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El Balcón
Andrea Dilorenzo
TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE
ELENA CUENCA GARCIA
Nunca antes los esfuerzos del hombre se habían concentrado tanto en la búsqueda de la Verdad, de la felicidad, del sentido de la vida. Y sin embargo, sucede a menudo  que, solo cuando llegamos a nuestro destino, nos damos cuenta de que el viaje que hemos recorrido era en realidad más importante que la meta misma, que no buscamos tanto que la Verdad nos enseñe o nos haga crecer, sino el camino que elegimos para lograrla.



Andrea Dilorenzo


Algunos de los personajes que aparecen en las páginas de este libro son reales. Sin embargo, los hechos y eventos que les relacionan son fruto de la fantasía del autor.




Traducción de Elena García Cuenca





Copyright © 2015 Andrea Dilorenzo






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Agradecimientos
Si bien la literatura ha sido siempre una fiel compañera de vida, en mi breve existencia no se me había ni siquiera ocurrido la idea de que un día habría escrito un libro.
Y sin embargo, aquí me encuentro ahora, escribiendo las primeras palabras que lo componen y dando mis más sinceros agradecimientos a aquellos que han hecho posible lo que yo siempre creí imposible.
Dedico esta primera novela a Antonio, José, Manolo, Baldomero,Maria, Ibi, Diana y a todos los amigos y personas que, aun sin quererlo, me han apoyado e inspirado a escribir estas páginas, que parecen surgir de una remota y olvidada parte de mi ser más profundo.


Introducción










Un día, sin pensarlo demasiado, comencé a plasmar por escrito un sueño que había tenido y que, sorprendentemente, - no se muy bien por qué, pues el recuerdo de los sueños, por muy nítidos que sean, desaparece y se olvida fácilmente – no quería abandonar mi mente.
La descripción que hice de aquel sueño extraño se convirtió más tarde en el prólogo y tema principal de “El balcón”.

Andrea Dilorenzo


Parecía fácil juego
cambiar en nada el espacio
ante mí abierto, en un tedio
incierto tu fuego cierto.

Ahora a ese vacío he unido
todos mis tardos motivos,
en la ardua nada se embota
el ansia de esperarte vivo.

La vida que da vislumbres
es la sola que distingues.
A ella te extiendes desde esta
ventana que no se alumbra.


Parecía fácil juego
cambiar en nada el espacio
ante mí abierto, en un tedio
incierto tu fuego cierto.

Ahora a ese vacío he unido
todos mis tardos motivos,
en la ardua nada se embota
el ansia de esperarte vivo.

La vida que da vislumbres
es la sola que distingues.
A ella te extiendes desde esta
ventana que no se alumbra.

Eugenio Montale, “El balcón”

Prólogo
Me encontraba en un balcón que, por amplitud y profundidad, parecía ser el mismo que el que se perfilaba fuera de mi habitación, si bien se diferenciaba bastante de aquel por algunos detalles que describiré a continuación.
El parapeto, blanco inmaculado y blando como un bloque de yeso apenas extraído, tenía la forma de una media luna y se sostenía por pequeñas columnas anchas, aunque no demasiado, también éstas blancas y equidistantes la una de la otra, que les conferían un aspecto regio, de una época indefinida, me osaría a decir de estilo griego, pues las puntas de las mismas estaban adornadas con capiteles esculpidos de la misma manera que aquellos de los antiguos templos helénicos. De frente, abajo, se vislumbraban algunas rocas, aunque no conseguía ver dónde terminaban y todas rodeando el mar que, a causa de las pequeñas olas dirigidas hacia el oeste, parecía estar ligeramente agitado.
Probablemente, aquel balcón formaba parte de una construcción mucho más grande de cuanto el ángulo de mi visión conseguía entrever; quién sabe… quizás un palacio alto, majestuoso, con decenas o incluso centenas de estancias. Por los pocos detalles que llegaba a percibir, habría jurado que me encontraba a una cierta altura, quizás sobre la cima de un acantilado, parecido a los que se asoman sobre el Océano Atlántico, en Asturias.
Pese a que el cielo era terso y límpido como el agua pura que brota del manantial, no sabría decir con absoluta certeza cuáles eran los colores y matices que el sol normalmente dona a los observadores más agudos o a los de las almas más sensibles.
Lo que más me llamaba la atención era la calma y el silencio que impregnaba todo: parecía como si la voz del viento tuviese el mismo timbre que la de las olas y de cualquier otra cosa sobre la que habría podido posar la mirada y, al mismo tiempo, nada parecía inanimado, si bien una calma aparente se imponía sobre el paisaje circunstante.
Inspiraba y espiraba profundamente, mis pulmones se saciaban con voluptuosidad de aquella pureza intangible, no obstante, no conseguía percibir olor de ningún tipo.
A pesar de que mis ojos estuviesen dirigidos hacia aquella extensión de agua sin fin, tuve la firme impresión de que, si me hubiese girado, habría visto a mis espaldas una infinidad de plantas y flores policromadas serpenteando en un dédalo de árboles hirsutos y espesos y cursos de agua de todo tipo, con animales e insectos de cada especie entre ellos.
Sin embargo, algo me impedía apartar la vista de aquel inmenso océano y, al contemplarlo, de repente una profunda sensación de melancolía penetraba cada fibra de mi ser, como cuando se dice adiós a una persona querida, conscientes de que no la volveremos a ver nunca más.
Con todo, no sufría por mi estado interior y con indiferencia, me observaba a mí mismo en lo que se dice un sueño, si así lo puedo llamar. Eso es: no sabía si estaba soñando.
Es difícil dar una descripción exhaustiva de lo que se prueba en el silencio. Parece que cuando se cruza el umbral del saber, solo el espíritu puede caminar indómito sobre ese sendero intrazable. El pensamiento discursivo no tiene acceso libre, las palabras se demoran en vista de ese inmenso vacío.
Mi mente, atónita, no escatimaba en elogios ante ese lugar de paz y, lánguidamente, conversaba, valorando su misteriosa e infinita belleza.

Ella, de repente, apareció a mi derecha.
O quizás, estaba ya ahí y no me había dado cuenta. Se encontraba a pocos pasos de mí, de espaldas.



Un largo y aterciopelado vestido blanco acariciaba su cuerpo, dejando al descubierto tan solo sus brazos. La brisa alzaba su largo cabello negro azabache, desnudando, a la altura de los hombros, su lisa y cándida piel blanca y un sutil collar negro que rodeaba su nuca.
La calma que parecía transmitir su silencio era, sin embargo, traicionada por su respiración, a momentos irregular, que yo percibía a pesar de la brisa y algunos pasos que nos separaban el uno del otro: era como si quisiese hablarme de alguna cuestión de suma importancia, pero sin alcanzar a encontrar las palabras adecuadas.
Hizo como si pretendiese girarse, pero dudó y finalmente permaneció en su sitio.
Habría querido llamarla por su nombre y acercarme a ella, al menos por un instante, pero pobre de mí, no tenía la mínima idea de cuál fuese, ni siquiera sabía qué hacía yo allí, en aquel balcón, en ese lugar sin tiempo.
Reflexionando acerca de lo que habría sido más o menos oportuno proferir, en aquella circunstancia, también callé.



Mientras todo mi ser se encontraba absorto contemplando aquel paisaje surreal, me di cuenta de que el viento era cada vez más intenso, las olas se levantaban majestuosas, elevándose bastantes metros por encima del nivel del mar; parecía como si tuvieran voluntad propia y, a pesar de un denso hervidero de espuma agitándose de manera histérica por sus crestas, se podían distinguir claramente las unas de las otras.
Las aguas se hacían cada vez más oscuras y de colores intensos, grises y tristes que mutaban en una rápida sucesión, pasando del azul verdoso al azul oscuro, del gris al negro y de nuevo del naranja al morado, si bien de una tonalidad para mi desconocida, similar al amatista pero con matices de otros colores que aún hoy desconozco.
De repente, la oscuridad invadió mi mente, con lo inesperado de una flecha lanzada sin previo aviso, difundiéndose como un pesado telón sobre mi conciencia.
Después, una gran explosión de luz.
El espacio y el tiempo se dilataron en un instante.
Multitud de estrellas y una infinidad de hilos luminosos, sutiles y suaves cual algodón dorado, envolvieron lo que quedaba de los últimos fragmentos de pensamiento lógico y racional que, desorientados, vagaban por mi mente como huérfanos asustados; corrían de un lado para otro a la búsqueda de refugio, de un lugar para ellos apreciado y seguro en los meandros de mi memoria, en busca de alguna respuesta que les habría dado la salvación; pero uno a uno caían en el vacío más absoluto, en la nada infinita, como los condenados en la entrada del Hades.
Después, todo se transformó en silencio.


Primera parte




I










Como solía ocurrir en Foggia, sin previo aviso ninguno, el triste y aburrido otoño, que tanto caracterizaba los Subapeninos Daunos, había cedido el paso a un invierno gélido, el más frío de los últimos diez años. Una neblina húmeda y blanquecina giraba en torno a lo poco que había quedado de las estaciones cálidas, y la naturaleza suburbana, atrapada entre contaminación, asfalto y cemento, dormitaba como mecida por una melodía lánguida y silenciosa. Nubes negras y plateadas corrían perseguidas por el tenue resplandor del sol que, aun siendo ya pálido, velaba como un padre compasivo con esos pobres desgraciados que corrían en la búsqueda desesperada de un aparcamiento o quién sabe hacia dónde. El cielo dauno, ora terso, ora oscurecido, parecía aburrido de la repetición de aquella visión sepulcral.
Se presagiaba un día corto y sin particulares emociones.
Había iniciado hace dos meses a trabajar como ayudante de cocina en un pequeño restaurante situado en el centro de la ciudad, uno de esos mesones que normalmente pueden pasar desapercibidos a primera vista, a pesar de que se coma muy bien. En el exterior no había ningún letrero, solo una gran placa en la pared, encima de la entrada. Los platos del menú eran los de la tradición típica local, el ambiente familiar y acogedor y la clientela eran muy variopintos; a mediodía solían venir algunos profesionales como el notario Poli o el doctor De Martinis, un ginecólogo de aires distinguidos; durante la noche, sin embargo, acudían estudiantes o pandillas de chicos alrededor de los treinta, amantes de la buena cocina regional.
Era mi último día de trabajo y hacía demasiado frío para ir en bicicleta, por lo que me encaminé, a paso moderado.
Envuelto en un pesado abrigo de terciopelo, me dirigí hacia el túnel que se encontraba en el cruce entre la avenida Fortore y la calle Scillitani. El viento soplaba cortante y firme, obligándome a caminar de buena gana.
De arbolados llanos y jardines inmaculados ni siquiera la sombra. La calle Scillitani era deprimente y austera en la mitad de su tramo, si bien después de una pequeña galería sobre la cual se erigían las vías, destacaban los árboles de la Villa Municipal, cuyos muros rozaban toda la avenida.
Desde los zarcillos que, enredados vigorosamente, se revolvían sobre el muro gris y desgastado que flanqueaba la calle, proyectaban una oleada de grandes y rugosos pámpanos empapados de lluvia de los que caían pequeñas gotas plateadas que se descolgaban lentamente de las plantas y que, por un breve instante, antes de tocar el asfalto, asumían perfectas y sensuales formas en lanza. Un enorme y oblongo charco rodeaba toda la acera sobre la que caminaba y, girándome de vez en cuando, prestaba atención a los coches que, llegando de la galería a mis espaldas, se dirigían hacia el centro de la ciudad. No era extraño toparse con algún frustrado que, quién sabe por cuál inefable motivo, se precipitaba a todo gas haciendo brotar el agua de los charcos, embarrando así a todos los desdichados a los que, tras un aguacero, se les había ocurrido caminar por aquella maldita acera.
Despeinados, vestidos con trajes tristes y deteriorados, los ancianos se sentaban en los bancos que daban a la Villa Municipal, así como en los que se perfilaban a lo largo de toda la avenida de enfrente, la cual se encontraba rodeada de grandes tilos marchitos y mutilados, y largas filas de coches aparcados, incluso en doble y triple fila. Algunos, en soledad, permanecían mirando fijamente los transeúntes, aturdidos, durante horas y horas; otros, en grupo, conversaban de esto y aquello o, gruñendo en una lengua arcaica, jugaban a lanzar monedas al suelo, un pasatiempo muy antiguo cuyo nombre no recuerdo, si bien muy parecido al juego de las bochas.
Ya desde hacía algunos días las tiendas de la avenida habían cambiado las etiquetas de los precios y modificado la exposición de las mercancías, habían adornado a su vez los escaparates con adornos pomposos y en desuso. La Navidad estaba a las puertas. Algunos establecimientos estaban cerrados a causa de la crisis económica que había golpeado no solo a Italia, sino a todo el resto del sur de Europa. Había muchos vendedores ambulantes que animaban las calles del centro, ya que aquella mañana estaba el “mercado del Rosati”, uno de los más antiguos y frecuentados de la ciudad, y en el aire revoloteaban los gritos de los comerciantes que se disputaban la clientela a base de ocurrencias y lacónicas canciones de cuna, recitadas rigurosamente en dialecto.
Llegé al “Moro de Daunia” – este es el nombre del mesón donde trabajaba – con solo diez minutos de retraso.
Cuando abrí la puerta, el calor y el perfume intenso y sazonado del caldo de carne acariciaron de reojo mi olfato que, recobrando la razón al momento, no sabía ya donde meter la nariz por los efluvios de embutidos, quesos y otros manjares que inhalaba con entusiasmo. En el interior, el aire tenía un aroma antiguo, a causa del olor de la madera seca que ardía en la chimenea y de la cera lacada envejecida que tapizaba algunos muebles de época y que daban al restaurante un aire aristocrático pero sobrio, típico de las casas de campo antiguas pertenecientes a algún noble caído en desgracia.
Atravesé el umbral dando una ojeada furtiva en dirección a la sala y me sequé la suela de mis zapatos en el felpudo helado de la entrada.
«¡Hola! Perdonad el retraso, pero he venido andando. Hace un frío que pela... » deploré – si bien esbozando una sonrisa – y corrí hacia la cocina, a calentarme cerca del radiador.
«Buenos días, Andrea» me dijo Olga, la camarera, que estaba ayudando Alina – la mujer del propietario – a limpiar la sala.
Alina, sin embargo, no me había saludado todavía y me lanzaba miraditas que no prometían nada bueno.
«Andrea, por favor, no te quedes ahí plantado. Alfredo está a punto de llegar y todavía hay que cortar las cebollas. Además, tienes que preparar las berenjenas a la plancha. Venga, vamos» me instigó Alina.
«Sí, bwana » respondí, con una pizca de ironía. «Dame cinco minutos que me cambie.»
“Que coñazo” me dije, tenía las manos congeladas del frío y habría tardado uno o dos minutos solo en calentarme.
Mientras tanto, Alfredo, el propietario y cocinero del mesón, había ya vuelto del mercado.



Canoso, de ojos pequeños, acérrimo enemigo del ejercicio físico, tenía siempre el aspecto un poco desaliñado a causa de la barba descuidada y el cabello corto y rizado que parecía siempre grasiento; la pequeña y frágil montura de sus gafas desentonaba con su enorme anchura desgarbada y, además, tenía la mala costumbre de meterse el dedo en la nariz, algo por lo que la mujer le había llamado la atención en reiteradas ocasiones, pero con escasos resultados.
En las bolsas que llevaba consigo había fruta de temporada, pescado azul, barras de pan de trigo duro, marasciuolo
, rúcula, borraja, sprucida
y otras hierbas espontáneas que solo los terrazzani
conocen.
«¿Te gusta el pancotto ? » me preguntó Alfredo, mientras posaba las bolsas sobre la mesa. «Hoy hacemos pancotto y rollitos de berenjena rellenos de caciocavallo y albahaca.»
«Sí, sí. Además, con este frío, sienta bien...» le respondí, y un estruendo reverberó entre las paredes de mi estómago.
«Voy un momento enfrente a comprar tabaco. Dile a Olga que corte el pan. ¡Ah, espera!...dile solo una barra y que no haga las rebanadas demasiado gruesas como ayer. No, mejor…una y media, ¡venga!» me dijo Alfredo, y se fue.
Olga se acababa de cambiar. Estaba fumando en el canto de la puerta de la cocina que daba a la parte de atrás del restaurante, donde Alfredo había plantado algunas hierbas aromáticas y otras plantas como laurel, salvia y otras tantas que normalmente usaba para cocinar y adornar ciertos platos.
«Me ha dicho Alfredo que hay que cortar pan, si quieres te ayudo» le sugerí.
«Sí, ahora voy» me dijo Olga, mientras sus finos labios carnosos exhalaban una bocanada de humo que enseguida se esfumó en la niebla.
Contemplé su perfil envuelto por la luz del sol, que todavía ocultaban las nubes; su mirada fija en el vacío me daba la impresión de que ni siquiera ella sabía en qué estaba pensando.
«¿Te apetece salir?» le pregunté, y me acerqué a ella algunos pasos.
«¿Esta noche?» me preguntó ella, como si le hubiera pillado desprevenida, y se giró de golpe, haciendo ondear su cabello color cobrizo.
«Sí, claro. ¿Cuándo si no?»
«Puede ser. ¿Dónde me llevas?» me preguntó Olga, después de que los ángulos de sus labios se elevaran un poco hacia arriba, en una sonrisa pícara.
«No lo sé» le respondí, no habiendo programado nada. «De todas formas hoy es el último día que trabajo aquí, no me acuerdo si ya te lo había dicho. Puede ser que no nos volvamos a ver. O, al menos, no tan a menudo.»
«Quién sabe, eso podría ser una ventaja. Mi novio empieza a sospechar» me recordó, con cierto aire de frívolo desprecio.
«Los hombres sospechan siempre» observé.
«Y las mujeres son prudentes» rebatió ella, casi al momento.
«¿Tú lo eres?» le pregunté, asomándome hacia ella, y nuestros rostros casi se rozaron.
«Claro, me gusta estar tranquila» me dijo ella, casi entre dientes, pues mi mirada acariciaba su boca, como para recordarle lo sucedido la noche anterior.
«Entiendo. Pero la tranquilidad a la larga aburre» repliqué yo, con un tono que rozaba la fanfarronería, y me dirigí a la cocina.



A las tres de la tarde quedaba en sala tan solo el doctor De Martinis. Había apenas terminado de comer y permanecía sentado leyendo el periódico.
Alfredo me llamó. Sabía que había llegado el momento de cobrar.
«Andrea, escucha: cuando termines de ordenar todo, ven a la caja. Estoy allí, te espero.»
Aquellas cuatro palabras - “ven a la caja” – me surtieron un efecto extraño, como el que haría un alarma antiincendios a una chispa. Me vinieron ganas de coger lo que me correspondía y volver a casa corriendo, sin despedirme de ninguno. Comencé a tararear una rumba de Camarón de la Isla: “ Volando voy, volando vengo, vengo… ˮ.
Llevaba todo el día esperando ese momento. Faltaban solo pocos días para mi treinta cumpleaños.
Tras una decena de minutos llegué a la caja, como me había pedido. Estaba sentado en el taburete de detrás de la barra. Yo permanecí de pie. Él extrajo del bolsillo de su chaqueta un paquete de chicles de menta y me ofreció uno.
«Bueno, bueno. Entonces... habíamos estipulado treinta euros al día, ¿es así, no? me preguntó, como si no lo supiera ya.
Asentí con la cabeza y él empezó a contar los billetes: “Cien, doscientos…” (treinta euros son pocos, lo sé, pero el trabajo no era pesado y además, por aquel entonces, no era tan fácil encontrar algo).
«Aquí tienes ochocientos euros, más cien como extraordinario por tu esfuerzo. Lo has hecho bien» me dijo Alfredo, colocando un pequeño fajo sobre la barra.
Me dejó un tanto atónito, pues siempre le había considerado un poco tacaño, más bien bastante. Diría que era la persona más tacaña que jamás había conocido. Pero también es verdad que siempre cumplí con todos mis deberes con entusiasmo, sin considerar que una jornada laboral de ocho horas era pagada – normalmente – a cuarenta euros. Este era el mínimo. Si me hubiera pagado como debía, a pesar de aquellos “cien euros extra”, todavía quedaría algo. Pero no me apetecía crear polémica ninguna, era suficiente así.
Noté que en su rostro asomaba una sonrisa casi sarcástica, un gesto no demasiado disfrazado, típico de aquellos que hacen una buena acción y se complacen, idolatrándose a sí mismos en silencio por su benevolencia.
«Gracias, gracias, no tenías por qué hacerlo. En cualquier caso, me he sentido a gusto aquí, te lo agradezco. Nos veremos seguramente, Alfre’» le dije, dándole una palmadita en la espalda, y me fui a la otra parte a cambiarme.
No tenía ninguna intención de seguir más de lo debido con esa estúpida conversación sobre esto y aquello, solo tenía ganas de fumarme un cigarrillo y volver a casa para comprarme el billete online.
Sí, ya lo había decidido hacía tiempo.
Para ser más exactos, fue concretamente el mismo día que encontré trabajo en el restaurante. Justo aquel día comencé a hacer ciertos planes que me habrían llevado quién sabe dónde.
Así, fui corriendo a cambiarme y saludé a Alfredo.
El médico se encontraba aún sentado, dando sorbos a la copa de vino. Nos saludamos en silencio, tras un gesto con la cabeza. Alina y Olga habían salido sin darme cuenta y no sabía si habían salido solo un momento o si se habían ido a casa. Pero no me importaba mucho, tenía otras cosas en la cabeza, así que me fui.



Llegué a casa después de unos veinte minutos.
Ese silencio sepulcral, que reinaba desde las tres a las cinco de la tarde, era interrumpido únicamente por el estridente ladrido del perro de la vecina, un pequeño caniche blanco, del que todo el vecindario reprobaba, pues resonaba en todo el edificio cuando la dueña lo bajaba en el ascensor.
Encendí el ordenador y busqué en internet un vuelo para Andalucía. En poco más de media hora, encontré una buena oferta: Roma/Málaga, ida y vuelta, doscientos cuarenta y tres euros, impuestos y maletas incluidos. “Considerando que estamos en Navidad, diría que no es mucho. Además, tengo que comprarlo ya, no me importa el precio”, pensé, y me froté las manos de la emoción.
Faltaba poco. Solo unos días y estaría de viaje. Habría vuelto a ver a los viejos amigos y conocido a nuevos. Mi mente era un completo zumbido de voces que fantaseaban sobre los destinos a los que habría podido ir una vez llegado a España; sí, seguramente no me habría quedado en una misma ciudad. En el primer lugar de una larga lista estaba Tarifa, donde se había mudado mi amigo Ibi, después Portugal, Marruecos… y así, pensando, soñaba.

II










Acababa de salir del aeropuerto de Málaga y ya aferraba un cigarrillo entre los labios. Para un fumador empedernido pasar dos horas sin fumar es casi una eternidad. Sin embargo, me demoré en encenderlo, pues tenía la sensación de sentirme observado, seguido. De todas formas, con toda esa gente, hubiera sido lo más normal. Intenté no pensar en ello y me relajé.
El cielo malagueño era límpido y hacía más calor que en Roma, quizás por la cercanía al mar, y como en todos los aeropuertos, una muchedumbre esperaba a sus seres queridos. Buscaba un taxi para dar una pequeña vuelta por la ciudad y comer en uno de los muchos restaurantes del lugar, pero parecía casi imposible encontrar uno libre o que, por lo menos, se parase cerca de mí. Tras esperar en vano durante más de cuarenta minutos, decidí coger un autobús para alcanzar finalmente mi destino.
Sorprendentemente, la estación de autobuses estaba casi desierta. Había solo un considerable grupo de latinoamericanos, todos en edad adulta, quizás en un viaje organizado, pues había un hombre más joven que parecía darles indicaciones, pero aquellos se comportaban como niños en una excursión y no le hacían ni caso. Les oí hablar durante unos minutos. Me alegré mucho de escuchar ese acento latino, me dio la impresión de que eran venezolanos o colombianos.
«¡ Muy buenos días, señores! ¡Que tengan un bonito día! » les saludé, en voz alta, agitando la mano en al aire, así… sin pensarlo.
No sé qué me pasó por la cabeza, pero estaba tan feliz de estar ahí, que me vino de manera totalmente espontánea.
Habían pasado cuatro años desde que me fui. Estaba muy unido a esos lugares. Además aquellas personas me hicieron recordar también los días que pasé en Perú, así como todas las demás experiencias hermosas que viví antes de volver a Italia.
«¡ Buenas, muchacho! ¡Buenos días! ¡Adiós, muchacho! ¡Anda con Dios! ¡Hola! ¡Adiós! » respondieron ellos, con la típica actitud alegre de los sudamericanos, para nada asombrados del saludo de un desconocido, tal y como hubiera sucedido si hubiese saludado a cualquier europeo sin conocerlos.
Eché un vistazo al tablero de las llegadas y salidas, para ver cuáles eran los horarios para Almuñécar, pero el primer autobús habría tardado hasta dos horas. Así que cogí mis maletas y me dirigí hacia la estación de trenes, en busca de una máquina de café o algo de picar mientras tanto. En la entrada de la estación había adornos, un tanto escuetos, y un gran árbol de Navidad; también en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma, había adornos y un árbol mucho más grande que el que acababa de ver, pero ni siquiera me digné a mirarlos, quizás porque solo tenía ganas de irme de allí.
Cuando entré en la estación, me percaté de que necesitaba orinar, por lo que me dirigí hacia el baño. En el de los hombres no había nadie, por lo que aproveché para dejar las maletas cerca de un amplio lavabo alargado, y me cerré con llave en uno de los muchos cubículos. Enseguida entró una persona dando un portazo. Respiraba jadeante, como si hubiera corrido mucho e intensamente, y se le percibía una cierta agitación, sentía que resoplaba. La situación me pareció extraña, pero traté de mantenerme en mi sitio. Terminé lo que había empezado y tiré de la cisterna, con mucha calma. Cuando salí del baño noté que el hombre se había ido sin que me diese cuenta. Puede que el ruido de la bomba de desagüe hubiese cubierto el de sus pasos, pues no vi ninguno, y no oía ningún otro sonido que no fuese el de mi respiración y la goma de mis zapatos nuevos que chirriaban sobre el suelo liso. Eché un último vistazo alrededor y me lavé las manos mirándome al espejo; pero, cuando fui a coger mi maleta, incliné la cabeza y me di cuenta que la cremallera superior estaba medio abierta. Probé tanta rabia que estuve a punto de gritar.
Cuando aquel tío entró me había olvidado completamente de la maleta. Pero me calmé al instante, acordándome de que en su interior, por suerte, además de ropa y algún que otro cachivache sin importancia, no había metido nada de valor. Justo por ese motivo había decidido dejarla ahí, abandonada durante un minuto o dos. De hecho, a parte del dinero y de los documentos que llevaba conmigo en la chaqueta, no tenía nada más. Así que abrí la maleta para echar una ojeada. Parecía que todo estaba en orden, o casi, ya que daba la impresión de que aquella persona había hurgado aquí y allá en busca de algo, si bien no faltaba nada a primera vista.
Cuando salí del baño había cuatro o cinco hombres de rostros siniestros, si bien atractivos y bien vestidos, que miraban alrededor en modo sospechoso y se comunicaban por gestos con otros dos que se encontraban un poco más lejos, cerca de la entrada al baño de las mujeres. Me fui lentamente, no me preocupé mucho, y me fui a comer algo al bar cercano a la taquilla (intuí que esos tíos tenían algo en común con la persona que había entrado en el baño, era más que evidente, pero no me quise meter, no tenía ninguna intención de estropearme las vacaciones).



A las dos en punto el termómetro del autobús marcaba diecinueve grados, diez más que en Málaga, a pesar de que Almuñécar se encuentre a tan solo unos setenta kilómetros de distancia. Una vez fuera del autobús, mientras me disponía a coger mi equipaje del maletero, miré alrededor, intrigado, intentado reconocer alguno. Pero ni siquiera una cara conocida. Cogí la maleta y me dirigí hacia el centro de la ciudad.
Pasé por la plaza enfrente de la estación, que tenía en el centro una rotonda con grandes e hirsutas palmas tropicales que proyectaban una gran sombra sobre los coches que la rodeaban, y di una ojeada a derecha e izquierda buscando reconocer alguno en los bares que se encontraban alrededor. Pero no vi ninguno, solo alguna cara que me era vagamente familiar, había demasiada gente. Llegué hasta la Plaza del Ayuntamiento y también ahí estaba abarrotado, fuera y dentro de los locales, y pasé a saludar a Alejandro, el propietario del Mason, una brasería argentina próxima al ayuntamiento.
Charlé con él una media hora. Después sentí la necesidad de darme una ducha y, tras haber saludado a todos, me encaminé directo al hostal.

III










Había dormido alrededor de cinco horas. Sabía que no debía meterme en la cama después de la ducha, nunca tuve la costumbre de descansar por la tarde, pero lo hice igualmente; estaba cansado y el vino me había subido un poco a la cabeza.
Desde la habitación contigua llegaban suaves risas, voces de mujer, y el rumor de las tazas y botellas de la cafetería, el murmullo de clientes que conversaban en alguna lengua que, en mi estado de semivigilia, no conseguía descifrar.
Tenía pensado ir al taller de guitarra de mi amigo Antonio para darle una sorpresa. No sabía que me encontraba allí y había rogado a Alejandro que no le dijera nada, si le hubiera visto antes que yo. Pero era demasiado tarde. A esa hora ya tenía que estar en alguna parte bebiendo con José o, quizás, en casa con su mujer. Permanecí unos minutos más en la cama escuchando las voces de esos desconocidos, después cogí el teléfono y llamé a Antonio para avisarle acerca de mi llegada.
«¡ Dígame !» respondió él, pensando quién seria, no reconociendo mi número que tenía el prefijo italiano.
«¡Antonio, soy André! ¿Cómo estás?»
«¡ André! » contestó, sorprendido, casi gritando, como solía hacer cuando hablaba por teléfono. No escuchaba muy bien.
«¿Dónde estás? ¡Joder!»
«¿Adivina? ¡Estoy al lado de tu casa, en el hostal Altamar! He llegado esta tarde, quería darte una sorpresa, pero me he quedado dormido.»
« Bueno , ¿y qué haces ahí? Patricia y yo estamos yendo al Lute a cenar con algunos amigos. ¿Te vienes con nosotros? ¡Anda!»
«¿Nos vemos después mejor? Me acabo de despertar» le respondí, un tanto avergonzado. «Si quieres nos vemos más tarde, en La Ventura , si no os supone ningún problema, claro.»
«Bueno, cuando salgas me llamas y si todavía estamos por ahí nos bebemos algo juntos. ¿Está bien?»
«¡Vale! ¡Hasta luego entonces, Antonio!»
«¡Venga! ¡Hasta ahora, André!»
Casi ninguno me llamaba Andrea, pues fuera de Italia era considerado puramente un nombre femenino.
Me cambié de ropa y me fui a comer un bocadillo al bar del hostal. De vuelta a la habitación, me di una ducha caliente y busqué en la maleta algo elegante; tuve que sacar todo, pues había colocado los pantalones debajo del resto de la ropa para no arrugar los jerséis y las camisas que había planchado y doblado con mucho cuidado. Ordenando de nuevo la ropa encontré entonces lo que, al menos a primera vista, parecía una pequeña caja de madera. La observé un instante; no me pertenecía y no entendía qué hacía ese objeto entre mis cosas, así que la dejé en mi mesilla. Tenía prisa por salir. Dejé la llave de la habitación en la portería y salí del hostal con tanta prisa que me miraban como si viesen un canario escapando de su jaula.



Era muy temprano cuando terminé de cenar. Estaba seguro de que Antonio todavía estaría comiendo con la mujer y sus amigos; así que me dirigí hacia “La Ventura”, un restaurante muy famoso por sus espectáculos de flamenco, donde años atrás, tuve el honor de tocar.
A pocos metros de llegar a la entrada, en el semioscuro callejón que conducía al restaurante, flotaba en el aire el sonido poderoso de la guitarra de Ricardo de la Juana, un gitano que tocaba a menudo en aquel tablao . Lo había conocido justo en ese lugar. Era un hombre de mediana estatura, un tanto metido en carnes, la piel oscura, el cabello colocado hacia atrás con el gel, y en su modo de hablar había siempre un toque de arrogancia.
Cuando entré en el tablao había una multitud y me paré cerca de la barra para saludar a Fernando, el propietario. Ricardo estaba en el palco cantando una rumba junto a su cuñado, Ramón, que tocaba el cajón y una bailaora que no conocía.
«Hola, tío, ¿qué pasa? ¿Cómo estás, Fernando?»
«¡André, qué sorpresa! ¿Qué tal? ¡Un vino aquí pa’ el muchacho!» exclamó Fernando, y el camarero me sirvió casi al instante una copa de vino tinto, acompañado de albóndigas con salsa de tomate.
Me quedé sentado un rato cerca de la barra, observando los presentes y sorbiendo el vino. Fernando estaba muy ocupado con la clientela como para charlar conmigo; entonces me alcé y pasé entre las personas que estaban de pie delante de la barra, y me fui a la izquierda, hacia el patio. Era aún tan bonito como me lo recordaba, con sus plantas trepadoras que flanqueaban la parte alta del muro y las buganvillas rosas y moradas que descendían como racimos de uvas maduros y, al centro, una gran higuera abrazaba con una débil sombra las mesas que se encontraban alrededor de la misma. Los muros tenían, como en el edificio del hostal, azulejos y otros adornos de estilo mudéjar. Volví y me apoyé a la puerta que había entre la sala y el patio, para ver el espectáculo más de cerca.
«¡Bueno, señores! ¡Un poquito de silencio, por favor!» gritaba Ricardo, dirigiéndose al público, un poco distraído. «¡Cinco minutitos, por favor! ¡Señores, por favor!»
Había un gran alboroto y Ricardo silenciaba siempre a todos cuando se disponía a cantar algo más profundo. Mientras tanto, Ramón y la chica que estaba bailando se apartaron y Ricardo comenzó a cantar una soleá:



«Tengo el gusto tan colmao
cuando te tengo a mi vera,
que si me dieran la muerte
creo que no la sintiera... ».



La voz tronadora y ronca de Ricardo era como el canto del gallo que azota con vehemencia el silencio del alba y la fuerza con la que rasgaba su vieja guitarra de ciprés lo distinguía del toque payo
: lo suyo era puro toque gitano .
Saludé a Paco, un señor muy distinguido, siempre perfectamente afeitado, perfumado, con el cabello blanco peinado escrupulosamente hacia un lado; era encantador, honesto, muy cortés, en fin, un hombre de otro tiempo, como le gustaba que le llamasen. Iba con frecuencia a aquel restaurante a beber dos o tres cubatas y, como gran aficionado del flamenco que era, a menudo se animaba también a cantar. Estaba charlando con una hermosa mujer francesa y discutían precisamente acerca del cante flamenco.
Estaba a punto de entablar conversación con ellos cuando, en dirección al escenario, en la mesa de mi izquierda, vi a una chica que discutía acaloradamente. Me acordé enseguida de que había sido mi vecina. Estaba con otras amigas, también ellas de un evidente aspecto nórdico, quizás de origen sueco como ella, y me acerqué convencido de que no me habría reconocido, al menos no inmediatamente. Había cambiado bastante en los últimos años, tenía el pelo más corto y algún kilo de más.
En su mesa se podían ver un gran número de copas con hielo y botellas medio vacías. Algunas de ellas se movían lentamente, esbozando movimientos con los brazos, como si quisiesen levantarse y bailar, pero era evidente que, en aquellas condiciones, no hubieran resistido en pie durante más de veinte segundos. Me acerqué a la mesa para saludarla, pero dudé un instante, no recordaba su nombre.
«Hola, guapa, ¿te acuerdas de mí?» me dispuse, y ella y todas sus amigas se giraron para mirarme, intrigadas. «Éramos vecinos, yo vivía justo enfrente de tu apartamento. ¿Te acuerdas? Soy el que compartía casa con Vinicius, el chico brasileño… Avenida Costa del Sol, número 24, ¿lo recuerdas? Bueno, espero que sí, sino podría parecer que estoy intentando ligar contigo.» le dije, luciendo una de esas sonrisas que, a menudo, se reservan exclusivamente para las chicas guapas.
Ramón se unió y ambos nos sentamos en la mesa de mi amiga.



Cuando era todavía, por así decir, la una, solo unos pocos quedábamos en el tablao. Ricardo y otros flamencos se habían sentado en una mesa aparte. Para ellos ese era el momento del flamenco puro, aquel en el que se escuchaba el llanto de la guitarra interrumpido únicamente por el tintineo de las copas y los nudillos que golpeaban la mesa de madera al compás, con el humo de los cigarrillos que flotaba como una sutil niebla láctea y creaba una atmósfera mística típica del cante jondo.
Ramón y yo estábamos aún sentados en la mesa de mi vieja vecina, de la que todavía desconocía el nombre. Me daba mucha vergüenza preguntárselo y ni siquiera recordaba el de la amiga que se había quedado con nosotros. Esperaba a que se llamasen la una a la otra, pero nada. Había bebido mucho. Ramón se perdía en teorías sin sentido sobre la relación entre hombres y mujeres, quizás intentando hacernos entender que había llegado la hora de irse y concluir la noche en el mejor de los modos. Se me había acabado el tabaco, así que les invité a salir para buscar un distribuidor y beber la última copa en otra parte. Pero, como esperaba, nos fuimos inmediatamente hacia el apartamento de Ramón. Recuerdo que había mezclado y había perdido un poco mi habitual sentido del humor, no me sentía demasiado bien y ni siquiera a gusto.
Me desperté a las cuatro y media de la noche. Miré por debajo de las sábanas y vi mi cuerpo desnudo, y la chica que estaba conmigo también lo estaba. No vi a Ramón ni a la otra chica, mi vieja vecina. Quizás estaban en otra habitación, o quién sabe. Salí de la cama intentando no hacer ruido, me vestí y salí a buscar una máquina de tabaco. Tenía el estómago revuelto y sin embargo jamás había tenido tantas ganas de fumar.
No hacía especialmente frío, pero tenía la chaqueta abierta y el viento fresco traspasaba mi sutil camiseta de algodón, dándome algún que otro escalofrío.
Había llegado casi a la altura del hostal. Las calles del centro eran angostas y oscuras, algunas en cuesta y otras en bajada; a veces daba la sensación de estar en un laberinto por el modo en el que se intrincaban. Caminando en la oscuridad, con la única luz de la luna, llegué a una zona que no recordaba. Era bonita; los callejones eran mucho más estrechos que de costumbre y más oscuros. De repente, sentí rápidos pasos llegando hacia mí; antes de que me diese tiempo a girarme, alguien me golpeó con fuerza en la nuca, con una piedra o algo parecido. El golpe fue tan fuerte que me desmayé al momento.
Permanecí en el suelo alrededor de media hora, creo, después una señora que se había asomado al balcón me llamó, preguntándome si me encontraba bien, y me desperté.
«¡ Joven! ¡Joven! ¿Estás bien, qué ha pasado? ¡Espera que cojo un poco de hielo! » me dijo la mujer, viendo que me retorcía tocándome la cabeza.
Yacía en el suelo, postrado por el fuerte golpe. Instintivamente, la primera cosa que hice fue controlar si me habían robado. Pero la cartera estaba todavía en el bolsillo interior de la chaqueta, con todo el dinero y las tarjetas de crédito. El móvil sin embargo no, se lo habían llevado.
«¡ Joven, v en arriba que te doy hielo para ponértelo en la cabeza!» insistía la señora desde el balcón que daba a la calle.
El dolor causado por el golpe en la nuca me había ocasionado una fuerte neurastenia, por lo que no presté atención a aquella mujer y me dirigí hacia el hostal, sin decir palabra.

IV










El olor a asfalto mojado entraba por una gran ventana entornada y empañada a causa del acondicionador que emanaba aire caliente. En la oficina húmeda y escueta, el oficial de policía me estaba interrogando acerca de lo que me había sucedido la noche anterior. Sentada a mi derecha se encontraba una mujer que me observaba continuamente y golpeaba los dedos sobre el teclado del ordenador como una histérica. No me miraba como una que está viendo a un hombre guapo, en absoluto. Tenía más bien ese aire y expresión típica de las cotillas, como aquellas que van como público a los talk-show a mofarse de todos, solo por ganar audiencia.
«Con la ese no... Dilorenzo, con la zeta de Zaragoza».
«¿Así?» me preguntó el policía, mostrándome un folio sobre el que estaba escribiendo mis datos.
«Sí, así» le contesté. «Exactamente. Pero Dilorenzo todo junto. Sí» dije, inclinándome hacia él. «Mire, le estaba diciendo que a mí lo que me interesa no es recuperar el teléfono, sino que bloqueéis el dispositivo para impedir el acceso a mis datos, ya que he memorizado mi dirección y otras informaciones personales y reservadas».
«No se preocupe» me tranquilizó el oficial, «mi compañero ya se está ocupando de remitir la denuncia en su compañía telefónica. Pero dígame mejor si recuerda algún otro detalle. Haga memoria, por favor. El pueblo es pequeño, sabe usted. Podríamos dar con el agresor muy pronto».
«Le repito, recuerdo muy bien todo lo que hice, claro; pero, como ya le he dicho, bebí más de la cuenta y no tuve ni la lucidez ni el tiempo para girarme y mirarlo a la cara o para darme cuenta de lo que había pasado. Sucedió todo muy rápido, ¡no sabría ni siquiera decirle si fue un hombre o una mujer! Lo siento».
«Entiendo» dijo el policía.
«Señor» interrumpió la mujer que escribía en el ordenador, «está al teléfono el director del Hotel Bahía que quiere hablar con usted, urgentemente».
«Vale, pásemelo a esta línea. Señor Dilorenzo, ahora le tengo que dejar. Si hay novedades le contactaremos al número que nos ha dejado, ¿de acuerdo? Hasta luego» me dijo, tendiéndome la mano.
Le estreché la mano y salí de la sala.
Saliendo de la comisaría me paré a fumar en las escaleras de un portal, a cubierto de la lluvia, y permanecí allí hasta la una y cuarto pensando a lo que me había pasado. La humedad había incrementado el dolor de cabeza y me fui a uno de esos bares que se encuentran en la plaza enfrente de la estación de autobuses. Me fui a sentar en una mesa cercana a las vidrieras que daban a la calle. Miraba caer la lluvia y sentía cómo raspaba fuerte contra los cristales, como una provocación del cielo. Abrí el periódico que estaba en la mesa y comprobé que también en España se hablaba únicamente de la crisis económica, los escándalos financieros de los bancos y de la política.
Cuando paró de llover caminé hasta la Avenida de Europa con la intención de almorzar en uno de los muchos restaurantes de esa calle. Pero antes pasé a saludar a Lute, que trabajaba justo al lado del restaurante de mi amigo Ángel, la Yerbabuena, quien me invitó enseguida a sentarme en una mesa apartada para charlar un rato.
Salí del restaurante a primera hora de la tarde y me dirigí justo enfrente, al Parque el Majuelo.
Estaba prácticamente desierto. Hacía una tarde gris y lluviosa, había parado de llover hacía una media hora. Algunos polluelos se balanceaban relajados en pequeñas bañeras formadas en las ruinas fenicias que se encontraban justo en medio del parque. Más allá, un cachorro permanecía enroscado bajo una de las palmeras que acariciaban las calles adoquinadas que serpenteaban entre pequeños jardines policromados, entre los cuales se erigían palmeras provenientes de todos los continentes. Las hojas secas, caídas de grandes higueras, formaban una alfombra ocre en casi toda la zona del parque y, aunque bien entrado el invierno, el viento esparcía en el aire la melancólica fragancia del otoño. El pequeño chiringuito donde solía ir a beber el tinto de verano estaba cerrado; algunos gatitos se habían reparado bajo su pérgola, ya que de los árboles empapados de lluvia caían abundantes gotas de agua plateadas, así que caminaban despacio, mirando hacia arriba y dando algún que otro brinco para evitar las gotas. Saludé a la señora que daba clases de pintura en la primera de las nueve casetas de artesanos que rodeaban una parte del perímetro del parque, después subí las escaleras del puente ubicado encima de las ruinas y me dirigí hacia la caseta denominada “Málaga”, donde mi amigo Antonio “el Salao” fabricaba sus guitarras y otros instrumentos de cuerda y percusión.
Antonio era como un padre para mí y me quería mucho.
Me lo decía a menudo: “¡Te aprecio más de lo que crees!” No era muy viejo, pero el duro trabajo le había causado varios achaques, de los cuales un par al corazón, y demostraba algún año más de sus efectivos sesenta y cinco. Tras casarse con Patricia, una mujer inglesa, se había mudado a Reino Unido; había trabajado en una fábrica que construía piezas de aviones y se quedó treinta años. Después, cuando se jubiló, volvió a Almuñecar y empezó a trabajar como guitarrero.
«¡Muy buenas tardes!»
«André, ¡qué alegría verte!» dijo Antonio. «Joder, ¿dónde estabas?»
«¡Hola, Antonillo!» y nos abrazamos con fuerza.
Me enseñó las últimas guitarras que había construido y probé algunas de ellas, sin escatimar en elogios acerca del sonido y los acabados, y él se sintió muy halagado. Aquella tarde estaban también José, Baldomero y Maria, que escuchaban un disco de Camarón de la Isla, fumando hierba y contando anécdotas de los viejos tiempos. Mientras tanto les expliqué lo que me había sucedido. Quién sabe, quizás me habrían podido ayudar a encontrar el teléfono, dado que conocían a todo el pueblo, podían haber escuchado algo por ahí. Pero yo, no sé por qué, había relacionado aquel episodio a lo sucedido en Málaga, en el baño de la estación. Era solo una extraña sensación.



A las dos y media de la noche todavía estaba despierto. Estaba leyendo un libro de poesías de Antonio Machado que había encontrado en la habitación donde me alojaba; luego dejé el libro en la mesilla y vi aquella caja que había aparecido en mi maleta, la noche anterior. No la había observado bien antes, pero ahora que mi mente estaba despejada de otros pensamientos, mi vista lograba analizar mejor los detalles y, por lo que había visto, deduje que era de una calidad óptima.
Cuatro centímetros de ancho, cinco de largo y tres de alto, o un poco más, de madera de palisandro envejecida y perfectamente pulida; tenía una incisión dorada en forma de cruz ansada sobre la parte superior y una pequeña piedra verde incrustada en el interior del oval de la cruz.
Recordaba muy bien la cruz ansada, “la llave de la vida”, pues de niño era un apasionado de la egiptología. Era uno de los símbolos más usados en el Antiguo Egipto para fabricar amuletos, brazaletes y una infinidad de cosas más. Lo raro es que esta caja era una sola pieza. Es decir, tenía la forma de caja pequeña, pero no había aperturas, compartimentos o cosas parecidas. Intenté en vano encontrar un modo de abrirla, pero nada, no era una caja. Renuncié, pensando que podía tratarse simplemente de un adorno más que de una caja, tal y como me pareció al principio, si bien tenía el aspecto de esta última.
Luego me dormí, fantaseando acerca de lo que podía ser ese objeto y cómo había acabado en mis manos, a pesar de que ya me había hecho una idea.

V










El acantilado en el que estaba sentado en soledad se encontraba a unos tres kilómetros de la ciudad. Había una gran luna llena, y su reflejo, que brillaba en el agua como millones de estrellas juntas, llegaba casi a los escollos, si no hubiese sido por la corriente que golpeaba con dulzura el agua cercana a las rocas, eliminando así su rastro luminoso.
Iba allí con frecuencia, cuando vivía en Almuñécar. Me gustaba estar solo, mirar la luna, el mar, fumarme algún cigarro escuchando un poco de música y sentir la brisa en la piel.
Unos metros más adelante había una chica que estaba pescando. También ella estaba sola. Intrigado, me giré para observarla y noté que tenía la cabeza inclinada hacía las rodillas, como si estuviese llorando. Saqué el paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo de la camisa; luego hurgué en los otros, pero me había olvidado el mechero en la habitación. Así que me acerqué a la chica para preguntarle si por casualidad tenía uno; ella alzó la cabeza, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me pasó un mechero que sacó de una especie de caja de herramientas que tenía a su lado. Se lo devolví y me senté cerca de ella, no demasiado, mirando su equipo de pesca. Será extraño, pero no había visto nunca una chica pescar, era muy graciosa. Además de la caña de pesca tenía, a su lado, una maleta con unas iniciales grabadas en un borde y en el interior otras cajas que contenían anzuelos, cebos y otros accesorios de los cuales desconocía el nombre y uso.
«Pareces una profesional, mira cuántas cosas tienes... » le dije, acercándome a ella.
Ella no dijo nada. Permanecía sentada, con el mentón apoyado en las rodillas y las manos en la caña de pesca. Traté de romper el hielo con la primera anécdota que me vino a la cabeza.
«Sabes, he ido a pescar solo dos veces en toda mi vida; una vez con mi primo, cuando no era más que un niño; fuimos a un lago artificial y conseguí pescar una trucha, pero, no sabiendo cómo quitar el anzuelo, acabé descuartizándola; me ensucié todo, una cosa increíble. La última vez, sin embargo, fue hace unos años, justo por esta zona, con mi amigo José. Él viene con frecuencia a pescar en este tramo de acantilado, pero aquella vez fuimos a la playa. ¿Te gusta esto? A mi mucho, venía a menudo cuando vivía aquí».
«Ah, ¿vivías aquí, de verdad? ¿Dónde?» me preguntó, como si se hubiese despertado de una catarsis.
Luego apartó las manos de la caña de pescar y las colocó alrededor de las rodillas, apoyando la mejilla derecha sobre ellas, y me miró con una expresión extraña, como si siguiese ausente.
Yo también la observé durante unos instantes. Su rostro era muy dulce, no tendría más de veinticinco o veintiséis años. Llevaba unos pantalones beige y una sudadera azul con capucha; su cabello liso y de color caoba estaban recogidos debajo de una gorra y parecía tenerlo bastante largo.
«¿Sabes dónde está el castillo? Justo ahí al lado» le respondí.
«Claro que se dónde está. Paso a menudo» me dijo ella, asintiendo con la cabeza.
«Sabes, ahora que te oigo hablar, no pareces española; no eres de por aquí, ¿verdad? ¿De dónde eres?» le pregunté, curioso de su acento; no lograba adivinar de qué nacionalidad era.
«Soy siria. Pero tú también pareces extranjero, eh… » observó ella, bajando la mirada y entornando un poco los ojos, como si estuviese tratando de concentrarse para averiguar de qué país era mi acento. «Hablas bien el español, pero se nota que eres extranjero, a pesar de comportarte como un andaluz» añadió.
Luego se dio cuenta de que me avergonzaba un poco y me sacó la lengua. Me parecía que ya estaba más serena y me alegré, así podía hablarle más libremente.
Estallé en una especie de carcajada liberadora.
Tuvo la impresión de que me estaba pavoneando por el hecho de que mi acento fuese similar al de los andaluces. Me sentí un poco tonto, aunque no hubiese motivo.
«Sí, soy italiano. Me quedaré aquí solo unos días, quizás una semana. He venido para saludar a algunos amigos y pasar mi cumpleaños aquí claro, que fue ayer.»
«Ah, ¡felicidades!»
«¡Gracias! Te decía que la próxima semana iré a Tarifa y después pasaré unos días en Portugal. Quisiera ir a un sitio, pero ahora mismo no recuerdo cómo se llama. Lo sé, es absurdo, lo he visto una vez en televisión. Me acuerdo solo que es un islote, o una parcela de tierra, donde los templarios, creo, construyeron un castillo, una fortaleza o algo parecido; y se puede llegar a pie, pero solo cuando está la marea baja. Y eso… ¿tú qué me cuentas?»
Ella suspiró. Fueron unos interminables instantes de silencio.
«Que todo va mal» dijo de repente.
«Vaya... lo siento» le dije, cogiendo otro cigarro, y le tendí el paquete para ofrecerle uno.
«No, gracias. No fumo. El mechero lo tengo porque era de mi padre, estaba junto al equipo de pesca. Pero yo no fumo. Ten, cógelo».
«Te lo agradezco» le dije, cogiendo el mechero, y encendí el cigarro que ya apretaba entre los labios. «¿Tu padre ha venido contigo a España, o has viajado con amigos?»
«He llegado sola, hace tres días. Sabes, hace muchos años, mi padre compró una casa cerca de la zona del castillo; veníamos de vacaciones tres meses cada año, con toda la familia. ¿Has visto las esculturas que hay en el Parque? Las ha hecho Bachir Kondakji, mi padre» me dijo ella, llena de orgullo.
«Ah... sí, claro. Las que se ven cuando se entra desde la parte de los columpios, ¿no?»
«Sí, exacto».
«Entonces tu padre es escultor. Interesante... ».
«Sí, escultor y pintor, aunque la escultura ha tenido un papel predominante en su carrera artística».
«Es muy bueno. He escuchado hablar muy bien de esas esculturas. Me decías, ¿cómo es que has venido sola?»
Ella permaneció en silencio durante unos minutos. Se entendía que le había sucedido algo. Tuve esa sensación que se tiene cuando se hace una pregunta indiscreta. Ella suspiró profundamente, antes de volver a hablar, como si estuviese buscando la fuerza para hacerlo. Me di cuenta de que quizás no debía insistir y traté de remediarlo.
«Perdona, si no quieres hablar de ello no pasa nada».
«No, no te preocupes» me tranquilizó, y después suspiró de nuevo. La semana pasada una bomba destruyó mi casa, en Damasco. Murieron todos» respondió ella, y una lágrima surcó lentamente su rostro.
Se me encogió el corazón. Es estos casos no se sabe nunca lo que decir, se tiene siempre miedo a decir algo estúpido, predecible, en el intento de mitigar el dolor con alguna palabra de circunstancia, a menudo con el resultado contrario.
«Mi madre, mi padre, mi hermano mayor y mis dos hermanitas... Yo me he salvado de milagro porque estaba en el trabajo, en otra parte de la ciudad. Por eso he venido a España. No me queda nada más en Siria y mis familiares están todos desaparecidos. Ya no tengo a nadie allí. Aquí al menos tengo una casa».
Hubiera querido abrazarla, pero dudé. En mi mente le acaricié ligeramente el hombro. Luego ella reanudó la conversación, manteniendo la cabeza agachada y la mirada fija en un punto en el vacío.
«Tú estás ahí haciendo tu vida, trabajas, sales con los amigos, como todas las personas que viven aquí. ¿Entiendes? Todo normal. Después un día, llegan estos mercenarios de otros países – ¡porque no son sirios como dicen en las noticias extranjeras!–, y matan a todos los que se encuentran por delante. Así, solo porque eres cristiano o por otros motivos que solo Dios sabe. Luego vengo aquí y en las noticias les llaman rebeldes que combaten contra el régimen de Assad. ¡Pero qué rebeldes! ¡Qué régimen!»
Aferró su chaqueta y se la puso sobre los hombros.
Permanecimos en silencio durante algunos minutos.
«Perdona, llevamos ya un rato hablando y todavía no te he dicho cómo me llamo. Puedes llamarme André, aquí todos me llaman André. ¿Y tú?»
«Sarah» respondió ella, con una sonrisa sutil y sincera que parecía proceder de una irradiación de su alma, más que del pliegue de sus labios.
«De acuerdo. Ven, vamos a beber algo. Aquí se está levantando un poco de viento».
La fresca brisa hizo que se me pusieran los pelos de punta y me abroché la chaqueta. El viento tenía un olor particular, no traía el olor a mar. Estaba seguro de que se trataba de un mensajero con buenas noticias.
Caminamos una decena de minutos por el paseo marítimo y entramos en una pequeña bodega cercana a la playa. Ahora que había más luz, y podía mirarla mejor, noté que era muy hermosa, más de lo que me había parecido cuando la vi en el acantilado. Tenía las facciones un tanto orientales; los ojos eran redondos, pero los ángulos externos terminaban como las puntas de una hoja lanceolada. Me inspiraba mucha ternura, si bien era a su vez muy sensual. Se apartó el pelo y una espesa melena ondeó sobre sus hombros para después bajar hasta la espalda, en un gesto que nada tenía de voluptuoso, pero que perturbó profundamente mis sentidos. En aquel preciso instante vi mi futuro, en un breve fluir de imágenes borrosas que se sucedían rápidamente, una tras otra, como el paisaje visto desde la ventanilla de un tren en marcha, que no tuve ni siquiera el tiempo de enfocarlas. Después se sentó casi a mi lado y sentí su perfume, parecido al de una flor que acaba de germinar.
Pedimos una botella de Viña Ardanza, un vino malagueño muy apreciado, y patatas de maíz y queso, símiles a las tortillas en bolsa que se venden en Italia, sazonadas con una salsa picante, y seguimos hablando.
«Has viajado solo para pasar tu cumpleaños en España, mmm… ¿No tienes novia, en Italia?» me preguntó Sarah.
No sé por qué, pero esperaba que me hiciese esa pregunta, aunque no tan pronto. Quizás me equivoque, pero cuando una persona del sexo opuesto quiere saber si estás soltero o no, casi seguramente está tanteando el terreno. Pero luego reflexioné e intenté no pensar más en ello. Acababa de vivir una tragedia, de las más horribles; ¿cómo se me pudo pasar por la cabeza que pudiese estar interesada en mí y, además, sin ni siquiera conocerme? Y sin embargo, en su sonrisa, había captado la típica incomodidad que se percibe en las personas que están coladas por alguien. Se me olvidaba el hecho de que, a veces – por no decir a menudo -, consideramos las cosas y las situaciones en base a lo que somos. Seguí conversando mientras mi mente luchaba entre estas dos posibilidades.
«No, ha pasado mucho tiempo desde que estuve enamorado. ¿Y tú?» le pregunté, buscando el tono y las palabras más adecuadas para no parecer demasiado indiscreto.
«Me casé hace diez años, tenía dieciocho. Era muy joven» contestó ella.
Entonces entendí que su pregunta podía ser una excusa, quizás, para hablar de su marido. Digamos que, en un cierto sentido, si bien mi desilusión fue grande, me sentí un poco aliviado. Por lo menos podía estar relajado, sin pensar en cómo ligar y, sobre todo, sin sentirme culpable.
«Entiendo. Y tu marido, ¿se ha quedado en Siria?»
«No lo sé. Te estaba diciendo que son ya cuatro años que no hablamos y no sé dónde estará en este momento. Estamos divorciados y no hemos tenido hijos».
«¿Tienes intención de volver a Siria?»
«¡No! ¿Estás loco? ¡Tengo miedo! Todavía hay bombardeos, y además he perdido el contacto con el resto de mi familia».
«Perdona, solo preguntaba. Entonces, ¿qué harás, te quedarás aquí en España?»
«No lo sé. Ya no sé nada. Solo sé que no es justo morir así».
«Sí, tienes razón, es injusto. La guerra siempre es injusta».
«¿Qué sentido tiene entonces la vida si no hay justicia? ¿Dónde está Dios en todo esto? Perdona, no quiero molestarte con mis problemas, te acabo de conocer… ».
«No, figúrate... ningún problema» le aseguré. «Y además, sabes, lo que para algunos es justicia para otros no lo es. Como tantas otras cosas, la definición de justicia es siempre subjetiva. Pero en general, para mí la vida no tiene ningún sentido».
«¿Cómo?» me preguntó ella, que se había quedado atónita ante mi afirmación».
«Para mí no tiene ningún sentido. Aunque creo que no es la expresión más apropiada para decir lo que pienso».
«¿Cómo puedes decir que la vida no tiene ningún sentido? ¿No tienes pasiones? No sé… ¿algo que te guste hacer, alguien a quien quieras, objetivos que alcanzar?»
«Sí, claro que sí» le respondí, no sin antes haber dado rienda suelta a una débil carcajada debida al malentendido.
Sabía que me habría malinterpretado, y aun así la dejé caer. Quizás intentaba precisamente que me pidiese explicaciones al respecto, así habría podido interpretar el papel del “tío interesante”, dando algún discurso pseudo-filosófico. Dejé caer aquella frase aposta: «La vida no tiene ningún sentido». Era claramente una provocación, un cebo para entablar un discurso que, al final, no habría podido llevar a otra conclusión que no fuese exactamente esa, que “la vida no tiene ningún sentido”.
«Sí, claro que sí» le respondí de nuevo, después de haber tragado un sorbo de vino que se estaba entreteniendo plácidamente en mi boca, acariciándome ligeramente el paladar.
Todavía no había picoteado ni siquiera una patata y el ácido tánico del vino ya se había pegado al paladar. Degusté con la lengua el sabor viejo y licoroso que me había dejado el regusto del Viña Ardanza. Posé la copa sobre la mesa, todavía apretándola entre el pulgar y el índice, haciendo pequeños semicírculos en el sentido de las agujas del reloj y al contrario.
«Pero no creo que las personas que quieres o tus pasiones puedan ser el sentido de la vida» añadí, tras unos instantes de pausa.
«Quizás estas cosas puedan dar sentido a la vida, pero no ser “el sentido de la vida. Y además, ¿qué quiere decir uno cuando se refiere al sentido de la vida? ¿A su propósito?»
«Bueno, sí, ¿y a qué si no?»
«Pero antes de preguntarse qué sentido tiene la vida, deberíamos analizar qué propósitos tienen las cosas y las personas. Quiero decir: la vida es algo abstracto e inmenso, las cosas y las personas las tenemos ante nuestros ojos, forman parte de un campo más estrecho, limitado, tienen un inicio y un final, es más fácil dar un pensamiento razonable, ¿no crees?»
«Claro, pero no he entendido todavía lo que quieres decir».
«Por ejemplo: la silla sobre la que estoy sentado, o esta mesa... bueno, no es una gran mesa, ¿pero qué finalidad tiene? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué función desempeña en la vida? ¿Me sigues?»
«Sí, sí, continúa» contestó, desconcertada.
«Bien. Para mí tiene dos finalidades principales: la primera es, digamos, un propósito, o mejor dicho, una función práctica. Llamémosla así. Puedes apoyar cosas sobre ella, puedes comer, escribir, etcétera. Pero una mesa puede tener a su vez una función estética, o ambas, claro. Me parece bastante obvia como observación. Es decir, puede ser solo un objeto de decoración. Quién sabe... si Picasso hubiese tenido la idea de construir una, lo habría hecho seguramente en estilo cubista. Ahora imagina que estás comiendo sobre una mesa parecida» dije, y no me contuve la risa.
«¡Vale, vale!» dijo Sarah, riendo, entretenida con mis gestos. «Eres simpático, ¿pero qué tiene que ver eso con el sentido de la vida?»
«Ahora llego. Te hablaba de la mesa, pero vale también para todas las demás cosas e incluso para los seres humanos. Observa cómo vivimos, nuestra vida está hecha principalmente de cosas muy simples, como los otros seres vivos. Comemos, nos reproducimos, etcétera. Esta podría ser, como para los objetos, nuestra función práctica, es decir, la parte mecánica de nuestra vida, podemos llamarlo así, aunque suena mal, lo sé. Pero igual que los objetos, también nosotros y los demás seres vivos tenemos una función que hemos llamado previamente función estética. ¿Es evidente, no? Pero lo sé, espera, ten paciencia, ahora llego. Por ejemplo, el arte, sin entrar en detalles, es uno de los frutos de nuestra función estética. Y así todo lo demás. También los animales y los insectos contribuyen a la belleza del mundo, vuelven más hermosa la existencia a nuestra vista, pero a su vez, desempeñan una función práctica para el ecosistema. Por ello, resumiendo: los objetos y los seres vivos tienen dos propósitos, dos funciones: una práctica y una estética. ¿Estás de acuerdo?»
«De acuerdo, sí» respondió ella, asintiendo con la cabeza. «Pero entonces, ¿qué sentido tiene la vida? ¿Cuál es su propósito?»
«Ninguno» contesté yo, y bebí un sorbo de vino.
«¿Pero cómo ninguno? Oh Dios, no te sigo, André... ».
«Quiero decir: si es la vida, si es la existencia la que impregna y, a su vez, contiene todos los objetos y seres vivos, ¿cómo va a tener un sentido, un propósito? Si alguien dice que la vida tiene un propósito o un sentido, bello o feo, ¿no te parece que la está reduciendo al mismo nivel de un objeto o cualquier ser vivo? Imagina que las cosas y los seres humanos que pueblan la tierra son los ríos y que la existencia es el océano; los ríos confluyen en el océano, es ahí donde todos los cursos de agua anhelan sumergirse, donde un día u otro se perderán, abandonando su nombre y todo aquello que fueron antes, convirtiéndose en océano ellos mismos; ¿pero dónde va el océano? El océano permanece ahí donde está, no se va. Esto es lo que quería decir: la vida es algo que va más allá de los sentidos, más allá de cualquier propósito, aunque fuese el más justo, el más virtuoso, el más noble. La existencia va más allá de lo que llamamos el sentido, el propósito».



A la mañana siguiente, fui a su casa a desayunar. Vivía justo al lado del Parque el Majuelo, en una casa de dos plantas, a medio camino entre los columpios y el castillo; en la entrada, había colgados, en ambas paredes, un gran número de cuadros, y sobre las escaleras de caracol, que conducían a la planta superior, habían pintado las teclas del piano y otros dibujos de claves y notas musicales. Se notaba enseguida que era la casa de un artista. En las esquinas del salón había esculturas de mármol – medios bustos, para ser exactos –, y uno de estos se parecía a Sócrates, por su espantoso rostro. En el centro había un amplio sofá blanco y una mesita de madera tallada, colocada de frente a una gran ventana que daba a la calle, desde la que se veía el castillo medieval erguirse por encima de la ciudad. La cocina, al contrario que el resto de la casa, era muy simple, y además de la puerta principal había otra que daba a un extraordinario jardín; al centro de este se perfilaba un estrecho sendero adoquinado y a sus lados algún que otro árbol cítrico, enormes plantas crasas y dos grandes higueras colocadas al final del césped; una mesa construida en madera de haya estaba colocada bajo aquellos dos inmensos árboles, y ahí nos sentamos a beber un té, charlando.
Querido Lector, en realidad, me parecía conocer a esta chica de toda una vida. Lo sé, lo sé… puede parecer una de esas frases que se dicen cuando se está colado por alguien, pero el hecho es que ya había tenido una sensación extraña cuando escuché su voz por primera vez.
Era agradable hablar con ella. Normalmente las chicas me aburrían un poco, nunca daba discursos profundos; me quedaba siempre en discursos vagos y superficiales, quizás por miedo a decepcionarme por falta de argumentos.
Aquel día Sarah no parecía triste en absoluto; al contrario, estaba simpática, sonriente, y me mostró toda la casa, las pinturas y las esculturas del padre, todas preciosas en mi opinión.
«Sabes, estaba pensado que, si no tienes otros compromisos, podrías venir conmigo a Tarifa» le propuse, mirándola a los ojos.
Y cuando pronuncié estas palabras, parecía casi como si le estuviese suplicando. Para ser conciso, intenté mantener un tono sosegado y casi indiferente, pero no conseguí esconder la expresión de aquel que no habría soportado un rechazo. O, quién sabe, tal vez es justo lo que estaba intentando transmitirle, para que entendiese que me importaba de verdad.
«Gracias, eres muy amable» respondió Sarah, «pero necesito estar sola, al menos un rato. De todas formas, conociéndome, puede ser que lo piense mejor y te alcance» me aseguró, y me sacó la lengua.
«¡Ojalá, sería fantástico!» exclamé, sin poder contener la alegría.
Rebosaba de alegría. En pocos segundos me imaginé tantas cosas…
«Ahora te dejo la dirección» le dije, y, apresuradamente, cogí una nota del bolsillo del pantalón. «Es esta. Cuando llegues a la Playa de Los Lances, pregunta por Ibi. Lo conocen todos, es un amigo mío; yo estaré en su casa durante cuatro o cinco días y, en caso de que vinieras tú también, le diré a Ibi que te prepare otra habitación. Hoy mismo le llamaré para avisarle, así no tendrás que preocuparte de buscar un hotel, ¿vale?»
«De acuerdo, espera un momento» respondió ella, y fue a coger un bolígrafo y un folio. «Este es mi número de móvil y este es mi correo, así estaremos en contacto, en cualquier caso. Espero volver a verte, de verdad, pero ahora me tengo que ir, tengo cosas urgentes que hacer».
Me apretó con dulzura el rostro entre sus manos y me besó en la mejilla. Luego me abrazó con fuerza y yo hice lo mismo. En aquel instante sentí su perfume de campos elíseos rociándome como un bálsamo en una remota y olvidada parte de mi ser más profundo.






VI










La última vez que vi a mi amigo Ibi fue en Almuñécar, cuando hice un curso de lutería en el taller de guitarras de Antonio. Era de origen turco, a pesar de que, cuando era todavía un niño, se mudó a Londres con su familia para trabajar como carpintero en el taller de su padre; luego empezó a ganarse la vida como boxeador, aunque sin mucho éxito. Cuando lo conocí me hablaba a menudo de sus muchos viajes alrededor del mundo, especialmente de uno que hizo en Tailandia, donde fue para aprender el Muay Thai, el boxeo tailandés; y fue precisamente en la isla de Phuket donde se enamoró de una joven surfista australiana. Juntos se fueron a vivir durante un tiempo a Brisbane, en Australia. Aprendió a surfear y, más adelante, se mudó a España, a Tarifa, para estar cerca de la familia, que por aquella época tenía algunos problemas.
Hacía unos meses que había comprado un bungaló y una pequeña tienda de tablas de surf. Vivía como un sultán, entre bellas mujeres y las olas andaluzas que besaban aquel tramo de paraíso enfrente de su casa.



Llegué a la Playa de los Lances ya de noche y sus amigos surfistas habían preparado una fiesta para celebrar mi llegada. Me alegré mucho, me sentí realmente halagado y querido por toda aquella gente que no conocía y me saludaba diciendo “¡por ti, hermano!”, y otras cosas por el estilo. Aunque, en los días siguientes, me di cuenta de que por aquella zona, toda excusa era buena para beber y fumar algún porro; hoy por mí, mañana por la estrella de mar que habían encontrado en la playa, el día siguiente por el tipo amigo suyo que se había tirado a tres chicas en una noche, etc. De verdad, cualquier cosa, por insignificante que fuese. Pero la excusa que más gracia me hizo fue cuando una noche, Françoise, un amigo francés, dijo:
«Qué coño, llevo aquí dos años, soy el único negro ¿y ni siquiera nos hemos tomado todavía una copa en mi honor? ¡Que hijos de puta, iros a la mierda!»
Los surfistas que frecuentaban esa playa hablaban como los actores americanos, parecían todos un poco locos; pero eran simpáticos, buena gente, me habían acogido en seguida como a un hermano.
«André, esa te está mirando desde que has puesto el pie en la playa» me dijo Ibi, sacudiéndome el brazo.
«Sí, lo he notado, pero no paro de pensar en una tía que he conocido hace unos días, en Almuñécar».
«¿Es guapa?» me preguntó Ibi, como si mi confesión le hubiese suscitado no sé qué interés.
«Me encanta, amigo… estoy seguro de que vendrá a Los Lances».
«Lo siento, si me lo hubieras dicho unos días antes, habría dejado una habitación para ella. Si viniese, dormirá contigo, ¿estás contento?» dijo Ibi, con una risa maliciosa.
«No sé... no querría parecer un picaflor, no es una de una noche y ya. Y además no me parece que haya mostrado tanto interés por mí, al menos en ese sentido. Somos amigos. Pero si no hay más habitaciones… ».
«¡Ves que eres un cabrón, hermano!» exclamó Ibi, riendo, para luego darme un codazo.
«Lo digo de verdad. ¿Has conocido alguna vez a una persona por la que sientes una extraña atracción? No sé cómo explicarlo».
«Sí, sí, claro que sí» respondió él, adoptando una rara actitud satisfecha.
«No, no en ese sentido… No sé cómo describirlo. Nada más escucharla hablar, me he sentido como realizado, feliz. ¿Sabes a lo que me refiero?»
«Más o menos… » me respondió Ibi, un tanto perplejo. «Hablas como los adolescentes de esos telefilmes americanos, ¿eh?» añadió él, riendo, como para tomarme el pelo.
«¡Le dijo la sartén al cazo!» rebatí yo. «Pero si sois tú y tus amigos que habláis como esos surfistas americanos de las películas, ¡eh!»
Ambos nos echamos a reír y fingimos liarnos a puñetazos.
«Venga, vamos a comprar otra botella que estás volviéndote un paranoico» añadió él, y me dio una palmada en la espalda.
Ibi era un chico muy sensible y, aunque a menudo hacía de todo por parecer superficial, yo estaba seguro de que sabía a lo me estaba refiriendo.
En casa la música estaba alta. Acababa de cruzar el umbral cuando fui asaltado por un tufo de marihuana que de golpe me llenó las narices y los pulmones, y noté en seguida una chica en bikini que se había puesto a bailar sobre la mesa del salón, justo como las strippers de los clubes nocturnos.
«Cariño, enséñales las tetas a mi amigo» le ordenó Ibi, empujándome hacia ella, y esta se quitó la parte de arriba sin ni siquiera desabrocharse los tirantes, así, sin muchas objeciones. «¿Has visto qué tetas?» observó él, entusiasmado.
El salón estaba lleno de chicos que bebían y reían. En la cocina estaban Françoise y Manuel, dos amigos suyos, también surfistas.
«Chicos, yo estoy con una tía… luego vengo» dijo Manuel, vaciando la botella de cerveza con un par de sorbos.
«Vale, pero no nos hagas esperar como siempre, joder» exclamó Ibi. «¿Cuándo se repetirá otra noche así? El viento es perfecto esta noche, y la luna da bastante luz» le hizo notar Ibi.
«No, no te preocupes, ahí estaré» le aseguró Manuel.
«Hola, ¿qué hacéis?» preguntó Rocío, entrando en la cocina.
«Luego vamos a surfear; ¿tú qué haces, eres de los nuestros?» le preguntó Françoise.
«No, no creo» respondió la chica, con indiferencia. «¿Y él, quién es?» preguntó, indicándome con una mirada que tenía no sé qué de voluptuoso.
«Es un amigo italiano» respondió Ibi.
«Encantado, André» le dije yo, tendiéndole la mano.
«Encantada, Rocío. ¿Eres el que ha llegado esta tarde?»
«Sí, sí… soy yo» le contesté, balbuceando un poco, pues me seguía mirando con lascivia y no me quitaba los ojos de encima.
«Ah, ya. ¿Tú también estás aquí por el surf?»
«No, estoy solo de paso».
«Ibi no me presenta nunca a sus amigos, será que se pone celoso» dijo Rocío , fulminando con la mirada a Ibi, como para provocarlo. Parecía que hubiese habido algo entre ellos, o que la chica quisiese aludir a algún episodio en particular.
«No hace falta que te presente a mis amigos; no eres tímida, al contrario… » dijo Ibi, echándose a reír, y dio un codazo a Manuel, como si hubiese aludido a alguna extraña veleidad de la chica.
«André, vamos a la playa a beber algo, venga» me propuso Rocío.
«Estate atento, André» dijo Manuel, guiñándome el ojo.
«Vamos, ¡qué capullos que sois!» exclamó la guapa surfista.
«Hasta luego, hermano» saludé a Ibi, dejándome llevar de la mano por la joven surfista.
«Ten, coge» me dijo Françoise, mostrándome un porro.
Yo lo cogí y me dirigí con Rocío hacia la salida.
En la playa quedaban pocas personas. Yo y la guapa surfista misteriosa nos sentamos cerca de una fogata. Era una de esas chicas que te hacen sentirte a gusto enseguida: muy simple, espontánea, sonriente, alegre, un poco como yo, solo que yo era un poco más tímido que ella, tardaba más en soltarme.
Charlamos durante una media hora. Después, Rocío, sin esperármelo, me quitó la botella de la mano y me acarició el cabello, mirándome fijamente con los labios abiertos.
«Qué suaves son» dijo ella, y lamí lentamente sus labios con la lengua.
Sabía que habría acabado así. No paraba de pensar en Sarah, pero Rocío era muy atractiva. Los pechos pequeños, firmes, la piel dorada, el físico atlético, la voz sutil y suave, la boca pequeña y carnosa, dos grandes ojos turquesas bajo sus cejas… creo que hubiera sido difícil para cualquiera resistir a sus insinuaciones. Aquella chica parecía estar hecha a posta para dar placer, para perturbar los sueños de los hombres, tenía tal encanto que parecía ser heredado de una antigua estirpe de seductoras.
«Tú también tienes un cabello bonito» le susurré. «Me gustan así, ondulados… parece como si te lo hubieras dejado secar al viento» le dije, mirando sus ojos entornados.
«Sí, así es» dijo ella, sin apartar la mirada de mis labios. «Eres muy observador».
Se acercó para besarme, pero retrocedí un poco, dejando solo un par de centímetros que separaban nuestros labios.
«Si quieres provocarme, lo estás consiguiendo» susurró ella, con la respiración agitada por el deseo.
Con la mano derecha le acaricié el costado, y luego la espalda, que tenía un surco voluptuoso a la altura de sus caderas, y le apreté con fuerza entre mis brazos, besándola intensamente. Su mano se había introducido debajo de mi sudadera y acariciaba la espina dorsal con las uñas, produciéndome escalofríos. Me extendí sobre ella apoyando los antebrazos sobre la arena fresca, y seguí besándola, hasta que se entregó completamente.
Era la primera vez que hacía el amor en la playa. Entonces comprendí por qué los poetas y escritores de todas las épocas se habían aplicado tanto en ensalzar las pasiones consumadas bajo el cielo estrellado.
Los besos esbozados y dados con fervor, lascivos, voluptuosos, reverberaban a lo largo de todas las fibras de nuestros cuerpos, como las ondas que nacen tras el lanzamiento de una piedra en una charca de aguas inmóviles. Podía percibir el mutar de su piel al tacto de mis manos, sus poros encrespándose como la superficie de un lago rozada por una brisa constante. No hacía nada que ella no quisiese o no pidiese con el mudo lenguaje de su cuerpo. Ahora sus manos me pedían inocencia y yo me entregaba a sus caricias, ahora sus labios se estremecían y suspiraban suplicándome poseerla como un fuego que arde y consume la madera más blanda. Y como en una melodía polifónica de dinámica imprevisible, nuestros gemidos se alteraban y se entrelazaban, se comunicaban como dos instrumentos en perfecta sintonía.
Después de que nuestras pasiones se adormilasen, permanecimos unos instantes sin hablar, envueltos en un paño que habían dejado los chicos que habían estado ahí antes que nosotros. Hacía frío, pero esa hora de pasión intensa nos había calentado.
«¿En qué piensas?» me preguntó Rocío.
«En nada» le respondí, y el tono con el que lo hice resultó más brusco de lo que me habría gustado.
«Venga, dímelo. ¿En qué piensas? ¿Hay algún problema?»
«No, para nada. Estaba saboreando... ¿“la plenitud de la vida”? No sabría cómo llamarlo» contesté, distraído.
«Plenitud de la vida... » murmuró ella. «O sea, un momento de felicidad, ¿o qué?» preguntó Rocío, algo perpleja.
«Umm... no exactamente. Sabes, es esa sensación que experimentas cuando dejas que las cosas, simplemente, sucedan, y te parece estar justo en el lugar donde deberías estar, en ese preciso instante, justo en ese momento. Ni más, ni menos» le respondí, casi entre dientes.
«No pensaba gustarte tanto» dijo ella, con una expresión de satisfacción, y me besó en la mejilla.
Como imaginaba, me había malinterpretado. Ella no era la causa de mi euforia, si bien solo en una pequeña parte.



Ya habían pasado dos días. Aquella mañana me desperté tarde debido a la borrachera. Desayuné en la terraza de madera que daba al mar. La casa de Ibi era muy austera, pero, en general, era bonita, acogedora. Estaba amueblada de manera simple; en las paredes había colgados posters de surfistas que cabalgaban olas tan altas como edificios y, en algunas esquinas de la casa, viejas tablas de surf rotas, expuestas como viejas cicatrices o trofeos de guerra. Sobre una mesa había algunas fotografías de cuando vivía en Turquía con su familia y otras de viajes a Tailandia y Australia, así como adornos de madera tallada bruscamente.
El bungaló se erigía en medio de una larga extensión de arena finísima y blanca cual marfil pulido, que se perdía de vista hasta el horizonte, interrumpida solo por rocas u otras formaciones naturales; no había grandes construcciones de cemento o edificios que pudieran oscurecer o embrutecer de alguna manera el paisaje circunstante – como en algunas zonas del mediterráneo -, y el mar era límpido como una piscina. Siempre había soñado con vivir en una casa así, era como vivir en una de esas películas americanas con los hippies. Era el edén andaluz, la meca de los surfistas. «Me encanta estar aquí, hermano» le había dicho a Ibi cuando llegué aquella noche; y él me contestó: «Ya verás, en unos días te gustará aún más, hermano».
Y tenía razón, se estaba realmente bien.
Por la tarde me quedaba sentado en la orilla del mar mirando los chicos que hacían peripecias con el kitesurf.
«¡André, André!» gritaba Alex, un chico alemán que compartía la casa con Ibi. «¡Hay visita!»
Me llamaba desde la terraza.
En casa, Sarah hablaba con Ibi; parecía estar a gusto y se reía a carcajadas. Sentí un poco de celos, pues Ibi hacía bromas una detrás de la otra y me dio la impresión de que estaba intentando ligar. Luego me acerqué a ellos. Noté en seguida que ella se había cambiado el color del cabello, que ahora era negro como el ébano; le favorecía ese tono oscuro, me gustaba todavía más. En los días anteriores no había hecho otra cosa que pensar en ella; precisamente yo, que nunca quise creer en el destino y que siempre lo había etiquetado como una de los inventos más feos del ser humano, esta vez había interpretado aquel encuentro como una señal del destino.
De todas formas, independientemente del motivo de mi encuentro con Sarah, sentía ya que le amaba, y habrá sido quizás por esa razón por lo que me calentaba los sesos desde que la conocí.
Salimos fuera para hablar y estar un poco a solas. Estaba más que contento de verla y también ella lo estaba. Nos sentamos casi a orillas del mar, con el viento que golpeaba con dulzura nuestros rostros, y los pies en la arena fresca. Las olas sacudían la playa, incesantemente; caían en frente de nosotros, como postrándose en una lacónica reverencia y luego, como súbditos entregados, bajaban al mar, desapareciendo bajo la espuma blanquecina.
«Te queda bien ese color» observé, mientras le acariciaba el cabello.
«Me alegro» dijo ella, enrojeciéndose un poco. «Es mi color natural».
Nunca había visto unos ojos tan profundos y sinceros como los suyos, me moría de ganas de besarla. Era como si los labios de mi alma se proyectasen hacia los suyos, mientras yo, con mi cuerpo material, permanecía inmóvil y hablaba casi por inercia, empujado por el deseo de darle una buena impresión. Lo sé, esto puede parecer hipócrita, y quizás lo sea; pero, a veces, el miedo de perder a una persona a causa de algo que quisieras decir o hacer, te hace actuar de ese modo: quisieras hacer una cosa y haces otra, a menudo completamente opuesta a la primera. Sobre todo cuando se trata de la relación entre un hombre y una mujer. Debe haber sido así también hace tres mil años.
«Toma, es para ti» me dijo Sarah, tendiéndome un paquete; envuelto en papel pintado a mano y una sutil cinta blanca y azul. «Quería habértelo dado hace unos días, en mi casa… pero, por desgracia, tenía otras cosas en la cabeza y se me olvidó. Pero ahora ábrelo».
Sonrió, más aún con los ojos, que brillaban como el resplandor de las estrellas en una noche calma y límpida.
«Vale, vale. Lo abro en seguida» le tranquilicé, intentando quitar el envoltorio sin estropearlo; y me fue difícil, pues el papel era muy delicado y estaba tardando una vida en abrirlo. «No te creas que no tengo ganas de ver de lo que se trata, ¡estoy más impaciente que un niño a media noche el 24 de diciembre!»
Finalmente conseguí desenvolver el paquete y lo abrí.
El pequeño colgante de ébano estaba pegado a un sutil collar, también negro, hecho de una maraña de hilos sutilísimos, casi minúsculos, enrollados con cuidado hasta formar una especie de cuerda muy compacta, parecida a un collar, precisamente. En el interior de este colgante, de forma plana y circular, había grabados tres círculos equidistantes entre ellos, y en cada uno de ellos estaban grabadas, con mucha precisión, lo que parecían ser pequeñas letras árabes o sánscritas, como formando otros dos círculos.
«Es muy bonito, de verdad. Lo llevaré siempre conmigo. Tiene que ser muy antiguo, ¿verdad?» observé, examinando todavía aquel enigmático colgante.
«Sí, lo es. Era de mi padre que, a su vez, lo obtuvo de un viejo maestro sufi que vivía en Damasco, hace muchos años. Después mi padre me lo dio a mí, y yo, ahora, te lo regalo a ti» me explicó ella, y en su rostro apareció una sonrisa tan luminosa que parecía provenir de un destello espontáneo de su corazón, más que de la curva prominente de sus labios.
«No sé qué decir. Gracias, no tengo palabras».
La besé en la mejilla y le acaricié delicadamente la cara.
«Ven, yo también tengo algo para ti» le dije y, cogiéndola de la mano, la conduje a la habitación donde me alojaba. «Si hubiera sabido que venías, lo habría envuelto yo también» añadí, para así ocultar un poco la vergüenza de mi falta. «Esto es para ti, Sarah».
Abrí el cajón de la mesilla y le di la caja que había encontrado, por casualidad, en mi maleta.
«Gracias. Es muy bonita. ¿Qué es? Parece un pequeño joyero... ».
«Sí, algo así. No sé qué es exactamente, pero el grabado que hay en la parte superior es la cruz ansada, un símbolo que usaban los antiguos egipcios para simbolizar la vida eterna. O, al menos, esto es lo que dicen, no se sabe aún el verdadero significado de este símbolo».
Me besó en la mejilla y luego me cogió la mano, apretando mis dedos con los suyos, y percibí un escalofrío que atravesaba ambas manos.
No te escondo, querido Lector, que en aquel momento, cuando me estrechó la mano, no tuve más dudas: fue un flechazo para los dos.
Fuimos con los otros que estaban ya en la terraza, algunos asando pescado a la brasa y otros contando historias de surf y viajes pasados en lugares perdidos en los confines del mundo. Sobre la mesa había fruta tropical, baguettes, jamón serrano y cervezas de litro.
«Siéntate aquí, André» me dijo Ibi, que estaba preparando la mesa.
Éramos alrededor de veinte personas, de todas las nacionalidades. Había una atmósfera agradable, algo que iba más allá de la simple cordialidad.
«Sarah, ven aquí en medio, así nos cuentas cómo conociste a André» le dijo Yasmine, una chica de origen polinesio que estaba sentada junto con otras chicas, de las cuales una italiana llamada Alessandra.
El sol estaba por caer y, al horizonte, el cielo se tiñó de rojo. El sol resplandeció sobre la casa, la playa, el mar, sobre nuestros rostros. De repente, todos los allí presentes dejaron sus sitios y guardaron silencio, casi como si lo hubieran preestablecido horas antes. Tuve la sensación de que era algo que hacían habitualmente, como una especie de ritual.

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