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Volando Con Jessica
Giovanni Odino
TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE
Delia Sanz Nieto
Eraldo es un piloto de helicópteros a punto de jubilarse, que trabaja, con modestos resultados económicos, en una pequeña escuela de vuelo. La petición inesperada que se le hace para reconstruir ilegalmente un viejo helicóptero lo llevará a buscar la colaboración de dos compañeros de trabajo y de un antiguo alumno de la escuela. La fascinante novia del rico abogado que encarga el trabajo, la joven Jessica, carente de todo prejuicio, y por la que sentirá un enamoramiento senil, lo arrastrará a una aventura en la que la muerte de algunos hombres, el proyecto misterioso de la reconstrucción del helicóptero, la implicación de la mafia y las investigaciones de la policía perturbarán, hasta el inesperado desenlace, su vida y la de sus amigos.



Giovanni Odino

Volando con Jessica
Amores y delitos persiguiendo el tiempo que huye
Novela
Título original: In volo con Jessica
Traducción de Delia Nieto Sanz

(http://www.odino.com/)

Derechos
Volando con Jessica
Amores y delitos persiguiendo el tiempo que huye
di Giovanni Odino
Novela
Tektime - Traducción de libros
Proyecto gráfico de cubierta del autor
Ilustración de cubierta de Roberto Ramponi
Art Designer – ramp1958@libero.it
40017 San Giovanni in Persiceto (Bo) Via Bellini 2/A
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Los personajes y los nombres son ficticios. Toda referencia a hechos sucedidos y a personas que han existido realmente o todavía viven debe considerarse casual.
© Todos los derechos reservados
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación sin autorización previa, excepto pasajes breves con fines de crítica literaria.

La historia
Eraldo es un piloto de helicópteros a punto de jubilarse, que trabaja, con modestos resultados económicos, en una pequeña escuela de vuelo. La petición inesperada que se le hace para reconstruir ilegalmente un viejo helicóptero lo llevará a buscar la colaboración de dos compañeros de trabajo y de un antiguo alumno de la escuela.
La fascinante novia del rico abogado que encarga el trabajo, la joven Jessica, carente de todo prejuicio, y por la que sentirá un enamoramiento senil, lo arrastrará a una aventura en la que la muerte de algunos hombres, el proyecto misterioso de la reconstrucción del helicóptero, la implicación de la mafia y las investigaciones de la policía perturbarán, hasta el inesperado desenlace, su vida y la de sus amigos.

Personajes
Aurelio Armellini - Técnico de helicóptero
Barilari Roberto - Superintendente de Policía
Caio Gregorio Ranuzzi - Mayordomo y bodyguard
Carmine Gargiulo - Mafioso
Cosimo - Mafioso
Dario - Instructor de vuelo
Elisabetta Veracroce - Amiga de Jessica
Eraldo Cavicchi - Piloto de helicópteros
Franco Franchi - Inspector de policía
Germana Vietti - Custodia de la villa
Giorgio Dandini - Antiguo aprendiz de piloto
Jessica Rizzoli - Novia del abogado
Jonathan Cooper - Piloto de aviones
Italo Martinelli-Sonnino - Abogado
Lara Manzella - Mujer de Aurelio Armellini
Markus - Delincuente suizo
Oreste De Prà - Custodio de la villa
Pamela - Secretaria de la Alta Quota
Primo Airoldi - Vendedor de vehículos
Robert Bogard - Amigo de Sante
Sandro - Mecánico de la Alta Quotai
Sante Genovese - Piloto de helicóptero
Teresio Galasso - Dueño de la Alta Quota
Zanardi - Alumno de la Alta Quota

Dedicatorias
Dedico esta novela a todas las representantes de la otra mitad del cielo, peligrosas o no, que he conocido durante mis cuarenta y dos años de vuelo.

Epígrafe
Este sentimiento
Del alba a la noche,
me acompaña discreto, silencioso,
este sentimiento que quizá,
solo quizá, es amor.
(Poesía del autor)

VOLANDO CON JESSICA

PRIMERA PARTE
I
28 de mayo
—¡Eraldo! —grita Pamela, desgañitándose, para hacerse oír dentro del hangar—. Al teléfono.
—¿Quién es?
—Un tal Ranuzzi.
—¿No puedes atenderlo tú? Si es para un curso de vuelo tú sabes más que yo.
Estoy en el hangar, charlando amablemente con el mecánico y no me apetece nada interrumpir mi disertación sobre la estrategia económica del gobierno.
—Ha dicho que tiene que hablar contigo.
—¿Pero por qué coño tiene que hablar conmigo? —le pregunto a Sandro, que, por toda respuesta, alza los hombros. En efecto, no puede saberlo. Olvido la política económica—. Voy.
—Toma —dice Pamela, acercándome el teléfono inalámbrico.
—¿Dígame?
—¿Comandante Eraldo Cavicchi?
—Soy yo. ¿Quién es?
—Buenos días. Soy Ranuzzi, el mayordomo del abogado Martinelli-Sonnino, y le llamo por encargo directo de él.
Hace una pausa, a lo mejor espera un comentario por mi parte, pero no se me ocurre ninguno.
—El abogado querría verle por cuestiones de trabajo.
—¿A mí directamente? Yo no soy el dueño, solo me ocupo de las clases y los otros tipos de vuelos previstos en nuestras tarifas.
—No se trata de la compañía para la que trabaja, sino de usted personalmente.
Otro ricachón que quiere jugar con helicópteros y me hará perder el tiempo. Pero, ¿quién lo asegura? Esta vez podría ser distinto.
—Está bien. Dígame qué día le viene bien y le esperaré en la oficina.
—El abogado le ruega que venga usted a su casa. No quiere que se sepa de su encuentro. Lo que es más, le ruega que no hable con nadie de esta cita y que no mencione su nombre.
—No entiendo a qué tanto secreto…
—Lo entenderá cuando se vean. Verá que razones para ello, hay.
—¿Dónde tengo que presentarme?
—En Milán, en la vía Rollo, número siete. ¿Podría venir mañana por la tarde, a las cuatro?
— Mmm… de acuerdo. Mañana a las cuatro. Allí estaré.
—Informaré al abogado de que ha aceptado. La calle está en el centro. Le aconsejo que coja el metro hasta la estación Duomo.
—Gracias por la información. Hasta mañana.
—Que tenga un buen día.
Qué conversación más rara. Verás que esta vez encuentro de verdad uno que se ha comprado un helicóptero y quiere un piloto viejo y experto para que lo lleve a dar vueltas. Quizá… ¿por qué no?
Pamela me mira con curiosidad. Me pregunta:
—¿Buenas noticias? ¿Buscan un nuevo director en Alitalia?
—Un tipo, que por ahora no quiere decir quién es, quiere verme. Mejor ir siempre y ver de qué se trata, porque en una de esas mi vida podría dar un giro.
—¿Qué giro quieres dar? ¿Quién podría tratarte tan bien como nosotros?
—Cierto. Pues entonces voy para confirmar que es mejor no cambiar nada.
Pamela es joven y yo podría ser su padre. Seguro que no le intereso, pero es una de esas mujeres que necesitan sentirse importantes continuamente. Solo se siente tranquila cuando todos los hombres con los que trata, independientemente de la edad que tengan, le demuestran que ha despertado su deseo. Por eso le gusta hacer ostentación de las abundantes formas que le ha regalado la madre naturaleza. Con un rostro amable y sonriente, con el pelo corto y negro como la Valentina de los cómics de Crepax, y dos ojos del mismo color, porta con desenfado su pecho voluminoso y unas caderas en proporción. Tras las provocaciones, y una vez conseguido el comentario esperado, se acaba todo: le basta con eso. Yo lo he comprendido y entro al trapo.
—Si me proponen un buen sueldo, la mitad la usaré para pasar una noche contigo. «Motociclettaaa… dieci accapiii… è tua se dici sììì.. » —le canto a un palmo de distancia de su nariz.
—Anda ya, tonto —dice, pero se ve que está contenta con la proposición, aunque los dos sabemos que es un juego.
—¿Vas mañana?
—Has oído bien, tengo una cita.
—¿Con quién?
—¡Eh, para ya! Por ahora he prometido ser reservado, pero te prometo que serás la primera en saberlo todo. Sabes que eres la única sacerdotisa a la que podría confesar mis secretos más ocultos.
—¿Y a quién le interesan? —me grita mientras salgo de la oficina.

II
29 de mayo
Dejo mi viejo y leal Volvo en un aparcamiento cercano al metro. Tras un trayecto de diez minutos, me bajo en la estación Duomo. En una calle tranquila, muy cerca, como me habían dicho, encuentro el número siete. Es un lujoso palacete del siglo XIX. Al lado de la puerta hay una placa de bronce brillante: “Italo Martinelli-Sonnino – Abogado”. Me parece imposible que todo este edificio tenga un solo propietario. Estaría bien como sede de un banco.
Llamo al único timbre. Tras pocos segundos de espera un hombre abre uno de los batientes de la puerta.
—¿Comandante Cavicchi, supongo? —pregunta. Pero se entiende que sabe la respuesta.
Eraldo Cavicchi. ¿Usted es el abogado Martinelli?
—El abogado Martinelli-Sonnino —me corrige—, le espera en la biblioteca. Soy el mayordomo. Ayer habló conmigo. Por favor, sígame. Se aparta lo mínimo para dejarme pasar. Vuelve a cerrar la puerta y, sin decir nada más, se dirige hacia el interior de la casa.
Lo observo desde detrás: es alto y musculoso, lleva el pelo oscuro corto y está vestido al estilo de los Men in Black. No tiene nada de un mayordomo, más bien parece un guardaespaldas.
El mobiliario y los cuadros colgados en el largo y amplio pasillo y en la habitación a la que me lleva dan una información elocuente de la sólida riqueza del dueño.
—Buenos días comandante. Siéntese —me invita un hombre en cuanto entramos en una habitación grande amueblada como una vieja biblioteca aristocrática. Lleva un elegante traje de color gris oscuro que seguro que cuesta más o menos dos sueldos míos. Tiene el pelo blanco y largo hasta los hombros. Casi se confunde con el cuello de la camisa, abierto y por encima del de la chaqueta. Me parece que es pocos años más joven que yo: andará más o menos en los sesenta.
—Buenos días, abogado —respondo dándole la mano.
—¿Quiere un café? ¿Un licor?
—No, gracias.
El abogado mira al mayordomo, sin duda en espera de una orden. Sin decir nada, sale, cerrando la puerta detrás de él.
—Por favor, sentémonos —añade, indicando uno de los dos elegantes sillones dispuestos junto a una mesa baja—. No le haré perder tiempo y le diré ahora mismo por qué le he pedido verme: necesito un piloto de helicópteros, experto, de quien me pueda fiar, que me ayude con un proyecto extremadamente secreto.
Me mira con sus ojos de color de hielo, como para medir mi reacción. Ve mi expresión interrogativa y prosigue.
—Se lo pido a usted porque un empresario con quien he trabajado en algunas cuestiones legales complicadas, y de cuya opinión no tengo ninguna duda, ha colaborado con usted durante algún tiempo y me ha asegurado que usted es la persona justa.
—Gracias. Creo que sé de quién habla.
Sigue, sin reaccionar a mi comentario:
—Si le interesa este proyecto, sigo.
—Me interesa todo lo que sea trabajo, pero si no me explica qué es lo que necesita, no podré decirle si puedo aceptar.
—¿Puedo contar con su discreción y con que nada de lo que digamos saldrá de esta habitación?
—Puede.
El abogado me vuelve a mirar de manera insistente. Observo que su boca, de corte horizontal, tiene los labios muy finos.
—Necesito que me consiga un helicóptero sin placa. Un helicóptero que sea suficientemente grande como para transportar a cuatro personas dos kilómetros. Es fundamental que nadie sepa de su existencia —interrumpe brevemente su discurso, como esperando algún comentario. Como no lo hay, continúa—. Y querría, siempre con la misma discreción, que trabajara como instructor. Por todo esto le pagaremos correctamente. ¿Qué le parece?
Ese «pagado correctamente» es la información más clara que recibo. Lo demás sigue siendo demasiado poco para saber qué quiere.
—¿Qué quiere decir con «sin placa»? ¿Que no esté matriculado?
—Que no debe tener las siglas civiles, esas que tienen todos los aviones y los helicópteros, y que no se puede saber su procedencia en caso de que hubiera un control. Pero no quiero uno de esos helicópteros ligeritos, quiero un buen aparato que pueda hacer este tipo de vuelo, y con esa carga, sin problemas.
—No se puede comprar uno sin matricularlo. Si no quiere registrarlo en Italia, podemos intentarlo en otro país. Por ejemplo, uno de los muchos paraísos fiscales. Más o menos como sucede con los barcos.
—Ninguna formalización, ni siquiera en países extranjeros. Sabe, comandante, se me había ocurrido una manera de hacerlo. Dígame si es factible.
—Cuénteme.
—He pensado que un helicóptero está constituido de muchas piezas y, si se pudiera comprar estos separadamente y montarlos en casa, tendríamos un helicóptero normal sin que nadie supiera de dónde viene.
«No puede haberlo pensado él solo». Probablemente haya hablado con otros antes de hablar conmigo.
—Teóricamente... —respondo.
—He leído que han conseguido montar una metralleta de gran calibre comprando las distintas partes por internet.
—Sí, recuerdo historias parecidas. No es fácil, pero creo que se puede hacer. El problema es hacerlo en secreto. En las sociedades en las que se hacen estos trabajos hay visitas frecuentes de los inspectores del ENAC y de muchas otras personas del mundo aeronáutico. Todos están muy al tanto de todo lo que pueda volar y de la actividad en este ámbito.
—¿Qué es exactamente el ENAC?
—El Ente Nacional para la Aviación Civil, los que supervisan todos los medios de vuelo.
—Entiendo. Sabe, comandante, tengo una finca en Gattinara. Se encuentra en el norte, en las primeras montañas. La carretera acaba allí, y no hay tráfico. Está rodeada de árboles, pero en el interior hay una pradera enorme donde se podría aterrizar y despegar. Además del edificio principal hay otro, que se usa como taller para el coche y otros aparatos. Tiene un portón muy grande.
Este abogado ya ha pensado cómo actuar. No es el típico adinerado que busca cómo divertirse.
—¿Quién frecuenta la finca? —pregunto.
—Pregunta acertada. A parte de nosotros, solo los cuidadores: los De Prà. Viven en Sostegno, un pueblo cercano, y normalmente no duermen en la villa. Trabajan para mí desde hace veinte años y sé cómo volverlos ciegos, sordos y mudos.
—¿Como los monitos?
El abogado me mira y sonríe.
—Ha entendido perfectamente. Los puede considerar seguros.
—¿Y cuál sería la razón de todo esto? ¿Por qué un helicóptero fantasma?
—Se lo diré solo cuando haya aceptado.
—¿Yo estaría implicado después del ensamblaje del helicóptero?
—No. Bueno, rectifico: a lo mejor. Le resumo lo que necesito: la construcción, las pruebas y la formación. Además deberá enseñarnos a gestionarlo en todo lo relativo al combustible, la manutención y todo lo necesario. Después, en caso de que necesitemos ayuda, valoraremos juntos la modalidad de ejecución.
Todavía no ha hablado de dinero. No acepto ni rechazo nada antes de conocer las posibles ganancias. Decido solicitar otros datos.
—Se podría intentar —comento sin exponerme demasiado.
El abogado se levanta de la silla y abre la puerta del mueble bar de estilo de los años treinta cercano a la zona donde nos encontramos.
—¿Qué puedo ofrecerle, comandante? Hay ron y whisky. Si quiere otra cosa se lo pueden traer. También tengo cigarros y algunas marcas de cigarrillos. Hice instalar un buen sistema de ventilación en este estudio.
—Gracias, no fumo, pero tomaré un poco de whisky.... veo la etiqueta del MacAllan.
—Buena elección, tiene veinticinco años. Me uno a usted.
El abogado vierte el destilado llenando dos vasos grandes hasta la mitad.
—¿Hielo? —pregunta.
—No. Me gusta solo.
—Igual que a mí.
Me da uno de los vasos y vuelve a sentarse.
Bebe un sorbo. Lo saborea.
—Comandante, ¿cuánto cree que costará? —bebe otro sorbo.
Hago un cálculo rápido de lo que podría costar. Decido ser lo más claro y directo posible. No quiero malentendidos. Quiere algo demasiado fuera de lo común como para no querer pagar lo que sea que cueste.
—Solo el coste de los componentes, excluido el montaje, debería estar alrededor de un millón y medio de euros. Tenga en cuenta que un aparato similar, nuevo, costaría más o menos lo mismo. Reconstruirlo comprando las piezas separadas es más caro. Digo un millón y medio porque espero poder comprar piezas usadas o reacondicionadas para no llegar a una cifra exorbitante —hago una pausa para dar tiempo a una reacción que no llega—. Si lo quisiera de segunda mano, y pudiéramos comprarlo por una vía normal, en perfecto estado, no costaría más de la mitad, pero la exigencia de que todo se haga en secreto aumenta el precio. La gente sabe muy bien cuándo puede sacar provecho. Los componentes, nuevos o usados, tendremos que comprarlos fuera de canales oficiales o sacarlos de las fábricas por vías alternativas —otra interrupción y ninguna reacción. Solo una invitación implícita a que siga—. A parte de todo esto, habrá otros gastos para ensamblar todo por personas cualificadas y que sean de confianza. Necesitaré ayuda para la búsqueda del material y para el trabajo técnico. Tengo en mente otras dos personas, a parte de mí, que podrían ayudar y que tienen las competencias necesarias. Como comprenderá, las dos condiciones deben cumplirse. Digamos que, para pagarlos a ellos, serían cincuenta mil para cada uno. A fin de cuentas ponen en riesgo su carrera.
—Un millón ochocientos mil —finalmente se decide a intervenir el abogado —. Falta su retribución.
—Inicialmente deberemos realizar la instrucción con un helicóptero más pequeño y más fácil —digo, retomando la palabra y dejando para más tarde mi sueldo—. Puedo organizar los vuelos sin que otros lo sepan, con un aparato de la escuela en la que trabajo como instructor de vuelo. Solo después de haber aprendido bien las maniobras básicas podremos empezar a practicar con el helicóptero en cuestión, que entretanto debería estar listo. Para la formación de vuelo serán alrededor de cincuenta mil para la escuela. El secreto encarece todo.
—Y estamos en un millón novecientos mil. Y todavía falta su sueldo.
Decido apuntar alto. No me siento capaz de realizar y organizar todo lo que me está pidiendo.
—Doscientos cincuenta mil. Cincuenta para sellar el acuerdo y después cincuenta cada tres meses. Todo entre nosotros, claro. Los pagos de los colaboradores, y el mío, deben comprender el coste neto de todos los gastos de cualquier tipo: viajes, comidas y exigencias varias. Estos costes y las adquisiciones las pagará, siempre que sea posible, por adelantado. Hará falta casi un año, pero sobre esto no quiero comprometerme; podríamos necesitar más tiempo.
—Por supuesto —confirma el abogado—. Estamos de acuerdo. Son dos millones cincuenta mil. Al final tendré un helicóptero de segunda mano encarecido más del cincuenta por ciento. Con todos los servicios incluidos me parece razonable. Sobre una eventual colaboración posterior hablaremos más tarde.
—Llegaremos a un acuerdo, pero me gustaría hablar de ello después de haber terminado esta primera fase. Será muy dura, créame.
—No me ha dicho en qué tipo de helicóptero está pensando.
—Hay muchos, pero el más idóneo para sus exigencias es el Hughes 500. La razón es que, como no consta de elementos hidráulicos, su construcción es relativamente más sencilla que otros modelos. Por otro lado, las personas que deberían ayudarme lo conocen bien, tanto para encontrar las piezas como para montarlo.
—No sé cuál es. ¿Es frecuente verlo?
—Diría que sí. Es ese que tiene forma de huevo y que a veces se ve en televisión con la insignia y los colores de la Guardia di Finanza.
—Ah, ¿sí? ¿De la Guardia di Finanza? Perfecto para perseguir a los evasores fiscales. —El abogado suelta una carcajada con su propio chiste irresistible. A mí no me parece tan gracioso.
—Todavía me tiene que explicar qué quiere hacer con él —le pregunto, alarmado por ese comentario.
—No es importante que usted lo sepa, ¿no le parece? Así su responsabilidad termina en la construcción —me responde.
Tiene razón. En definitivas cuentas, solo me ha pedido hacer algo que, como mucho, supondrá una multa y perder la licencia de vuelo. Pero a mi edad, con una cuenta bancaria bien llena podría dejar de volar.
—Hay otra cosa —continúo.
—Le escucho.
—El acuerdo será válido solo si estoy seguro de que mis compañeros me ayudarán. Sin ellos no podré llevar a cabo el trabajo ni garantizar el resultado.
—Me parece bien. Y si me lo permite, comandante, puedo ayudarle a preparar un argumento que podría ayudarle a convencerlos.
El abogado levanta un brazo y el mayordomo, o guardaespaldas, aparece en la puerta.
¡Demonios! ¡El mayordomo está controlando todo! En algún sitio tiene que haber una cámara escondida. En vez de tener botones de alarma, si alguno levanta las manos para atacar al jefe, el gorila llega inmediatamente. He leído en algún sitio que los smartphones se pueden conectar con el wi-fi a las cámaras se seguridad.
—Caio Gregorio, necesito esto.
¿«Caio Gregorio, el guarda del Pretorio»? ¿Ranuzzi se llama así? El abogado lo ha contratado por su nombre, seguro.
Escribe algo en un papel y se lo da al mayordomo, que se va.
—Comandante, le ruego que espere todavía unos minutos. Mientras tanto, ¿podría explicarme cómo piensa organizar las lecciones de vuelo?
—No preveo problemas particulares. Acordaremos el calendario para los entrenamientos prácticos y para las lecciones necesarias de teoría. Pero primero, para estar seguros de que no tiene ninguna afección que pudiera generar problemas a gran altura o durante el vuelo, deberá realizar un pequeño chequeo.
He evitado hacer alguna referencia a su edad. Y he hecho bien, porque su respuesta es totalmente inesperada.
—¿Yo, un chequeo? No, por favor, no me interesa.
—No entiendo, ha dicho que debo enseñarle a pilotar...
Unos golpes en la puerta interrumpen la conversación. No es el mayordomo. En la biblioteca entra, levitando a la altura de doce centímetros de tacón, y contoneándose como las bailarinas de las Mil y Una Noches, un sueño rubio, verde y rojo: rubio el pelo, verdes los ojos y los labios, rojos.
Ahora lo sé: el amor a primera vista existe, y yo acabo de experimentarlo. De manera potente y absoluta.
—Hola, amor —las palabras se derraman como miel de esa fuente del olvido que son sus labios carnosos. Cuando besa al abogado tengo que frenar el impulso primordial de lanzarme a la garganta de ese que percibo como un macho rival.
—Aquí está su estudiante. Le presento a mi novia, Jessica.
—Encantado, señorita. Pronuncio esas palabras usando el registro más barítono de mi voz.
—Qué locura, ¿no le parece? Italo es así. Estoy tan excitada con la idea de aprender a pilotar...
La palabra «excitada», que llega a mis oídos mientras su perfume se insinúa en mi cerebro aumentando las sinapsis dedicadas a la percepción de los olores y estimulando el sistema límbico, provoca una ligera debilidad de mis rodillas.
Intento ponerme mi máscara más profesional.
—Como le decía al abogado, se trata de hacerse un chequeo y luego es sólo cuestión de organizar el calendario de lecciones.
—¿Debo hacerme un chequeo? Pero si estoy bien —dice con un gorjeo y girando sobres sí misma como una bailarina.
Oh, sí que estás bien. Estás fenomenal.
—No será más que una formalidad, así estaremos seguros de que podremos continuar sin problemas.
—Y ¿qué piensa? ¿Me darán el visto bueno para pilotar el helicóptero? —y extiende las lagunas verdes que tiene a los lados de esa bonita nariz.
Y allí, durante un segundo, me atraviesa la duda de que, más que ella sea, se haga. ¿Ya se ha acabado el amor a primera vista? No, me escaparía con ella nada más salir de la biblioteca del abuelo, o sea, del novio, o sea, del abogado.
¿Abuelo? ¿Pero qué digo? Es más joven y está más en forma que yo. Y encima tiene pelo.
Ignoro estos pensamientos y decido veme tan joven como me hace sentirme la pequeña perturbación que Jessica ha provocado en mis dos últimas moléculas de testosterona.
El abogado se me acerca, me coge los antebrazos y me dice con aire decidido:
—Le confío un tesoro y espero que usted haga todo lo necesario para que permanezca intacto.
No sé por qué, pero me da la impresión de que estas palabras tienen muchos significados. Incluido aquel, apenas escondido, de las consecuencias que derivarían de daños de cualquier naturaleza a su tesoro. Asiento con la cabeza y el abogado comprende que he comprendido.
—Mantendremos el contacto a través de Caio Gregorio. Los asuntos económicos también los llevará él. Muchas gracias. Extiende la mano en lo que es evidentemente una despedida.
—Adiós, abogado. Adiós, señorita.
El abogado levanta el brazo. Esta vez me sorprende la llegada del hombre de negro.
—Acompaña al comandante y dale toda la información sobre el manejo de las cuestiones económicas. Dale los números de contacto y para fijar las citas. ¿Has preparado lo demás?
—Como usted dispuso.
El mayordomo me conduce hasta la puerta. Antes de abrir esta saca una libreta de su chaqueta. Entreveo la pistola en el pequeño bolsillo del lado izquierdo. Se da cuenta de que la he visto, pero no dice nada. Escribe mis datos y me da un papel con los suyos. Después me entrega una bolsa flácida, de esas que están de moda y usan indistintamente hombres y mujeres. Esta desprende un olor de piel cara mezclado con el perfume, que reconozco, de la novia. Probablemente antes la había usado la chica. Aspiro el olor con toda la capacidad de mis pulmones.
El mayordomo abre la bolsa y me muestra que dentro hay tres gruesos paquetes rectangulares.
—Son cincuenta mil de anticipo para cada uno. Puede contarlos, si quiere. Uno para usted y los otros para sus compañeros.
¿Cincuenta mil de anticipo para cada uno? Decididamente, me he topado con algo excepcional... y aquí está el argumento para ayudarme a convencerlos.
—Todavía no sé si aceptarán —preciso, cogiendo la bolsa—. ¿Se fían tanto como para dármelo así?
Caio Gregorio solo muestra una pequeña ondulación de las comisuras de los labios.
—Si no aceptan, nos los devuelve. El dinero que no se merece se devuelve siempre. Adiós —me dice, hablando lentamente.
—Adiós —respondo.
No hay duda: si quien tengo en mente no acepta devolveré hasta el último céntimo, y con mucho cuidado para que los envoltorios no se estropeen demasiado.

III
30 de mayo
Son casi las doce cuando dejo la carretera provincial del valle Tanaro para coger la que me llevará, subiendo por entre los viñedos, al pueblo de Mongardino. Rápidamente llego a la plaza donde encuentro a Sante esperando.
Nos saludamos abrazándonos, no sin cierta emoción recíproca.
—Cuánto me alegro de verte. Ya creía ser un desaparecido del mundo del helicóptero.
—Querido Sante, somos viejos y los nuevos reclutas han ocupado todos los puestos libres. Los pilotos jóvenes, ya sabes, son muy aguerridos.
—Y se prostituyen por dos duros. Nosotros, por lo menos, exigíamos que nos pagasen.
Un tema clásico de conversación de mi amigo. Los años no le han cambiado, al menos en este aspecto.
Me doy cuenta de que cojea ligeramente.
—¿Qué te ha pasado? Le pregunto señalando la pierna.
—Ah, eso, nada en particular. Antes o después tendré que operarme de la cadera. Más pronto que antes, por cierto.
Hace al menos diez años que no lo veo. Sin que se me note, intento observar cómo ha cambiado. Es tan alto como yo, pero él ha conservado un físico delgado. Su pelo ondulado está completamente blanco, mientras que las gruesas cejas todavía mantienen algo de su color inicial. La cara, ahora surcada por profundas arrugas, es como la recordaba: caracterizada por una nariz griega y dos ojos oscuros y brillantes.
Me da por sonreír al ver que se viste igual que cuando lo conocí: zapatos suaves, pantalones cómodos y chaqueta rústica de estilo inglés clásico. Más que un viejo piloto en la ruina parece el último terrateniente anciano del pueblo.
—¿Qué tal se vive en Mongardino?
—Bien. De todas formas todos los sitios son iguales.
—Parece un sitio bonito.
—Exacto: si todos los sitios son iguales, es mejor vivir en el mejor.
La famosa lógica de Sante. Incontestable y adaptable a la situación.
—He visto que la bodega de la cooperativa sigue abierta. ¿Sigues yendo todavía?
—Solo para comprar vino. De helicópteros hace siglos que no se habla.
—No se estaba mal en los tiempos del consorcio. El trabajo era difícil, pero podíamos salir adelante.
—Y en aquellos tiempos pagaban correctamente.
—Pero tú decidiste quedarte a vivir en el pueblo.
—Como decía antes, todos los sitios son iguales.
—¿Estás listo? ¿Podemos irnos inmediatamente?
—Listísimo. ¿A dónde vamos?
—A Moncalvo, cerca de Casale Monferrato.
—¿Moncalvo? ¿A hacer el qué?
—Es que allí vive Aurelio y tenemos que hablar con él.
Salimos del pueblo en dirección a Asti. Después tomamos la carretera provincial hacia Moncalvo.
—Me han dicho que tiene un restaurante —dice Sante.
—No exactamente. Tiene un pequeño bar de vinos con cocina, o una taberna con enoteca. Llámalo como prefieras, las dos versiones son buenas. Su mujer en los fogones y él en la sala. Salen adelante, pero conociéndolo... no sé. Veremos.
—¿Ya no trabaja como técnico de helicópteros?
—Me parece que lo ha dejado hace algún tiempo, pero no conozco los detalles.
El resto del viaje hablamos del pasado, del presente, pero no del futuro, porque me voy zafando de los intentos de Sante por saber la razón por la que he organizado esta reunión. Le pido que sea paciente, es algo importante y quiero hablar de ello cuando estemos todos presentes. Lo convenzo y dejamos pasar el tiempo con recuerdos nostálgicos de helicópteros, mujeres y vuelos más o menos temerarios.
Tras una media hora aparco delante de local de Aurelio. Tiene una puerta con los cristales completamente satinados excepto el texto: «Lara y Aurelio – Vino y pequeña cocina», transparentes.
Entramos en una única sala de dimensiones limitadas que transmite una agradable sensación familiar. La pared de la izquierda está completamente llena de estantes llenos de botellas de vino que rodean la pequeña puerta de acceso a los servicios. Apilados en el suelo hay, en gran cantidad, cartones y cajas de madera con más botellas de vino y de grappa. Enfrente de nosotros está la puerta de la cocina, A los lados hay dos aparadores rebosantes de platos y vasos y dos neveras con las puertas de cristal. Uno está dedicado a los vinos que hay conservar frescos, mientras que el otro contiene una serie de postres en porciones.
La pared de la derecha está cubierta con cuadros al olio que reconozco como obras de Aurelio. Le gustaba lidiar con los lienzos y los pinceles ya en los años en los que trabajábamos juntos.
El local tiene solo ocho mesas, más una, al lado de un aparador, que vale por una oficina minimalista. Calculadora, bloque de facturas y terminal para las tarjetas de crédito indican su finalidad.
—¡Eraldo, Sante! —exclama Aurelio cuando sale de la cocina. Una sonrisa enorme ilumina la cara sobre la que se agita su típica mata de pelo, ahora completamente blanca. Sigue siendo el mismo, a pesar de haber cambiado el mono de mecánico por un delantal grande típico de tabernero—. No podéis imaginar qué alegría me dais con esta visita.
Nos damos un beso y nos abrazamos.
—Finalmente se respira ambiente de helicópteros. Hoy os invito, pero no os acostumbréis —dice cogiéndonos bajo el brazo y acompañándonos a una mesa—. Sentaos y portaos bien. Voy a buscar algo de beber.
Cuelgo la valiosa bolsa en el respaldo de la silla y coloco encima la chaqueta, como para protegerla.
—¿Qué tal está Lara? —pregunto, acordándome de su mujer—. Voy a saludarla.
—No te preocupes. Ya la aviso yo.
Desaparece tras la puerta de la cocina. Reaparece un poco después acompañado de una apuesta señora morena de unos cincuenta años, de aspecto cuidado y movimientos enérgicos. Me levanto y me dirijo hacia ella.
—Lara, estás fenomenal.
—Queridos. Hace diez años desde la última vez que nos vinos.
Nos damos tres besos en las mejillas, al modo francés.
—Hace realmente mucho tiempo. Me alegra ver que estás en forma.
—Eres guapísima. Aurelio no te merece —confirma Sante.
—Y vosotros seguís siendo los mismos seductores.
—Es la verdad.
—Gracias, gracias. ¿Qué queréis comer? —pregunta, para acabar con la situación embarazosa.
—¿Qué aroma es este que viene de la cocina?
—A mí me vale, sea lo que sea. Se nota que es algo especial —confirma Sante.
—Veo que olfateáis como perros de caza: es minestrone de Monferrato. No os dejéis engañar por el nombre, es un plato completo con carne y verduras. Mientras esperáis, ¿qué os parecen unas anchoas y un salami suave?
—Perfecto —respondo con convicción.
—Estamos en tus manos —reitera Sante.
—Entonces está decidido —interviene Aurelio, que deja una botella de vino en la mesa—. Y para beber: Grignolino.
Lara, que se ha acercado a la puerta del restaurante, mira fuera, vuelve a entrar, la cierra con llave y pone el cartel de «cerrado».
—Así puede hablar mi marido con vosotros. En los platos pienso yo.
—Esta mujer es mi esposa —dice Aurelio, que la abraza y la besa sonoramente.
—Vale, vale. Ahora siéntate y déjame hacer.
—Gracias, Lara. Por tu amabilidad —digo.
Sante le hace el gesto del pulgar para arriba como signo de aprobación.
***
—¿Cómo va todo, chicos? —pregunto. Decido dar un gran rodeo.
—Antes de nada, brindemos por nosotros y por nuestro reencuentro —responde Aurelio, mientras llena los vasos con el vino espumoso de un delicado color rosa.
Brindamos chocando los vasos.
—Excelente —digo sinceramente, después de haberlo probado—. Se notan bien los aromas y los sabores afrutados y especiados.
—He abierto una botella de las buenas, y hay más. Sabes, la ocasión es especial.
—Has hecho algo bueno y justo —le dice Sante.
—Como decía: ¿qué tal va todo? —retomo la conversación.
—¿Cómo quieres que vaya? Como ves no estamos mal, tenemos clientes, aunque hoy es un día tranquilo. Pero echo de menos los helicópteros.
—Yo no tengo nada que decir —responde Sante—, salvo que más que los helicópteros lo que me falta es un salario mensual.
—¿Y tú? Tú sigues en el ajo: trabajas para aquella pequeña compañía en Alejandría, ¿verdad? —me pregunta Aurelio.
—Sí, trabajo, pero sólo cuando me llaman. Un poco como instructor y algún que otro vuelo. Todavía tengo el coche de aquellos tiempos. Menos mal que es un Volvo.
Un buen comienzo. Tienen la predisposición justa para intentar convencerlos y que acepten. Por encima de todo estoy contento de que Aurelio esté en tan buena forma, porque él se llevaría la mayor parte del trabajo físico y mental.
La comida está buenísima. Lo cual no me sorprende, puesto que sé que Lara es una cocinera excepcional. Hablamos del pasado común. Somos unos viejos compañeros que comen y beben, y los temas son los típicos de estas ocasiones: helicópteros, dinero, mujeres.
Estudiamos posibilidades de trabajo improbables, en Italia o en el extranjero. Espero antes de exponer mi propuesta. Quiero que hayamos agotado los otros temas para tener toda su atención.
—He leído que buscan pilotos y técnicos en Canadá. E incluso pagan bien —dice Sante.
—¿Sabes en qué condiciones trabajan? —pregunta Aurelio—. Vosotros sois demasiado viejos para transportar pasajeros, y solo os quedaría, admitiendo que lo necesitarais realmente, el trabajo aéreo. La concurrencia es grande y tienen unos horarios de trabajo terribles. Perdonadme que os lo diga, pero es duro incluso para los jóvenes.
—Pero tú eres mecánico y además eres más joven. Tú podrías.
—A lo mejor yo podría encontrar trabajo más fácilmente, pero los servicios en tierra en el norte de Canadá son un castigo demasiado grande para mí, que no he hecho nada malo para merecerlo,
—Aumenta la demanda en Brasil para las nuevas perforaciones petrolíferas en el mar.
—La canción es la misma, los pilotos ya no tenemos edad y él quiere acabar sus días sin tener que sufrir demasiado —comenta Sante. Aurelio asiente.
—¿Volviste a oír hablar de tu amigo americano? Me parece que se llamaba Bogard —pregunto a Sante.
—¿Bogard? —responde con una expresión maravillada.
—Sí. Aquel de quien me habías hablado cuando volviste de tu viaje a Tejas.
—Tienes buena memoria, habrán pasado veinte años. Su nombre es Robert. Déjame pensar... la última vez que hablé con él fue cuando me llamó hace cinco años más o menos. Estaba de paso en Suiza y pensaba que habríamos podido vernos. Pero no pudo ser.
—¿Sigue teniendo la misma organización?
—Hace cinco años, sí. Me dijo que estaba en Europa visitando los centros de mantenimiento principales.
—¿Solo mantenimiento oficial?
—Después habría ido a África, Sudán y Nigeria, creo, buscando contactos con organizaciones no gubernamentales que estuvieran interesadas en conseguir helicópteros.
—¿Organizaciones no gubernamentales? —pregunta Aurelio—. ¿Como Médicos Sin Fronteras o Emergency?
Sante explota en carcajadas.
—No tan humanitarias —dice, y hace una breve pausa—. ¿Estás entrando en materia? —Levanta un vaso de grappa en lo que me parece un brindis solitario de buenos auspicios.
—¿Sigues teniendo su número de teléfono? ¿Podrías volver a dar con él?
—Diría que sí. Creo que lo escribí en algún sitio. ¿Cómo es que te interesas tanto por él?
—Ahora os lo explico. Después me diréis si os puede interesar a vosotros y a cambio de qué.
—¡Lara! —llama Aurelio.
—¿Por qué gritas? No estoy sorda como vosotros tres, viejos pilotos —responde su mujer abriendo la puerta de la cocina.
—Tenemos para largo. Si quieres irte a casa...
—Iba a sugerirlo yo.
Lara se acerca a la mesa. Sante y yo nos levantamos para despedirnos y agradecerle la deliciosa comida. Nos deja y vuelve a desparecer en la cocina.
—Hay una escalera que lleva al piso de arriba: casa y bodega —explica Aurelio, intuyendo nuestra curiosidad.
—Cómodo.
—Sí, pero ¿quieres volver a liarte con los helicópteros?
—Lo primero es pedir vuestra palabra de que, independientemente de lo que decidamos al final, todo lo que digamos se quedará entre estas cuatro paredes. Es importante y tenéis que responderme sin incertidumbres.
Sante suelta con buen humor:
—Deja de tocar las narices y cuéntanos. Te estás enrollando demasiado. Sabes que te puedes fiar.
—De acuerdo, no contaré nada —confirma Aurelio.
Tienen razón, basta de dar rodeos.
—Se trata de montar un helicóptero con el máximo secreto. Un helicóptero perfecto, pero sin matrícula. Tendrá que ser ensamblado sin que nadie lo sepa, a parte de nosotros y el cliente —hago una pausa, pero ninguno de los dos abre la boca. He captado su interés y esperan que siga con la explicación—. Tendremos que crear un taller en un edificio que se encuentra en una propiedad del cliente. Es un lugar aislado.
—¿Qué helicóptero? —pregunta Aurelio.
Claro, él es el mecánico, y va inmediatamente a lo práctico. Ya ha comprendido que será él quien lo montará.
—¿Y para qué sería? —pregunta Sante.
—Os lo diré después de que hayamos llegado a un acuerdo. Pero antes respondo a Aurelio Podría ser, creo, aunque podemos discutirlo, un 500 C.
Por la expresión de su rostro que se relaja entiendo que se siente capaz de hacerlo. No me sorprende. Los tres conocemos bien ese aparato.
—Entiendo que yo sería quien montaría el cacharro. Pero ¿yo solo? —pregunta.
—Tú solo no, con la ayuda que podamos darte nosotros.
—O sea, yo solísimo.
—¿Por qué el 500? —interviene Sante.
—Porque América está llena de excedentes militares y tú conoces a alguien que podrá conseguir las piezas necesarias. Y Aurelio tiene amigos en los centros de mantenimiento que conocen ese modelo.
—Ahora entiendo el porqué de las preguntas sobre Bogard.
Sonrío y asiento.
—Pero tú también conoces a esas personas —continúa Sante—, podrías prescindir de mi ayuda. Mi aportación es mínima.
—Tú los conoces bien y sabes cómo tratarlos y cómo convencerlos para que no hablen. Tú también decidirías el coste, y luego decidiríamos juntos cómo proceder. También tendrás que encontrar la manera de transferir el dinero por canales no oficiales. ¿Ves que eres estratégico? Tu trabajo es tan indispensable como el técnico.
—Y... y... —Sante se inclina sobre la mesa y susurra— y... ¿cuánto ganaríamos?
—¿Por qué hablas tan bajito?
—Porque si es algo tan secreto no veo por qué tendríamos que estar gritando a los cuatro vientos, ¿no te parece?
Veo una cierta lógica, salvo que solo estamos nosotros tres en el local.
—Antes de hablar de dinero me gustaría saber qué riesgos corremos —dice Aurelio—. No me interesa tener la cartera llena de dinero y yo en la cárcel.
—No empieces a ser un miedica, ¿vale? Todavía me acuerdo de lo que me hiciste perder en Bengasi —replica Sante.
—¿Todavía sigues con esa historia? Deberías agradecérmelo. Impedí que te metieras en líos.
—Eres un cobardica. Era una tontería por la que nos habrían dado un montón de dinero.
—¡Que te crees tú eso! Te lo habrían clavado por la espalda. Una vez obtenido lo que querían te habrían enterrado en el desierto.
—Yaaa... enterrado... ya había llegado a un acuerdo. Se fiaban.
—Perdonad —interrumpo—. Ayudadme a comprender esto.
—Nos daban una buena cantidad de dinero —explica Sante—, por llevar dos cajas de material. Y él no quiso.
—Estás completamente ido. Ya antes tenías problemas, pero ahora muestras signos de Alzheimer.
—Ya. Porque ¿no era así?
—De uno en uno. Aurelio —pregunto— quítame la curiosidad: dime por qué no quisiste hacer ese vuelo.
—Sante no lo cuenta bien. Estábamos en Bengasi trabajando como enlace con una plataforma de perforación en el mar de Libia. Un buen trabajo: dos o tres vuelos cada día. Después de los cuales nos quedábamos en espera de eventuales emergencias. Un buen día algunas personas del lugar propusieron a Sante que transportara a escondidas cajas con armas y explosivos. Ellos las llevarían al hangar del aeropuerto y nosotros deberíamos aterrizar en algún lugar de la ruta y dárselas a otra persona x.
—¿Ves que tenía yo razón? Un trabajo facilísimo, no se habría dado cuenta nadie y habríamos ganado diez mil dólares. Digo bien diez mil.
—¡Pero tú estás loco! ¿Sabes cómo son las prisiones en Libia? Nos habrían matado, o como mínimo ahora podríamos estar cantando como sopranos.
—Me llaman Mimìiiii... —entona, o más bien desentona Sante con voz de falsete.
—Entonces, para el trabajo que nos propones —continúa Aurelio—, me gustaría saber qué riesgos vamos a correr. Y me gustaría saber si es un trabajo para terroristas o algo parecido. Porque, en ese caso, lo haréis sin mí.
—No empieces, no empieces. Tenemos la ocasión de ganar dinero y ya te estás echando para atrás.
—Correríamos solo riesgos limitados —explico—. Volar sin el certificado aeronavegabilidad, no declarado a la autoridad civil. En mi opinión no hay sanciones penales, y si las hubiera, serían de poca importancia. No tenemos antecedentes, así que nadie tendrá que ir a visitarnos a la cárcel.
—Efectivamente, conozco gente que ha hecho de todo y siguen trabajando tranquilamente —comenta Aurelio. Y después vuelve a preguntar— ¿pero para qué lo quieren? ¿Por qué tanto secreto?
—No lo sé, y no le he preguntado. Nosotros lo construiremos, como nos pide el cliente, y después será su problema el uso que quieran darle.
Sante se tapa los oídos con las manos.
—No me digas nada. No quiero saberlo. No me hables de ello.
—Si supiéramos para qué lo usan seríamos cómplices —continúo—. Así, como mucho, nos podrán acusar de haber sido incautos. A lo mejor perdemos la licencia de piloto y de mecánico.
—Es cierto que nuestras licencias, excepto tú, las usamos ya muy poco, o nada —añade Aurelio.
—Exacto —coincido—. Ahora mismo soy el único de nosotros que la usa y, si me pagan el equivalente de los próximos diez años de mísero salario, puedo hasta regalarla.
—Diez por cero es cero. Mejor que sea más —dice Sante. Después pregunta— ¿cuánto?
Lo miro en silencio. Ya he comprendido que lo harían incluso por menos de la cifra que he convenido tan fácilmente solo porque alguien había dicho al abogado que yo era un tipo capaz y disponible.
Capaz, no hay duda, pero disponible, ¿en base a qué podrían decirlo? ¿Es posible que aquel misterioso empresario me conozca mejor de lo que yo me conozco a mí mismo? Aunque, al final, allí estaba, intentando organizar el trabajo.
—¿Entonces? ¿Se te han roto las cuerdas vocales? —Sante me sacude dándome un golpe en la espalda.
—Son ciento cincuenta mil euros.
—¿Ciento cincuenta mil? —pregunta para obtener una confirmación—. Por cincuenta por cabeza le construimos incluso la Sojuz. Conozco un par de comerciantes con contactos dentro del antiguo Ejército Rojo.
Esperaba que lo vieran así. No he especificado a posta, para hacer un mayor efecto cuando anuncie el salario real.
—Habéis entendido mal. Son ciento cincuenta mil por cabeza.
Sante reacciona primero. Después de unos segundos durante los cuales enmudece, explota con un:
—Grandísimo hijo de puta, ¿cómo has conseguido que te den tanto dinero?
—Se lo he pedido y ha aceptado.
—¿Sin regatear?
—Yo he aceptado su petición y él ha aceptado la mía. Le he dicho que sois indispensables.
—Has sido astuto —dice Sante.
—Nada de particular. Solo he dicho la verdad. Sin vosotros no podría hacerlo y, si no aceptáis, yo también lo rechazaré.
—Perdonad —se integra Aurelio en la conversación—. ¿Cómo podemos estar seguros de que nos pagará? Con tanto dinero es fácil que, acabado el trabajo, el cliente desaparezca.
Cojo, con ademán teatral, la bolsa del respaldo de la silla. Extraigo los tres paquetes, los pongo encima de la mesa haciendo suficiente ruido en la tabla de madera. Quito una parte del envoltorio de papel de uno de ellos para enseñar el montón grueso de cincuenta billetes de cien euros. Los tres dejamos de respirar, como hipnotizados por esa visión surrealista.
—No podremos hablar de esto con nadie —repito, dirigiéndome principalmente a Aurelio—. Lo siento, pero a Lara también tendrás que decirle lo mínimo indispensable.
Después vuelvo a hablar en general:
—No hablaremos con nadie, por íntimo que sea, del helicóptero ni del lugar en el que trabajaremos. Nos inventaremos una mentira creíble y la mantendremos los tres.
Cómo me gusta esta parte. Siento un placer físico al mantener el suspense en mi discurso. Consigo ponerme en el lugar de ellos y casi captar sus pensamientos.
—Haced un gesto de que habéis comprendido y estáis de acuerdo.
Sante coge el paquete ya abierto.
—Entiendo. Estoy de acuerdo. Cojo este porque no me gustaría que los otros tuvieran recortes de periódicos.
Nos reímos con el chiste pero, por la duda que se infiltra en nosotros, decidimos controlar el contenido de los otros sobres.
Me alegro de que den por descontado que mi compensación será igual a la suya. Podría justificar fácilmente la diferencia argumentando que la proposición me la han hecho a mí y que soy yo el que les elije a ellos. Pero sé que, al final, la diferencia podría crear rencores. Mucho mejor así. No necesito mentir y el problema no se presenta.
Salvo que yo sí lo sé y esto no me hace sentirme contento conmigo mismo. Por primera vez en mi vida no soy sincero con mis compañeros. Siempre hay una primera vez para cualquier cosa, por lo que parece.
Decido no pensar más en ello.
—Nos vemos de nuevo la semana que viene. Que cada uno desarrolle sus ideas sobre cómo realizar el proyecto. Recordemos que, como hemos aceptado el anticipo, ya no podremos echarnos atrás. Dentro de un año, como muy tarde, el helicóptero deberá poder volar.
Los dos asienten.
—¿Tengo que contratar a Bogard? —pregunta Sante.
—Sin pasarte. Pregunta solo si tiene disponibles las piezas de recambio, de la turbina hasta la transmisión, y las palas. O sea, todo. Él y los otros proveedores solo te conocerán a ti. Cada uno de nosotros, una vez que tenga un contacto, ya sea para el mantenimiento, para la provisión de piezas o para la logística, continuará solo. Así nadie podrá hacer asociaciones.
—¿Y yo? ¿Qué hago mientras tanto? —pregunta Aurelio.
—Empieza a buscar los manuales de mantenimiento para poder realizar el ensamblaje. Inventa las excusas que quieras.
—Conozco bien ese helicóptero, pero la versión civil, no el Cayuse, la versión militar. Has hablado del excedente del ejército americano...
—La base será un Hughes civil, quizá un viejo Breda Nardi, que conoces bien. Deberás adaptar algunas cosas, pero estoy seguro de que podrás hacerlo perfectamente.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Todavía no lo tengo, pero tengo algo en mente. En nuestra próxima reunión espero poder daros buenas noticias. Mientras tanto deberías hacer una lista de las herramientas que necesitarás, y pensar dónde comprarlas. No todas en el mismo sitio, mejor con distintos proveedores. Darás a Sante la descripción de las herramientas especiales, que las conseguirá a través de sus contactos.
—Muy bien —confirma Sante.
—¿Qué tamaño tiene la cabaña? —insiste Aurelio que, estoy seguro, ya está pensando en cómo organizarse y cuánto espacio necesitará.
—No lo sé, iremos la semana que viene. Me han asegurado que es muy amplio y tiene un portón de grandes dimensiones.
—No me hagas trabajar en un cuartucho, ¿vale?
—Claro. Y vosotros tened cuidado con todo este dinero. Si huis soltaré a los asesinos más sanguinarios para que os persigan —digo bromeando, pero no del todo—. Y si no lo hiciese yo lo haría el cliente.
—A propósito —me interrumpe Aurelio—. No has dicho quién es.
—Es un abogado de Milán, os lo presentaré en la primera ocasión que se presente. Por ahora conformaos con esta información.
Me levanto. Cojo la bolsa y meto mi paquete de billetes.
—¿Quieres meter el tuyo? —le pregunto a Sante—. Te llevo a casa. Puedes fiarte, verás que no se nos olvidará.
Sonríe y mete su fajo. Después imita una pistola con los dedos. Muy elocuente.
—Adiós, Aurelio. Te llamo yo. No me llames si no es por asuntos que no puedan esperar. Dile a Lara que no puede hablar con nadie de nuestra reunión. Tenemos que acostumbrarnos a no hablar de nada que esté relacionado con este trabajo.
—Por este dinero no hablaré ni conmigo mismo.
—Yo, ¿con quién quieres que hable? Como mucho, con el gato —añade Sante.
Sabía que volveríamos a formar un buen equipo.

IV
31 de mayo
A las ocho ya estoy en la calle. Tengo prisa por llegar a Caorso. Durante el encuentro con el abogado me había acordado de que, unos quince días antes, conduciendo por la autopista, había visto en un depósito de desechos militares, tanques y máquinas terrestres, la silueta familiar de un helicóptero Hughes 500C
La complicidad con Sante y Aurelio es buena. Si no se hubieran cumplido estas condiciones, ni pudiera contar con su ayuda, creo que no habría aceptado. Eso ya está hecho y ahora intentaremos trabajar lo mejor posible. Espero.
Dentro de poco veré el helicóptero. Si está entero o solo hay que parchear la carcasa o alguna costilla, está todo resuelto. Todo lo demás lo arreglaremos sin problemas.
Pero qué extraño gastar todo este dinero solo para que actuemos en secreto. Querrán hacer algo que vale mucho más.
Basta, no quiero pensar en esto. No sé nada y no sospecho nada. Me han pedido que les ayude a construir un helicóptero y les ayudaré. Tendré que enseñarles a pilotarlo y les enseñaré.
Jessica, mi alumna. Si yo tuviera diez años menos.
Todavía tendría cincuenta y cinco y ella seguiría teniendo menos de treinta. A lo mejor si tuviera el dinero que tiene el abogado... Aunque no me gustaría que estuviera conmigo por el dinero.
Pero, ¿pretendo gustar a una chica por lo que soy? Aunque hay algunas a quienes les gustan más los hombres mayores. Por no decir auténticos viejos. Es una patología, tienen algo que no funciona bien. Pero, ¿entonces? ¿Todas las chicas a las que gustan hombres mayores están enfermas?
Casi siempre les gustan viejos con dinero.
Hay mujeres así y si eso es lo que les gusta, ¿por qué no podría darles lo que quieren? Pero, ¡oooh!.... ¿qué estás pensando? ¿Te acuerdas de lo que dijo el abogado? «Le confío un tesoro...»
Ocupo la hora larga de viaje necesaria para llegar a Caorso con más elucubraciones sobre las mujeres, el dinero, los helicópteros, sobre mi vida y sobre mis demasiados años.
Poco después del peaje llego a la entrada de una gran explanada donde están alineadas decenas y decenas de furgonetas, camiones, tractores, excavadoras, grúas, hormigoneras y vehículos similares. Es la sede de la organización de ventas donde se expone el helicóptero. Entro, aparco y me dirijo hacia el helicóptero, que sigue estando en el mismo sitio. Ahora que lo veo de cerca lo reconozco: es un helicóptero construido en Italia por Breda Nardi con licencia de Hughes. Por las siglas de registro veo que es un aparato que usé hace muchos años para algunos vuelos de instrucción. Siento una pequeña nota de nostalgia.
—Buenos días, señor. ¿Puedo ayudarle en algo?
Me ofrece una tarjeta de visita junto con la más típica sonrisa de vendedor. Leo: Primo Airoldi - Máquinas nuevas y usadas de todo tipo - Venta y alquiler. Debajo la dirección, los números de teléfono y el correo electrónico.
—Buenos días, soy Cavicchi. Creo que sí. Iba por la autopista, he visto este helicóptero y me ha entrado curiosidad. No me importaría llevármelo a mi jardín para que jugaran con él mis sobrinos.
—Bueno, aún no se puede decir que sea una chatarra. Todavía está en buen estado y podría incluso volar. Lo que le impide volar en realidad es la burocracia, porque ha sido inhabilitado por el RAN y no tiene documentos válidos.
Deja de hablar. Entiendo que espera mi petición de una aclaración y decido contentarlo. No quiero que sospeche de mis conocimientos.
—¿Qué es el RAN? —la sonrisa de satisfacción que ilumina la cara de Airoldi me hace comprender que he dado en el clavo.
—Es el Registro Aeronáutico Nacional, el equivalente del Público Registro de Automóviles, el PRA.
—Ah, entiendo. ¿Y por qué ha sido inhabilitado?
—Como con los coches, si el registro sigue siendo válido hay gastos anuales aunque no se utilice el vehículo. Además, muy importante, entra en el cálculo de la declaración de la renta. Si el dueño no quiere revisarlo por el alto coste que eso conlleva y no encuentra un comprador por esa misma razón prefiere anular los documentos oficiales.
—Entonces es verdad que podría volar.
—Uf..., con unas cuantas reparaciones... podría intentar reconstruirlo como un helicóptero para aficionados... si quiere me puedo informar.
—No, se lo ruego. Solo me interesa para tenerlo en el jardín. Soy un apasionado de la aviación, pero en el suelo. Solo vuelo con aviones de aerolíneas para ir de vacaciones.
Estoy satisfecho de ser un incompetente creíble. Prefiero exagerar que hacerle sospechar que pensamos repararlo para que pueda volar.
—¿Quiere verlo?
—Sí, y también saber cuánto cuesta. Sabe, me ha hablado sobre todo del buen estado en el que está y esto me hace pensar que se está preparando para apuntar muy alto.
—Por favor, no cuesta nada. Por lo menos le querrá dar el valor del aluminio, ¿no?
—¿Que sería...?
—Sería... se lo puedo dar por la mísera cantidad de cincuenta mil euros.
Abro mucho los ojos y digo con aparente sorpresa: —¿Cincuenta mil? ¿Hay cincuenta mil euros de aluminio en ese armatoste?
No quiero que piense que ya estoy convencido y que le daría incluso cien mil si me los pidiese.
—Mírelo bien, también por el interior, todavía tiene todos los instrumentos y la tapicería es perfecta.
Mientras tanto hemos llegado, pasando entre camiones y tractores, hasta el sector de la vasta explanada donde se encuentra el helicóptero. A primera vista las palas no me parece que estén en buen estado, pero de todas formas, por seguridad, las habría cambiado. El interior está bien, tal y como ha dicho el vendedor. A pesar de que falta algún instrumento.
—¿Y esos agujeros? —pregunto señalando espacios vacíos en el tablero de mandos.
—Bueno, sí, esos faltan, pero si lo va a usar para jugar podrá taparlos con piezas de metal. No quedará feo.
No digo nada. Le pido que abra todas las puertas.
—¿Dónde está el motor? Hago como si no supiera dónde debería estar.
—No hay. En este helicóptero el motor es una turbina, que sola valdría más de trescientos mil euros —afirma descaradamente Airoldi.
Muestro, con teatralidad, un poco de desilusión.
—Qué lástima, habría estado bien abrir los compartimentos y ver el motor.
De ninguna manera puedo decirle que, si hubiera estado, lo habríamos sustituido de todas formas.
Continúo, con la actitud de un ignorante, controlando los aspectos que me interesan más: la estructura, las costillas, los patines de aterrizaje. Me parece en buenas condiciones y no veo signos evidentes de corrosión o daños provocados por aterrizajes violentos o golpes.
—Pero esto está completamente vacío, me imagino que habría un engranaje para hacer girar la hélice —inquiero usando términos de incompetente.
—La transmisión está unida al rotor, en el helicóptero se llama así; estaba, pero se quitó. De todas maneras, sin el motor no sirve para nada. Perdía aceite y ensuciaba la parte posterior de la cabina.
—El exterior y el interior están bastante bien. Pero su afirmación de que podría volar me parece exagerada. Estoy dispuesto a gastarme diez mil euros, que ya me parecen muchos. Vendré yo a buscarlo, para evitar que sea golpeado durante el transporte. Mandaré a alguien competente que pueda desmontarlo sin estropearlo del todo. Es cierto que va a estar en un jardín, pero tiene que parecer que podría salir volando en cualquier momento. Si no, ¿dónde estaría la diversión? —Hago un guiño al vendedor.
—Nooo, diez mil es imposible. El dueño nos ha impuesto un precio mínimo de venta y no puedo venderlo tan barato. Lo siento, a ese precio no puedo hacer nada.
Veo que habla en serio. Decido elevar la oferta.
—Última, pero de verdad última oferta. Solo porque se lo prometí a los chicos. Le ofrezco veinte mil, es mi última palabra.
No es cierto; si no aceptas te daré lo que pidas, pero no es necesario que lo sepas.
—No puedo asumir esta responsabilidad, pero puedo preguntarle al propietario.
Coge el teléfono móvil y llama a un número memorizado.
—¿Doctor? Soy Airoldi, buenos días. Disculpe, pero quería hablarle de la oferta de una persona interesada en su helicóptero. Es muy inferior a lo que usted había pedido... sí.... es cierto... serían veinte mil y los gastos de transporte a cargo del comprador... sí... cierto. Que tenga un buen día, doctor. Se lo diré.
No sé por qué, pero tengo la impresión de que la llamada sea una farsa. Quizá sean las pausas, que no me parecen naturales, quizá el tono de voz...
—Ha dicho que se lo cede por treinta mil, pero solo porque está cansado de verlo. Me sorprende mucho, pero se ve que es su día de suerte.
Decididamente, era una llamada falsa. Mejor.
—Mi mujer me internará en un manicomio, pero acepto. Así que estamos de acuerdo. ¿Cuánto tiempo tengo para pagar?
—Basta dar una entrada y firmar el compromiso de compra. Después, a partir de mañana podrá venir para arreglar los papeles y recogerlo.
Dejo un depósito de cinco mil euros, firmo el compromiso, hago un montón de fotos del helicóptero.
—Asegúrese de que no sufra daños. El saldo lo haré al recogerlo, cuando esté seguro de que el helicóptero esté todavía en estas mismas condiciones.
—No se preocupe, daré la orden de que lo separen del resto.
Justo para hacer más verídica la imagen de estúpido con poder adquisitivo añado:
—Es una locura, pero mis sobrinos me adorarán.
—¿Quién no querría tener un helicóptero en su jardín? —comenta Airoldi.
Tengo la impresión de que me está tomando el pelo, pero él no sabe la razón de mi compra, así que dejo que piense lo que quiera.
***
—Estás de mal humor desde esta mañana. ¿Me vas a decir qué te pasa por la cabeza, o vamos a seguir así durante mucho tiempo?
La pregunta, hecha por Aurelio con cierto ímpetu, no provoca ninguna aparente reacción. Después de un tiempo adecuado según Lara, llega la respuesta:
—No me pasa nada por la cabeza.
Enfatizando la palabra «nada», indica claramente cuánto su recipiente mental está lleno, listo para desbordarse.
—Sé que estás pensando algo, y cuanto antes me lo digas, antes podremos recuperar un ambiente normal.
—Si tienes alguna por ahí que te pueda dar un ambiente mejor que este sufrimiento que te causo, ¡eres libre para irte!
Aurelio no responde enseguida, sabe que su mujer no conseguirá aguantar y dirá todo dentro de poco. Además, cree saber a qué se debe la hostilidad.
—¿A dónde quieres que vaya? Este ambiente me gusta, cuando es normal —y con esta sutil invitación se abren las compuertas.
—¿Normal? ¿¡¡Normal!!? ¿Es normal que no me puedas decir qué trabajo vas a hacer con esos dos tarados? ¿Es normal que me quieras hacer callar hablándome de dinero? ¿Acaso te he hecho pensar durante estos años que eso es lo que quiero? ¿Es normal que tengas que hacer un trabajo y yo no pueda saber qué es? ¡Extraño concepto de normalidad, el tuyo!
—¿Por qué dices que son unos chalados? Te gustaban y te parecían simpáticos. ¿Ahora resulta que están locos?
—Sí, sí. Evita la cuestión. De todas formas ya lo sabes...
—¿El qué?
—Sabes que no me vas a decir lo que estás tramando, para mí significará que ya no confías en mí y que, por lo tanto, nuestro matrimonio ya no tiene sentido.
—¿Qué dices, te has vuelto loca?
—Las cosas que hacemos tienen consecuencias, y esta es la consecuencia de tu comportamiento.
Aurelio no sabe qué responder, tiene la sensación de que su mujer está hablando en serio y lo que ella está planteando es lo último que él quisiera que ocurriese. Decide que algo sí puede contarle.
—De acuerdo, faltaré a mi promesa a Eraldo, te lo contaré...
—¿Por qué la promesa a Eraldo es más importante que el compromiso que hiciste al casarte conmigo?
Aurelio mira a su mujer y comprende que nunca habría debido prometer nada que la excluyera.
—Tengo que ayudarles a construir un helicóptero sin que el ENAC lo sepa —dice, casi como liberándose de un peso.
—¿Es decir?
—Parece que un tipo rico quiere un helicóptero pero que nadie puede saberlo.
—O sea, que servirá para hacer algo ilegal, ¿no te parece?
Ahí estamos, todos deberían haber pensado lo mismo que su Lara. Es tan simple y tan evidente.
—No lo sabemos y hemos decidido no preguntar nada. El hecho de no hablar de ello con nadie tiene como objetivo el justificar nuestra... ignorancia.
—No me gusta.
—Ganaré lo suficiente como para poder comprar el local. Sabes que alquilarlo se lleva casi todas nuestras ganancias.
—No me gusta.
—Llevaré cuidado para no involucrarme en nada más. Solo seré el mecánico.
Lara niega con la cabeza y repite con voz más baja:
—No me gusta.
Aurelio se acerca y la abraza. Ella le deja hacer.
Apoya su rostro en su hombro, le sujeta las manos y le dice con tono afectuoso:
—Trabajar algo más te quitará esa capilla de grasa que has acumulado en el restaurante. A lo mejor te viene bien.
Sonríen. Aurelio coge un calendario colgado en la pared.
—Ven, tenemos que revisar el calendario de apertura.
—Ni pensarlo.
—Pero estarás sola, no podrás hacerlo todo.
—Hay gente que busca trabajo y los contrataré temporalmente si es necesario. Tú ocúpate de tu helicóptero y yo me ocuparé de mi taberna.
—Nuestra.
—Mía.
—Tuya —concede Aurelio, que piensa en lo afortunado que es de haber encontrado a su Lara. Sonríe pensando que podrá comprar el local para ella.
***
Sante abre la ventana para dejar entrar al gato.
—Romeo, eres un cabezota. ¿No puedes usar la gatera como te he enseñado? Creo que te gusta hacer que te abra la puerta.
Le acaricia la cabeza y bajo la barbilla.
—No te preocupes. No te abandonaré. En cuanto reciba el dinero nos iremos juntos. De todas formas las gatas hablan el mismo idioma en todas partes.
Busca en un montón de libros en el suelo. Casi abajo del todo encuentra el que buscaba: un atlas del mundo con los mapas físicos y políticos.
—Eres viejo y muchas fronteras habrán cambiado, pero me ayudarás a hacerme una idea.
Abre la nevera, coge la lata de comida de Romeo y la vacía en el plato. Coge una botella de vino Cortese ya empezada y se sirve un vaso. Llena una cazuela con hielo y mete la botella dentro. Lleva todo a la mesa baja al lado del sillón, en el que se sienta con cuidado para mantener derecho el vaso. Abre el atlas en la página de los husos horarios. Calcula la diferencia con Dallas: hay siete horas de diferencia. Mira el reloj: las doce. Tiene tiempo antes de poder llamar a Robert.
Le da tiempo a prepararse un plato de pasta y un filete y que después mirará los mapas de América Central.

V
11 de junio
El camino que sale de la carretera regional después de Gattinara no está asfaltado. Las malas condiciones en que se encuentra invitan a circular por él muy despacio. Después de medio kilómetro, aparca al lado de un muro de ladrillos, de unos dos metros de altura, con trozos enyesados, y con partes cubiertas de hiedra, glicinas y otras variedades de plantas trepadoras
En primavera, con las glicinas en flor, tiene que ser todo un espectáculo.
Más allá del muro el perímetro está flanqueado por una espesa hilera de árboles y arbustos que denotan la intención del arquitecto de ocultar el interior del jardín a la vista. A las doce llego a la entrada de la propiedad del abogado: una verja antigua de hierro forjado, sujeta por dos columnas cilíndricas de ladrillos. Ya conozco el lugar, pero sigue maravillándome.
Quién sabe si Jessica vendrá hoy para curiosear.
Tengo las llaves para entrar con total libertad. El abogado había pedido al mayordomo que hiciera una copia para cada uno de nosotros.
La mañana luminosa de junio ofrece un cielo azul intenso que se combina bien con las tonalidades verdes de las muchas variedades de especies típicas de la región de Valsesia presentes en el jardín. Me gustan los castaños, los fresnos y los robles alineados y entremezclados cuidadosamente.
Las líneas de la avenida arbolada conducen la mirada hacia la elegante fachada de la villa. La construcción presenta indicios arquitectónicos de las residencias de campo de los señores piamonteses del siglo XIX: es bonita pero no llamativa, rica pero no opulenta. La atmósfera está desnaturalizada, pero al mismo tiempo es más romántica, con un estilo más inglés que italiano del parque.
Un aire de nobleza decadente. Una percepción típica del poeta Gozzano, crepuscular...
En lugar de con el viejo coche de cien caballos, tendría que haber venido en un carruaje tirado por un caballo.
Sante está dentro de la casucha convertida en taller. Observa a Aurelio mientas explora minuciosamente el helicóptero, que ha sido transportado desde Caorso bajo su supervisión. Les saludo, y después pregunto:
—¿Has preparado la lista de lo que hace falta?
—Lo trajimos el viernes, necesitaré al menos toda la semana —responde Aurelio sin esconder una cierta irritación por la pregunta.
—Pero podremos empezar a hacer algo, ¿no?
Sale del helicóptero, donde estaba examinando las placas con los números de serie pegadas a los componentes principales. Resopla, saca una libreta del bolsillo de la pierna derecha de su mono de trabajo. Lo abre con la actitud de un guardia que va a poner una multa y finalmente habla:
—Mientras tanto podemos conseguir las piezas grandes: la lista completa con todo lo que hace falta estará lista dentro de unos días. Así que, para Sante: estos son los datos del motor y de la transmisión. Se trata de una turbina Allison-Rolls Royce C20 con todos los accesorios de la versión para el Hughes 500C. Mejor nueva, pero valdría una reparada. También tienes que conseguir todas las llaves especiales que hacen falta para el montaje. He puesto en la lista un juego completo de palas.
—No me parecían buenas, pero pensé que tú las habrías controlado de todas formas y habrías decidido qué hacer —confirmo, señalando las cuatro palas desmontadas y alineadas al lado del fuselaje.
—Las he controlado, tienen fisuras internas y pequeñas grietas sospechosas. Hay que sustituirlas —resume Aurelio.
Después se dirige de nuevo a Sante:
— La transmisión está compuesta por un reductor y un árbol de transmisión.
—¿Transmisión? ¿Qué quieres transmitir, y a quién?
Aurelio mira a Sante con compasión y pasa a hablar conmigo:
—Tienes que conseguirme una pequeña grúa de taller que pueda levantar por lo menos quinientos kilos a unos cuatro metros de altura. Y dos series completas de herramientas de taller, de buena marca, una en milímetros y la otra en pulgadas. Tienen que ser completísimas e incluir las llaves que ninguno usa nunca. Si te preguntan para qué es, di que tienes que montar un taller para coches antiguos ingleses e italianos. En la lista encontrarás lo demás: bancos de trabajo, tornillos de banco, y todo lo que pueda ser útil.
—Pero si traen esto verán el helicóptero —interviene Sante.
—Le pediré al abogado que compre una furgoneta —indico, cogiendo las hojas con mis anotaciones—. Iremos a una ferretería grande en Milán o en Turín. Están acostumbrados a recibir pedidos grandes y sería muy raro que hagan preguntas.
—¿Crees que puedes conseguir las palas, la turbina y la transmisión? —le pregunto a Sante.
—Creo que sí. Te diré cuánto cuestan —responde, cogiendo el folio con esta lista de la compra tan especial.
Siento que me invade una energía estimulante. De nuevo soy artífice de algo importante. De nuevo soy el comandante de una escuadra, y esta vez estamos reconstruyendo un helicóptero que pilotaré dentro de algunos meses. No es que no me gustase el trabajo en la escuela de vuelo, pero ahora la adrenalina vuelve a correr por mis venas.
—Buenos días, señores —dice Martinelli-Sonnino entrando por la puerta lateral del cobertizo, la del acceso a las personas.
—Qué bonitooo... —exclama Jessica, corriendo hacia el helicóptero—. Un huevecito en el cielooo... si fuese Pascua sería perfecto. Hasta le pondría un lazo.
La chica, que se ha vestido pensando en las miradas masculinas, se exhibe en una pequeña actuación, ofreciéndonos todas las poses posibles, alrededor, debajo y dentro del helicóptero.
Yo huyo momentáneamente de este mundo y me deslizo a un sueño personalísimo donde, en el edén de los pilotos, el comandante, vigoroso y bien parecido, aunque entrado en años, coquetea con la bella y subyugada alumna.
—Buenos días, abogado —oigo que dice Sante. Me suena lejísimos, la voz me llega como con sordina.
—¡Eh! —su codazo me devuelve al mundo real. Lo maldigo para mis adentros: estaba muy bien en mi paraíso.
—Buenos días, abogado. Le presento a Sante Genovese, un compañero piloto, y a Aurelio Armellini, el técnico que nos permitirá volar.
Después, dirigiéndome a mis amigos:
—El abogado Italo Martinelli-Sonnino, el cliente que nos ha encargado esta reconstrucción, y su novia, la señorita Jessica Rizzoli.
—Señores, es un honor conocerles y quiero decirles enseguida que estoy muy satisfecho de este inicio tan positivo.
—Nos alegra saberlo —respondo en nombre de todos.
—Buen trabajo, buen trabajo. Pero me parece pequeño, ¿podrá transportar el peso que le dije?
—Cuatro personas y cien kilos a dos mil metros. Con cuidado, pero podrá. Es el mismo helicóptero que usaban los americanos en la guerra de Vietnam.
—¿Usaron mi huevecito en la guerra? —Jessica se entromete en la conversación.
—No este, este es un modelo civil italiano, pero con sus primos americanos sí.
—¿Entonces es un diablillo?
—Bueno, no lo diría así. Digamos que depende de los pilotos y del uso que le den.
—¿Me enseñará a ser un piloto diablillo?
Me parece que me tomas el pelo, pero da igual. Diviértete como quieras. Seré tu bufón, tu payaso. Te contaré mil y una historias. Me bastará con poder estar cerca de ti y respirar el perfume de tu piel.
— Comandanteee, ¿en qué está pensando?
—¿Qué? Ah, sí, le enseñaré a pilotarlo sin problemas, es un helicóptero que conozco perfectamente.
—¿Podríamos pintarlo? —pregunta el abogado—. Así, blanco y rojo, es demasiado vistoso. Ha hablado de Vietnam y me gustaría que tuviera un color mimético.
—Si quiere podemos darle el color verde aceituna que usaron los americanos.
—Perfecto. Hágalo, háganlo, como vean.
—Dentro de unos días —le informo—, le diré dónde tiene que transferir una cantidad ya bastante elevada. La semana que viene Genovese irá a una cita para comprar los componentes principales: motor, transmisión, un juego completo de palas, las grandes y las pequeñas, y otras cosas. Yo me ocuparé del equipamiento del taller y necesitaremos una furgoneta. Una Fiat Ducado nos vendría bien. Pero sería mejor que eso lo comprase usted.
—De acuerdo, me ocupo de la furgoneta. ¿Conseguirá respetar el presupuesto?
—Estas son solo las primeras compras. Todavía no sabemos la cifra exacta. Para los componentes principales será cerca de cuatro cientos mil.
Veo que está esperando más información.
—Para el equipamiento del taller no sabría decirle, pero son cosas caras.
—¿Conocéis a los custodios? —pregunta, cambiando de tema, para dar la impresión de que ha comprendido todo—. No están siempre en la villa. Les he avisado y saben que no deben alimentar la curiosidad de nadie.
—Nos cruzamos con ellos cuando trajimos el helicóptero. No se puede decir que les conozcamos. Se mantuvieron alejados. Se ve que saben respetar sus órdenes.
—Les diré que pueden acercarse, quizá podríais necesitar algo en algún momento. Pero prefiero que sean prudentes. Si lo necesitáis, podéis pedirles que os preparen habitaciones, ya les he informado de esta posibilidad.
—Gracias, eventualmente usaremos este recurso. Todos vivimos a distancias razonables, y por ahora preferimos volver a nuestras casas.
Mira alrededor sin cambiar de expresión y pregunta:
—¿El transporte del helicóptero fue fácil?
Sé a qué se refiere.
—El camión estaba cubierto por una lona y no se podía ver su interior en la autopista. Hemos buscado un transportista de Lacio especializado en vehículos aéreos. Los conductores están acostumbrados a mover este tipo de mercancía por toda Italia y no hacen preguntas. Y además no son de aquí.
—Muy bien. Entonces les deseo buen trabajo.
Se dirige a la puerta. Jessica le sigue saludándonos con la mano y caminando de espaldas. Sonríe. Es una visión maravillosa.
—¿Me equivoco o te gusta la chica? —pregunta Sante.
—Vosotros también podéis ver lo guapa que es. Claro que me gusta. ¿A vosotros no?
—Sí, pero no nos quedamos atontados. Tienes que controlarte. El abogado te ha mirado durante unos segundos con el ceño fruncido y ni siquiera te has dado cuenta.
Suspiro profundamente.
—Bah. No sé qué decir. Es una cuestión estética. Me gustan las cosas bonitas, como los cuadros de Caravaggio o las esculturas de Donatello.
—A veces me pareces un auténtico imbécil —sentencia Sante.
Cruzo mi mirada con Aurelio, que levanta los ojos al cielo, para señalarme que él piensa lo mismo.
Si hasta Aurelio se compadece de mí tengo que llevar más cuidado. Pero si no me doy ni cuenta, ¿qué puedo hacerle? Tendré que comprarme un CD con un curso de autoayuda y escucharlo por la noche. Tendré que grabar en mi cabeza: «Esa chica no representa nada para ti, no te gusta Jessica, no te gustan sus piernas, sus tetas son feísimas, tiene un culo blando que se le cae, tiene los ojos de color verde marchito, tiene pelo amarillo y graso, una nariz de bruja, los labios son... son...»
«Eres un cretino». Esto tendría que grabarlo varias veces; «eres un cretino».

VI
19 de junio
Sante va directamente del 737 de Ryanair a la extensión que lo lleva al terminal. No lleva equipaje, por eso se dirige rápidamente al hall de llegadas del aeropuerto Stansted de Londres. Busca a su amigo entre las personas que están esperando. Por suerte el antiguo mensaje telefónico seguía siendo válido y ha conseguido organizar un encuentro en Londres. Lo encuentra fácilmente porque, con su metro noventa de altura, sobresale entre los demás.
—Sante, dear friend. How are you?
—Hola Robert, how long...?
Se saludan dándose un abrazo y palmadas en la espalda. Después, al darse cuenta de que están dificultando el flujo de los otros pasajeros, se apartan a una zona donde hay asientos libres.
—Querido amigo. Me alegra muchísimo volver a verte. Y no lo digo solo por el trabajo.
—Después de todos estos años has mejorado muchísimo tu italiano: lo hablas mejor que yo.
—Eh, dear Sante, sabes que tu bello país tiene muchas fábricas importantes de armas y, con mi trabajo, ya sabes, noblesse oblige.
—Pero eso es francés.
—A veces me equivoco, porque ellos también tienen buenas fábricas.
—También hablabas ruso, si me acuerdo bien.
Точнее, не большой, но достаточно для бизнеса.
—¿Es decir?
—Exacto, no muy bien, pero suficiente para los negocios.
—A propósito de negocios, como te dije, no me quedo esta noche. El vuelo de vuelta a Milán es a las nueve.
—Qué lástima, dear friend. Pensaba llevarte a un lugar que te habría gustado.
—La última vez elegiste un sitio que se suponía que era de cocina italiana y casi muero envenenado.
—Es que el cocinero era sueco, ¿qué esperabas?
—Me lo dijiste después.
—Esta vez nada de cocina italiana, sino rusa. Se come con vodka, rodeado de chicas que sirven en topless.
—Pero el topless en los restaurantes es típico americano.
—En estos tiempos los rusos son más americanos que los americanos mismos.
—Tienes razón, pero, desgraciadamente, nada de cena sexy. Tenemos tres horas y solo podemos ir a un bar del aeropuerto.
All right, dear friend.
Después de explicarle que todo debe permanecer en secreto, aspecto sobre el que Robert lo tranquiliza, Sante le pasa la lista de las piezas que Aurelio ha preparado. Su amigo la estudia durante unos diez minutos y luego dice:
—Encontrar estos componentes será very easy, muy fácil. ¿Cómo te los envío?
—Tienen que llegar a esta dirección.
Sante le da una tarjeta cuidadosamente escrita, en mayúsculas.
—No hay que declarar que son piezas de helicóptero. Sé que eres capaz, a través de tus contactos en los aeropuertos, de hacerlos llegar de otra manera.
—Será más caro.
—El precio no importa, lo que es indispensable es que sea una operación invisible.
—Right, llegarán a Aviano con un vuelo de las fuerzas aéreas americanas y luego os los llevará un furgón de Federal Express.
Robert se da cuenta de la expresión de Sante, que muestra dudas sobre la simplicidad con la que su amigo ha liquidado el problema de la discreción.
—No tienes que preocuparte, Sante, en nuestro trabajo estas son cosas nimias. Si me hubieras pedido piezas para armar un Hughes con misiles Tow habría sido más difícil, pero te los habría encontrado, anyway. Tendrás tus spare parts, tus piezas de recambio.
—Perdona, había olvidado tu experiencia. Necesito el material ayer.
—Sois todos iguales.
—¿Quiénes?
—Vosotros, customers, los clientes. Meses o años para decidir y luego lo queréis tener enseguida.
—¿Cuánto tardarás en conseguirlos?
—Si el dinero no importa, los tendrás la semana que viene. Pero no importa significa que no importa. Si vous me comprenez bien!
—Entendido, pero ¿por qué hablas francés?
—Perdona, dear friend. Es que ayer concluí una negociación larga y difícil para unos tanques de los amigos franceses y todavía tengo la cabeza llena de palabras francesas.
—¿Cuánto nos costará?
—Te informaré en cuanto lo sepa. Puedo decirte que para las piezas, tanto reacondicionadas como militares nuevas, harán falta unos doscientos cincuenta mil american dollars.
—Es un buen precio. Y lo has pronunciado en perfecto italiano.
—El dinero lo has entendido bien, pero keep calm, no es todo, la misma cantidad para los que me ayudarán y para la expedición especial Y porque eres my friend.
—Ya veo por qué me parecía un precio bajo, faltaban cosas. ¿Cómo nos organizamos?
—Apunta este número, es seguro. Tendrás que comprar un cell phone, then, only con tu new cell phone, remember, me mandas un saludo y yo te respondo con tres números. El primero es una cuenta cifrada en la sede del Bank of America de Zúrich, y el segundo es el dinero, en US dollars. Cuando llegue el dinero a la cuenta enviaré los componentes. Deberías recibirlos una semana después del pago.
—¿Y el tercer número?
—El tercero es el teléfono que marcarás para nuestro siguiente contacto.
—¿Y el número viejo?
—No será válido, expired. Lo cambiaré cada vez y tú harás lo mismo. Cada vez tendrás que destruir el teléfono usado, destruirlo, no sólo tirarlo, you must remember, tienes que recordarlo.
—Lo he entendido, un intercambio de mensajes y luego triturarlo.
—Perfect! Use a hammer! Un martillo grande bastará. Tienes que comprar otro cell phone y volver a mandar el saludo. Te responderé si puedes usar ese número o, eventualmente, te comunicaré otro distinto.
—Entendido. Habrá otro pedido más tarde, en cuanto nuestro mecánico acabe la lista.
—Si es todo igual, se podrá hacer: money makes life easier.
Sante le da la mano para sellar el acuerdo al que han llegado.
—Siempre me ha gustado el pragmatismo de los americanos. Ahora que hemos llegado a un acuerdo podemos beber una cerveza y relajarnos.
—Dear friend, tenemos grandes recuerdos que compartir.
—¿Qué cerveza quieres? ¿Inglesa? ¿Double malt?
—¿Cerveza caliente? ¡Absolutamente no! French beer, he visto que tienen Fisher.
—Tienes que probar las italianas, son especiales.
—¿Italian beer? Oh, well, la probaré antes o después.
Mientras disfrutan las cervezas, Sante le pregunta a qué país sería mejor ir a vivir, con igualdad de dinero disponible.
—A Belice, sure —responde Robert—. La mejor calidad de vida por poco dinero.
—¿Y Costa Rica? Parece que hay un flujo de emigración de élite a ese país.
—No está mal, pero prefiero Belice.
Robert mira a Sante con una mirada inquisitiva. Luego continúa:
—Years ago habrías preguntado dónde hay más fight, más batalla, y no dónde se está tranquilo.
—La gente cambia.
—¿Te acuerdas del batallón Leopardo?
—¿Te refieres al pobre Schramme?
—Exactly.
—Eran otros tiempos. Medio siglo que parece una vida.
—Si quieres volver a estar en medio de actividades very special como piloto de helicópteros puedo hablar con alguien. ¿Are you combat-ready?
Sante no responde inmediatamente. Se pone a recordar sus años de joven, cuando el cielo africano le había parecido más azul y había creído que las extensas vistas de aquellas tierras eran horizontes de gloria.
—Sante.
—Perdona, estaba pensando.
—He visto en tus ojos la nostalgia de África, dear friend.
—Creo que Belice o Costa Rica serán perfectos. O incluso Brasil. Veremos. Lo que necesito seguro es un sitio donde haga calor.
Robert se limita a sonreír.

VII
2 de julio
Paso por delante de la fachada principal de la casa, después aparco en frente del cobertizo. Ya están el Fiat Punto de Aurelio y el Renault Clio de Sante.
—Ya era hora: cuando hay que trabajar encuentras siempre la manera de desaparecer.
—Sante —digo con aire sorprendido—, ¿estás tú también?
—¿Es una pregunta? ¿Quieres una respuesta?
—No, es por decir algo. Lo sabes.
—¿Y tú sabías que esperábamos el furgón de Federal Express hoy?
—¿Ha llegado ya?
—A las nueve. Y adivina quién estaba aquí para recibirlo.
—Supongo que tú y Aurelio.
—Has ganado.
—¿Todo bien? — intento cambiar de tema—. ¿Qué tal es el material? —pregunto mirando el conjunto de piezas mecánicas colocadas ordenadamente al lado del fuselaje del helicóptero.
—A primera vista parece bueno —responde Aurelio—, pero lo sabré solo cuando las haya examinado mejor.
Asiento. Miro alrededor. Conozco el lugar, llevamos un mes trabajando aquí, pero cada vez valoro más la organización del espacio que ha hecho Aurelio. Es un gran profesional; y Sante es perfecto para tratar con ese tipo de gente para conseguir las piezas. Sin ellos no habría podido hacerlo.
—Si no me necesitas iré a dar una vuelta —digo a Aurelio.
—Hoy no os necesito.
—Entonces ¿puede venir Sante conmigo?
—Llévatelo de aquí, pero coge esta lista de herramientas, las necesito más bien rápido.
—¿Vamos al mismo proveedor?
—Las ferreterías milanesas tienen todo, y de las mejores marcas.
—Entonces voy yo, así cambiamos la cara del cliente. Veo que necesitas una pequeña presa y un cargador de baterías profesional; podré meterlos en el Volvo. Los tendrás el miércoles o el jueves.
—Adiós —dice, volviendo a trabajar en el área del motor.
Estoy contento. Conozco bien a Aurelio y sé que cuando se comporta de manera más hosca significa que está concentrado en su trabajo.
Fuera examino con Sante la zona donde haremos las operaciones de vuelo. Al lado de la construcción que sirve de hangar se abre un amplio espacio abierto cubierto por un césped inglés compacto y muy bien cuidado. Los árboles que lo rodean por los tres lados, a parte del que está ocupado por el cobertizo, son suficientemente altos. El lado más largo del prado, de unos cincuenta metros, me parece suficiente para permitir maniobras de despegue y aterrizaje.
—¿Qué te parece? —pregunto a Sante.
—Más que suficiente.
—Me parece que hemos empezado con buen pie. Y has hecho un buen trabajo con Bogard.
—Un poco caro, esperaba gastar menos.
—Cuando se quieren cosas fuera de lo normal hay que estar dispuesto a pagar por ellas. Le he dejado muy claro este punto al abogado.
El ruido de un coche que llega orienta nuestra atención en dirección de la avenida que va del portón de entrada a la villa. Me doy cuenta de que mi corazón se ha acelerado: podrían ser el abogado y Jessica.
¿Cómo es posible que tenga reacciones de adolescente? ¡Acabaré siendo un hazmerreír!
El coche es un viejo Golf rojo. Se para delante de la casa y bajan dos personas: un hombre y una mujer de media edad. Miran hacia nosotros, hablan entre ellos y entran en el edificio.
—Son los custodios, los De Prà: Oreste y Germana —comento.
—Ya. Parece que siguen ocupándose de sus propios asuntos.
—Al menos cuando estamos nosotros.
—Quizá deberíamos acercarnos para conocerlos. Antes o después tendremos que quedarnos a dormir.
—Otro día, hoy vamos a la ferretería.
Pasando por delante de la casa veo que los dos nos observan desde la ventana.

VIII
4 de agosto
El paisaje desfila rápido. El motor de mi coche cumple su deber, girando sin descanso. Considerando los años que tiene y los kilómetros que ha recorrido está haciendo una buena prueba de resistencia. Probablemente no se da cuenta de la traición que estoy preparando.
—Recuerda que este te lo compro yo —me dice Sante como si me hubiese leído el pensamiento. Luego sigue:
—¿Cuándo llega el Carrera?
—Todavía no lo he decidido, estoy pensando.
—Yo no lo cambiaría, casi cien mil euros por un coche es un robo.
—Al final serán muchos menos, porque lo compro de segunda mano, y, de todas maneras, en todos mis años de trabajo no he conseguido ganar lo suficiente para permitírmelo. Quizá no soy tan viejo como para no darme esta satisfacción.
—¿Quieres presentarte delante de la rubia con el cochazo?
—¡Ya era hora!
—¿Ya era hora de qué?
—De que dijeras la tontería del día. Hoy llevabas retraso y me estaba preocupando.
—Querido Eraldo, te conozco desde que eras un piloto joven y ambicioso. ¿Te acuerdas de que te llamaban Manfred el Rojo?
Manfred el Rojo... Qué nostalgia: veinticinco años y la convicción de que podría conquistar el mundo. Y todas las chicas del mundo.
—No porque fueras tan buen piloto como el mítico Barón Rojo —especifica Sante—, sino por tu simpatía por el Che.
—Me acuerdo bien. Y el Che me sigue gustando. ¿Y qué?
—Reconozco cuando estás enamorado. A esta edad se te pone la misma cara de pez cocido que antes.
—No. Te equivocas. Y ahora dejemos de hablar de esto.
—Como quieras. Hablemos de trabajo. ¿Qué piensas de esta invitación a San Remo?
—No lo sé, pero creo que el abogado quiere hablar del proyecto con más tranquilidad.
—Lo importante es que no encuentre excusas para no pagar.
—No habrá problemas. ¿Has visto cómo ha sido puntual hasta ahora?
—Sabes, está bien fiarse pero...
—No habrá problemas, porque el helicóptero solo estará listo para volar cuando nos haya pagado todo. Exactamente como acordamos.
—Muy bien.
—Muy bien Aurelio, la idea fue suya.
—A propósito de dinero: ¿estás seguro de que este viaje lo pagará él? Tres días en el Royal de Sanremo deben costar una fortuna.
—Te los puedes permitir, con todo lo que has ganado hasta ahora.
—No puedo gastármelos en estas chorradas. Tengo pensado irme al extranjero, ya lo sabes.
—Dijo claramente que sería un placer para él hospedarnos Si eso significa algo ...
—Qué lástima que Aurelio no pueda venir.
—Tienen la cabeza sobre los hombros, esos dos. No tienen ninguna intención de cerrar la taberna.
—Pocos beneficios para el esfuerzo que supone. Deberían irse a Estados Unidos. Allí sí que podrían ganar dinero con un restaurante italiano.
Sante es así. Las cosas normales no son suficiente. Los sueños, del tipo que sean, sí.
—¡La salida! —exclama, haciendo un gesto con la mano de ir a la derecha.
Consigo salir de la autopista por los pelos. Me imagino lo que habrá pensado el conductor del coche de atrás.
Después de veinte minutos, curvas y costa, sobre las siete de la tarde entramos en el aparcamiento del Hotel Royal.
—El abogado les espera en el restaurante a las nueve —nos informan en recepción, después de haber controlado la reserva de las habitaciones. Luego añade:
—Les deseamos una estancia agradable.
—Ya veremos —comenta Sante—. A propósito, ¿podría confirmar si está todo pagado por el abogado?
El empleado coge una hoja de un bloc, lo lee rápidamente y lo apoya en el mostrador.
—Confirmado. El abogado ha firmado para cubrir sus gastos, incluidos el restaurante, el bar y el Spa.
—Bien, queríamos estar seguros... —aclara Sante, que se acerca a la hoja y la examina con atención sin importarle la expresión molesta del hombre.
—Perfecto, creo que podré disfrutar la estancia.
—Permítannos acompañarles a sus habitaciones —dice el empleado, haciendo un signo a un botones a pocos metros de distancia.
Un poco más tarde, antes de entrar en la habitación, nos ponemos de acuerdo en qué vamos a hacer.
—Y el Spa —comenta Sante—. No se anda con chiquitas, nuestro abogado. Tendrías que haber visto la firma de nuestra invitación: llena de florituras. Habría valido para un tratado internacional.
—Por ahora todo va sobre ruedas. Tengo curiosidad por saber qué tiene que decirnos.
—Venga, disfruta estos días. Todavía no has desconectado, te sentará bien. ¿Vamos al casino después de cenar? Quiero probar la ruleta con mil euros.
—¿Te preocupas por la cuenta del hotel y luego quieres dar dinero al casino?
—¿Dar? Lo que quiero es ganar dinero.
—¿No te poseerá el demonio del juego? —le pregunto, bromeando.
—Anda ya, el demonio... me tomará el ángel de la victoria en sus brazos.
—Entonces vendré.
—Perfecto.
—Nos vemos a las nueve directamente en el restaurante.
—Hasta luego.
El abogado me recibe con un «buenas noches comandante» muy cordial, y su novia con una sonrisa capaz de derretir el Polo.
Su novia... qué tristeza.
—Buenas noches, señorita Jessica, buenas noches abogado.
—¿Y el comandante Genovese?
—Estará al llegar.
—Allí viene —avisa Jessica.
Después de los saludos de rigor nos sentamos a la mesa y se relaja el ambiente. Mientras saboreo un brut de una marca conocida observo mejor a Jessica: lleva un vestido muy fino de color perla que se adapta a su cuerpo como la brisa de las noches de verano. Las pocas joyas sencillas completan una imagen digna de un cuadro de los prerrafaelistas ingleses. Me doy cuenta de que el corazón se me ha vuelto a acelerar.
—Como habréis imaginado, os he pedido que paséis estos días conmigo, a parte de por el placer de vuestra compañía, para poder hacerme una idea más precisa de cuánto tiempo falta para que el helicóptero esté listo.
—No tendremos problemas para respetar el compromiso de un año.
—Sé que te comprometiste en hacerlo en un año, pero he visto que habéis empezado bien y me preguntaba si podríais acabar antes.
—Haremos todo lo posible, pero tendrá que esperar por lo menos dos meses más para que podamos darle una fecha.
—Vale, vale. Por ahora disfrutemos de la cena y de la compañía. Ya hablaremos de eso más tarde.
Hace un signo a un camarero que se acerca y llena los vasos.
La velada transcurre bien, relajadamente. Hablamos de todo menos de helicópteros. Es imposible que la razón de nuestras vacaciones en San Remo se haya reducido a ese brevísimo diálogo. Es como si algo se hubiese quedado en el aire. Poco a poco dejo de pensar en ello.
Al acabar la cena pasamos a un salón donde toca un grupo que ataca algunas piezas pegadizas con resultados apreciables.

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