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El Fantasma De Margaret Houg
Elton Varfi
TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE
Delia Sanz Nieto
Londres, en nuestra época. La mujer de un banquero poderoso y muy conocido fallece, pero, un año después de su muerte, los hijos de la mujer afirman haber visto su fantasma vagando por la villa. ¿Es la realidad? ¿Es una pesadilla? ¿Hay algo turbio en el asunto?



Elton Varfi
ISBN: 9788873040972
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tabla de contenidos

1  I (#u3aec13f0-2c79-5e8d-be6d-8e56625eee19)
2  II (#u42c5d478-1077-5c23-bbea-8b8e84c8ff60)
3  III (#u09dd24e2-5828-5496-8ed3-62143c5bb320)
4  IV (#litres_trial_promo)
5  V (#litres_trial_promo)
6  VI (#litres_trial_promo)
7  VII (#litres_trial_promo)
8  VIII (#litres_trial_promo)
9  IX (#litres_trial_promo)
10  X (#litres_trial_promo)
11  XI (#litres_trial_promo)
12  XII (#litres_trial_promo)
13  XIII (#litres_trial_promo)
14  XIV (#litres_trial_promo)
15  XV (#litres_trial_promo)
16  XVI (#litres_trial_promo)
17  XVII (#litres_trial_promo)


© 2012 - 2017 Elton Varfi
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra. Las solicitudes de publicación y/o uso de esta obra o parte de ella, en un contexto que no sea exclusivamente la lectura privada, deben ser enviadas a:
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Título original:
Il fantasma di Margaret Houg ©

Traducción de Delia Nieto Sanz

I


Esa mañana Ernest se despertó ya cansado y no quería responder al teléfono, que sonaba con insistencia. Al final se levantó y cogió el auricular. Del otro lado del auricular le llegó la voz de su amigo Roni, que sonaba más rara que habitualmente.
Ese día parecía que su amigo había arrancado quemando rueda, y Ernest no tuvo siquiera tiempo de decir «¿dígame?» antes de verse arrastrado por una avalancha de preguntas.
—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Cómo es que no sé nada de ti desde hace una semana? ¡Ni siquiera respondes al teléfono! ¡Se ve que ya no necesitas dinero! ¿Has ganado la lotería?
—No, Roni, no he ganado ninguna lotería y, la verdad, un poco de dinero me vendría bien, pero no sé qué podéis tener en común el dinero y tú —le respondió Ernest con ironía.
—¡Qué buen amigo eres! Yo estoy siempre ayudándote ¿y tú me tratas así?
—¿Qué? —respondió Ernest, que no entendía lo que quería decir su amigo.
—Dentro de media hora estoy en tu casa y te explico todo —dijo Roni, justo antes de colgar.
Ernest se quedó allí, con el teléfono en la mano y una sonrisa en los labios que denotaba la perplejidad por el extraño comportamiento de su amigo. En efecto, le gustaba ver que Roni era su mejor, y, quizá, único amigo, pero la noche anterior había bebido más de la cuenta y estaba hecho polvo, así que decidió darse una ducha.
Extrañamente, se puso de buen humor, aunque no sabía bien por qué. Quizá había sido la ducha, larga y relajante, o quizá la inmediata visita de Roni, que siempre conseguía hacerle sentirse bien. Era el único que había permanecido cerca en los momentos difíciles, animándolo y apoyándolo en sus decisiones. Había estado a su lado cuando había abandonado el equipo de homicidios de Scotland Yard, y cuando Luisa lo había dejado. Ernest no sabía qué habría hecho sin Roni.
Mientras estos pensamientos circulaban por su mente, alguien llamó a la puerta. Era Roni.
—Veo que estás en forma —dijo Ernest a su amigo, el cual, en cuanto vio la expresión de Ernest, comprendió que algo no iba bien.
—Ayer tuviste una noche difícil, ¿verdad? Y no me digas que no, porque te conozco bien. No me puedes engañar —concluyó Roni. Ernest asintió y Roni continuó—: Me apuesto lo que sea a que has visto a Luisa, ¿o me equivoco?
Ernest, que no se esperaba otra cosa, respondió:
—Sí, la vi por casualidad ayer por la noche y me comporté como un auténtico idiota. No pude decirle ni una palabra, simplemente la saludé y ella se marchó. Más tarde la llamé para invitarla a cenar.
—¿Y? —preguntó Roni, seguro de que la respuesta no sería positiva, visto el estado de su amigo.
—Bueno ..., ni siquiera respondió a mi llamada.
—¿Y qué? ¿Cuál es el problema? Si no está en casa no puede responder. No puedes dejar que una cosa así te destruya.
—No intentes consolarme, Roni, es inútil. Está claro que se acabó para siempre. Pero lo que más rabia me da es que todavía no he comprendido qué la hizo marcharse. Pensaba que al dejar mi trabajo como detective podríamos habernos reencontrado, pero en lugar de eso, me dejó.
Tras el desahogo de Ernest permanecieron en silencio durante unos minutos. Después Roni se levantó y le preguntó:
—A propósito, ¿sigues siendo investigador privado o lo has dejado? —y, sin esperar la respuesta de su amigo, continuó—: Tengo un trabajo para ti.
—¿De qué se trata? —preguntó Ernest.
—No lo sé exactamente, pero trabajarías para una persona muy importante.
—¿Y quién sería esta persona importante? —preguntó Ernest, que sentía una gran curiosidad por la oferta.
—James Houg.
Un silbido de aprobación salió de los labios de Ernest.
—¿El banquero? —preguntó.
—El mismo. Venga, ¿qué dices?
—Dime una cosa, Roni, ¿cómo es que conoces a Houg?
—Es un apasionado de las antigüedades, y viene a mi tienda a menudo —dijo Roni—. Por eso nos conocemos. Últimamente tiene un problema y necesita ayuda para resolverlo. Le he hablado de ti y me ha dicho que eres el hombre justo para su caso.
—Pero, ¿no me acabas de decir que no sabes de qué se trata? —preguntó Ernest, mirando a su amigo a los ojos.
—Sí... sí... no sé nada, pero un poco de publicidad nunca hace daño, y tú eres bueno y yo solo he dicho la verdad. Te digo otra cosa: si decides aceptar la propuesta de Houg, ganarás un montón de dinero.
—Escucha, Roni, me parece que sabes mucho más de lo que dices, querido amigo, y, francamente, no entiendo por qué no quieres decirme la verdad. En todo caso, en este momento me apetece trabajar, y, sobre todo, necesito dinero, así que estoy dispuesto a hablar con Houg y saber en qué consiste ese trabajo.
—¿Entonces aceptas? —preguntó Roni, casi gritando de la alegría—. No te preocupes, yo hablaré con Houg para organizar un encuentro; tú, por tu parte, intenta recuperar la forma y mejorar tu aspecto.
—Eso va a ser muy difícil, visto lo poco generosa que la madre naturaleza ha sido conmigo —respondió Ernest, riendo.
—Me alegro de que tengas ganas de bromear, Ernest. Yo tengo que irme ahora mismo; tengo muchas cosas que hacer —dijo Roni, y, después de despedirse de su amigo, salió.
Ernest se quedó solo de nuevo, pero Roni le había contagiado su optimismo de tal forma que empezó a barajar la posibilidad de llamar a Luisa para invitarla a cenar.
Después de darle muchas vueltas la llamó, pero Luisa no respondió y Ernest se acordó de que trabajaba a esas horas. No sabía qué hacer, pero como tenía ocupar todo el día de alguna manera, decidió ir a verla a la tienda en la que trabajaba. Por el camino iba dándole vueltas a cómo podría tomarse ella su invitación, ya que últimamente había decidido evitarlo. Pero luego pensó que no tenía nada que temer, ya que habían estado casados más de dos años.
Distraído por sus pensamientos no se dio cuenta siquiera de que había llegado a su destino. Permaneció fuera un rato, hasta que se armó de valor y entró.
La vio enseguida, estaba allí, más guapa que nunca, y Ernest comprendió que la amaba como nunca había amado a ninguna otra mujer en toda su vida. Podría quedarse allí parado durante horas, mirándola, sin cansarse. Por un momento habría querido dar media vuelta y olvidarlo todo, pero después recuperó su valentía y se acercó.
—Hola, Luisa —le dijo.
Luisa parecía contenta de verlo y esto le hizo sentirse bien.
—Hola Ernest, qué sorpresa; ¿cómo es que estás por aquí? —preguntó.
—Quería disculparme por ayer.
—¿Disculparte? ¿Y por qué? —preguntó Luisa, que, realmente, no entendía nada.
—Bueno..., ayer quería invitarte a cenar y no lo hice, así que querría solucionarlo hoy. ¿Qué te parece?
—Tenía miedo de que fuera algo mucho más grave —respondió Luisa, tranquilizada con la respuesta de Ernest—. Desgraciadamente, esta noche no puede ser, porque ya tengo algo previsto con una amiga. Lo siento de veras, otra vez será —concluyó Luisa, pero Ernest no tenía ninguna intención de aceptar una respuesta así.
—Entonces lo organizamos para mañana —insistió—, tú elijes el restaurante, por mí no...
—Tampoco puedo mañana —le interrumpió ella—, ya tengo algo previsto, pero te prometo que en cuanto pueda te llamaré para que pasemos una velada juntos.
—De acuerdo, no pasa nada. Quería poder disfrutar de tu compañía. Eso es todo. Esperaré tu llamada —dijo Ernest, intentando parecer tranquilo, aunque en realidad se sentía como un gusano pisoteado.
—Bueno... —dijo Luisa—, no quería desilusionarte, pero...
—No es ninguna desilusión, te lo aseguro —la interrumpió Ernest—. Ahora es mejor que me vaya. Tienes que trabajar. Hasta pronto.
Ernest estaba seguro de que Luisa no tenía ningún compromiso como decía, pero no podía comprender la razón por la que no quería salir con él. Sin pensárselo dos veces se paró delante de un bar, entró y se ventiló unas cuantas cervezas.




II


Habían pasado tres días durante los cuales no había tenido noticias de Roni. Ernest estaba confuso; no se acordaba de cuántos litros de cerveza había bebido, pero seguro que eran muchos, porque se sentía fatal. Estaba sentado, sus ojos miraban al vacío y no tenía ganas de hacer nada, no quería ni siquiera moverse y, de hecho, permaneció inmóvil cuando se abrió la puerta y entró Roni.
—¡Pero qué es esto! ¡No había visto nunca tantas botellas de cerveza vacías en una sola habitación! —exclamó Roni, impresionado por la escena que tenía ante sus ojos.
—¡Finalmente aparece mi amigo Roni! ¿Dónde demonios has estado durante todo este tiempo? —preguntó Ernest, mientras intentaba poner un poco de orden en el caos en el que se encontraba.
—Tenía cosas que hacer, pero veo que tú tampoco has perdido el tiempo y has estado buscando un sentido a tu vida.
—Por favor, Roni, estoy suficientemente avergonzado como para tener que oír tus estúpidos comentarios. En estos tres días he estado solo como un perro y he pensado...
—Has pensado que tenías que beber hasta perder el sentido —le interrumpió Roni, y, sin dejarle tiempo para responder, continuó—: En cualquier caso no estoy aquí para juzgarte, sino para decirte que tenemos que ir a ver a Houg en menos de dos horas. Ahora levántate y, lo primero de todo, aféitate y date una ducha. ¿Vale?
Ernest obedeció sin decir nada.
Mientras estaba en la ducha oía los reproches de Roni.
—Y mira que te había dicho que mejoraras tu aspecto. Cuando te he visto me has parecido un zombi, y me has dado una impresión horrible. Menos mal que yo te conozco, porque, si te hubiera visto un desconocido, habría pensado que acababas de escaparte de un manicomio.
Ernest se vestía lentamente y en silencio, sin dar ninguna importancia a lo que decía Roni, porque no tenía ganas de discutir con él. Cuando acabó de vestirse le dijo simplemente que estaba listo. Roni parecía más tranquilo; se comportaba así porque se preocupaba por su amigo y no le gustaba verlo en ese estado.
Salieron los dos en silencio y solo cuando entraron en el coche Roni dijo:
—Houg vive fuera de la ciudad, en la mansión de su familia en las colinas. Te lo ruego, Ernest, escúchale bien y luego decidirás si aceptas o no.
—No te preocupes, no te haré quedar mal. Escucharé atentamente a tu amigo Houg y luego veremos qué pasa.
Había algo de ironía en las palabras de Ernest y Roni comprendió que era mejor no decir nada más, al menos hasta llegar a casa de Houg.
Ernest había intentado imaginar cómo podría ser la casa de un millonario, pero en cuanto vio la mansión se quedó maravillado. Esa casa parecía un castillo, rodeado por un prado perfectamente cuidado. Ernest se dio cuenta de que Roni no estaba sorprendido, por lo que dedujo que había estado allí varias veces. Atravesaron la verja, que estaba abierta, y continuaron hasta la casa. Desde la entrada hasta la casa había una distancia de unos quinientos metros, y los dos amigos caminaron por un camino estrecho que era lo único asfaltado en medio de todo ese verdor. Cuando llegaron a la puerta Roni llamó al timbre y alguien abrió. Apareció una mujer que, a juzgar por cómo estaba vestida, debía ser la sirvienta.
En cuanto vio a Roni, la mujer exclamó:
—Buenos días, señor Ewin, entren por favor, voy a avisar inmediatamente al señor Houg.
—Veo que se te conoce aquí —dijo Ernest a su amigo en cuanto entraron.
—Sí, últimamente he venido a menudo —respondió Roni.
Entraron, y Ernest seguía impresionándose más y más por la belleza de aquella casa. Su atención se centró en un enorme cuadro colgado en una de las paredes que representaba a una mujer bellísima con pelo negro y largo; llevaba un vestido blanco y tenía una rosa roja en las manos, pero lo que más le sorprendía era su mirada, tan intensa y penetrante que no podía dejar de mirar la obra.
—Es el retrato de mi difunta esposa —dijo una voz a su espalda.
Ernest se giró y vio a un hombre alto, con pelo y barba blancos, vestido con mucha elegancia.
—Permítame que me presente: James Houg. Usted debe ser el señor Devon, si no me equivoco.
—Por favor, llámeme Ernest —respondió el investigador.
—Muy bien. Entonces, Ernest, es un placer conocerlo —dijo Houg, y le dio la mano.
Para Ernest era una situación embarazosa y solo consiguió balbucear algo así como «placer mío». Houg se giró hacia Roni y le dijo:
—Aquí está mi querido y buen amigo Roni. Veo que está en forma.
—Sí, afortunadamente estoy bastante bien, gracias. Como puede ver, he mantenido mi promesa y he traído a Ernest. Estoy seguro de que será de enorme ayuda para usted.
—Yo también lo espero, sinceramente —dijo Houg—. ¿Les puedo ofrecer algo de beber?
—Para mí nada, gracias —respondió Ernest, que todavía estaba de pie apreciando esa casa tan extraordinaria.
Houg cogió una botella y llenó dos vasos, uno para Roni y otro para él. Solo después se dio cuenta de que Ernest todavía estaba de pie, y lo invitó a sentarse.
—Por favor, siéntese. Necesito hablar con usted.
—Para eso he venido —dijo Ernest, que sentía mucha curiosidad por saber de qué se trataba.
—Bueno... es una situación un poco extraña, la verdad, pero, más que nada, es peligrosa para mi hijo —comenzó Houg, y, después de beber un sorbo del vaso que tenía en las manos, continuó—: Hace casi un mes, exactamente la noche del trece de octubre pasado, mi hijo fue ingresado de urgencia en el hospital, en un estado catatónico. No dijo ni una palabra durante varias semanas. Hasta hace algunos días. La primera persona con la que habló después de lo sucedido fui yo, y cuando supe el motivo por el que mi hijo había quedado en ese estado me quedé estupefacto. En fin... parece ser que hay un fantasma.
—¡¿Un fantasma?! —exclamó Ernest, que no podía creer lo que oía.
—Veo que nuestro amigo no le ha dicho nada al respecto —infirió Houg, dirigiéndose a Ernest, que seguía estando incrédulo por lo que acababa de oír.
—No, efectivamente Roni no me ha dicho absolutamente nada —replicó Ernest, confirmado la suposición de Houg.
—Si no he dicho nada es para evitar que empiecen a circular rumores otra vez, visto lo que sucedió hace un año —dijo Roni, mirando a Houg a los ojos.
—Sí, pero no veo el motivo por el que Ernest, que es tu mejor amigo y, además, el hombre que puede ayudarnos, no deba saberlo —rebatió Houg con un tono de reproche.
—Para ser sinceros, no veo cómo podría ayudarle —intervino Ernest, que no conseguía entender qué pintaba en esa historia.
Houg permaneció por un rato en silencio; después, dirigiéndose a Ernest, dijo:
—Usted me puede ayudar porque soy una persona muy racional y no creo en fantasmas, así que, o la imaginación le ha gastado una broma pesada a mi hijo, y le ha hecho creer que ha visto el fantasma de su madre, o hay algo que desconocemos. En todo caso, pienso que hay una explicación lógica para todo esto, y me gustaría que usted descubriese cuál es.
—Entonces, ¿su hijo dice haber visto el fantasma de su madre? —preguntó Ernest, impresionado por esa frase dicha sin tomar aliento.
—Sí, así es. Le ruego me excuse por no haberlo dicho antes, casi lo había olvidado —replicó Houg.
—Y, sin embargo, no debería poder olvidar tan fácilmente que se trata del fantasma de su mujer —remarcó el investigador con tono provocador, e instintivamente sus ojos volvieron al cuadro que representaba la mujer de Houg.
Hubo un momento de silencio, y el banquero bajó los ojos, aunque era Ernest, que parecía muy seguro de sí mismo, quien sentía en el fondo un gran malestar frente a aquel hombre tan imponente que incluso cuando hablaba de fantasmas parecía que hablase de la cosa más natural del mundo.
—Tiene razón, pero es que esta historia me incomoda y no veo la hora en que usted acepte mi propuesta y resuelva el misterio —dijo Houg, como para justificar su incomodidad y su comportamiento extraño.
—En primer lugar, no he recibido todavía ninguna oferta y, en segundo lugar, no creo poder resolver todo como si tuviera una varita mágica —respondió Ernest.
—Si aceptara mi propuesta, usted mismo pondría el precio; eso no es ningún problema para mí. Espero sinceramente que usted acepte, porque tanto su amigo como yo confiamos plenamente en usted —concluyó Houg.
Ernest estaba a punto de responder cuando entró una muchacha en el salón. A juzgar por su uniforme debía ser una camarera. Era una muchacha muy guapa, con el pelo rubio y corto. En cuanto vio a los dos hombres que estaban hablando con Houg dio un paso hacia atrás, casi asustada.
—Dime, Rebecca, ¿qué sucede? —preguntó Houg.
—Oh... perdónenme. Pensaba que estaría usted solo. Dejo de molestarles inmediatamente —dijo la muchacha, y salió de la estancia rápidamente.
—Es la niñera; fue ella quien encontró a mi hijo en el estado del que le hablé antes —dijo Houg—. El resto de la información se la daré solo en caso de que acepte mi propuesta.
—En ese caso, le haré saber —respondió Ernest, e hizo un gesto a Roni para señalar que la visita había acabado.
—Espero tener noticias suyas sin tardar —dijo Houg mientras les acompañaba a la puerta.
Ernest hizo un gesto con la cabeza para asentir, y salió, yendo directamente hacia el coche. Por el contrario, Roni se quedó atrás, hablando con Houg.
—Todo esto es un poco extraño —comentó Ernest en cuanto Roni se reunió con él.
—¿El qué? —preguntó Roni.
—Todo. La historia del fantasma, Houg que quiere contratarme para resolver el problema. ¿No te parece extraño a ti también?
—No, personalmente no veo nada raro. Solo espero que no estés molesto conmigo por no haberte dicho nada —respondió Roni.
—Hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo es que una persona con la influencia y el poder de Houg me quiere contratar justamente a mí para resolver este caso? Si lo quisiera, podría tener un ejército de investigadores, por no hablar de que podría contar con la total disponibilidad de Scotland Yard. ¿Por qué solo un hombre? ¿Por qué? —se volvió a preguntar Ernest, hablando consigo mismo, a pesar de lo cual Roni sintió que tenía que responder:
—Tus preguntas son muy razonables, pero si has prestado atención te habrás dado cuenta de que tuvo una experiencia muy desagradable hace un año, cuando murió su mujer. La mayor parte de la prensa trató el tema durante mucho tiempo, y algunos periódicos publicaron incluso que la culpa de su muerte era justamente suya, de Houg.
—¿En qué sentido podía ser culpa de Houg? —preguntó Ernest con curiosidad.
—Bueno..., es difícil de entender. Solo sé que su mujer pasó los últimos meses de su vida en un hospital psiquiátrico porque sufría una depresión profunda. Parece ser que se volvió violenta y peligrosa y no podía seguir viviendo con ellos en la casa. La versión oficial de su fallecimiento es que murió como consecuencia de una fuerte crisis de nervios que le provocó un paro cardíaco. En algunos artículos se decía que se trataba de un suicidio y que Houg la había ayudado.
—En otras palabras, un homicidio —le interrumpió Ernest, que después preguntó—: ¿Y cuál habría sido el motivo?
—Nadie lo sabe. Alguien escribió que tener una mujer en un estado así podría haber sido un motivo de vergüenza, al ser un hombre tan conocido.
—A mí no me convence. ¿Cómo puede un hombre querer matar a su mujer solo porque le puede causar situaciones embarazosas? —murmuró Ernest sacudiendo la cabeza.
—Bueno, eso es lo que se estuvo rumoreando. Un poco más tarde no se habló más del caso y Houg, por su parte, declaró que iba a querellarse contra todos los periodistas que habían insinuado ese tipo de cosas. Además, todo el mundo sabía que él amaba a su mujer.
—Esto también es muy extraño —dijo Ernest, y continuó—: ¿Por qué dijeron los periódicos que se trataba de un simulacro de suicidio?
—No lo sé —dijo Roni.
—¿Es posible que una crisis de nervios pueda provocar un infarto?
—No lo sé, Ernest, para eso es mejor que hables con un médico, yo no puedo decirte nada. ¿Por qué te interesa tanto esta historia? —preguntó Roni, que no entendía a dónde quería llegar su amigo.
—Nuestro señor Houg es un hombre lleno de enigmas, ¿no te parece? —consideró Ernest.
—Solo es un hombre rico, y como todos los hombres ricos, es muy envidiado y, sobre todo, objetivo prioritario de todo tipo de ataques. Naturalmente, puede hacer cometido errores, pero sostener que sea un asesino me parece un poco exagerado —replicó Roni.
—Pero ¿por qué los periódicos escribieron que se había simulado un suicidio? ¿Qué sentido tiene esto? Si el motivo de la muerte fue un infarto, ¿por qué razón habría que hacer que pareciera un suicidio? —preguntó de nuevo Ernest, demostrando no dar ninguna importancia a las palabras de Roni.
Este se estaba poniendo nervioso por la obsesión de su amigo. Para Roni la historia de cómo había muerto la mujer de Houg era agua pasada. Quería cambiar de tema, pero sabía que con Ernest eso era muy difícil. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja no abandonaba nunca.
—Es muy extraño, ¿no te parece? Realmente extraño. Si lo piensas bien, la versión oficial no tiene sentido..., o sea..., en el certificado de defunción de la señora Houg supongo que estará escrito que falleció como consecuencia de un infarto, pero alguien escribió que habían simulado un suicidio. Sigo preguntándome por qué —continuaba Ernest, que parecía que esperase una respuesta de Roni.
—Por favor, Ernest, ¡deja de repetir cien veces lo mismo! Esta historia ya está cerrada y no tiene ninguna importancia y además solo eran rumores, ¡y no hay nada más que hablar! —exclamó Roni, y, para cambiar de tema, preguntó—: ¿Has visto qué niñera más guapa tiene el señor Houg?
—Sí, es realmente una chica muy guapa. Cuando la he visto me ha parecido que la conocía; a lo mejor la he visto en algún sitio y no me acuerdo dónde.
—A mí también me dio esa impresión cuando la vi la primera vez. Pero es porque tiene una cara muy común —dijo Roni, contento de que la conversación discurriese por otros derroteros.
Sin embargo, no había calculado bien la capacidad de Ernest de aferrarse a un tema hasta que no había entendido todo.
—Tú sabes qué periódicos escribieron sobre Houg y la muerte de su mujer, ¿verdad?
—Casi todos. Ahora no recuerdo bien cuáles, porque hace ya más de un año. Dime la verdad, Ernest, ¿por qué estás haciendo todas estas preguntas? ¿Por qué te interesa tanto cómo murió Margaret Houg? —preguntó Roni a su amigo.
—Porque voy a tener que tratar con su fantasma, y creo que sería mejor saber cómo murió, ¿no te parece? —respondió el detective, mirando a su amigo a los ojos.
—¿Estás diciendo que aceptas la propuesta? —preguntó Roni, esperanzado.
—Exacto. ¿Cómo podría rechazar una propuesta así? Ni siquiera tendré que esforzarme mucho, visto que Houg me ha dado ya dos pistas.
—¿Qué pistas? —preguntó de nuevo Roni.
—Una: habrá una explicación lógica. Dos: todo podría estar causado por la imaginación del hijo... —respondió Ernest, que parecía un poco nervioso.
—¿Me equivoco, o no te gusta mucho el señor Houg?
—Más que nada, no me parece muy honesto —respondió de nuevo Ernest, y continuó—: No lo conozco, pero creo que no está diciendo toda la verdad y no soporto su manera arrogante de hablar.
—A mí me ha parecido muy educado —comentó Roni.
—A lo mejor. Pero no me ha gustado nada su intento de condicionarme, diciéndome que a lo mejor todo era fruto de la imaginación del hijo.
—No creo que Houg quisiera condicionarte. Solo está preocupado por la situación y ha querido darte su opinión al respecto. No veo nada malo en esto. ¿Cuándo piensas comunicarle tu decisión a Houg?
—Lo antes posible; aunque la historia que nos ha contado Houg no me convence mucho.
—Si necesitas ayuda, basta con que me lo pidas y estaré feliz de dártela —dijo Roni, pero Ernest estaba pensando y parecía que no lo había escuchado en absoluto—. Vale, lo he pillado, ya no hablo más —volvió a decir Roni, y se quedó en silencio.
En el mismo instante sonó el teléfono y James Houg descolgó.
—¿Entonces? —preguntó una voz desde el otro lado.
—Creo que podremos hacerlo. Te daré una respuesta muy pronto —dijo Houg.
—Muy bien, señor Houg, veo que empieza a comprender —replicó su interlocutor, que colgó bruscamente.
Houg permaneció con el teléfono en la mano por unos minutos, después colgó y salió del estudio.




III


Luisa no podía comprender qué la había empujado a llamar a Ernest e invitarlo a cenara su casa. Ya era demasiado tarde para cambiar las cosas; él iba a llegar en unos minutos. Estaba segura de que durante la cena la conversación iba a tomar una dirección que no le iba a gustar en absoluto. Ernest iba a hacer preguntas legítimas, para cuya respuesta ella no estaba preparada, y eso iba a volver a hacerle daño otra vez. Se sentía estúpida, pero lo que peor le hacía sentirse era que ya no podía hacer nada; solo esperar los efectos colaterales de su brillante idea. Estaba pensando estas cosas cuando sonó el timbre.
Luisa fue a abrir y se sintió terriblemente culpable cuando vio a Ernest con un gran ramo de rosas en una mano y una botella de vino en la otra.
—Las rosas son todas para ti, pero el vino es para mí —dijo Ernest, que se sentía el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.
—Son preciosas, pero no tenías que haberte molestado.
—¡Pero qué molestia! Has asumido el difícil desafío de alimentarme esta noche, y esto es lo mínimo que podía hacer para corresponder —respondió Ernest sonriendo.
Luisa permaneció inmóvil delante de la puerta, cogió las rosas pero no supo qué decir. Ernest, que no había perdido el uso de la palabra, preguntó:
—¿No sería mejor entrar, ahora?
—Por supuesto, perdona. Pasa, por favor —dijo Luisa, liberando la entrada.
—Me gusta tu casa, realmente, muy bonita —dijo Ernest en cuanto entró, pero no recibió respuesta—. Supongo que estás a gusto en este apartamento —continuó entonces.
—Sí, a decir verdad me siento muy bien —respondió Luisa, colocando las flores en un jarrón—. Está muy bien, la verdad. Estoy pensando casi en mudarme aquí. ¿Qué te parece? ¿Te gusta la idea?
—No me parece una buena idea que... —Ernest interrumpió la frase—. Dime la verdad: no estás nada contenta de haberme invitado, ¿o me equivoco?
—No, no. Es que me resulta extraño estar cenando contigo otra vez después de todo este tiempo —dijo Luisa, intentando sonreír.
—Han pasado solo diez meses, tampoco es tanto tiempo —murmuró él—. Pero aprecio mucho tu invitación y no veo nada raro en que cenemos juntos. Para mí es lo más normal del mundo y no...
—¿Desde cuándo te has vuelto tan parlanchín? —lo interrumpió Luisa, sonriendo sinceramente.
—¡Qué ven mis ojos! Luisa está sonriendo, no me lo puedo creer —dijo Ernest, bromeando.
Quizá no se podía hablar de sonrisa propiamente dicho, pero, ciertamente, estaba más relajada. Ernest se acercó y la abrazó para mostrar su aprobación.
—Entonces, ¿todo bien? —siguió él—. Ves, no hace falta tanto para sentirse mejor.
—Felicidades, te has vuelto un parlanchín con un agudo sentido del humor. No me lo habría esperado de ti.
—Lo sé. Desgraciadamente tienes una idea equivocada de mí, qué le voy a hacer.
»¿Qué es este olor delicioso que viene de la cocina?
—Lo verás dentro de poco —respondió Luisa.
—Eres una cocinera muy buena. Me has cocinado cosas riquísimas; todavía hoy echo de menos tus empanadillas de carne...
—¿Cómo va el trabajo? —interrumpió Luisa, para cambiar de tema—. Ahora eres investigador privado, ¿verdad?
—Sí, aunque, a decir verdad, no he tenido mucho trabajo. Aunque hace muy poco recibí una propuesta seria.
—¿De qué se trata? Si no es indiscreción... —preguntó Luisa.
—Tengo que atrapar a... una mujer.
—¿Algún marido celoso te ha puesto a vigilar a su mujer? —supuso Luisa, sonriendo—. No consigo imaginarte como un mirón.
—No, te equivocas, no se trata de eso. Sería más fácil. Es mucho más complicado de lo que parece. Desgraciadamente no puedo decir nada más.
—Entiendo, secreto profesional. Ya no te hago más preguntas. Ahora es mejor que cenemos, creo que la cena está ya lista —dijo Luisa, y fue a la cocina.
Ernest se acercó a la mesa y justo cuando iba a sentarse sonó el teléfono. Luisa salió de la habitación y respondió:
—¿Dígame? Sí, está aquí. Te lo paso.
»Es para ti —dijo a Ernest, que se levantó sorprendido y con curiosidad por saber quién lo estaba buscando.
El estupor creció cuando oyó la voz de Roni desde el otro lado del teléfono.
—¿Qué quieres, Roni? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—Sé que no es el mejor momento para molestarte, pero ha vuelto a suceder.
—¿El qué?
—El fantasma ha aparecido de nuevo y el señor Houg nos está esperando.
—Me importan un bledo el fantasma, el señor Houg e incluso tú, Roni. Todavía no he comido y no tengo ninguna intención de moverme de aquí. ¿Está claro? —respondió Ernest, que estaba realmente enfadado. Pero Roni no tenía ninguna intención de abandonar.
—Sé que me vas a odiar a muerte, pero estaré en casa de Luisa en diez minutos para recogerte e ir a casa del señor Houg.
Ernest no daba crédito a lo que oía. Finalmente había conseguido estar a solas con Luisa y Roni estaba dispuesto a arruinar todo por ese maldito fantasma, que había encontrado la tarde más apropiada para hacer su aparición.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Luisa.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
—Desgraciadamente, sí —respondió Ernest—. Roni viene para acá y tengo que marcharme con él.
—¡Lo siento muchísimo! —dijo Luisa.
—Yo lo siento más. El destino está contra nosotros. Parece que no podemos estar los dos tranquilamente, ¿eh?
Luisa no sabía qué decir. Miró a Ernest y, por la expresión de su cara, comprendió que estaba realmente molesto.
—Bueno, tendremos otras ocasiones para vernos, ¿no crees?
Ernest no respondió enseguida. La miró a los ojos, y habría querido creer que habría otras ocasiones, pero, conociendo a Luisa, sabía que sería muy difícil.
—Lo mejor ahora es abrir la botella de vino, así por lo menos habremos brindado —dijo él.
Luisa asintió y llevó dos copas.
—Este brindis es a nosotros dos, esperando volver a vernos lo más pronto posible, si Roni quiere —dijo Ernest, y acercó su copa a la de Luisa, que hizo lo mismo.
Apenas habían comenzado a beber cuando sonó el timbre.
—Aquí está —dijo él.
Luisa fue a abrir.
—Buenas noches —dijo Roni a Luisa—. Siento molestaros, pero se trata de una emergencia.
—Sí, Roni, sabemos lo mucho que lo sientes, pero ahora será mejor que nos vayamos —dijo Ernest, que se despidió de Luisa y salió. Roni hizo lo mismo.
Después de cerrar la puerta, Luisa permaneció inmóvil en el salón, pensando en lo que había pasado. Ernest la había dejado confundida. ¿A lo mejor lo amaba todavía? ¿Quizá solo era ternura? Un fuerte olor a quemado la hizo volver a la realidad.
—¡Algo huele a chamusquina en esta historia! —dijo.
Mientras se dirigían hacia el coche de Roni este miraba a Ernest, el cual, extrañamente, parecía tranquilo.
—Mejor si vamos con el mío —dijo Roni—. No te preocupes. Usaremos el tuyo otras veces.
Ernest obedeció, fue hacia el coche de Roni, y entró.
Roni no podía hablar; sabía lo importante que era aquella cena para su amigo, pero con gran sorpresa suya fue Ernest quién preguntó qué había pasado.
—Bueno, no sé mucho. El señor Houg me ha llamado informándome de que el suceso ha ocurrido de nuevo.
—¿El suceso? —preguntó Ernest.
—Sí, claramente se refería al fantasma. Por su voz me ha parecido que estaba muy preocupado, y me ha preguntado inmediatamente por ti —concluyó Roni, que miraba a Ernest por el rabillo del ojo, y seguía pareciendo estar tranquilo.
—¿A quién se ha aparecido, esta vez? —preguntó el investigador—. ¿Otra vez a su hijo?
—Probablemente sí. Lo sabremos dentro de poco.
—Tienes razón, Roni, dentro de poco sabremos más.
»Es raro. En este momento tendría que estar cenando con Luisa y no lo estoy. Debería estar furioso contigo pero no lo estoy. ¿Sabes explicarme por qué?
Roni lo miró a los ojos por un instante y se esforzó para encontrar una respuesta.
—Siento mucho lo de la cena, pero estoy contento de ver que no estás enfadado. No sé decirte el por qué. Nos conocemos desde hace muchos años, y siempre me he esforzado por comprenderte, pero creo que seguirás siendo un gran misterio para mí.
Ernest, después de escuchar a Roni, se puso a reír, y le dio una palmada en la espalda.
—Hablo en serio, eres realmente un misterio —continuó el anticuario.
—Pues yo he descubierto esta noche, por primera vez, que eres realmente temerario cuando conduces. Me gustaría llegar entero a casa de tu amigo, pero si sigues conduciendo así la probabilidad me parece verdaderamente baja —le hizo notar Ernest.
—No te preocupes, llegaremos sanos y salvos.
Mientras tanto, delante de los ojos de Ernest apareció la silueta de la casa de Houg, que se iba haciendo más grande según se iban acercando.
Roni no redujo la velocidad ni siquiera cuando, superada la verja de la villa, tomaron el camino interno. Aquella casa era bonita, pero de noche parecía triste, como si no viviera nadie allí; era inerte, y verla daba casi angustia.
Cuando llegaron a la entrada Roni frenó bruscamente. Salieron del coche. No habían tenido siquiera tiempo de llamar cuando la sirvienta abrió la puerta.
—El señor Houg les espera en su estudio —dijo ella, haciendo un gesto para que la siguieran.
Caminaron detrás de ella en silencio, subieron las escaleras y llegaron delante de la puerta del estudio, que estaba abierta.
—Se lo ruego, pónganse cómodos —dijo de nuevo la sirvienta, dando dos pasos hacia atrás.
Cuando entraba, Ernest observó bien su cara y comprendió que estaba asustada.
En cuanto Houg se dio cuenta de su presencia se levantó de golpe y fue a su encuentro.
—No sé cómo disculparme por haberles molestado a esta hora, pero no he podido evitarlo, ya que el fantasma ha aparecido de nuevo.
Ernest se acercó al sillón que estaba delante del escritorio de Houg y después, dirigiéndose al banquero, dijo:
—Esto ya lo sabía. A decir verdad, esperaba aprender algo nuevo.
—Esta vez es mi hija quien lo ha visto —murmuró Houg; después fue a sentarse frente a Ernest.
—¿Y dónde estaba cuando lo ha visto? —preguntó Ernest.
—En la habitación de su hermano. Le estaba haciendo compañía porque Rebecca, la niñera, había ido a la ciudad.
—¿Dónde ha aparecido el fantasma? —preguntó Ernest otra vez.
—En la capilla de la familia, detrás de la casa; se puede ver desde esa ventana —respondió Houg, señalando la ventana que estaba a su izquierda.
Ernest se limitó a volver la cabeza para mirar, y no hizo nada más.
—¿Puedo hablar con su hija? —preguntó Ernest.
—Por supuesto —dijo Houg, y apretó un botón gris que estaba sobre la mesa.
No pasaron ni siquiera treinta segundos cuando entró la sirvienta en la estancia.
—¿Sería tan amable de llamar a Bárbara, por favor? Dígale que el señor Devon tiene que hablar con ella —dijo Houg.
La sirvienta, después de asentir, salió.
Cayó el silencio en el estudio. Roni, que estaba sentado en el diván a la derecha del escritorio, había dejado de respirar. Su silencio se debía a que la historia lo estaba entusiasmando y no veía la hora de escuchar a la hija de Houg para comprender lo que había visto.
Houg, por el contrario, sujetó su cabeza con las manos y, absorto en sus pensamientos, se alejó mentalmente del estudio hasta que, devuelto a la realidad, dijo:
—Estoy tan perturbado que no les he ofrecido nada de beber.
—Yo no necesito nada —dijo Ernest.
—Yo, sin embargo, bebería una copa de brandy —dijo Roni.
—Estoy de acuerdo contigo, una copa de brandy es justo lo que necesito —dijo Houg, y se dirigió hacia un minibar para coger la botella y dos copas.
Mientras tanto, Ernest se había acercado a la ventana y miraba fuera buscando la capilla. Fuera estaba completamente oscuro, mientras que la sala en la que se encontraban estaba iluminada, y Ernest no consiguió ver nada. Después de un rato entró en el estudio una muchacha muy guapa acompañada por la sirvienta.
—Ella es mi hija Bárbara —dijo Houg, dirigiéndose a Ernest—, y él es el señor Ernest Devon y está aquí para ayudarnos —dijo de nuevo Houg, dirigiéndose esta vez a su hija.
—¿Es usted un caza fantasmas, señor? —preguntó irónicamente la hija de Houg.
—No, señorita —respondió Ernest.
—Entonces, ¿es un médium, un exorcista, algo de ese tipo?
—Tampoco —respondió Ernest con mucha tranquilidad.
—Entonces no sé cómo va a poder ayudarnos —dijo Bárbara, pero Houg intervino:
—Por favor, Bárbara, no es correcto hablar así a nuestro invitado; es un investigador privado, y muy bueno. Quiere hacerte algunas preguntas para comprender mejor lo que ha pasado, y yo te agradecería que respondieras.
Bárbara no dijo ni una palabra, después vio a Roni y se acercó para saludarlo; entonces se giró hacia Ernest y dijo:
—Bueno, señor Devon, puede comenzar el interrogatorio, estoy lista.
—Lo primero de todo, no es un interrogatorio, señorita. Como ha dicho antes su padre, solo quiero hacerle unas preguntas para entender lo que ha visto.
—Bien. He visto el fantasma de mi madre y le aseguro que no estoy loca.
—¿Dónde estaba cuando lo ha visto?
—Estaba en la habitación de mi hermano. Rebecca había salido y él no podía dormir; me he asomado un momento a la ventana y he visto algo moviéndose en la capilla. He apagado la luz para ver mejor y...
Bárbara se paró y miró a su padre, que la animó a seguir.
—Y después he visto el fantasma de mi madre —continuó—. Justo después he vuelto a encender la luz y he llamado a Mary Ann, que ha venido rápidamente. Le he contado todo y ella ha mirado por la ventana pero no ha visto nada.
—Pero, ¿usted está segura de que era un fantasma? —preguntó Ernest.
—Bueno…, sí..., sí, estoy segura…, o eso creo.
—¿Qué le hace pensar que se trataba de un fantasma y no de una persona de carne y hueso?
—Una persona de carne y hueso tendría que estar loca para hacer lo que he visto, y además he mirado con atención, y la cara era exactamente la de mi madre y, dado que hace más de un año que murió, solo puede ser un fantasma. No veo ninguna otra explicación. Pero, en realidad, me queda una duda...
—¿Qué duda? —preguntó Ernest.
—Si he visto a mi madre, o a su fantasma, ¿por qué tengo tanto miedo? En el fondo lo que he visto ha sido mi madre; pero en ese momento por poco me desmayo.
—Ahora, por favor, intente recordar la escena entera.
—He apagado la luz, y después me he asomado a la ventana. Al principio no he notado nada extraño, pero después he visto una mujer y diría que se trataba de mi madre. Llevaba un vestido blanco y largo que llegaba hasta el suelo y tenía una rosa roja entre las manos. A lo mejor ha sentido mi mirada, porque me ha mirado y me ha sonreído, casi como si quisiera gastarme una broma. Después ha empezado una especie de danza. Movía lentamente los brazos y la cabeza; eran movimientos muy extraños y, durante todo el tiempo, no ha quitado la mirada de la ventana. No he tenido valor para mirar más y he llamado a Mary Ann.
—Pero Mary Ann no ha visto nada, ¿verdad? —preguntó Ernest.
—Exacto, ella no ha visto nada —respondió Bárbara.
—Esta silueta, ¿estaba dentro o fuera de la capilla?
—La he visto por las escaleras, y después no sé, no me acuerdo bien.
—¿Su hermano ha visto algo?
—No..., no creo. Ha tenido miedo porque me ha visto asustada.
—¿Dónde está ahora?
—Está durmiendo. Por suerte Rebecca ha vuelto rápido y mi hermano, con ella, se ha dormido enseguida.
—He acabado, por el momento, señorita. Espero que esté disponible si tuviera que hacerle más preguntas.
—Por supuesto... —dijo Bárbara, que se volvió hacia su padre para pedir permiso para irse. Cuando lo obtuvo se despidió de Roni y de Ernest y salió de la sala.
—¿Qué piensa? —preguntó Houg a Ernest en cuando salió su hija.
—Todavía no sé qué pensar. Desde luego no se trata de un asunto sencillo —respondió el investigador.
—Esto ya lo sé, si no, no le habría pedido ayuda... —dijo Houg, que antes de seguir se puso de pie, para luego añadir—: Al menos ahora sabemos que mi hijo no ha inventado todo.
—¿Por qué pensaba que su hijo hubiera podido inventar todo? —preguntó Ernest, sorprendido.
—Porque es pequeño y ya sabe cómo son los niños: a menudo vuelan con la imaginación. Basta un simple reflejo de luz y ven dragones, monstruos o fantasmas —respondió Houg.
—En cualquier caso, necesito hablar también con su hijo. Y mientras tanto, si está usted de acuerdo, me gustaría ver la capilla —dijo Ernest.
—Voy con usted —dijo Houg, y accionó de nuevo el interruptor que se encontraba sobre el escritorio.
No pasó mucho tiempo antes de que la sirvienta entrara en el estudio.
—¿Ha llamado, señor Houg? —preguntó.
—Sí, Mary Ann, necesitamos una linterna —dijo él.
La sirvienta salió y los demás la siguieron.
Cuando llegaron al piso de abajo, Mary Ann llevó la linterna.
Salieron al jardín. Houg iba el primero, Roni y Ernest lo seguían. Una vez fuera, Houg señaló la capilla con la linterna. Ernest se fijó inmediatamente en las escaleras e intentó imaginarse el punto exacto en el cual podría haber aparecido el fantasma. Cuando llegó delante de la capilla se volvió hacia la casa y preguntó a Houg:
—¿Dónde está la habitación de su hijo?
—En el segundo piso, la tercera habitación empezando por la derecha —respondió Houg.
Ernest localizó la habitación, después cogió la linterna y anduvo hacia las escaleras de la capilla como si estuviese buscando algo.
—Nada de nada —dijo después de un rato.
—¿Qué esperabas encontrar? —preguntó Roni.
—Algo, lo que sea —respondió misteriosamente Ernest, que acto seguido subió las escaleras y entró en la capilla.
Houg y Roni lo siguieron sin decir nada. Ernest movió la linterna intentando iluminar todas las partes de la capilla, pero no parecía que hubiera encontrado nada. Después, improvisamente, la luz de la linterna iluminó una puerta.
—¿Y esto? —preguntó Ernest.
—Es la puerta de acceso al cementerio de la familia —respondió Houg.
—¿Puedo entrar? —sugirió Ernest.
Antes de que Houg pudiera responder, intervino Roni:
—¿Te parece normal entrar en un cementerio a estas horas de la noche?
—¿Qué pasa, Roni? ¿Tienes miedo? Puedes esperar aquí si quieres. Yo, con el permiso del señor Houg, querría echar una ojeada al cementerio de la familia —replicó Ernest con un tono de burla.
—Por supuesto que puede ir, aunque, francamente, no entiendo qué espera encontrar —dijo Houg.
Ernest se acercó a la puerta y la abrió. Un soplo de aire fresco azotó su cara en cuanto estuvo fuera. Encendió la linterna para leer los nombres escritos en las tumbas. Se paró cuando leyó «Margaret Houg». Se acercó para ver mejor y se dio cuenta de que sobre la tumba había una rosa roja y debajo de la flor, algo más. Cogió el objeto para ver qué era; se trataba de una carta de tarot. Observando bien la carta, leyó: «La muerte».
Había algo extraño; oía una respiración rara, parecía una respiración dificultosa, o quizá de alguien asustado. Entonces decidió meter la carta en su bolsillo, cogió la rosa y se dio la vuelta. La sorpresa fue enorme y casi dio un grito: Houg estaba justo detrás de él, pero no lo había oído llegar y no esperaba encontrarse a nadie.
Su respiración era fatigosa. Tenía miedo.
—¿Qué hay? —dijo Houg.
Ernest no respondió enseguida, sino que esperó unos diez segundos y luego preguntó:
—¿Es usted quien ha puesto la rosa aquí?
—No —respondió Houg.
—Ahora es mejor que entremos —dijo Ernest, y se dirigió hacia la salida. Caminaron a lo largo de toda la capilla, y, un poco antes de que salieran, se apagó la linterna.
—Quizá se han gastado las pilas —dijo Roni mientras descendía las escaleras junto a Houg.
Ernest se quedó detrás un rato, y sintió que le observaban. Levantó la cabeza hacia la habitación del hijo de Houg, pero no vio nada.
Los tres hombres entraron en la casa y se acomodaron en el estudio de Houg.
—Entonces, la rosa no la ha puesto usted —comentó Ernest en cuanto estuvieron sentados.
—Absolutamente no, quizá haya sido mi hija, aunque tengo fuertes dudas al respecto.
—¿Por qué?
—Porque, conociendo a mi hija, no creo que pudiera hacer una cosa similar. Desde que murió su madre no ha ido nunca a visitar su tumba. Bárbara es una muchacha agresiva y terca, y, entre nosotros, no nos llevamos bien. En realidad, tampoco se llevaba bien con mi mujer. Por eso dudo fuertemente de que ella haya puesto la flor... —dijo Houg.
—¿Quizá su hijo, entonces?
—Oh, no, él no sale de casa. La única vez es cuando lo llevamos al hospital, hace un mes. Hace más de un año que no sale.
—¿Cuántos años tiene su hijo?
—Doce.
—¿Y no va al colegio?
—Recibe lecciones privadas tres veces por semana —respondió rápidamente Houg.
Mientras el banquero se levantaba para encender un puro, Ernest extrajo la carta de tarot del bolsillo y lo puso en el escritorio.
Houg lo cogió, lo miró y después preguntó:
—¿Qué es?
—Lo he encontrado junto a la rosa sobre la tumba de su mujer —dijo Ernest.
Houg sujetaba la carta y la miraba fijamente; parecía estupefacto.
—¿Qué quiere decir? —preguntó de nuevo Houg.
—Solo una sola, señor Houg: quien la ha puesto sabe muy bien el significado de esa carta. ¿Hay alguien en la casa que sepa leer el tarot? —preguntó Ernest.
—No, no, nadie —dijo Houg, que después continuó—: Todo esto es absurdo. ¿Alguien ha puesto una carta con un símbolo de muerte sobre la tumba de mi mujer? ¿Significa esto que mi familia y yo estamos en peligro?
—No lo excluyo, señor Houg —respondió Ernest.
—Esto es una pesadilla, y me gustaría salir de ella lo más pronto posible. No tengo miedo por mí, sino por mis hijos —dijo Houg.
Ernest echó una ojeada al reloj y dijo:
—Se ha hecho muy tarde, señor Houg. Roni y yo tenemos que irnos ahora. Mañana por la mañana estaré aquí de nuevo y seguiremos hablando de todo esto.
—De acuerdo, les acompaño a la puerta —dijo Houg.
Descendieron las escaleras y anduvieron hacia el salón.
Ernest se giró y su mirada cayó en el retrato de Margaret Houg. Durante unos instantes sintió escalofríos en la espalda.
—Hasta mañana, pues —dijo Houg dirigiéndose a Ernest en cuanto llegó a la puerta.
—Sí, señor Houg, estaré aquí lo más pronto posible —respondió Ernest.
Houg se despidió de Roni, después se volvió de nuevo hacia Ernest como si quisiera decirle algo, pero después cambió de idea y entró en casa.
Los dos amigos permanecieron en silencio en el coche hasta que, solo después de recorrer unos kilómetros, Roni comentó:
—Es un buen misterio, ¿no te parece?
—Eso parece —respondió Ernest.
—No tengo palabras. Es un auténtico lío. No será fácil.
—Sí, sé que no será fácil, pero quien esté haciendo estos jueguecitos cometerá un error al final y yo estaré listo para atraparlo —respondió Ernest, que luego añadió—: Al menos eso espero.
—Esperemos que todo esto acabe lo más pronto posible y, sobre todo, que nadie resulte herido —dijo Roni.
—Si es lo que yo pienso, es muy probable que toda esta historia acabe muy rápido.
—No me digas que ya tienes un sospechoso —dedujo Roni.
—Quizá.
—Venga, no te hagas el misterioso, ¡habla! —lo animó Roni.
—La hija de Houg.
—¿Qué tiene que ver ella? —preguntó Roni, sorprendido.
—Bueno..., lo primero, ¿has oído lo que ha dicho su padre de ella? Que es una muchacha agresiva y que no se llevan bien; segundo, nadie ha visto el fantasma salvo ella; tercero, ¿te has dado cuenta de su parecido con su madre o no? Conclusión posible: quiere incordiar a su padre y juega a contar historias de fantasmas.
—Lo siento, pero no me convence esta explicación porque: uno, el fantasma lo vio primero su hermano, que tuvo que ser ingresado en el hospital por esto; dos, es cierto que es una chica agresiva, pero me parece exagerado que haya inventado todo esto para molestar a su padre; tres, no entiendo qué tiene que ver que Bárbara se parezca a su madre —expuso Roni.
—A lo mejor me equivoco. Lo cierto es que estoy cansado y poco lúcido. Pero hay algo en su testimonio que no cuadra. No me convence en absoluto.
—¿Por qué no?
—Porque dice que ha visto la cara del fantasma, pero cuando estábamos en la capilla hemos tenido que usar la linterna para tener algo de luz, ¿o me equivoco?
—Eso es verdad —respondió Roni.
—Entonces, ¿cómo ha podido ver bien la cara, si la capilla estaba a oscuras? Y además, ¿cómo recuerda tan bien los movimientos, si dice que lo ha visto solo durante unos segundos?
—No lo sé, Ernest. Será mejor que lo aclares directamente con ella, mañana.
—Exacto, claro que lo haré —respondió Ernest.

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