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Yo Soy El Emperador
Stefano Conti
Novela policial de base histórica-arqueológica
Un secreto escondido durante siglos, lugares impregnados de magia, una historia de amor atormentada, una secta oculta. Estos son los ingredientes de una novela en la que la historia y la ironía, la arqueología y el misterio se mezclan pra crear una historia cautivadora. Un emocionante viaje a través del espacio y el tiempo desde los antiguos romanos hasta los cruzados en la Edad Media, desde el Imperio Bizantino hasta los Medici en el Renacimiento, hasta nuestros días.

Tarso (Turquía), 8 de julio de 2010. Un profesor universitario encuentra en sus excavaciones lo que muchos han buscado en vano: la tumba de Julian el Apóstata, el emperador filósofo. Sin embargo, la tumba está vacía y el arqueólogo es escontrado muerto después del impresionante descubrimiento. ¿El profesor fue asesinado? ¿Quién robó los restos mortales de Giuliano? ¿Dónde ha sido enterrado el famoso emperador romano? Este es el punto de partida de la aventura de Franceso Speri, un empleado bancario apasionado por la historia que, con la ayuda de su amada Chiara, investiga sitios antiguos y códigos cifrados. La novela policial se complica cuando una organización neopagana hará todo lo posible por obstaculizar al protagonista, quien tiene toda la intención de continuar la investigación del profesor a toda costa y encontrar al Apóstata...


Stefano Conti

Prólogo
26 de junio 363 d.C.
L a batalla entre el ejército romano y el ejército persa se vuelve más sangrienta. De pronto, el tiempo parece parar, una jabalina se clava en el estómago de Julian.
«¡Corre, han herido al emperador!»
El joven soberano se balancea sobre su caballo y cae. Ya en el piso, trata de sacarse la espada y se hiere los dedos: «Leonzio, quítame esta lanza».
«No puedo, mi señor. Moriría».
«Ya estoy muerto». La sangre sale de manera abundante. «Solo quiero terminar mis días como un guerrero, ayúdame a subir a mi caballo».
El guardia de confianza, por primera vez, no obedece: «Trae a Oribasio, ¡rápido!»
Julian entiende que es el día que ha marcado por el destino: «No quería escuchar a los arúspices, pero sabía que la estrella fugaz anunciaba mi fin».
Oribasio, el médico personal, trata de detener la hemorragia en vano.
El príncipe lo mira con benevolencia: «No te preocupes. Los dioses me esperan. Estoy listo».
El amigo médico lo abraza con fuerza: «Leonzio, ayúdame a llevarlo a campamento».
«¡No!» Julian lo detiene. «Te pido un último favor, llévame a la orilla del Tigris».
Mientras tanto llega Massimo, guía espiritual del emperador, filósofo: «Alejandro Magno es quien lo ha inspirado. Quiere tirarse al río y hacer que el cuerpo desaparezca entre las olas. Cuando su cuerpo desaparezca para siempre, diremos que ha ascendido al Olimpo en un carro de fuego. Nosotros, paganos, podremos celebrar así un nuevo dios: ¡Julian!»
Sin embargo, una centena de soldados bloquearon el acceso al río: «¡Alto! Nos cristianos no lo permitiremos. Ninguno se atreva a desaparecer el cuerpo de Apóstata, ni ahora ni nunca. Impediremos que alguien invente que ha ascendido al cielo».
Julian mira la tierra empapada de su sangre, después mira al cielo: «¡Helios, aquí estoy!»


I
Viernes 16 de julio de 2010
H oy, con este calor pegajoso no es el día adecuado para volar, pero ningún día lo es. Siempre tengo miedo cuando no soy yo quien tiene que manejar, incluso si fuese solo un trineo sobre una superficie suave de nieve. En la famosa lista de Dustin Hoffmann/ Rain man , ¿fue Turkish Airlines una de las compañías que se cayó?
Mientras tanto, espero a que dos ancianos acomoden su equipaje, un steward se acerca. Se dirige hacia la muchacha que acaba de sentarse: «Disculpe señora, no puede estar allí».
«Es el sitio de mi esposo, pero…»
«Le dejé el asiento de la ventana a mi esposa» dice su esposo de unos setenta años. «Sabe, a ella le gusta ver por la ventana».
«Entiendo señor, pero ella debe sentarse allì» insiste el joven.
«¿Por qué?» pregunta la señora, que no quiere levantarse.
«Porque», explica con gentileza el aeromozo, «aquella ventana también es una salida de emergencia y usted no sería capaz de abrirla en caso de…»
«¿Existe… esta posibilidad?» intervengo.
El aeromozo responde dirigiéndose al turista de edad avanzada: «Si sucediera, su mujer sería capaz de abrirla con fuerza. No lo creo».
«Ah, en caso de…» repito alejándome de los tres visiblemente preocupado.
Me siento. Tengo los auriculares del mp3 escondidos por mis rizos que están delante de mis orejas (estoy convencido de que es inútil apagar los aparatos electrónicos). Un clásico de Vecchioni ahoga los rumores de la fase más crítica: el despegue.
El aterrizaje en Ankara es suave. De todas formas, cuando baje, me gustaría besar el suelo, como lo hacía el Papa. No se puede respirar, la pista brilla. Todos los aeropuertos son iguales: los mismos carteles, los mostradores en los mismos lugares. ¿Encontraré mi maleta en la cinta o la habrán enviado a San Petersburgo? Increíblemente la maleta sí está y, en el segundo intento, cojo la correcta (todas las maletas son iguales: tarde o temprano tengo que decidirme y ponerme una etiqueta con mi nombre).
La cola en las aduanas es lenta. Cuando llega mi turno, haber hecho mi doctorado en Alemania es útil por primera vez.
« Sprechen Sie Deutsch?» pregunto.
« Ja» responde seco el oficial de aduanas.
Saco mi pasaporte del bolso y se lo entrego. Examina la foto con detenimiento, alza la mirada que cruza la mía y luego vuelve a mirar la foto, finalmente me pregunta si soy Francesco Speri.
Asiento con la cabeza. De hecho, no me parezco mucho a la foto que me tomé hace 5 años y 12 kilos.
La mirada del oficial de aduanas se vuelve seria de repente. « Können Sie mir folgen?» exclama con tono marcial.
Asombrado por el pedido de seguirlo, le pregunto, quizás algo grosero, por qué. El firme oficial de aduanas insiste y me veo obligado a seguirlo.
Pasamos por un largo pasillo oscuro, a los lados hay varias puertas cerradas; parece un hospital antiguo lúgubre, de esos que todavía que puede encontrar en los pueblos. Con un gesto, me invita a entrar a la última habitación de la derecha. Un hombrecito de pie con botas militares le dice algo a otro, decidido a redactar algo en una máquina de escribir antigua. El hombre debe ser un mayor, un coronel, en todo caso un pez gordo. Con una media sonrisa bajo su negro bigote, me invita a sentarme, agarrándose con sus regordetas manos al respaldo de una incómoda silla de madera. Luego, el “jefecito” habla de forma animada con el oficial que me trajo aquí. El otro empleado deja de escribir y interviene en el diálogo, silenciado por los dos de inmediato. Por primera vez, desde que me fui, me viene a la mente el profesor Barbarino, quien es el motivo de mi viaje: insistió en que aprendiera turco para cavar con el aquí. Siempre decía que no era arqueólogo, sino historiador y, en todo caso, para hacer excavaciones arqueológicas no hace falta hablar, para todo lo demás solo bastaba con que él hablara con las autoridades.
La ansiedad me arremete, mientras los minutos pasan lentos. Los oficiales de aduanas gritan en turco y supongo que están hablando de mí: de vez en cuando me señalan con un leve movimiento de cabeza. Levanto la mirada: un papel marrón está pegado lo mejor posible sobre las baldosas blancas. Detrás del general (mientras tanto lo he ascendido: parece que él es quién toma las decisiones), hay una imagen enorme de alguien con uniforme oficial de alto rango.
« Haben Sie verstanden?»
[¡Cóme puedo entender si hablan en un dialecto de las montañas del este de Anatolia!]
Me explican que harán venir a alguien de la embajada italiana y pregunto por qué. Nadie se digna a responderme. Este “general” habla poco y sonríe mucho. ¡De manera instintiva, no me inspira confianza!
El ofial de aduanas que me ha traído aquí pregunta, mejor dicho, me ordena de seguirlo de nuevo. Cuando me despido del cuadro de la pared, supongo que es el mismo general que está allí cuando era joven. Por otro lado, todos los hombres con bigote me parecen iguales.
Regresamos por el mismo pasillo y entramos a una habitación aún más oscura; sin rejas, pero parece una celda. Quizás porque no hay ventanas o porque el oficial de aduanas se para frente a la salida, como bloqueándola con su imponente complexión.
Paso una hora interminable encerrado en esa habitación. No sé qué me pasará. De repente, oigo un ruido de tacones distante, pero luego se detiene, siguen voces indistintas y se acercan los tacones…
«Buenos días, soy Francesco Speri» me levanto.
Entra una chica de 35 años, pequeña, de cabello largo: «Buenos días, me llamo Chiara Rigoni, soy la intérprete de la embajada».
Le estrecho la mano durante un buen rato, como quisiera aferrarme a ella, como una tabla de salvación: «¡No entiendo lo que ha pasado! Han hablado por mucho tiempo entre ellos e ignoro cuál es el problema, después me han encerrado aquí y…»
El oficial de aduanas me interrumpe, ahora se apoya en el marco de la puerta con una fingida naturaleza y se dirige en turco a esta Chiara.
«Dicen que no ha sido detenido, estaba esperándome aquí. De todos modos, voy a hablar con el teniente Karim» dice Chiara al salir.
¿Serà italiana o turca? La tez clara y el cabello rubio, aunque quizás no sea natural, no la hacen parecer turca, pero es muy formal, no es la típica italiana. En todo caso, ¡el del bigote negro solo es un teniente!
Mientras tanto, el oficial de aduanas se para en la entrada, una vez más. Podrá ser cierto que no me han detenido, pero todavía me siento asfixiado. Luego, me surge una duda: «Disculpe, entonces, ¿usted me entiende?»
Él lo niega en tono monótono, confirmando mi sospecha. Me había levantado para preguntarle esto y con un gesto autoritario me “recomienda” regresar a mi sitio. No hay necesidad de causar controversias; regreso.
Esa larga espera sentado, con el miedo a lo que me pueda pasar cuando me levante, me hace recordar los domingos a ver los partidos del equipo en el que jugaba de niño, con las ganas, pero también el miedo de que me llamen al campo de improviso.
Nunca me he sentido inclinado por jugar fútbol, en particular en un país como el mio, en el que admitirlo es casi una herejía: un hombre, como hombre, debe saber jugar fútbol. Intenté unirme al equipo del barrio como delantero porque todo el que juega fútbol solo tiene un propósito: hacer goles. Me di cuenta rápido que casi nunca alcanzaba ese objetivo; antes se enteró el entrenador, que me atrasó y me puso al centro del campo. Con el cambio del entrenador (lo banquillos no solo saltan en la serie A) me mandaron de inmediato a la defensa, donde aprendí una sola jugada: tirarme al suelo como en un tobogán cuando llegaba un atacante. Normalmente, fallaba el balón y, por suerte, también las piernas del oponente. Era lo único que sabía hacer, tanto así que retrocedí aún más: a la portería. Más atrás no podía ir, a no ser que me convirtiera en recogebolas. Escapé de esa humillación y me retiré lo antes posible del equipo. Pero fui el portero durante un año aproximadamente o, más bien, el segundo portero. Ahora, entre los postes de la serie A, hay jóvenes guapos, rodeados de hermosas modelos, pero, en aquel entonces nadie quería quedarse en la portería (desde allí no se podían hacer goles) y siempre ponían allí al más “torpe” del grupo. Bueno, ¡qué satisfacción, yo era el segundo!
Me levanto del “banco” de las aduanas turcas solo cuando escucho el ruido de los tacones de nuevo…
«Todo está bien, ahora lo llevo a solicitar un documento provisional para los días de estadía aquí. El lunes le devolverán el pasaporte» dice la intérprete.
«¿Pero qué pasa?»
«Solo es un control» intenta tranquilizarme, poniéndome más nervioso. «El teniente Karim debe esperar el ok de la oficina del ministerio, que abre los lunes. Mientras tanto, vayamos de prisa a la embajada. La oficina cierra en una hora».
Sigo al traje gris a rayas fuera de ese horrible lugar. Chiara llama un taxi. La chica es amable pero distante. Mientras mira distraída por la ventana, a media voz me dice que es hija de italianos, que ha nacido y vivido en Turquía, aprendió italiano con sus padres, pero ellos nunca se adaptaron al turco y abrieron una heladería en un pequeño pueblo cerca de Ankara.
«Me gustaría visitar Italia: Venecia, Padua, Jesolo, Oderzo…»
Tenemos otras ciudades decentes, en la Toscana y el resto de la península, pero intuyo que su gente es del Véneto y no replico. Incluso, en Alemania, las heladerías italianas son todas venecianas. Aquella región, por el cono, se parece a la Campania por la pizza.
En la embajada me dan un documento, en el que me debería garantizar moverme libremente, pero cómo ha comenzado el viaje…
«Me temo que no llegaré muy lejos con este pase. No estoy aquí de vacaciones, sino para traer de regreso a Italia el cuerpo de mi profesor universitario y exjefe…»
«¿Está enterrado en Ankara?» pregunta, sin haber comprendido bien el problema.
«Luigi Barbarino, así se llamaba, ha muerto hace una semana, mientras escavaba en un sitio arqueológico en Tarso. Tengo que ir hasta allá para recuperar el cuerpo…»
«Tengo un amigo que vive en Tarso… digamos que es un examigo. Puede ayudarte. Es ingeniero en una industria petroquímica. Te escribo su dirección» dice y arranca una página de un diario en el que escribe algo.
No me gustaría aprovecharme, pero: «Gracias, pero ¿cómo hago con la lengua?»
«Êl habla muy bien italiano» responde casi enfadada. «Yo le he enseñado».
«¿No tienes su número de teléfono? Así lo puedo llamar desde aquí».
«La verdad es que lo borré, pero si vas a esta dirección, seguro lo encuentras. Dile que vas de parte de Chiara».
Ella me trata como un niño. Me acompaña a la estación de autobuses, pide un boleto a mi nombre y subo al autobús. Se desprende un aroma que huele a misterio y a oriente. Me alejo de ella, pero primero le escribo mi número de teléfono en un papel.
Desde afuera, el autobús se ve bonito, con su estilo de años 60. En cuanto entro, me doy cuenta de que realmente es de esa época. Además, todos fuman: no se puede respirar. Afortunadamente, las ventanas de los años sesenta se podían abrir. Viajo durante seis horas con la cabeza fuera, como hacen los perros (quién sabe por qué). Así con la cabeza afuera, veo Ankara, hasta ahora solo había conocido sus tristes oficinas. Los edificios me recuerdan a la interminable superficie de Londres, de casas grises e indistintas, con una diferencia: ¡aquí son más decadentes! Por un instante, borro de mi vista las casas y cúpulas de las mezquitas, trato, en vano, de ver la columna que la ciudad de Ancyra (Ankara de la época romana) había erigido para honrar al emperador Flavio Claudio Julian.
¡El querido Julian!
Durante años, he tenido una obsesión con el último emperador pagano de la época romana. Cuando estaba en la universidad, escribí varios artículos y un par de libros sobre él. Apodado Apóstata porque como cristiano se convirtió al paganismo. Luego, trató, a lo largo de su corta vida, de atraer a nuevos fieles, reformando la religión tradición. La utopía era convertir de vuelta todo el imperio al paganismo, ahora inevitablemente cristianizado. El motivo de mi fascinación por él está todo aquí. El emperador Julian quería cambiar el mundo, sin darse cuenta de que el mundo ya había cambiado, pero en una dirección completamente diferente y ya no había vuelta atrás. Aún en el avión, me prometí que la columna del emperador filósofo sería lo primero que vería en Ankara, pero después de este lío burocrático…
En realidad, Julian es el verdadero motivo que me impulso a venir a Turquía. La misión oficial sería recuperar los restos del pobre Barbarino, pero estoy aquí, sobretodo, para ver la tumba del querido emperador, nunca encontrada hasta ahora. Poco antes de morir, el profesor me había escrito que ¡lo había encontrado al fin!
El autobús va muy rápido por la llanura desierta sin fin. Me quedo dormido imaginando que estoy en una de esas películas en la que el protagonista recorre estados americanos de costa a costa en autobús.
Mientras tanto, en Ankara, el teniente Karim, el de la interminable tarde en las aduanas, regresa a casa, en la que lo esperan sus dos hijos. La madre de los niños se había ido por años. Aturk, el mayor, había estado detrás de la puerta durante varios minutos y la abrió en cuanto escuchó el ruido del viejo vehículo pequeño.
«Entonces, ¿me lo dará?»
«¿Ni siquiera me saludas?» responde con brusquedad el padre.
«Bienvenido, señor teniente», dice Aturk con un tono serio fingido y vuelve a preguntar: «¿Lo tendré?»
Karim no responde, entra a la casa, deja su chaqueta de trabajo en el perchero, se sienta en su sillón marrón de la sala y su hijo lo sigue.
«No me han dicho nada».
«Pero ¿no puedes llamar tú? ¿Te das cuenta de lo importante que es?»
«Lo sé» responde él cortante. «Tráeme algo de beber».
El teniente se levanta para coger su chaqueta, saca un pequeño diario de cuero negro del bolsillo interior, vuelve a la silla maltrecha y marca el número: «Buenas tardes, soy…»
«¡No diga su nombre!»
La voz al otro lado del teléfono lo interrumpe de inmediato. «Le dije que no me llame».
«Sí… es verdad, pero, sabe…»
La misteriosa voz lo interrumpe: «¿Ha hecho lo que le pedí que hiciera?»
«Sí, el señor…»
«¡Le he dicho que no diga nombres!»
«En resumen, ese italiano: lo detuvimos retrasamos todo el tiempo que pudimos. Ahora que tiene un pase de la embajada, recuperará su pasaporte recién el lunes».
«¡Bien! Recuerde. Cuando regrese a Ankara con el ataúd haz lo que te escribimos».
«Sí, sellarlo bien y grabar las letras…»
«Siga las instrucciones» lo interrumpe la voz autoritaria.
El teniente continúa temeroso: «Por supuesto. Quisiera saber si, según lo acordado, mi hijo…»
«Puede hacer la solicitud».
«Entonces me asegura que lo obtendrá…»
De nuevo la voz autoritaria: «Le he dicho que haga la solicitud: ¡Significa que será escuchada!»
«Yo... yo, le agradezco».
«Me despido. ¡No llame más a este número!»
«Gracias una vez más, buonas tardes».
Aturk regresa de la cocina con paso lento y torpe, cuida de no derramar una gota del vaso lleno de vino blanco barato: «¿Y?»
«Puedes hacer la solicitud».
Incluso el hijo no entiende lo que le está diciendo: «Ya tengo la solicitud hace meses…»
«Te he dicho que hagas la solicitud: el puesto es tuyo».
«Gracias, gracias». Aturk se acerca a su padre como para darle un beso, pero se limita a un abrazo, que le corresponde de manera fría.
«Vamos, ahora ve y prepara la cena para ti y tu hermano».
El teniente bebe lentamente su vino antes de acostarse, satisfecho de lo que había hecho ese día.

Sábado 17 de julio
Me había quedado dormido soñando con California, me despierto con ruidos de bocina y un grito incomprensible, mientras el autobús avanza lento a la estación. Tarso se parece a Palermo, famoso, según la película Johnny Stecchino, por su tráfico caótico.
Llego a pie al centro o, al menos, supongo que lo es. Paso por una puerta monumental de época romana (¿cuál es la famosa puerta donde Antonio conoció a Cleopatra antes de la derrota de Azio?). Aquí nadie sabe alemán, solo muestro la hoja con la dirección del ingeniero a, al menos, diez personas. Entre gestos y medias palabras en inglés, me indican un camino a lo largo del río Tarsus Cayi. Las memorias clásicas me recuerdan que es el Cidno, famoso en la antigüedad por sus aguas transparentes pero gélidas, tanto que Alejandro Magno corrió el riesgo de ahogarse en él. Ahora, se ha reducido a un río negro, por los vertidos de las numerosas industrias petroleras de la zona, supongo. Toco el timbre de la casa número 60, una especie de casa sobre esteras. Abre una anciana y encorvada señora.
«Busco a Fatih Persin…» digo en mi lengua materna, un poco perdido en mis pensamientos.
«Italiano, ven italiano» sonríe la anciana mostrando un poco los dientes que le quedan y haciendo un gesto. Luego, huye por una escalera.
Esta casa es rara. Está en la mitad del río, no tiene objetos ni muebles particulares, pero es original en su género. Me acomodo en una silla roja de madera con un asiento tejido de paja. El olor a salsa de carne a fuego lento está impregnado en toda la casa.
Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, muy alto y delgado, desciende de la destartalada escalera: «Buenos días, soy Fatih» me da la mano y dice algo a la señora.
«Soy Francesco Speri, Chiara me ha dado su dirección… Chiara…» me olvidé su apellido.
«Rigoni» completa un poco sorprendido Fatih. «¿Qué puedo hacer por ti?» El ingeniero habla mi idioma con cierta dificultad, pero nos entendemos. Mientras se sienta, llega su madre, por lo menos, creo que lo es, con una bandeja y dos tazas de café. Su aspecto no es muy atractivo. Algo flota en la taza y el olo es agrio. Sí, agrío, no amargo.
Le agradezco y cojo la taza enorme. «Chiara me dijo que podía pedirle ayuda. Tengo que seguir la carretera que bordea el río en dirección al monte Tauro. En algún lugar de allí, mi profesor de arqueología estaba cavando cuando…»
«No es como el cafè italiano, ¿cierto? Tiene limón», explica Fatih, al ver mi mirada de desconfianza. Sonríe: «No hay problema, hoy es sábado, puedo ir contigo en la moto».
Acepto la ayuda, no sin antes haberme tragado esa especie de limonada caliente con sabor a café.
Salimos de inmediato, sin casco. La moto, en realidad, es un scooter. No va más de 30 km por hora, pero incluso ahora, que no estoy manejando, ¡es como si fuese un avión! El camino es largo y sinuoso. En cada curva, abrazo más fuerte al pobre conductor, me da un poco de vergüenza, pero el miedo de caerme es más fuerte. Este tipo de carretera no parece terminar nunca… de repente, Fatih frena. Notó que había señales que indicaban trabajos en curso. Dejamos el scooter y seguimos a pie hasta una colina en pendiente. Este es el sitio que el profesor estaba excavando.
Pobre Julian, sepultado en un remoto páramo de montaña, lejos de ese fabuloso mundo sobre el que había reinado. En realidad, no fue su elección. Odio a los habitantes de Antioquía, desde dónde había partido para la expedición a Persia, se había propuesto acampar en Tarso al regreso, en lugar de volver a ver a los antioqueños. No regresó vivo de esa guerra. Sus oficiales, como una forma extrema de respeto, decidieron enterrarlo donde había decidido quedarse ese invierno: un invierno largo e interminable.
No se puede acceder a la excavación, la entrada esta protegida con un rudimentario alambre de púas. Un hombre, fastidiado agarrando el sombrero de paja que tenía en la cabeza, se acerca. Parece sospechoso, pero en cuanto menciono a Luigi Barbarino se abre con nosotros y se presenta como el asistente del profesor. El sol golpea sin descanso. Hace un gesto para seguirlo hasta una especie de almacén. Veo fragmentos de jarrones antiguos, huesos de animales, incluso, ollas sucias y ropa apilada. En ese almacén, cubierto con placas de aluminio y lleno de polvo, ese extraño tipo no solo trabaja ahí, creo que incluso duerme y come ahí.
Quisiera la información sobre el increíble descubrimiento del Apóstata. Con el semblante triste, le pido a Fatih que traduzca primero noticias del profesor.
La expresión de mi “intérprete” se torna preocupada y, luego, lúgubre. Por otro lado, no había tenido tiempo de contarle sobre la salida del “queridísimo”. «Dice que encontró muerto al profesor el sábado pasado, al pie de… ¿Cómo se dice el gran descenso?»
El asistente asegura que el viernes pasado, antes de irse, vio al eminente arqueólogo realizando reconocimientos en el sector que estaba excavando y, a la mañana siguiente, lo encontró un poco más arriba, tirado en el suelo. Había tenido un ataque cardíaco y, luego, rodó por el escarpe. El turco no parece, particularmente, disgustado. Quizás trabajar con el profesor le ha dejado el mismo efecto que a mí: fastidio. El asistente, de baja estatura, pero ágil, nos lleva al lugar del desastre. Está ansioso por mostrarnos la ubicación exacta del descubrimiento.
«Eso de ahí arriba, ¿qué es? ¿Una tumba?» pregunto.
«Sí, estaba tomando fotos allí. Era muy importante. Había encontrado una piedra con una inscripción cuando sucedió» traduce Fatih.
Subo jadeando la colina arriba, seguido de los dos. Derrumbado, en el suelo, veo los restos de lo que podría ser un edificio funerario. No veo el epígrafe que debería haberse colocado en la entrada. Solo aquella piedra inscrita, que encontró el profesor la semana pasada (de la que me había contado por mail), puede confirmar que Julian está enterrado aquí.
«¿Qué pasa con el material que se ha encontrado aquí?» pregunto con una indiferencia fingida.
«Se queda en el almacén, en el que estábamos antes, por un corto tiempo. Luego, espera que venga un funcionario del gobierno y se lo lleva todo» me informa Fatih.
Tengo que acelerar los pasos. «Tengo que ir al baño» digo tocándome el estómago.
«Solo hay uno en el almacén».
«Recuerdo el camino, se pueden quedar aquí, gracias».
Voy al cobertizo de prisa y comienzo a buscar desesperadamente entre un montón de cajas. Trato de mover algunas, pero son pesadas. En cada una hay algo escrito en un marcador azul descolorido. Debe ser la fecha y el sector de excavación del que provienen los hallazgos.
¿Cuándo me escribió el profesor sobre el descubrimiento de la tumba? Miro la caja del 9 de julio, solo hay fragmentos de yeso y cerámica común. Es obvio, el descubrimiento deber haber sido un día antes de que me enviará ese mail el 9 en la mañana. Luego, esa misma noche murió.
Abro la caja del 8 de julio y, no sé si lo puedo creer, ¡encontré el epígrafe!
Un fragmento de mármol, de un poco menos de un metro de largo, grabado en griego. Tengo prisa, pero lucho por descifrar las letras mal conservadas. Tomo muy rápido algunas fotos con la inseparable Nikon.
Después, con una hoja de papel de seda sobre la mesa y un lápiz, pruebo un yeso improvisado. Es una técnica rudimentaria pero efectiva, que aprendí durante mi especialización en Alemania. Frotó el lápiz en la hoja que estaba sobre el epígrafe, las ranuras de las letras ahuecadas dejan un vacío: la hoja está totalmente gris, menos los espacios en blanco que delimitan con precisión la forma de las letras grabadas.
He perdido mucho tiempo, corro de regreso a la trágica pendiente: «Lo siento, no sé si fueron las curvas del viaje o la historia sobre la violenta muerte del profesor, pero me sentí mal. Ahora, ya estoy mejor. De todos modos ¿aquí está el profesor?»
Los dos me miran confundidos.
«Es decir, ¿puedo recoger el cuerpo del profesor? Me pidieron que lo llevara a Italia y…»
«No. Está en la morgue municipal... Sé dónde está. Si quieres, te llevo de inmediato» se ofrece Fatih de manera cortés.
Agradecemos al asistente, quien se aleja observándonos fijamente durante mucho tiempo.
Regresamos al scooter.
« Gülek Boğazi» grita Fatih poco después de haber salido.
En el ruido de la moto y el miedo no entiendo nada.
« Gülek Boğazi» insiste, mientras señala un desfiladero natural en las montañas.
Miro hacia abajo y entiendo, son las Puertas Cilicias, el único punto de paso desde la antigúedad entre la Anatolia Interior a la costa. Por aquí es por dónde pasó Alejandro Magno, un líder que fue modelo para mucho, incluso para Julian.
« Gülek Boğazi» repito, mientras que el precipicio me hace estrujar más al conductor.
El descenso, como suele suceder, es peor que el ascenso. La moto parece no tener frenos y, en cada curva, más que admirar la vista, pienso en la posibilidad de acabar abajo. Luego, al final, la moto gira y seguimos adelante.
Cuando llegamos al hospital de Tarso, mi rostro está muy pálido, tanto que corro el riesgo de que me confundan por un paciente. Fatih le pide información a una enfermera que pasa. Sigo a mi compañero de aventuras, arrastro los pies por largos pasillos subterráneos hasta una fría habitación.
El anatomopatólogo se tuerce la nariza aguileña, de manera imperceptible, cuando le muestro el pase de la embajada. De todos modos, me hace firmar una serie de papeles: quizás está ansioso por deshacerse del cuerpo. Se levanta, me entrega dos copias del informe médico y me da la mano, luego el brazo y la mano una vez más. Es una forma extraña de saludar.
«Tienes que entregar estos documentos en la aduana para llevar el cadáver a Italia», traduce Fatih. «El ataúd está en el auto y allí regresarás a Ankara», agrega.
Le agradezco por la traducción y la ayuda; y lo abrazo. Me he acostumbrado a viajar en moto. Intento poner 100 euros en su bolsillo. El ingeniero se siente ofendido por el gesto.
«No, es un places. Saluda a Chiara o mejor no. No molesto, pero si ella… este es mi número».
«En realidad, no sé cómo agradecerte por todo. Saludos a… tu madre».
Afuera, hay una ambulancia estacionada. Me imagino que es la que tiene el cuerpo. Empiezo a subir, cuando dos matones, de mal aspecto, se me acercan. Intento escapar. Los dos me siguen y, mascullando frases incomprensibles, me empujan frente a una camioneta blanca, destartalada. Ese es el medio de transporte designado. Veo el ataúd en la parte trasera que está descubierta. Los dos tipos me cargan y hacen subir atrás, junto al ataúd. Ellos se sientan adelante.
El terrible viaje de ida de anoche fue un paseo comparado con esto. Estaba lleno de fumadores y tuve que viajar con la cabeza fuera, pero aquí estoy al aire libre, ¡solo y con un muerto al lado! El ataúd, atado con sogas improvisadas, parece sacudirse con cualquier bache. Me escondo en el lado opuesto. No me atrevo a acercarme. Tengo el terror absurdo de encontrarme cara a cara con el cadáver. Después de que dejé mi trabajo en la universidad a regañadientes, no he querido volver a ver al profesor vivo y ¡muchos menos muerto!
Pienso en lo que pasó el día anterior y en el que me espera. La sola idea de volver a la aduana me da escalofríos. Por otro lado, tengo la tarea que me encomendó el decano de la Facultad de Letras: traer el cuerpo de regreso a Italia. Repito esta frase para recargarme durante el largo viaje, mientras el viento me golpea con fuerza.

Domingo 18 de julio
Son alrededor de las tres de la mañana cuando la furgoneta se detiene. Me temo que quieren dejarme aquí, en medio de la nada.
Los dos bajan y se dirigen a mí en un lenguaje oscuro.
El más pequeño, o mejor dicho, el menos grande repite la misma frase haciendo gestos exagerados con las manos. Supongo que tengo que bajarme. Los sigo hasta la choza destartalada, es una especie de zona de descanso, que va de lo familiar a lo sórdido. De inmediato, corro al baño. Esto es lo que se entiendo por un baño turco: una letrina sucia y maloliente.
Entonces entro a lo que debería ser el bar, si se le podría llamar así. Una mujer regordeta prepara un trago extraño, mientras esos dos compañeros de viaje están sentados en una mesa fumando y bebiendo una cerveza enorme. Aprovecho para desayunar y trato de fingir que no he visto que el conductor está bebiendo en la madrugada. Bebo, lentamente, otro café hirviendo, acompañado de un pan plano relleno de un extraño salami. El color y el sabor no es el mejor, pero tengo mucho hambre porque no he cenado gracias a la repentina salida de Tarso.
Pasa al menos media hora antes de que los dos terminen de tomar otra cerveza y decidan volver a la furgoneta. El menos borracho me ofrece una manta vieja. El aire estaba caliente cuando salimos; ahora está helado, típico de las primeras horas del día. Hasta ahora, abandonado en la parte de atrás de la camioneta, era como un neumático de repuesto: así me había sentido.
Al amanecer llegamos a Ankara. Todavía estoy aturdido por el aire y la carretera, cuando los dos turcos comenzaron a sacar el ataúd de la furgoneta para entregárselo a un grupo de agentes de aduanas. El teniente Karim me ordena que lo deje allí y que vuelva al día siguiente a recogerlo con los documentos de la embajada. ¡Detesto a ese tipo! Les doy las gracias a los dos transportistas con una generosa propina – que no rechazan –, mientras me despido del Barbarino, que colocan en una especia de garaje en el sótano de las aduanas.
Estoy abrumado por el cansancio. Frente al aeropuerto, se ven varios hoteles brillar a la luz del día que comienza. Elijo el único que tiene el cartel de cuatro estrellas: Hotel Esenboga Airport. Será caro, pero no importa. El decano de Siena había prometido reembolsar todos los gastos si llevaba de vuelta a casa al distinguido colega.
Después de pasar dos noches viajando, tan pronto me “desmayo” en la enorme cama de la habitación. Me despierta el sonido del teléfono, que había olvidado encendido. ¡Son las seis! ¿Quién puede llamar a esta hora?
«Hola, soy Chiara Rigoni. En las aduanas me dijeron que habías regresado con el cuerpo. Debo explicarte una serie de cosas que tienes que hacer».
Por la luz que entra por las cortinas, me doy cuenta de que son las seis, pero de la tarde. Intento recuperarme. «¿Por qué no hablamos de eso más tarde? ¿Tal vez comiendo juntos?»
«Está bien» responde Chiara, tras una breve vacilación.
«Hay un restaurante en el centro. Nos vemos allí a las 9:30. La dirección es Izmir Caddesi 3/17».
«¿Puedes repetir?» pregunto un poco aturdido aún.
«I-Z-M-I-R-C-A-D-D-E-S-I 3/17» lo deletrea.
«Sí, lo he escrito. ¿A qué hora nos vemos?»
«21:30 – 22:00, para la cena» enfatiza.
En Turquía, deben tener sus propios horarios; sin embargo, después del desayuno a las tres y para esperar la cena, como un paquete de maní y un juto de rutas que están en el minibar. Con las fuerzas recuperadas, saco de mi bolso el mode de la inscripción hecha en el Monte Tauro, lo desdoblo con cuidado y empiezo a traducir del griego la huella.

Julian, habiento dejado el Tigris por la impetuosa corriente, yacía aquí. Era un buen emperador y un guerrero valiente.
“Yacía”, “yacía”. Ese verbo en pasado y no en el presente habitual, solo implica una cosa. ¡En el momento de la inscripción, el cuerpo o lo que quedaba de él ya no estaba allí! Por eso, el epígrafe se colocó en un cenotafio, en un monumento erigido para conmemorar el entierro de un hombre ilustre, pero cuyos restos se encuentran, ahora, en otro lugar. Pero, ¿dónde?
Para ya no pensar en esto, decido ir a ver la famosa columna levantada en la ciudad al Apóstata. Me visto rápido, salgo del hotel y llamo al primer taxi que veo.
« Can you drive me to the place of Julian’s column?»
«Ah, eh…» responde el joven taxista con una mirada de asombro. Sin embargo, la plaza es famosa por la columna de Julian; la única de la época romana que aún se conserva. Hago un gesto casi obsceno para imitar la columna, pero de alguna manera el chico logra compreder de forma correcta la mímica y comienza a manejar a toda velocidad.
« Ulus, ulus» repite incomprensiblemente el descontrolado taxista. Me deja en una plaza anónima, rodeada de edificios modernos. En el centro, hay una columna, de 10 a 15 metros de altura. En ella, se ven representados episodios de la vida de Julian. Camino admirando las distintas escenas, hasta que me sorprende el bajorrelieve del cortejo fúnebre del difunto emperador Constancio. Detrás del cadáver tendido en un carro, hay dos personajes coronados que abren la procesión. Hasta donde recuerdo, los estudiosos los han identificado como Julian y al otro, un poco más grande, como el dios Helios. Ahora, a la luz del descubrimiento del epígrafe y la tumba vacía, planteo la hipótesis de una interpretación alternativa. ¿Y si toda la escena no representa el cortejo fúnebre de Constancio, sino la ceremonia de traslado del cuerpo del Apóstata? ¡Quizás en las columna que se describen los episodios más destacados de su vida, también querían recordar su último viaje! En tal caso, Julian no sería el que está parado, sino el cuerpo tendido; mientras que los personajes coronados que lo siguen podrían ser el nuevo gobernante Valentiniano y, la figura más pequeña, su hermano Valente. Quizás el profesor también lo había adivinado. En realidad, creo que puedo afirmar algo que los autores antiguos no han transmitido. Cuando llegaron a Tarso, Valentiniano y Valente no solo rindieron homenaje a la tumba de su ilustre antecesor, se lo llevaron. Probablemente, pensaron que este no podía ser el lugar adecuado para albergar los restos mortales de un emperador. Quizás temían que terminarían de la misma manera: enterrados en un rincón olvidado de la Turquía más montañosa. Luego hicieron erigir el cenotafio cerca del río Cidno con la inscripción que encontró el profesor y, al mismo tiempo, ordenaron transportar el cuerpo de Julian a un lugar más adecuado. Pero, ¿dónde? No puedo sacarme esa pregunta de la cabeza. Ni siquiera mientras camino por el centro. Llego al punto de encuentro a las 20.30, con mucha antelación. Don Castillo: el nombre del restaurante elegido no me hace pensar en una taberna típica. Me siento en el escalón exterior del local. Veo pasar mujeres cubiertas, en su mayoría, por una burka larga y negra.
Chiara, con sus tacones altos, llega después de una hora y cuarto. «¿Llevas mucho tiempo esperando?»
«No» respondo, levantándome y estirando mis rígidas piernas. «Bienvenida».
«Vamos». Me toma del brazo.
El lugar es oscuro, no veo muy bien lo que estoy comiendo. Quizás sea mejor así. Los nombres de los platos son difíciles y ella, con la excusa de la sorpresa y de hacerme probar la comida turca, evita decirme toda la información hasta que terminé la porción entera. Pidió carne en todas las salsas y de todo tipo. Espero que solo sera ternera y no algún animal extraño.
Tengo una tarea que hacer, aunque de mala gana. «Ese amigo tuyo fue amable. Me ayudó mucho».
«Sí, él siempre es amable, con todos» responde ella con frialdad.
«Hablando de Fatih, le gustaría saber de ti, pero no quiere molestar».
Le entrego el papel. «Me dio su número de teléfono y dijo… en fin, que estaría feliz si tú…»
«Gracias», interrumpe, «pero no, quédate con el número. ¡Puede que te sea más útil a ti!»
No insisto. Evidentemente he tocado un tema delicado. «Entonces, ¿qué me tenías que explicar para mañana?»
Chiara enumera los distintos pasos en detalle. Primero, la embajada a las 8: tengo que conseguir un documento y hacer que me coloquen una visa en los documentos del hospital en Tarso, para poder recoger el cuerpo. Luego, hago una parada por la infame aduana para recuperar mi pasaporte. Y, finalmente, tomo un vuelo especial a las 11. Ella no estará allí, pero no debería tener ningún problema. Le agradezco sinceramente.
«Ha sido un placer» dice con una sonrisa que me parece traviesa.

Lunes 19 de julio
La embajada, desde fuera, es como imaginas una embajada, grande, blanca, con ese aspecto de casa victoriana de algunas villas de campo en el sur de Estados Unidos. Espero a un amo con un séquito de esclavos. Me da la bienvenida un gerente con una secretaria y poco tiempo para mí. Le entrego los documentos de la morgue. La secretaria los hojea distraídamente, los sella, coloca uno de sus pases y resuelve el papeleo con la misma rapidez. Incluso en la aduana las cosas fluyen mejor que en la ida. Finalmente recupero mi pasaporte. En el futuro, haré una copia de los documentos antes de salir (uno nunca sabe).
Me acompañan o, mejor dicho, me escoltan hasta que subo al “avión especial”. En realidad, es pequeño y tosco, para transportar mercancías. Me parece que las posibilidades de que despegue no son altas. Subo las escaleras hasta una gran entrada en la parte trasera (y no en la lateral), a través de la enorme bodega, cargada con un poco de todo. Detrás de la cortina hay unos diez pasajeros y, más adelante, está la cabina. Los asientos no están numerado. Me siento en el único espacio libre, junto a un señor que me mira de pies a cabeza y, luego, vuelve a leer su periódico. Esperamos mucho tiempo antes de que autoricen la salida. Olvidé el mp3 en mi maleta. Para no pensar en el despegue, saco el informe de ese extraño anatomopatólogo. Son páginas y páginas escritas a mano, en turco. Al final de la segunda copia hay un resumen en inglés. Se declara, en términos legales, que el Barbarino murió a raíz de la caída. Da informe de las múltiples fracturas y una falta en la nuca, pero no de un ataque cardiaco.
Me quedo asombrado. El asistente del profesor había hablado sobre una enfermedad como causa de muerte. Aquí parece que la muerte se debe a un golpe en la cabeza, quizás durante la caída. Vuelvo a guardar el informe. La policía se encargará de investigarlo.
Mientras tanto, es increíble, pero el avión ya ha alcanzado la altura del vuelo y me tranquilizo. Esta calma no dura mucho porque no recuerdo haber visto el ataúd mientras caminaba por la bodega. Perder una maleta es desagradable, pero ¡perder un cadáver! Como no creo que haya azafatas en la carga, aprovecho para levantarme, correr la cortina y regresar a la bodega. Hay un ataúd y me acerco, por seguridad. El nombre es el correcto, pero algo me llama la atención. Hay una inscripción en el lado corto. Sobre la madera se han grabado las letras: DDCF. ¡Extraño! Lo habrá hecho alguien de las aduanas, ya que en el viaje largo en la camioneta no lo había notado. De hecho, estoy seguro que no estaba allí antes. Parece un acrónimo, oscuro y familiar. Regreso a mi asiento.
Ese distinguido caballero sigue observándome, de manera sigilosa. Me inquieta un poco lo que he leído y el final del Barbarino. Regreso al tiempo que pasé en su servicio o, mejor dicho, bajo su “dictadura”. En realidad, no me arrepiento. Humanamente debería lamentar su fallecimiento, pero la verdad es que no lo puedo hacer. Después de todo lo que había escrito y hecho por él, no había podido conseguirme un puesto permanente en la universidad. Afirmaba que me lo merecía, sobre todo por el curriculum de estudio, pero siempre había alguien con méritos extraacadémicos que iba antes que yo. Hice bien en alejarme de ese mundo. Al llegar a Fiumicino, voy a la aduana con los documentos turcos. Afortunadamente, en Italia todo es más simple, solo colocan un par de sellos. Debo haberlo visto en una película: un traficante de drogas usa ataúdes de los soldados estadounidenses que murieron en batalla, para introducir drogas de contrabando a Estados Unidos. En mi caso, nadie se daría cuenta. No abren la caja sellada y el único perro antidrogas está echado en una esquina.
Le dio el cerficado del anatomopatólogo. «Dijeron que lo entregara para que lo remitiera a la Policía del Estado».
«No se preocupe» responde el funcionario de aduanas, «nosotros nos ocupamos».
Coloca los papeles en una enorme pila a su izquierda, donde los documentos parecen estar abandonados por meses.
No importa si no investigan esa muerte. Antes de salir, hago una última pregunta. «¿Ahora qué debo hacer con el ataúd?»
«¿Usted es pariente?» pregunta diligente el empleado.
«No, digamos… un amigo».
«Entonces, debe entregárselo a los herederos». Es la sentencia final del funcionario.
Salgo aún más confundido. Entre la multitud, veo un cartel con mi apellido. Siempre he deseado que alguien me estuviera esperando en el aeropuerto con un cartel claramente visible.
Me acerco. «Buenos días, soy Francesco Speri».
«Lo estábamos esperando» responde una mujer de unos sesenta años, con una fingida cortesía. «Gracias por todo lo que ha hecho por nosotros».
Ante mi mirada inquisitiva, la señora hace señas para que se acerce un joven. Se presenta. «Grazia Barbarino, un placer. Soy la hermana del pobre Luigi Maria y él es mi hijo. Hemos venido a darle un digno entierro a nuestro amado».
«El tono hogareño y la manera perfecta no me inspiran simpatía. ¿Tuvo un buen viaje?», pregunta la señora, no tan interesada en la respuesta.
«Le ofrezco mi más sentido pésame».
Ninguno de los dos parece realmente apesadumbrado. Yo tampoco. De hecho, estoy feliz de deshacerme del cuerpo.
«Gracias por todo una vez más» reitera el joven.
En realidad ellos podrían haber ido a Turquía. Intento que ese pensamiento no sea visible en mi rostro. «De nada. Era lo mínimo que podía hacer después de tantos años…»
«Sí, sí, me imagino» interrumpe la señora.
«Le doy una copia del informe anatomopatológico, en caso quiera llevárselo a su abogado» agrego, vocalizando cada palabra.
A pesar de la expresión curiosa del joven, la mujer coge el documento sin siquiera dignarse a mirarlo. También lo dejará de lado. Con un último asentimiento de condolencia, me despido del extraño grupo y me dirijo al tren.
Llego a casa alrededor de las 19:30, después de tomas el colectivo desde la estación de Sinalunga en Bettolle. Estoy feliz de estar de vuelta en la tranquilidad del pueblo en el que vivo desde que obtuve la beca de investigación en la Universidad de Siena.
Dejo la maleta y, de inmediato, bajo della vecina para recuperar mi gato. Lo había dejado con ella por estos días. Me abre la puerta un niño de unos 5 o 6 años.
«Hola, ¿está la abuela?»
El niño contesta: «¿Cómo se dice?»
Me quedo sin palabras.
«Mamá dice que siempre se tiene que decir por favor».
«Tiene razón. Entonces, niño hermoso, ¿está la abuela, por favor?»
«Pero, ¿cuál es mi nombre?»
De hecho, nunca lo he sabido. «¿Cómo te llamas?»
El pequeño torturador sonríe. «¡No te lo diré!»
«Dímelo, vamos».
«¿Y qué me das?» pregunta firme.
Y, luego, mis padres se sorprenden de que no quiera tener hijos. «¿Un caramelo?»
«Mamá dice que nunca debo aceptar caramelos de desconocidos».
«Pero yo no soy un desconocido. Vivo aquí arriba».
El niño extiende su mano derecha, le ofrezco un dulce de miel y menta que, afortunadamente, tenía en el bolsillo.
«Ahora, ¿me dices cómo te llamas?»
El niño cruza los brazos e inclina la cabeza hacia adelante.
«Gian…luca».
«Bueno Gianluca, ¿está la abuela?»
«Aunque no hayas dicho por favor» señala. «Pero, ¿cómo se llama mi abuela?»
Sabía que me iba a hacer esta pregunta, pero no recuerdo su nombre. «¿Federica?»
«No».
«¿Elisabetta?» adivino.
«Tibio» sonríe, contento por el nuevo juego.
«¿Elisa?»
«Caliente».
«Ahora escúchame bien. Querido Gianluca, ¿tu abuela Elisa está en casa… por favor?»
«No» y me tira la puerta en la cara.
Mientras me quedo confundido delante de la puerta, me acuerdo de una escena de Caro diario de Nanni Moretti. Él esta de vacaciones en la isla de Salina cuando llama a unos amigos; un niño, antes de pasarle la llamada a sus padres, lo obliga a imitar a varios animales. Por suerte Elisa había escuchado todo. «Francesco, bienvenido, ¿cómo le fue?»
«Fuera de unos retrasos burocráticos…»
Sonríe. «Pallino se ha portado bien. Aquí está. Míralo, te ha escuchado».
Un gato blanco regordete se asoma detrás de las piernas de la vecina y me saluda con u gemido, casi de reproche.
«Gracias una vez más, no habría sabido dónde dejarlo».
Regreso a casa con el gato en brazos. Después de una agradable cena, ambos nos vamos a dormir cansados. Estos días también habrán sido una aventura para él, en una casa que no es la suya.
Martes 20 de julio
«Bienvenido al trabajo, ¿fueron buenas las vacaciones?» pregunta el director en cuanto entro a la sucursal de Montepulciano Stazione.
Ah sí, no lo había dicho todavía. Después de dejar mi puesto como profesor en la universidad, terminé trabajando como agente bancario en ventanilla. No era lo mejor, ¡era un puesto fijo!
No le dije a nadie el motivo de mi viaje o, mejor dicho, los dos motivos: la búsqueda del profesor y del emperador.
«Todo bien… un poco cansado».
Es más difícil desenredar las preguntas de Vito Darino, el colega de la caja que está al lado de la mía. Como dicen por aquí “es un pez extraño”, por lo general apacible y manso, pero cuando se enfada un poco, se pone todo rojo, luego morado y, finalmente, se desinfla de repente. Está molesto con todo el mundo, convencido de que nadie entiende nada y, por eso, los ascendieron, mientras él se queda de por vida en el mismo puesto. Se define como “ single”, pero el término correcto es “solterón”. Creo que hace décadas no tiene pareja, siempre habla de mujeres, pero básicamente es un misógino.
«¿Te has divertido? ¿Has conocido alguna hermosa turquita?» Eso es lo primero que pregunta.
«No, he descansado». Nada más falso.
«También he visitado lugares turísticos».
«¿Dónde fuiste exactamente?» insiste.
Intento no ser tan preciso. «Bueno… a un sitio arquelógico. Sabes que es mi pasión».
«Claro, discúlpeme profesor» dice Vito con ironía.
«Después de todo», intento continuar, «he trabajado en eso durante diez años, hasta que empecé a trabajar aquí».
Vito aumenta la dosis fantaseando con improbables aventuras eróticas. «Entonces, ¿nada de mujeres?»
«¿Qué te puedo decir? Me van a empezar a gustar los hombres».
Descubrí que esta siempre es la forma más brillante para terminar la conversación.
Luego, pegado frente a la computadora, prendí el “piloto automático” de la rutina de caja. Algunas operaciones son largas y aburridas, otras son ligeras como los clientes. En cuanto terminan, olvido el número de cuenta y incluso la cara de la persona que tengo delante.
Esa misma tarde, antes de salir del banco, llega un correo electrónico del decano de la Facultad de Letras.
Estimdos y estimadas colegas,
Les informo que el funeral de nuestro ilustre profesor Luigi Maria Barbarino, fallecido prematuramente por un tráfico destino, se llevará a cabo el jueves 22 a las 16:30 en la Abadía de Poppi…

Jueves 22 de julio
El campo de Arezzo no es como el de Siena. Alrededor de la ciudad del Palio, los pueblos, ahora, se ven tan bellos que parecen de fantasía. Luego, se ven los cerros, innumerables, pequeños y caracterizados por una casita en la cima. Solo una está rodeada de árboles. Sin embargo, en la zona de Arezzo todo es plano; los cultivos, menos variados. Las casas no están aisladas y dispersas, sino próximas entre sí y se ven infinitos espacios vacíos. Los caminos también son diferentes; por allí suben y bajan. Tiene muchas curvas y baches, el descenso es inclinado. Aquí hay un camino largo y recto que parece no conducir a ningún lugar.
Llego a Poppi a las 3 de la tarde. Aprovecho para ver los maravillosos murales en el castillo de los condes Guidi. Así descubro que Dante, de joven, había participado como caballero en la famosa batalla en la llanura debajo del castillo. Siempre imaginaba al gran poeta encerrado en su habitación, para fantasear con mundos místicos. No me lo imagino con una armadura, apuñalando y masacrando enemigos.
Bajo a pie de la fortaleza a la abadía de San Fedele. Mientras admiro la fachada de piedras curadas, llegan dos profesores con una fila de discípulos. El profesor Alessandri se acerca y me da el pésame. Me sorprende un poco. No soy un familiar, pero probablemente, para ellos, soy muy cercano a Barbarino porque fui su asistente por muchos años. Llegan otros tres investigadores: cuando hacen lo mismo, les respondo como cuando estás en el funeral de una tía anciana a la que no veías desde hace años y, además, no era muy amable. «Gracias, gracias, lamentablemente… así es la vida».
Finalmente llegan los familiares. Les doy mis condolencias y entro a la iglesia. Tras las brillantes reflexiones mezcladas con banalidades del cura loval, se le da la palabra al decano, que se levanta del grupo de bancos que está a la derecha, el grupo de profesores que mueren de calor en sus chaquetas y trajes. Mientras el profesor se balancea entre las filas, el pensamiento unánime es solo uno: que acabe rápido. El, con un gran gesto dramático, coloca su birrete (el sombrero negro cuadrado, donado por el rector para homenajear al profesor fallecido) sobre el féretro. Luego, al llegar al podio, saca tres hojas de su bolsillo inferior, las abre y, después, las cierra de manera descarada. Todo esto lo hace con una media sonrisa como diciendo: yo había preparado un discurso, pero soy magnánimo y voy a improvisar. Un amplio suspiro de alivio comenta el gesto.
«Estimados colegas, estamos aquí en representación de toda la facultad y expresar nuestro más sentido pésame a la familia».
[Traducido del lenguaje académico significa: A los miembros de la familia ni siquiera les importa y mucho menos a los profesores, por eso somos tan pocos].
«A todos nos tomó por sorpresa la repentina y prematura muerte del estimado colega…»
[= Nos regocijamos de inmediado cuando el viejo barón finalmente murió…]
«Su partida ha dejado un vació en el personal académico que será muy difícil de llenar».
[= De hecho no lo reemplazaré, usaré el dinero de esa silla para promover a mi amante].
«Toda la facultad está comprometida, en la medida de lo posible, a continuar las excavaciones en Turquía en su nombre».
[= Si aún obtengo fondos del gobierno, enviaré a uno de mis subordinados. De lo contrario, todo se abandonará de inmediato].
«Creo que sería un merecido homenaje organizar conferencias anuales en su memoria…»
[= Con los sobrantes de los fondos de “Proyectos de Relevante Interés Nacional” asignados a su nombre organizaré mediodía de estudio este año y nunca más].
«Finalmente, permítanme expresar mi más profundo agradecimiento a Franceso Speri, quien trajo a nuestro querido difunto aquí».
[= Afortunadamente encontré a ese tonto, de lo contrario hubiese tenido que ir yo hasta allá con este calor].
«Espero que, como era el deseo del profesor, el querido Francesco encuentre por fin un lugar adecuado en la universidad…»
[= Si Barbarino no pensó en arreglarlo mientras estaba vivo, no seré yo quien le dará un puesto…]
«…y así reconocer los años de colaboración continua y fructifera con el querido Luigi».
[= ¡Ha sido su esclavo por años! ¡Ahora que está muerto, arréglatelas!]
«Gracias a todos los que han venido».
[= Lamentablemente, yo tenía que estar aquí, pero envidio a los que se fueron al mar].
Con estas conmovedoras palabras nos despedimos, emocionados, del querido Luigi Maria Barbarino.
A la salida nos despedimos rápido y corremos rápido hacia los carros. Mis “ex-compañeros” están ansiosos por volver a su investigación académica, que se realiza entre el puerto de Talamone y Capalbio, Bagni G.


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