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Narcosis
Francisco Garófalo
Luego de haber perdido a su madre al nacer y ser abandonado por su padre, Lorenzo es llevado a vivir con su tía, quién toma la decisión de encerrarlo en un internado. Allí el pequeño Lorenzo será testigo de maltratos infantiles y de unos misteriosos asesinatos. Por esos azares inesperados, la vida de Lorenzo dará un giro impredecible al recibir una herencia familiar.
Después de haber vivido toda su juventud en penurias, el joven Lorenzo recibe una herencia. No obstante, malgastará su fortuna y con los últimos recursos intentará convertirse en policía con la intención de develar unos misteriosos asesinatos de los que fue testigo, encontrar a los responsables y llevarlos ante la justicia. En esta búsqueda enfermiza, Lorenzo terminará por hallar al amor de su vida y encarrilará su destino hacia su propio final.


NARCOSIS

Francisco Garófalo
NARCOSIS
© Francisco Garófalo, 2021
© Libros Duendes, 2021
Diseño de cubierta y maquetación: Libros Duendes

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Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación en cualquier forma, ya sea mediante fotocopia o cualquier otro procedimiento sin el consentimiento por escrito de los titulares de los derechos de autor.
Contenido
I (#u1fb40ee4-da44-5e46-8d75-284240426b1a)
II (#u52fab4a0-616f-5b0f-9254-6e19b298951b)
III (#u41d0013e-c100-545b-b589-c69b092c386c)
IV (#udc2ca6cd-8b93-525a-8dda-6b96f695f484)
V (#ucf05c066-cde2-5b65-bf75-c18d8f7891d3)
VI (#u31071c93-979d-534a-9789-2e8761b652b5)
VII (#ue615f1ad-7577-5727-999a-003b06d434c5)
VIII (#u24214444-a62f-53d2-a1d0-412d16d76146)
IX (#ucf9e891b-a574-5794-bcbe-9e7e1be91cc8)
X (#uf11fb722-4998-5834-9bea-62f7d1fed607)
XI (#u19edcdd7-4975-5af2-957c-a2d182285a2e)
XII (#u55f12dfb-8e3d-57cf-b20d-c8edf4480083)
XIII (#u8d5bf7ba-74ee-585c-a425-ef7ea95702c9)
XIV (#u2fdea374-13a5-5a7c-8836-3ac91c8405c7)
XV (#ud4c5794a-ba75-58d0-af2f-7c2aeef7215e)
XVI (#ue2307326-9903-5a0e-94e5-029a5276ee32)
XVII (#uf9c82fe5-abd5-597d-86db-79eb05c6e81b)
XVIII (#u82ea476d-9c8d-594d-9ed2-b40f3b559921)
XIX (#u89d1a237-7d62-5814-b742-f41d14c07406)
XX (#u0bd76733-60d1-5fb6-b116-f7fab451dd16)
XXI (#u94c3d7a8-055b-5de5-af63-c68821fc93bb)
XXII (#u67647155-dde9-5589-8301-6e4e2bf11e49)
XXIII (#ua9266ae5-3b61-5004-93aa-a7f4a224df3a)
XIV (#ub6a2aa7a-ed64-5401-b99b-473f0d554dc0)
XXV (#u5abef7e0-0f00-5a59-a7fc-42498484240f)
XXVI (#u6132a0af-19a2-5d76-8f00-d402a86b0fc6)
XXVII (#ucf6edf80-577e-579f-a05b-7aa925ff8bb2)
XXVIII (#uf8b01527-eb21-551a-ab57-c0da1e7ccdd3)
XXIX (#u25272eee-12fb-5038-b4bf-83fde77582c7)
XXX (#u1301d3d4-6e85-5562-987d-14b668c70cf6)
XXXI (#ubd498ea1-4cab-56d7-9471-96ef4bf55719)
XXXII (#u219455ef-32b0-5523-8789-d960d56638bc)
XXXIII (#u6555ea7e-4fea-5fd0-bf7e-cce91671fdaa)
XXXIV (#u5b77a2d3-2cca-5228-87c8-1b78dd9463a9)
XXXV (#u8d599ea5-493f-5da4-8664-dac4e072f083)
XXXVI (#uafb36d7a-0785-580c-b8e1-98835af8829a)
XXXVII (#u08a29f93-cd92-5956-9378-0a3009e9c967)
XXXVIII (#u68809a7b-9663-5b2e-979d-9a203b534254)
XXXIX (#u7a41f91f-a31b-575d-9b42-3811a8e65fdf)
XL (#u671219c5-58fa-5fad-91e8-80acd0ba2487)
XLI (#u019cb6b3-4055-5e50-8997-3a705d76042c)
XLII (#u59edd8ba-6a1d-5e2c-a1ec-e3a83e4a9fdb)
Epílogo (#uc6db1ed2-e15e-5c63-bd67-ab6c95b9f6cf)

A Dios, por tenerme aún con vida. A mis padres, por darme un buen ejemplo y haberme dado la educación.
A todos mis amigos que me han sabido escuchar, que leyeron mi obra y me dieron su opinión. A ellos dedico este escrito.

I
Estaba sentado en un banco bebiendo una taza de té. Vivía en una casa de color blanco, aunque nunca le gustó ese color. Tenía su mirada perdida, apuntando a ninguna dirección. Estaba tranquilo, nada lo interrumpía, nada lo molestaba, nada lo perturbaba, hasta que su mano tocó un objeto cuadrado que sintió que estorbaba dentro su chaqueta.
Lo invadió la curiosidad, y decidió extraerlo del bolsillo; era una vieja libreta arrugada, con sus pastas derruidas, sucia por tantos años de abandono. Lo curioso para él fue encontrar su nombre escrito en la libreta, pues el título decía El diario de Lorenzo.
Lorenzo abrió la libreta para ojearla y después de una corta revisión la cerró. Lo invadió una profunda curiosidad y angustia. La abrió por nueva ocasión. ¿Eran acaso palabras que no recordaba, frases sin sentidos, anécdotas o simplemente memorias que en alguna ocasión se le habría ocurrido escribir? No tenía idea, debía indagar. Sintió un dolor en el pecho. ¿Eran sucesos que ya no recordaba, una existencia que ya se había vivido, un sinfín de pensamientos que se amontonaban por momentos? Debía averiguar de qué se trataba.
Se acomodó en su banco para leer con detenimiento.
Yo, Lorenzo he decidido escribir este diario por si acaso algún día se me olvida lo vivido. No consigno mi apellido porque no lo tengo. Las circunstancias que me orillaron a cometer actos que jamás debí haber cometido son las que ahora me atormentan en el presente. Caí en deudas en el pasado y no las honré. Hoy las estoy pagando.
En realidad, todos pagamos lo que debemos, aunque en algunas ocasiones algunos más de la cuenta. Lo peor es que no recuerdo todo lo que hice y lo que dejé de hacer.
¡Quién desea acordarse de su miseria! Aunque nadie puede asegurar que toda mi vida haya sido una miseria, quizá simplemente ya estaba escrito mi destino. No lo sé.
No recuerdo donde ocurrió todo, ni las horas, ni los lugares, ni los momentos donde tal vez fui feliz. No recuerdo mucho. Por eso escribo. Por eso escribí para recordarlo, para no olvidar lo que hice, para no olvidar los pecados, para no olvidar lo que ya olvidé.
Perdí a mi madre en el momento de nacer y nunca supe el paradero de mi padre. Por esa razón fui a vivir a casa de mi tía Carlota. En aquel momento no sabía por qué mi tía se hacía cargo de mí.
Llegamos a la casa color azul que se combinaba con el hueso de sus paredes interiores y debo confesar que esos colores no me agradaban. No he sido muy amigable con los colores y, lo tengo que revelar, mucho menos he seguido un orden cronológico en mi narración. No creo en que un color haga la diferencia en tu vivir diario, como afirman ciertos psicólogos fabuladores de teorías que tal vez sean ciertas. Personalmente creo que es puro cuento. Solo nuestros buenos actos o nuestras falencias hacen la diferencia.
Nuestra forma de actuar y proceder en este maldito mundo, y digo maldito no porque en realidad lo sea, lo digo solo porque yo no tuve suerte o porque yo presté demasiado y no quise pagar.
Sabemos que somos buenos para pedir, pero muy malos a la hora de pagar. Eso lo sabemos y aun así seguimos haciendo lo mismo y nos justificamos con el banal pretexto de que “somos humanos”. Pero si somos humanos deberíamos saber que somos los animales más inteligentes en este mundo. Tal vez nuestra inteligencia es la que nos liquida. No lo sé, quizá nunca lo sepa.

II
Llegué a un lugar donde no era bienvenido, donde nadie se puso contento con mi presencia. Era simplemente alguien que llegaba a irrumpir en la vida de todos. Aún más en la vida de ella.
Más tarde me daría cuenta de que mi tía no me quería, ni su esposo, ni su hijo, aunque era de suponerse, yo era alguien que llegaba a incomodar a la familia, a una familia que aparentemente estaba bien, y recalco que en apariencia porque todo era una fachada, una vida falsa como la mayoría de personas. Como esa mayoría de personas que viven diariamente sin saber por qué viven. Que no tienen un propósito y que caminan dormidos por las calles vacías, llenas de fantasma sin ideas. De esas personas mecánicas que viven perdidas y aprisionadas por las malas acciones que le condenan a un encierro en libertad, a una vida sin sentido y sin sueños.
Cuando di mi primer paso nadie se alegró, cuando dije mi primera palabra nadie se emocionó. ¿Quién se podría emocionar si para ellos no existía? Era algo nulo, ni siquiera un bulto en esa casa. Alguien que nunca estuvo en sus prioridades.
Cuando cumplí cinco años, nadie me hizo una fiesta, nadie me felicito, nadie se acordó de mí, pero lo comprendía, pues nadie me amaba. Ella fue la única que se acercó.
La recuerdo. Claro que la recuerdo. Con su blusa color rosa, peinada como si fuesen cachos, sus labios rojos, sus ojos negros, su sonrisa que me inspiraba seguir viviendo.
Ella se empezó a convertir en la razón de mi existencia, era por ella que me mantenía con vida en aquella casa, era ella la que me hacía suspirar; era ella la que me hacía soñar, ella fue la única que me felicitó y que me dio un beso como regalo y me dijo Te quiero mucho. Y desde ese día supe que ella sería para mí. Que sería mi esposa para toda la vida.
Sí, era un niño con sueños de niño, un niño que amaba con amor de niño; un niño que se aferraba a ella porque era la única que le brindaba atención. Un niño que deseaba amor.


III
Aprendí. Empecé a saber mucho. Aprendí cosas por mi cuenta. Nadie me enseñó. Era un niño que iba aprendiendo diariamente y me pasaba todo el día viendo televisión pues esa era la única forma, para mí, de distraerme y a la vez de conocer el mundo. Aprendí, o tal vez no.
¿Qué nos puede enseñar la televisión? Tal vez muchas cosas. Y la mayoría cosas malas, dependiendo de las elecciones. ¿Y qué puede seleccionar un niño de cinco años? Dibujos animados donde se ve violencia o a dos sujetos tontos que hacen de protagonistas y además son animales que hablan. Es para entretener, ese es el objetivo, al menos eso dicen.
Pero lo cierto es que terminas actuando como ellos y te envuelves en un círculo vicioso de idioteces y de maldades. Las telenovelas, ¿qué te enseñan? ¿Las canciones que terminan hablando sin sentido y sin respeto a los oyentes? De eso aprendí.
No supe seleccionar programas. Las películas de acción me fascinaban. La inteligencia que tenían para matar y las diferentes formas de lucha. Terminé enredado en películas pornográficas que había encontrado en el cajón de la cómoda de mi tía. Una mujer aparentemente moralista. ¿Cómo podría encontrar pornografía en su cajón? Al parecer la falsedad de la gente no tiene límites y se ponen la máscara para que no las reconozcan.
Me llené la cabeza de porquerías. Es lo que me ofrecía el mundo en esos momentos y yo lo aproveché. Y aprendí todo lo que miré, todo lo que recepté, todo lo que me pude meter en mi cerebro. Si me preguntan hoy, confieso que fue la peor forma de aprender. Tal vez debí decantarme por los libros, pero a un niño qué le pueden importar los textos. Ni siquiera iba a entender las extensiones de varios capítulos sin sentido, porque no tenía la preparación para descifrar el mensaje escondido, ni siquiera tenía quién me lo explicara.
Mis primos aprendieron de una manera distinta a la mía. Pues tenían papás, quienes les enseñaban y se preocupaban por su educación. Tenían horarios para ver la televisión. Para poder ver sus programas favoritos, primero tenían que estudiar, realizar sus deberes y luego unos que otros consejos de sus padres en la merienda y así obtenían el premio. Todas las noches, antes de dormir, sus padres les leían fabulas con moralejas para que aprendieran cosas buenas, para que al llegar a ser grandes se convirtieran en profesionales de éxito. No obstante, las falsas palabras nunca dan frutos.
No se puede enseñar cuando se afirma algo con la boca y mientras las manos realizan una labor contraria. El ejemplo es la mejor enseñanza. Debemos hablar menos y hacer lo que se proclama. No imponer, porque esa no es la forma, más bien animar.
Si quieres que tu hijo se interese por la lectura, pues aprende a leer tú. Si no quieres que mienta, no mientas. Esa es la forma de educar. No se puede educar cuando no se da el ejemplo. No se puede cosechar buenos frutos cuando siembras hierbas malas. No se puede obtener buenos resultados cuando tú no lo tienes. No se puede, aunque se quiera.

IV
Yo no valía nada en esa casa, tirado en cualquier esquina y sucio. Si quería cambiarme debía hacerlo yo mismo. Solo mi prima Carla, que tenía ocho años, me ayudaba y me estimaba un poco, aunque creo que era un sentimiento que se acercaba más bien a lástima.
Carla era la única que se preocupaba por mí y gracias a ella sobreviví en esa casa.
A esa lástima que ella sentía, le puse un nombre.
Ese día de mis cinco primaveras, subí al cuarto de mi tía Carlota a robarle dinero, pues comprendí que esa era mi única salida y mi única manera de conseguirlo.
No tenía opciones.
Había aprendido la manera de hacerlo, otra enseñanza de los programas televisivos.
Abrí la puerta del cuarto muy lentamente pues no estaba seguro si había salido.
Entré muy despacio, evitando hacer ruido, tratando de no hacer escándalo, me asomé y miré a mi tía recostada en su cama y junto a ella un hombre que no era su esposo. Me acerqué un poco más para mirarle la cara al tipo y pude ver que se trataba del mejor amigo de don Arnulfo, don Nicolás.
Lo que pasa frente a tus ojos no puedes verlo, pero sabemos que la verdad siempre sale a flote. Por más que trates de esconderla, por más que pienses que nadie te ve, sabemos que te están viendo y nada queda oculto y todo lo pagamos en esta vida.
Don Nico como le decían todos, siempre llegaba a comer a la casa y todos lo adoraban y aún más don Arnulfo que siempre hablaba bien de él. Decía que Nicolás era su mejor amigo y por eso lo consideraba como a un hermano.
Ese día comprendí porque mi tía nunca se enojaba cuando llegaban borrachos a casa, más bien ella los atendía y llevaba rápido a don Arnulfo a la habitación para que descansara y luego ella llevaba a don Nicolás a la otra habitación y se quedaba con él unas horas y luego volvía donde su esposo. También comprendí por qué mi tía siempre invitaba a don Nicolás cuando sus hijos estaban en la escuela y su esposo en el trabajo y se la pasaban metidos en el cuarto. Yo no decía nada pues no lo entendía, pero ese día comprendí lo que en verdad sucedía.
Mi tía era como las malas de las novelas. Esas mujeres que engañan a sus maridos y se las dan de santas. Esas mujeres sin corazón que solo piensan en el dinero. Como la primera mujer que existió en el mundo. Como esa mujer que comió el fruto prohibido. La que llevo al hombre a la perdición. Al adulterio.
Odiaba a mi tía, debo confesarlo. Y se me había presentado la oportunidad de vengarme.
Una idea paseaba por mi mente, me gustaba y por primera vez sentía un deseo. Un deseo que empezó a invadirme cada vez con más intensidad.

V
Salí del cuarto de mi tía corriendo a buscar a Carla. Solo en ella podría confiar. Sabía que ella podía ayudarme a desenmascarar a mi tía. Quería que se enterara que su madre era una cualquiera, no por querer hacerle daño a ella sino para que viera lo que su madre hacía, y en mi tonto pensamiento para que ella me lo agradeciera.
No sé por qué la busqué. Esta noticia le iba a causar daño, le iba a destrozar el corazón. Tal vez porque solo en ella confiaba, porque también ella era rechazada, porque sentía que me comprendía.
La busqué por toda la casa y no la encontré, la busqué en el jardín, en su habitación y finalmente la encontré en la cocina ayudando a preparar los alimentos. Una cualidad más a su favor.
Era una niña que siempre le gustaba ayudar a los demás. Nunca despreciaba o trataba mal a la empleada. Siempre la ayudaba en sus quehaceres.
La tomé por su brazo, sin decirle ni una sola palabra, y la llevé conmigo.
Camino al cuarto de mi tía, ella me pregunto.
—¿A dónde me llevas?
—Quiero que veas algo.
—¿Qué cosa?
Y de un solo jalón se soltó de mi débil brazo.
—Dime que es lo que quieres que vea.
—A tu madre.
—¿A mi madre?
—Sí, ella está engañando a tu padre. Es una zorra.
—¡Cállate!
Y por poco me golpea por aquella ofensa.
—Míralo por ti mismo y luego juzga. Si de verdad crees que estoy mintiendo.
— ¿Por qué tienes miedo?
—No tengo miedo.
—Entonces vamos.
—Está bien, pero si me estas mintiendo nunca más te ayudaré.
Entramos a la habitación y Carla casi se desmaya al mirar a su madre haciendo el amor con don Nicolás. Quiso gritar, pero sus palabras no salieron, un nudo en su garganta se lo impidió.
Sus ojos parecían que se iban a salir de su sitio.
Su rostro cambio de color.
Salimos del lugar sin alertar a los amantes.
Nos dirigimos a mi cuarto. Más bien yo la lleve, ella no reaccionaba.
Puso su mente en blanco, tratando de digerir lo que había mirado. No debe ser fácil para ningún hijo enterarse que su madre no es la que pensaba que era, lo que aparentaba ser.
—¿Qué hago? —finalmente preguntó.
No supe qué contestar.
Yo quería vengarme de mi tía, era fácil para mí sugerirle que llame a su padre y destruirle su matrimonio, pero no quería que Carla sufriera, no quería verla llorar. Destruir el matrimonio de mi tía significaba destruirle el hogar a Carla y eso no lo quería hacer.
—Recuerda que yo también te quiero mucho —y besé sus labios, sin pensar.
Era algo que ya había planeado hacer hace mucho tiempo y no sabía cómo, aunque claro yo ya había ensayado.
Dio un paso atrás.
—¿Qué haces?
—No sé.
—¿De dónde aprendiste?
—Mirando la televisión y practicando con mi almohada.
Esa confesión le causó gracia.
Y yo en mi mundo imaginario, presentía que le había gustado, que ella también lo deseaba.
Volaba con mis ideas. Ni los pensamientos ni los sueños tienen límites.
Pensé que ella también sentía lo mismo por mí.
Que ella también había soñado con este beso.
Salimos de la habitación y Pedro, su hermano mayor, que tenía once años de edad, nos cerró el paso; había mirado la escena del beso.
Se acercó a Carla y la tomo bruscamente por su brazo derecho mientras amenazaba con golpear su rostro. Intervine inmediatamente para evitar que la golpee, pero de un solo puñetazo en mi abdomen tiró al héroe al piso. Carla quiso ayudarme y no pudo, su hermano le dio una cachetada y se la llevo arrastras. Miré desde el piso cómo la arrastraba. Se alejaron de mí y nunca pensé que sería la última vez que la vería.
Aún pienso en ese día en mis eternas madrugadas en vela, imaginándome que sería de su vida, de su suerte, de su destino. ¿Dónde estará?
Me incorporé a los diez minutos y corrí a buscar a Carla, pero la tía que ya se había enterado del asunto, me cerró el paso, me tomó por mi brazo y a la fuerza me llevó a mi habitación. Una vez que estuvimos ahí me propinó una tremenda golpiza que me impidió dormir toda la noche.


VI
Al siguiente día me llevaron a un internado con el pretexto, según ellos, de mi educación. No era eso. Era una buena forma para deshacerse de mí y al mismo tiempo alejarme de Carla, e impedir que el esposo de mi tía se enterara del secreto.
Me subieron a una camioneta color negro.
Levanté la mirada a su ventana. Tal vez ella estaba detrás de ese vidrio negro mirando mi partida entre lágrimas, despidiéndose desde lejos.
Sentía que me amaba. Tal vez simples ilusiones, sueños despiertos, esperanzas. Una esperanza que necesitaba para mantenerme con vida. Una vida que ya la veía perdida, pero ella era la ilusión, la razón de estar con vida, de volver a verla algún día y besar sus labios otra vez.
Llegamos al internado y no era nada agradable, paredes manchadas, piso deteriorado, un ambiente de tensión que se respiraba en el aire, mallas de cuatro metros y muchos guardias como si hubiesen sido necesarios, dando la apariencia de la cárcel que en realidad era. Una prisión para mis aspiraciones, el encierro de mi alma, de mis sueños, de mi vida, de mi amor.
Nos recibió la directora, una mujer muy entrada en años. Se llamaba Josefina. Era muy amargada, mala, nunca se casó y por lo tanto no tuvo hijos. No me quisieron recibir porque yo aún no tenía mi cédula de identidad, pues yo nunca había sido inscrito en el registro civil. Ante la sociedad no tenía un nombre ni apelativo. Mi tía le dio un dinero y le dijo: Llámelo Lorenzo. Y la anciana aceptó.
Sabemos que así se resuelven siempre los problemas. Esos estados problemáticos. El dinero es el rey de la humanidad. De esa humanidad enferma que piensa que el dinero lo resuelve todo. Compra muchas cosas, pero jamás comprará la felicidad, la verdadera felicidad. El dinero es poder y lo estaba demostrando.
Una vez dentro del internado doña Josefina me predicó un gran sermón que parecía que nunca iría a terminar. Yo fingí prestar atención. Me leyó las reglas de su institución, pero también las he olvidado.
Me dieron el uniforme y estaba listo para mi primer día de clases con la profesora de cultura física.
La profesora Rosa era la más joven de las maestras, tenía apenas 17 años; con sus piernas largas, su cabello negro, sus ojos color miel y con una cara angelical. Me recibió con una enorme sonrisa y me abrazó como si me hubiera conocido.
Las clases pasaron de lo más normal, hasta llegue a sentirme a gusto. En la noche mis compañeros se pusieron de acuerdo para darme la bienvenida. Eso imaginé.
Llegué a la habitación y todos me rodearon. Tuve miedo, pensé que me irían a golpear, pero no, solo me abrazaron, no dijeron ni una sola palabra y se fueron a sus camas. Me sentí bien. Pensé que al fin había encontrado un buen lugar para vivir. No fue así. Las cosas iban a cambiar.


VII
A la media noche me despertaron con puñetazos, me desvistieron y me hicieron bañar con agua helada.
Todos se reían y me decían bienvenido al infierno.
En esa institución existía un grupo de alumnos formado por diez compañeros que ordenaban a todos los demás. Su cabecilla era un niño llamado Sebastián y su segundo al mando era Marcos Maldonado.
Pasé años soportando golpizas de media noche y no existía nadie que me hubiese defendido.
Una vez acudí a la directora, pero Sebastián era hijo de un empresario exitoso y muy amigo de doña Josefina, eso me dijeron. Por poco me golpea por levantar el supuesto falso testimonio.
—Solo tengo una regla —me dijo—. Nunca mientas porque si lo haces me encargaré de corregir ese mal hábito.
Lo dijo mientras me mostraba un boyero.
En las noches no me dejaban dormir. Me golpeaban y se burlaban de mí.
Solo un niño miraba desde un rincón. Un niño que al parecer no le interesaba involucrarse en semejante problema. Un niño aislado de todos, tal vez con problemas psicológicos, un niño que conocí y volví a ver.
Éramos niños, pero parecíamos adultos. Sin responsabilidades y llenos de odio. Un odio que te consume y te quema por dentro y que solo lo puede saciar la venganza.
Tuve que buscar otro lugar para descansar.
Necesitaba huir de la pandilla de Sebastián.
Encontré descanso en el baño. Se convirtió en mi refugio.


VIII
Cumplí diez años y comprendí que las cosas debían cambiar. No estaba dispuesto a seguir siendo el monigote que aguantaba todo con resignación. No quería seguir siendo la burla de todos los mediocres que me rodeaban.
Tenía que hacer algo para que todos me empezaran a respetar.
Tomé una de mis pastillas que me había recetado el médico de la institución.
La verdad estas pastillas me ayudaban a relajarme y a sentirme más seguro en mis decisiones. No recuerdo bien el nombre, pero sí que me ayudaban.
Preparé todo para mi venganza.
Fui a la cocina sin que nadie se percatara.
Los cocineros habían abandonado el lugar.
Después del aseo tomaban dos horas de descanso. Lo sabía. Los había estudiado.
Era mi oportunidad.
Tomé el cuchillo, lo llevé a mi cuarto y lo escondí debajo de mi almohada.
Estaba listo para matar a Sebastián. Lo tenía todo planeado. Cuando él se hubiese ido a su cama yo le clavaría el cuchillo en su pecho.
Me fui al baño y esperé.
Estaba nervioso, no sabía si tendría el valor para hacerlo.
Sentía mucho odio, nunca había matado, ni siquiera a un animal. El valor estaba desapareciendo, pero lo debía hacer. Tomé otra pastilla para tranquilizarme.
Dieron las doce de la noche y subí a la habitación procurando no hacer ruido.
Abrí aquella puerta que nunca tenía seguro, quiso rechinar y no lo permití; di un paso evitando tropezar con el casillero, me acerqué a la cama de Sebastián; estaba profundamente dormido, alce mi mano para clavarle el cuchillo, pero no tuve el valor, no pude hacerlo, esos ataques repentinos que te dan de moral no me lo permitía o tal vez el miedo a lo que podría pasar.
No lo pude hacer, me faltó el valor.
Guardé el cuchillo debajo de mi almohada y fui a mi refugio.
En la mañana siguiente la señora que realizaba la limpieza encontró el cuchillo en mi cama e informo la novedad a la directora.
La directora en cuanto se enteró me mandó a llamar.
Entré a su despacho y ella ya estaba lista con un boyero hecho de cuero de vaca.
No me preguntó qué hacía el cuchillo en mi cama ni tampoco me dejó hablar, empezó a golpearme y lo hizo tan fuerte que fui a parar a la enfermería del internado.
Yo odiaba a la directora, pero después de esa golpiza la quería hasta matar, aunque me hizo un favor después de todo, en la enfermería por fin descansé del grupo de Sebastián y pude dormir en una cama, con cobija y una almohada a la que besé imaginando que era Carla.
Al quinto día me dieron de alta.
Me vestí con el uniforme, cogí mi mochila y salí rumbo al salón de clases, pero no había nadie en el lugar, las sillas no fueron desacomodadas, había papeles en el piso y daba la impresión que nadie había entrado ahí. Salí del salón a buscar a mis compañeros y los encontré en los dormitorios.
—¿Qué pasa? Pregunte a la profesora Rosa que lloriqueaba.
—Alguien mató a Sebastián ¡Alguien lo mató!
—La noticia no me impresionó mucho pues yo lo odiaba y también los demás compañeros.
—Ven acá Lorenzo —dijo la directora que se había dado cuenta de mi presencia y que yo sonreía.
Me acerqué a ella y me llevó a jalones a su despacho.
—Tú mataste a Sebastián, ¿verdad?
—No, yo no lo hice— le respondí.
El cuchillo de la cocina estaba clavado en el pecho de Sebastián y como yo lo había tomado hace cinco días atrás, tenía toda la razón de pensar que yo le había arrebatado la vida.
—Eres un asesino —dijo.
—Yo no lo maté.
—¿Entonces quién lo hizo?
—No lo sé, ¡cómo podría saberlo!
—Tú tenías el cuchillo. Para qué lo llevaste.
No respondí.
—Respóndeme. Si no me respondes te volveré a golpear.
No respondí.
No me golpeó, pero me encerró en un cuarto que ella llamaba de castigo, para los niños incorregibles, para los niños rebeldes como yo. No sé qué pasaba afuera ni lo quería saber. El miedo me invadió; el estar solo en ese cuarto oscuro, la oscuridad me aterraba, no me gustaba el encierro, creo que sufro de claustrofobia. Tal vez esa sea la razón de no haber podido matar a Sebastián.
Alguien abrió la puerta y la claridad no me permitió ver de quién se trataba, y cuando lo pude hacer la vi, era la directora, estaba parada, tomando una taza de café y me miraba fijamente.
—¿Qué voy hacer contigo, Lorenzo?
Dijo mientras daba un sorbo a su café.
—Eres demasiado problemático y no estoy dispuesta a soportarte más, no tienes a nadie y yo no te voy a seguir cuidando.
Dio otro sorbo mientras me veía fijamente a los ojos. Era una mirada llena de soledad, amargura y rencor acumulado por dentro.
—Eres un niño problema. Nadie te quiere. Eres un estorbo para la sociedad.
Esas palabras me lastimaron, me humillaron y lo peor de todo, era verdad.
—Pero ahora recuerdo que sí tienes a alguien.
Y se detuvo. Soltó su tasa de café y se cayó al piso.
No entendí qué pasaba, no sabía qué hacer, estaba desmayada o muerta, no deseaba averiguarlo. Salí corriendo del lugar sin entender que le sucedió a la directora. Nadie iba a creer mi versión.
Corrí por todos lados buscando alguna reja por donde salir, no tenía oportunidades de escape. Estaba desesperado, me imaginaba encerrado en una cárcel por algo que no cometí. Mi cabeza daba vueltas, sentí mareos, náuseas no encontraba una salida, no sabía qué hacer, escuché unos pasos que se acercaban hacia mí con mucha rapidez, no dudé y corrí para no ser visto, no sabía dónde esconderme y ahí estaba, frente a mí, el ataúd de mi compañero, esa quizá era mi única esperanza de escape.
No había otra forma de salir de ese lugar.
Recordé unas palabras de la directora.
De aquí solo pueden salir muertos.


IX
Los pasos se acercaban y decidí ocupar el puesto de Sebastián. No era algo agradable, pero si la directora tenía razón, entonces saldría como un muerto.
Saqué el cuerpo de Sebastián lo más rápido que pude, lo coloqué debajo del escritorio donde pasaban los maestros y yo ocupé su lugar dejando el miedo con él.
La profesora Rosa llegó al lugar, pero no alcanzó a verme.
Se acercó al ataúd.
Los padres de mi compañero terminaban de hacer los trámites para llevar el cuerpo de su hijo y darle el último adiós.
Como eran gente de dinero todo fue tan rápido. No hubo inconvenientes.
Solo quedaba la amenaza de cerrar el lugar por lo sucedido.
La profesora Rosa empezó a caminar hacia el ataúd, con la intención de ver una vez más a su alumno y despedirse de él, darle el último adiós. Bien podía hacerlo después, ¿cuál era el afán de acercarse? ¿Acaso alcanzo a verme?
Me asusté.
La maestra continuaba caminando hacia mí, me iba a descubrir.
Estaba cerca del ataúd, alzó su mano para levantar la tapa, pero no la abrió, más bien la aseguró.
—Estamos listo señor, cuando usted ordene—interrumpieron los sirvientes del padre de Sebastián.
—Muy bien, vámonos —ordenó.
Cargaron la caja, y la profesora Rosa se alejó para dar espacio a los hombres.
Pusieron la caja en un vehículo y arrancaron rumbo a su mansión.
Yo me encontraba feliz y al mismo tiempo preocupado. Iba a ser libre, pero a dónde iría. A buscar a Carla, pero ¿A dónde? Ni siquiera sabía si aún seguía con sus padres o si la familia se había mudado a otra ciudad.
Llegamos al destino, me bajaron, me pusieron en un cuarto y me dejaron solo. En ese momento quise abrir la caja, pero no se abría, empujé y nada. Comencé a desesperarme y las ideas pasaban por mi cabeza rápidamente.
¿Y si me entierran vivo?, me dije.
De qué me iba a servir todo lo que hice.

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