiesta pascual en Jerusalén, no tenían ningún otro motivo para quedarse.
Marcos no había resistido mucho y había preguntado uno de ellos, algo menor que los demás, Juan Bar Zebedeo, que estaba a la cola del grupo a su lado y era el único que parecía completamente tranquilo:
—¿Por qué tu condiscípulo ha abandonado casi corriendo la cena y no ha vuelto?
—Ha recibido un encargo imprevisto del maestro —había respondido el otro, confirmando su hipótesis—, pero no sabría decirte cuál, porque le ha hablado en voz baja. Sé que, en un tono más alto, le ha exhortado finalmente diciéndole: «¡Lo que tengas que hacer, hazlo rápido!». Había supuesto que le había enviado a buscar más provisiones, pero, visto que Judas no ha vuelto todavía, ahora no sé qué pensar, ni me atrevo a preguntárselo al rabino.
Había intervenido Jacobo Bar Alfeo, pariente del maestro, que marchaba justamente delante de los dos y, girando al cabeza había susurrado a su condiscípulo:
—No estoy en absoluto tranquilo desde que en la cena el rabino nos ha anunciado que uno de nosotros le traicionará y él será arrestado, mientras que nosotros huiremos.
—¿No podría ser Judas el traidor? —había intervenido Marcos.
—No —había considerado Bar Alfeo, siempre en voz baja—, ¿le haría el maestro un encargo de confianza su hubiera sospechado de él? Y, además, solo después de que Judas se ha ido nos ha dicho que le abandonaríamos, así que pienso que el renegado está entre nosotros once, aunque sin duda no soy yo.
—… ¡Ni mucho menos yo! —se había picado Juan, como si el otro hubiera sospechado de él, y había proseguido—: Te has olvidado de añadir que el maestro también ha dicho que uno de nosotros sin embargo no huirá y estará con él hasta su muerte y creo que seré ese discípulo —Su voz apasionada había atraído la atención de todo el grupo, incluido el rabino, que se había detenido y girado hacia él. En este momento había empezado un vocerío en torno al maestro, en primer lugar, por parte de un tal Simón Pedro, que había exclamado:
—¡No te abandonaré nunca, nunca, nunca!
Su hermano Andrés, para no ser menos había dicho con furor:
—… ¡Y no pienses que yo me iré, rabbonì! —Palabra que significa maestro mío e imprime la máxima devoción posible hacia el propio rabino.
De Jacobo Bar Alfeo había salido un grito, o casi:
—¡No escuchéis a Juan! Yo soy el que no le abandonará.
Uno de nombre Tadeo había dicho:
—¿Y quién podría abandonar a un maestro como tú?
En resumen, uno por uno, todos habían prometido fidelidad absoluta, así que, como si se hubieran puesto de acuerdo antes, habían dicho al unísono:
—¡Ninguno de nosotros te abandonará nunca, oh, rabbonì!
—Pedro, tu que has prometido el primero, has de saber que, antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres —había profetizado el maestro—, y como os había anunciado, todos vosotros escapareis dentro de poco, salvo uno: y ahora os digo que este es el joven Juan —Luego, tras dar la orden de no hablar más, el maestro se volvió a sumir en sus propios pensamientos.
Llegados al terreno de Getsemaní, Marcos y ocho de los once habían entrado en la amplia cabaña de las herramientas y se habían tumbado en el suelo, en las zonas libres de utensilios, para dormir. Por el contrario, los discípulos Simón Bar Ioná, llamado Pedro y los hermanos Juan y Jacobo Bar Zebedeo, obedeciendo una orden del maestro, habían intentado en vano mantenerse despiertos en oración con él entre los olivos.
Apenas un par de horas más tarde, en el momento más oscuro de la noche, se había sabido que el traidor anunciado era Judas, como había sospechado Marcos. Entonces había aparecido el Iscariote a la cabeza de unos guardias del sanedrín que empuñaban espadas y bastones y había identificado al rabino, que había sido arrestado. Sabiendo la intención del maestro de subir al olivar por la noche, el malvado discípulo debía haber informado a los jefes de Israel, que habían visto la posibilidad de poder arrestar secretamente al odiado y peligroso nazareno aprovechando la oscuridad y el aislamiento de la zona, sin correr el riesgo de una sublevación de la gente que simpatizaba con él. En realidad, al día siguiente, sujeto como siempre a las últimas sugerencias superficiales instigadas por los agentes del sumo sacerdote Caifás, esta pediría a Pilatos que el arrestado fuera eliminado.9 (#litres_trial_promo)
A Judas, como se sabría luego en Jerusalén, le habían dado como recompensa treinta monedas de plata, el precio de un esclavo robusto o de un pequeño terreno. La exhortación que le había lanzado el maestro, «Lo que tengas que hacer, hazlo rápido», podía tener además un significado. Podía tratarse, como había pensado Marcos, del deseo del nazareno de no estar mucho tiempo presa de la ansiedad: el rabino debía haberse dado cuenta de que no tenía escapatoria, de que entonces, al ser muy odiado por los jefes de Israel por sus innumerables ataques contra ellos, aunque hubiese huido le habrían encontrado y, por tanto, que era inevitable su martirio. Una vez conocida la voluntad de Judas de denunciarlo, debía haberla considerado una liberación de la angustiosa espera y, por tanto, tras informar al discípulo que sabía todo, debía haberlo exhortado a no demorarse.
Con el alboroto que había seguido a la llegada de los guardias, los nueve que reposaban en la cabaña se habían despertado y habían corrido a ver qué pasaba. Marcos, que para estar más cómodo dormía sin ropas envuelto en la tela, había salido en ese estado. Un soldado, temiendo que escondiera un arma bajo la sábana, se la había arrancado violentamente y el joven, desnudo, había huido precipitadamente en la oscuridad. Se había parado algo más allá para recuperar el aliento, junto a un olivo pluricentenario, rechinando los dientes por el frío de la noche y maldiciendo su costumbre de dormir desnudo. Había oído pasar a muchos hombres huyendo: había sabido enseguida que se trataba de los discípulos del arrestado, que, después de haberle prometido que no le abandonarían nunca, estaban escapando precipitadamente. Mucho tiempo después, cuando estuvo completamente seguro de que los guardias habían abandonado el lugar del arresto y Getsemaní había quedado desierto, el joven había vuelto a la cabaña a recuperar sus ropas. Tras vestirse, se había dirigido a su casa con cautela. Una vez llegado, había relatado los últimos acontecimientos a su madre, que, en cuanto se dio cuenta del peligro que había corrido marcos, le habría gritado con gran severidad;
—¿Has visto qué pasa cuando desobedeces a tu madre? ¡Sé un buen hijo! ¿Por qué eres tan malo conmigo? —Solo después de desfogarse se había preocupado por el maestro arrestado.
Madre e hijo habían conocido el resto de los acontecimientos por los discípulos del rabino Pedro y Juan: los once, como el propio Marcos, habían huido en la oscuridad tras el arresto, pero nueve habían vuelto rápidamente uno a uno al comedor, mientras que los dos primeros habían seguido a escondidas los acontecimientos hasta el alba. Luego Pedro se había refugiado en casa de María y Marcos y les había referido lo que había visto, mientras que Juan había asistido además a la muerte del nazareno en la cruz antes de volver y narrar el último acto de la tragedia. En resumen: esa noche el rabino había sido condenado oficiosamente por aquellos miembros del sanedrín que había podido reunir en la oscuridad el sumo sacerdote en su propio palacio y luego, con las primeras luces, este había sido conducido atado ante el procurador Poncio Pilatos para obtener una sentencia oficial de muerte por sedición, condena capital que, según los acuerdos con Roma, el sanedrín no podía imponer nunca, ni reunido informalmente y sin todos sus miembros, como en ese caso, ni haciéndolo oficialmente y en sesión plenaria. Pilatos, para apaciguar a la multitud instigada por los sacerdotes, había hecho flagelar al prisionero horriblemente y luego le había condenado a la muerte en la cruz en el lugar de las ejecuciones, la pequeña colina cerca del exterior de las murallas llamada Calvario.
En la mañana del tercer día después de la muerte del maestro nazareno, algunas seguidoras que habían participado en su sepultura y conocían la ubicación de su sepulcro se habían acercado para rendir los honores fúnebres al cadáver, ungiéndolo, algo que no había sido posible cuando estaba colgado en la cruz, antes de la puesta de sol del viernes y por tanto poco antes del sábado, día del sagrado reposo de los hebreos. De forma completamente inesperada, las valientes mujeres habían encontrado abierta la tumba y, como testimoniarían luego, sin ser creídas, habían visto a un hombre joven vestido de blanco, sentado sobre la piedra sepulcral, que se había vuelto hacia ellas afirmando que el crucificado había resucitado y pidiendo que dieran a los once la orden del maestro de volver a Galilea, donde le volverían a ver. Habían quedado estupefactas y en lugar de obedecer habían vagado sin rumbo por Jerusalén. Finalmente, una de ellas, una tal María originaria de Magdala, al pasar por delante de la casa de María la viuda, su amiga, se había decidido a entrar para contar lo acaecido. La madre de Marcos le había llevado hasta los once, a quienes finalmente la mujer magdalena había referido los últimos hechos extraordinarios. Todos, salvo el joven discípulo Juan, habían permanecido incrédulos y se habían dicho unos a otros algo así: ¿Cómo se podía confiar en las mujeres? Ni siquiera tienen derecho a dar testimonio en un juicio salvo sobre cosas banales, imaginaos si es posible creer esa noticia. ¿Un mensajero del cielo? Histeria femenina. También Marcos se había mostrado escéptico, aunque guardando en su mente las palabras de la mujer. Juan sin embargo había querido ir al sepulcro y Pedro, movido por la curiosidad, se había armado de valor y le había seguido. Les había guiado María de Magdala, porque, al no haber participado en la sepultura, no conocían la tumba. La habían encontrado realmente abierta y vacía, salvo por las telas sepulcrales.
—¿Un robo del cadáver por parte del sanedrín? —había propuesto Pedro a Juan.
Después de haber reflexionado, habían concluido que los jefes de Israel no habrían conseguido ninguna ventaja con la desaparición del cuerpo: por el contrario, no habrían querido que se diera crédito a voces de prodigio. Los dos habían razonado también que habría sido mucho más cómodo para los ladrones, y completamente natural, llevarse el cuerpo envuelto en la sábana, no desenvolverlo primero y luego transportarlo. Y además, habían advertido que el tejido fúnebre de lino en el que se había envuelto el cadáver no yacía en desorden, sino sencillamente arrugado, como si el cuerpo se hubiera desvanecido en su interior. Habían concluido que, a menos que algunos desconocidos hubieran organizado una puesta en escena por motivos misteriosos, el crucificado debía haber resucitado de verdad.
—Hay suficiente oscuridad como para no creerlo, querido Juan, pero hay claridad bastante como para creerlo —había dicho Pedro, más para sí que para su compañero.
Al día siguiente los once habían partido hacia Galilea, no solo por la posibilidad de que su maestro se les apareciera realmente, sino para evitar finalmente los peligros.
En cuanto a Judas Iscariote, había corrido la voz en Jerusalén de que se había suicidado después de haber devuelto el precio del vendido y haber pedido en vano ser juzgado por el sanedrín como mentiroso acusador de un hombre justo. Marcos, al oír estos rumores y habiendo sabido por Juan que el traidor se había unido al entorno de los zelotes revolucionarios, había supuesto que habría denunciado al nazareno pensando que el arresto habría causado una sublevación popular que habría puesto al maestro en el trono de Israel y Judas se habría reafirmado en su idea cuando el propio rabino no solo le había dicho que conocía sus intenciones, sino que, además, le había exhortado a no entretenerse. A la vista de lo opuesto del resultado, el traidor se habría sentido culpable según las leyes de Moisés por haber denunciado a un inocente y, como el sanedrín no le había querido procesar y condenar, se habría ajusticiado a sí mismo. Marcos tenía un buen corazón, pero el juicio moral de muchos sobre Judas habría sido de condena absoluta.
Un día los hechos recogidos por Marcos en esos días y otras noticias sobre el maestro nazareno que habría obtenido de Pedro se reunirían en su librito Evangelio de Jesucristo, hijo de Dios: sería el propio Marcos el que inventaría el género literario del evangelio, es decir, la buena nueva. Pero eso ocurriría muchos años después, más allá de nuestra historia.
Dos semanas después de haber dejado Jerusalén, los once habían vuelto y habían llamado a la casa de Marcos y su madre. Les habían contado que Jesús de Nazaret se les había aparecido realmente en Galilea, ordenándoles volver a Jerusalén a predicar la buena nueva de su resurrección y de la salvación eterna para los seres humanos, y de extenderla a continuación a todas las naciones.
Marcos se había mostrado incrédulo. Había sugerido a Pedro:
—… ¿Y si pura y sencillamente habéis sufrido alucinaciones?
—Estamos seguros de que no —había respondido el jefe de los discípulos—. Todos tenemos ahora luz más que suficiente para creer, aunque comprendo que para ti y para cualquiera que no haya visto al maestro resucitado haya oscuridad bastante como para no creer. ¿Sabes? Creo que siempre será así: luz y sombra, confianza y desconfianza en nuestro testimonio sobre Jesús resucitado nos acompañarán hasta el fin del mundo.
A diferencia de Marcos, María había glorificado al maestro, completamente convencida de que había resucitado de verdad, aunque no le hubiera visto. Los apóstoles, es decir, los enviados como, como ya se definían los once, le habían pedido que rogara al hijo que consintiera tenerlos como huéspedes. El joven, a pesar de su escepticismo personal, había aceptado por amor a su madre. Así que su casa se había convertido en la sede de la dirección de la recién nacida Iglesia.
Sin estas oportunidades y contactos, Marcos nunca se habría encontrado en disposición de poder investigar sobre el asesino de su padre.
Capítulo V

Cumplidos los veinte años, el joven se había casado con la única hija de Pedro, Ester, de catorce años. El matrimonio había sido acordado por los respectivos padres, como entonces era habitual en Israel. Se trataba de una buena chica que, sometida al marido como era normal entre las esposas judías en aquel tiempo, se veía parcialmente recompensada, como todas ellas, ejercitando una autoridad férrea sobre los hijos menores de edad y, a veces, tratando de influir sobre ellos posteriormente, igual que trataba de hacer María con Marcos, aunque con poco éxito. Ester había aceptado las enseñanzas religiosas de su padre y creía en Jesucristo resucitado. A diferencia de su suegra, su cultura era casi nula, pero, en ese entorno antiguo, eso se consideraba normalmente como un mérito más que un defecto en una mujer. Iba a dar hijos a Marcos y, a causa de los muchos viajes que el marido emprendería años después, estaría a menudo sin él, en la sombra de su casa de Jerusalén. Ahora mismo podemos hacerla salir de nuestra historia.
Cinco años después del matrimonio, era el año 793,10 (#litres_trial_promo) Marcos había cumplido finalmente la mayoría de edad y había pasado a ocuparse directamente de sus negocios. Seguía siendo escéptico acerca de la resurrección de Jesús: era el único del grupo que no había pedido el bautismo cristiano.
Entretanto la Iglesia, compuesta al inicio por cerca de ciento veinte personas, había aumentado y ya sobrepasaba, solo en Jerusalén, el número de treinta mil, a pesar de la hostilidad del sanedrín, lo que llevaba a persecuciones que causaban arrestos y a homicidios. Parte de los cristianos habían por tanto abandonado la ciudad, iniciando la evangelización de Samaría y otras regiones. Se habían fundado otras iglesias menores y comunidades importantes en Damasco y Antioquía de Siria, todas tributarias de la de Jerusalén.
El primo de Marcos, Bernabé, al encontrar cristianos en Salamina, cuya mínima iglesia dependía de la de Antioquía y estaba compuesta por inmigrantes de esa ciudad, se había visto afectado por su predicación. Conociendo bien las Sagradas Escrituras, se había convencido de Jesús era realmente el Mesías anunciado por los profetas y se había convertido. No teniendo hijos a los que dejar sus bienes, había vendido su propiedad, se había mudado con su mujer a Jerusalén y había donado lo ingresado a la Iglesia. Luego había empezado a colaborar con Pedro. Al hablar griego, la lengua internacional del imperio, y tener cultura bíblica, había encontrado enseguida trabajo como enviado en diversas regiones.
Entretanto, en el bando opuesto, un hombre natural de Tarso que se llamaba Saulo, que con Bernabé y durante algún tiempo con Marcos iba a tener parte importante en nuestra historia, había empezado a perseguir a cristianos por encargo del sanedrín, consiguiendo éxitos relevantes.
Saulo era ciudadano romano por nacimiento, bajo el nombre de Pablo, seguidor del gran maestro Gamaliel de Jerusalén. Era una persona muy inteligente y también, gracias a sus estudios personales, había adquirido una profunda cultura. Disfrutaba de un gran vigor físico y de una fortaleza mental que se desbordaba en una capacidad hipnótica y su persona producía una gran fascinación a pesar de su fealdad: a diferencia de Bernabé y Marcos, personas altas, delgadas, de rasgos finos y con mucho pelo y frondosas barbas, Saulo era calvo desde joven, gordo y pequeño de estatura, tenía unas cejas muy pobladas y pelos ralos en el rostro, en que exhibía una nariz gigantesca. Ahora no importaban sus miserias físicas, pero de joven no había sido así: habían sido objeto de burlas y de apodos haciendo que su carácter se volviera propenso a la ira. Sin embargo, gracias a largos ejercicios, la había vencido hacía mucho tiempo y cuando encontraba un obstáculo o, peor, un comportamiento hostil, en lugar de cólera sabía extraer una indignación constructiva enérgica pero tranquila. Viudo prematuramente, había decidido dedicar su vida a Dios y, considerando servirle, en el 787,11 (#litres_trial_promo) se había puesto a las órdenes de sanedrín, convirtiéndose en cazador de cristianos, pero esa tarea duraría solo tres años, pues luego Saulo entraría él mismo en el grupo de los perseguidos. En el 790,12 (#litres_trial_promo) mientras por encargo de sus superiores estaba dirigiéndose a pie a Damasco, con guardias, para identificar y capturar a seguidores de Cristo y estaba a la cabeza de los suyos, estando ya cerca de la ciudad había caído de golpe al suelo13 (#litres_trial_promo) como golpeado por un rayo invisible. Había visto, solo él, al Resucitado envuelto en un fulgor de luz cegadora, mientras que sus hombres solo habían oído las palabras que Saulo iba pronunciando entretanto: Primero había dicho con voz potente, con los ojos cerrados, como si estuviera repitiendo involuntariamente lo que estaba oyendo:
—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
Luego había preguntado en un susurro, abriendo los ojos:
—¿Quién eres, Señor?
Se había respondido, de nuevo con voz potente y con los ojos cerrados:
—Soy aquel a quien tú persigues. Ahora levántate y ve a Damasco y haz lo que te será dicho que hagas.
Se había levantado ciego, con los ojos ensangrentados y doloridos. Luego la sangre se había transformado en costra y le había llenado de dolor. Conducido de la mano a la ciudad por sus hombres, que habían pensado que le había atacado e inmovilizado algún mal repentino, Saulo había sido alojado en la casa de un hebreo llamado Judas. Durante tres días no había comido ni bebido a pesar de la insistencia del dueño de la casa, que sabía que era un emisario importante de Jerusalén. Durante la tercera noche había soñado, u oído en el duermevela, la voz de Jesús: le anunciaba que sería visitado por el cristiano Ananías, que le impondría las manos haciéndole recuperar la vista. A la mañana siguiente se había presentado realmente un hombre llamado Ananías, que le había dicho:
—Mientras dormía y soñaba que estaba en bellísimo jardín, he oído pronunciar: «Ananías». Sintiendo con seguridad que la voz era la del Resucitado, he respondido de inmediato: «¡Aquí estoy Señor!». Él me ha ordenado: «Ve a la calle llamada Recta, entra en la casa de un tal Judas y pregunta por Saulo de Tarso, que en este mismo instante está oyendo tu nombre en su mente: está ciego, pero tú le impondrás las manos y él verá». «Señor», respondí con aprensión, «sé que ha hecho todo el mal que ha podido a tus seguidores en Jerusalén. Además, se sabe que ha venido aquí a Damasco para detenernos». La voz del Señor me tranquilizó: «Ve, es para mí un instrumento elegido para llevar mi nombre tanto a los hijos de Israel como los demás pueblos y a sus gobernantes y cuando sea bautizado le mostraré cuánto tendrá que sufrir por mi nombre».
Ananías había impuesto las manos sobre Saulo, a quien se le habían desprendido de los ojos las escamas de sangre coagulada y de inmediato había recuperado la vista: había entendido que se había tratado de una señal divina de la oscuridad espiritual en la que había vivido al perseguir a los seguidores de Jesús y de la luz en la que estaba entrando. Días después, en casa de Ananías, Saulo había sido bautizado. Luego se había dirigido al desierto de Arabia para un retiro espiritual. Durante días había reflexionado sobre qué hacer y había orado a Dios para conseguir la iluminación, pero sin obtener respuesta: ¿Volver a Damasco y anunciar a Cristo con Ananías y los demás bautizados? ¿Andar por el mundo predicando al Resucitado a quien encontrara? ¿O bien dirigirse a Judea, a Jerusalén, donde estaban escondidos los jefes de la Iglesia, buscarlos, encontrarlos y presentarse arrepentido ante ellos, ofreciéndose a colaborar? ¿Pero cómo reaccionarían, no le considerarían tal vez un espía del sanedrín? Una noche, habiendo ya decidido volver a la mañana siguiente, había tenido un sueño revelador. Había subido hasta el tercer cielo y había llegado a conocer al trascendente, casi cara a cara con Dios: nunca iba a conseguir explicar claramente esta experiencia a otros, muy viva, aunque fuera dentro de un sueño, y que le había dado una alegría inefable. Sin embargo, a pesar de la dicha inicial, se le había aparecido al durmiente un demonio espeluznante que le había abofeteado con violencia ambas mejillas. Ese diablo había desaparecido poco después, pero no el dolor: Saulo había sufrido dolores desgarradores en la carne, como si se le clavaran largas espinas y en ese momento había oído la voz de Jesús:
—He aquí las innumerables dificultades que encontrarás en tu apostolado: abandono de amigos, malentendidos, persecuciones, cárceles y dolencias y finalmente la muerte violenta en Roma por decapitación.
—Señor —le había rogado Saulo con palabras contritas por el dolor—, si quieres que sea tu apóstol, dame la posibilidad de anunciar el evangelio hasta cuando muera: no me pongas obstáculos en el camino.
—Para cumplir con tu tarea te bastarán mi amor y mi benevolencia. ¡Yo te amo! No te preocupes y estate seguro de que, a pesar de los muchos sufrimientos, tendrás éxito. Habrá obstáculos que te impedirán llevar a cabo esos proyectos que yo mismo te encargaré, pero ¿qué te importa? Piensa en mi amor sin límites, que no solo se manifiesta en la fuerza absoluta de Dios, sino también en la misteriosa disminución de su poder, en mi dolor y en mi muerte para mi gloriosa Resurrección. Que te sea suficiente ser amado por mí, Dios, y ser hecho partícipe del misterio pascual de mi debilidad y mi fuerza. Y será sobre todo este escándalo aparente lo que predicarás.
Saulo había visto entonces en el abandono de los amigos, en la enfermedad y en los numerosos otros obstáculos que había encontrado su participación en la debilidad del Dios-hombre crucificado y se había sentido tan amado y sostenido por él como para poder cumplir, por voluntad divina, en su propia carne todo lo que faltaba a la Pasión de Jesús, aunque al mismo tiempo había entendido perfectamente que el único y verdadero salvador de la humanidad era Cristo y también que el único autor del éxito de su apostolado sería él, el Resucitado.
Jesús le había dicho entonces, justo antes de despertar:
—Haz todo lo que puedas, confiando plenamente en mi amor, que concluirá tu obra. Y ahora ve a Damasco y empieza tu tarea allí.
El apóstol había vuelto a la ciudad y, lleno de entusiasmo, había predicado allí durante un trienio. Pero con el tiempo había suscitado el odio religioso de los judíos ortodoxos. Hacia la mitad del año 793,14 (#litres_trial_promo) estos habían decidido, de buena fe, «para honrar al Señor», matar a «Saulo el Hereje». Advertido a tiempo por sus amigos había huido con su ayuda haciéndose bajar por la noche en una cesta de las murallas de la ciudad. Se había refugiado en Jerusalén, en la casa de una hermana casada con la cual había vivido cuando había enviudado, antes del viaje a Damasco. Luego se había dirigido a casa de Marcos, donde, como sabía desde antes de conocer a Ananías, vivían los dirigentes de la Iglesia: no tenía más que una carta que le recomendaba como muy buen y fiel cristiano. Había ofrecido su obra de evangelizador al jefe de los apóstoles, Pedro, y a Jacobo Bar Alfeo, que se había afianzado como el principal en la dirección de los cristianos de Jerusalén, siendo a menudo el primero en ir a otros lugares de Palestina y a la ciudad de Antioquía de Siria. A pesar de la recomendación del buen Ananías, Saulo había encontrado mucha desconfianza: su referente era conocido por los directores de la Iglesia, pero la carta podía haber sido falsa. Solo Bernabé se había mostrado convencido y había intercedido con vigor, consiguiendo hacer desaparecer el recelo de los demás. Al hablar bien en griego, Saulo había empezado a predicar la nueva de la resurrección de Jesucristo en los lugares de más tránsito, delante del templo, a aquellos judíos helenistas que tenían como único idioma esa lengua. Sin embargo, no tuvo éxito. Peor aún, suscitó en ellos tal hostilidad que también ellos, como los hebreos de Damasco, trataron de matarlo. No lo consiguieron porque el apóstol, por un contratiempo, no había pasado ese día por la calle en la que, ocultos, le esperaban armados. Sin embargo, algún hermano en la fe había oído noticias del fallido atentado y había advertido a Pedro. Así que Saulo había sido conducido en secreto, por Bernabé y par de personas más en función de escolta, a Cesarea Marítima y de ahí embarcado a su ciudad natal, Tarso. Allí había permanecido durante cuatro años evangelizando, primero a los hebreos en la sinagoga y luego a los gentiles. Como todos sabían en la ciudad que era ciudadano romano, se había mantenido relativamente seguro: por lo menos aquí nadie había tratado de matarlo. Algunos convertidos por Saulo, trasladados a Roma, habían llevado allí el cristianismo, incluso antes de que llegara Pedro años después.
En el 798,15 (#litres_trial_promo) Bernabé se había reunido con Saulo en Tarso y había partido con él de vuelta a Antioquía, cuya comunidad de seguidores de Jesús, ya conocida comúnmente como «los cristianos», coordinaba por encargo de Pedro.
Capítulo VI

Habían pasado diecisiete años desde la muerte del padre de Marcos y quince desde el nacimiento de la Iglesia y al emperador Tiberio le habían sucedido en el trono de Roma el mucho más abominable Calígula y su tío Claudio.
El deseo del joven de hacer justicia con el asesino de su padre, muy vivo en los primeros tiempos, se había atenuado poco a poco en el tiempo, que, aunque no induce al olvido de los seres queridos muertos, deja en cierto momento que los recuerdos afloren solo de vez en cuando y de forma atenuada. Fue entonces cuando inesperadamente, hacia el final del año 798,16 (#litres_trial_promo) Marcos había tenido el inquietante sueño del padre que salía de la fosa y le exhortaba a visitar su tumba y a buscar a quien le hubiera matado: ese sueño había sido tan real como para inducirle a considerarlo una visión enviada por Dios. El dolor por la pérdida del padre se había vuelto tan intenso casi como el día en el que había llegado la carta de Bernabé con la funesta noticia.
En la Biblia y en la tradición oral judía, el sueño, cualquier sueño, tiene una gran importancia: induce a ver la realidad bajo una luz más clara, revelando cosas que durante la vigilia aparecen en la penumbra o quedan encubiertas. Pero mucho más importante es el sueño en el que hablan, a veces visibles y a veces no, personajes angélicos o personas difuntas, todos considerados mensajeros de Dios: desde el sueño de Jacob de la escalera que unía Cielo y Tierra transitada por ángeles al profético de su hijo José, a los también proféticos de Daniel, hasta aquellos modernos de José, padre putativo de Jesús y otros seguidores del Nazareno, entre los cuales estaba Saulo Pablo de Tarso. Los acontecimientos antiguos y los nuevos, la espera del Mesías y su venida estaban ligados por ese hilo onírico que, por otro lado, en la vida cotidiana, conectaba, según el sentir general, la dura realidad terrena con la eterna Fiesta celestial, manifestando enseñanzas y desvelando voluntades divinas para las cosas cotidianas.
Así Marcos, convencido de que el padre le había hablado realmente por orden de Cristo, aunque no llegando a pedir el bautismo a su suegro ni a privarse de sus bienes como los cristianos, había empezado a trabajar con Pedro como secretario y, conociendo bien el griego y el latín, como intérprete y escriba.
Un par de semanas después del sueño se había producido otro hecho extraordinario que Marcos había considerado como anunciado por su visión onírica. Acababa de empezar el año nuevo, siempre bajo el reinado del emperador Claudio, cuando había llegado una carta de Bernabé en la que el apóstol anunciaba su llegada junto a Saulo: vendría con dos carros con vituallas provenientes de una colecta en especie realizada en Antioquía en ayuda de la Iglesia madre, que en ese momento tenía grandes necesidades debido a una carestía general en todo el imperio y particularmente grave en Jerusalén, donde los alimentos en venta eran muy escasos. Manifestaba además la intención de emprender con Saulo una gira misionera que pasaría por diversas ciudades y la esperanza de que el primo Marcos, de quien conocía sus capacidades prácticas, les siguiese a Antioquía y de allí los acompañase en el viaje como ayudante administrativo.
Pedro había llamado a su yerno y le había dicho:
—Hijo mío, ¿entones me privarás de tu ayuda?
—¿He hecho algo mal? —Se había preocupado Marcos.
—No, todo lo contrario. En hecho es que Bernabé hará con Saulo una gira de evangelización en muchas ciudades, entre ellas Perga, donde está sepultado tu padre…
—… ¿Perga?
—Bueno, sí, y tu primo quiere que le acompañes junto a Saulo como secretario y administrador y tendrías la posibilidad de visitar la tumba de tu padre —Pedro no conocía el sueño de Marcos porque su yerno se lo había reservado para sí y, por tanto, considerando la gran fatiga y los graves peligros del viaje y temiendo que fuera reacio a aceptar, estaba tratando de convencerlo.
Marcos, con el corazón agitado por la emoción, había entendido por el contrario la invitación de Bernabé como una señal del Cielo, en sintonía absoluta con lo que ahora se revelaba como una profecía. Así, con enorme pasión, había aceptado de inmediato.
—Ah, no, ¿eh? —había escuchado sin embargo a su madre, cuando esta había sabido su próxima partida—: ¡Es un viaje lleno de peligros! Sabes muy bien que no me hace ninguna gracia que des vueltas por el mundo: ¿no te basta con lo que le sucedió a tu padre?
—Deberé visitar también el sepulcro antes o después, ¿no te parece? —le había respondido Marcos con tono severo—. ¿Qué hijo sería si lo ignorara toda la vida? Y además deberías saber bien que Cristo no quiere cobardes. Mamá, deja de entrometerte.
La mujer había inclinado la cabeza.
Capítulo VII

La nave, que había zarpado de Seleucia, cerca de Antioquia, hacia la isla de Chipre, provincia senatorial romana, después de 155 millas de fácil navegación gracias a las corrientes normalmente débiles en esa zona del mar, había atracado en el puerto de Salamina, primera etapa del viaje misionero. Bernabé, Saulo y Marcos se habían alojado en casa de un hermano en la fe, miembro de la pequeña comunidad cristiana en la que el primero de los tres había sido evangelizado en su momento.
Los hebreos eran numerosos en la ciudad y había diversas sinagogas. Los dos apóstoles y Marcos, siendo también judíos, tenían libre acceso a estas. Así que Bernabé y Saulo, acompañados por el joven, habían entrado el sábado siguiente en una de ellas y, después de las oraciones en común con los demás participantes, habían predicado a Jesucristo resucitado.
Había empezado a hablar Bernabé, al estar en su ciudad y conocer a muchos de los presentes. Tomando un rollo de la Torá que incluía enseñanzas del Levítico, había leído este versículo:
—El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá la barba e irá gritando: «¡Impuro, impuro!» Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada.17 (#litres_trial_promo)
Luego había comentado:
—Hijos de Israel, fuimos enseñados por los sacerdotes y los escribas del templo de Jerusalén, no por el Altísimo, que el Señor es el omnipotente al que ni siquiera se puede citar por su nombre, la divinidad a la que se debe servir con temor y se nos dijo que cuando se traiciona este deber, él castiga, no solo no concediendo la vida eterna, sino enviando desventuras y enfermedades al culpable y a sus descendientes. Y es por esto por lo que consideráis a los más graves de entre todos los enfermos los incurables e intocables leprosos, como pecadores imperdonables, a pesar de que el precepto que os acabo de leer tuviera originalmente solo un objetivo higiénico: evitar el contagio, sin ninguna condena moral del enfermo. Pues bien, hijos de Israel, ¡Jesús, el Mesías que predicamos, nos dio una inequívoca señal de que es de verdad el Altísimo, tocando y curando a un leproso! Según la despiadada mentalidad difundida por sacerdotes y escribas, el Mesías habría quedado de tal manera impuro en su corazón, aunque hubiera tocado al intocable por caridad a fin de demostrar, antes de sanarlo, que el pobre hombre, como todos sus iguales, no era un pecador castigado por el Cielo. Y fue precisamente gracias al amor de Jesús hacia aquel enfermo por lo que el Espíritu, que es el Amor absoluto, realizó el milagro de la curación. ¡Amigos! Durante toda su vida el Mesías del Padre celestial se dedicó a cambiar el sentimiento de esclavos de nosotros, los hijos de Israel, desde hace mucho tiempo sometidos sumisamente al poder de los sacerdotes y de los doctores de la Ley, descuidando las enseñanzas recibidas por medio de los Profetas del Señor. Jesús ha revelado que, para el Altísimo, la pureza e impureza están en nuestras decisiones buenas o malas, no en los gestos del culto individual ni en los ritos religiosos colectivos inventados por los gobernantes de los judíos. Y ha desvelado que Dios, por amor, se pone al servicio de los hombres y no reclama en absoluto ser servido: nos pide por el contrario imitarle amándonos y ayudándonos los unos a los otros. Jesús fue el primero en servir a su prójimo dando ejemplo: él, el Ungido del Padre, se ha convertido en siervo enseñando que a la jefatura no debe corresponderle mandar y ser servida, como piensan por el contrario los sacerdotes y escribas, sino servir. Sabed, amigos, que en el curso de la última cena con los suyos, como atestiguan los propios discípulos que estaban con él en la mesa y que conocemos personalmente, antes de ser arrestado y asesinado, para dejar una señal indeleble de sus enseñanzas, se levantó y se quitó la túnica, símbolo de autoridad, se puso la bata, señal de servicio, y lavó y secó los pies de los suyos. Finalmente ordenó: «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. En realidad, os he dado ejemplo para que actuéis como yo. Y vosotros también debéis ser un ejemplo para el mundo». Jesús seguía siendo sin embargo el maestro y dio muestras de ello cuando se visitó de nuevo con la túnica: se volvió a sentar en la cabecera de la mesa y empezó de enseñar. ¡Pero cuidado, queridos hermanos! No se quitó la bata y demostró así que el propio Dios está siempre al servicio espiritual de los hombres. De hecho, Jesús dijo poco después a los suyos: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Sí, hay que dar amor real a nuestros iguales: ¡Es así como se adora sobre todo al Altísimo!

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