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Buscando A Goran
Grazia Gironella
Después de meses de intentar volver a su realidad tras el accidente de coche que le causó la amnesia, Goran sigue sintiéndose atrapado en una vida que le es ajena. Cuando inician las visiones, estas se sitúan en un mundo gélido y lucha por la supervivencia que le es extraña. Habiendo perdido la esperanza de que sean sólo recuerdos, Goran lo abandona todo para seguir el oscuro hilo que parece unirle a Escandinavia y al misterioso hombre de sus visiones. No estará solo en su viaje, porque su pasado no está dispuesto a dejar que se aleje. El encuentro con Nico, una niña fugitiva, será un problema más por resolver, pero también una ayuda inesperada.
Goran es un hombre de éxito, pero esa palabra no tiene sentido para alguien que ha perdido su identidad. Tras el accidente de coche que le sumió en la pesadilla de la amnesia, enfrentado a una realidad que no reconoce, con una esposa difícil de amar y un socio con demasiadas caras, Goran lucha por mantener un precario equilibrio hasta que llegan las visiones, incomprensibles y devastadoras; pero lo que surge son momentos y situaciones que parecen pertenecer a otro lugar, a otro tiempo y sobre todo, a otro hombre. Abandonando cualquier intento de volver a la normalidad, Goran decide averiguar qué es lo que ocurre. Para saber más sobre un pasado que nadie de su entorno parece conocer, busca a Enrico, su hermano con el que no tiene relación desde hace años. Por él se entera de una vida familiar difícil, marcada por la muerte en circunstancias misteriosas de su madre, de la que él mismo pudo haber sido responsable. Mientras se enfrenta a sus dificultades, Goran no está solo, ya que Cassandra, su amante en el pasado, aunque no lo recuerda, investiga para ayudarlo y da con una hipótesis inquietante. La amnesia podría haber hecho que la personalidad de Goran fuera absorbida por una entidad ajena. Sin embargo, su tarea parece condenada al fracaso, el profesor Roversi, única lumbrera en la materia, ahora retirado a la vida privada, se niega a involucrarse. El propio Goran rehúye cualquier hipótesis de cura y parte hacia Escandinavia siguiendo las pistas que surgen en sus visiones. Cuando Cassandra descubre que Irene, la mujer de Goran, le ha denunciado por un robo inexistente para obligarlo a volver a casa y que ha puesto a la policía tras su pista, se da cuenta de que la situación es grave. Finalmente consigue la colaboración del profesor Roversi y juntos siguen a Goran por toda Europa, para ayudarlo a reconocer y enfrentarse a la entidad que está minando su vida. El camino de Goran se cruza sorprendentemente con la de la pequeña Nico, que se escapó de casa para huir de una situación familiar intolerable. Entre los dos improbables compañeros de viaje surge una verdadera amistad, y es gracias a Nico que Cassandra y Roversi consiguen finalmente llegar a Goran y solucionar su problema. ¿Quién es Petri, la entidad que ha ocupado el vacío creado por la amnesia? ¿Cuáles son sus objetivos y a qué está dispuesto a llegar para conseguirlos? Cada visión hace que Goran se adentre más en el mundo paralelo de Petri, una Finlandia de mediados del siglo XIX en la que los dramas familiares se hacen más extremos por la lucha diaria por la supervivencia durante el periodo del Gran Hambre. La llegada a Lepaa, el pueblo donde vivía Petri, crea las condiciones para la visión guiada por Roversi, con la ayuda de la hipnosis. Goran se sumerge en el pasado de Petri y descubre que su intención es revivir el incendio del que fue responsable y morir junto a su familia, en lugar de huir a América, como hizo en la realidad. Para dar a esta dramática situación un desenlace capaz de devolver la paz a Petri, y al mismo tiempo salvar su vida, Goran se enfrenta a él y consigue salvar a su familia, al tiempo que recupera un importante recuerdo: el de su propia inocencia en la muerte de su madre. En el momento más delicado de la visión, Roversi se olvida de toda precaución para llevar a cabo lo que considera su experimento más importante, poniendo en riesgo la vida de Goran, pero Nico y Cassandra consiguen evitar el peligro en extremo. Ahora Goran, libre de cualquier sentimiento de culpa, puede aceptar que no conoce todo su pasado y está dispuesto a abrirse a un futuro con Cassandra, que siempre le ha seguido queriendo; pero antes de abandonar Finlandia descubre un aspecto misterioso de lo que le ha sucedido. Tal vez sus decisiones durante la visión han sanado los asuntos de la familia de Petri, no sólo en el mundo paralelo, sino también en la realidad.


Grazia Gironella

Buscando
a
Goran



Cualquier referencia a personas o hechos de la vida real, es pura coincidencia.

Copyright – 2017 Grazia Gironella

Traducción del italiano: Elizabeth Garay

Todos los derechos reservados. De acuerdo con las leyes de publicación, la reproducción, incluso parcial y por cualquier medio, no está permitida sin el permiso previo por escrito de la autora.

La imagen de la portada fue tomada de Pixabay y reelaborada por la autora.
Estoy despierto.
¿Qué significa eso? ¿Volver a mí mismo, a mi mundo? No ha sido así desde hace mucho tiempo.
Debo abrir los ojos. Es un movimiento sencillo. Si tan solo los párpados no fueran una esclusa que me proyectara de una conciencia a otra, sin respeto, sin darme tiempo de recuperar el punto cero, quien yo soy.
En el sueño, estaba nevando.

GORAN
Comparación entre pinturas chinas de las dinastías Ming y Ching.
Comparación
entre las pinturas chinas
de las dinastías
Ming y Ching.
Comparación…
Goran deslizó el ensayo sobre el escritorio con un suspiro de frustración. La lectura era de poca utilidad cuando los ojos y el cerebro iban por caminos separados. Dejó que su mirada vagara en busca de un punto de apoyo que lo devolviera a la realidad funcional.
A la luz del otoño, el negocio que se encontraba debajo de su oficina, era un torbellino de polvo de oro, oro en los marcos y jarrones birmanos, en las mesas chinas y en las esteras que colgaban de las paredes, oro flotando en suaves remolinos en los rayos de luz que daban forma al espacio, como focos en un escenario. Entonces alguien apagó el sol y las motas finas y relucientes desaparecieron abruptamente, el oro se transformó nuevamente en polvo prosaico e invisible en el momento de un chasquido de dedos.
Goran desvió su atención de la tienda e hizo algunos movimientos cautelosos con el cuello para disuadir el acechante dolor de cabeza. El entrepiso pavimentado con suelo de plexiglás transparente había sido idea suya para vigilar al personal y al flujo de clientes, desde una posición de control suspendida, casi sobrehumana. Más tarde, también tuvo la idea de extender alfombras al menos en el rectángulo de piso que albergaba el escritorio de caoba, solo para sentir algo menos insustancial bajo los pies. Exigencias diferentes, nacidas de diferentes momentos.
Sobre su escritorio, un montón de papeles reclamaba su atención, anuncios, propuestas, facturas, catálogos en varios idiomas de lugares lejanos, que en teoría conocía bien. Era difícil mantenerse concentrado, sabiendo lo inútil que era ese trabajo para el Orient Express. Por supuesto que podía evaluarlo, hacer contactos; pretender que su voz tenía peso, y que en una semana Edoardo no le hubiera propuesto el mismo material en una nueva interpretación, su interpretación, la definitiva. La relación entre socios se convirtió en una cadena pesada cuando las ideas y elecciones pertenecían a una sola parte. Siempre asumiendo que todavía le importaba.
El murmullo hipnótico de Antonia se filtró desde la planta baja, mientras discutía con un posible cliente sobre el problema de las falsificaciones en el mercado indio de muebles antiguos. Goran la vislumbró junto a la columna, erguida y un poco rígida con su traje de color gris paloma, su cabello castaño recogido en una cola tan apretada sobre sus sienes que daba a sus ojos un toque exótico. Quizás Antonia tenía una doble vida. No era la sobria mujer de unos cincuenta años que todo el mundo creía conocer, sino una anciana de rostro marchito, a la que solo la pinza de huesos mantenía en tensión. Quién sabe qué espectáculo daba en casa cuando se soltaba el pelo por la noche. ¿Habría alguien que la ayudaba, un marido, un amante, una andrajosa sirvienta?
"Sr. Milani, necesito hablar con usted".
Elisa vaciló en la puerta. Muy joven ella, con su moderna ropa de niña de las flores. Sus ojos pálidos eran casi transparentes bajo el grueso trazo de lápiz negro.
"Entra, no estoy haciendo nada urgente".
La chica cruzó el umbral y se detuvo a una distancia prudente, como si temiera por su propia seguridad. En su lugar, Antonia habría entrado como un gladiador. ¿Había sido por este contraste que unos años antes las había elegido como sus dependientas?
"Quería preguntarle si puedo... si es posible... tener el día libre el próximo sábado". Elisa se mordió el labio y agregó apresuradamente. "Sé que no es el mejor momento, pero tengo varios días acumulados desde el año pasado, pero si es un problema, siempre puedo anticipar...".
"No hay problema", la interrumpió Goran. "Tómate también el viernes, si lo necesitas".
Elisa lo miró con los labios entreabiertos por la sorpresa.
"El viernes...?".
"Seguro. ¿Puedo saber a dónde vas?".
La expresión de asombro de Elisa, la misma cada vez que le hablaba, lo devolvió inexorablemente a la realidad de su situación. Nada de lo que decía o hacía era igual que antes. Pasaban los meses, pero esas nimiedades, como esta, conseguían deprimirlo o enloquecerlo, según fuera el día.
"No tienes que responder. Puedes hacer lo que quieras con tu tiempo libre".
Ante su tono molesto, Elisa dio un paso atrás y luego sonrió tímidamente.
"A la montaña. Voy de excursión".
"¿Gran altitud y vías férreas, pernoctar en refugios, o una caminata más tranquila?".
La niña se relajó visiblemente.
"Un poco de todo, pero esta vez es un viaje de cinco horas, nada extenuante".
"¿Adónde?".
"Dolomitas, alrededor de los Tres Picos de Lavaredo. ¿Conoce usted la zona?".
"No... al menos no lo creo".
Elisa se sonrojó. "Disculpe, no quise decir...".
"Lo sé, lo sé... entonces está bien para viernes y sábado. Le pediré a Giacomo que me ayude en la tienda. Lo ha hecho antes, no habrá problema".
"Entonces… gracias".
Con un gesto incierto de despedida, Elisa salió. A través del suelo transparente, Goran la vio girar a la mitad de las escaleras para lanzarle una última mirada de desconcierto. En ese momento, con la desenvoltura de un propietario, Edoardo irrumpió en la oficina.
"Ran, sobre ese pedido de gongs tibetanos, yo lo veo diferente". Le puso algunas fotocopias frente a él, apresuradamente señalando los precios escritos junto a las fotos. "¿Quién compra estas cosas? Demasiado caro, demasiado voluminoso, demasiado... místico. ¿Los imaginas en un estudio?".
Goran lo miró. Todo en Edoardo lo ponía de los nervios, el hermoso cabello ondulado, la confianza inquebrantable en sí mismo, sus modos apresurados. Y la costumbre de llamarlo Ran.
"¿Desde cuándo tenemos clientela de estudios?".
"Desde el comienzo de la crisis económica, amigo, ¿no te has dado cuenta? Ahora tenemos que ampliar el círculo de posibles clientes o existe un terrible riesgo". Le dirigió a Goran una sonrisa salvaje. "Pero tal vez te perdiste de algunos detalles, tan ocupado como estabas, estando tan olvidadizo".
Goran lo consideró una broma y le dio una palmadita en la espalda sin pestañear.
"Entonces, ¿qué sugieres, Ardo? ¿Nos dedicamos a vender chatarra étnica y competimos con los chinos?".
"Ciertos artículos ocupan un espacio en el almacén que podemos aprovechar mejor. Piénsalo y estarás de acuerdo conmigo. Me voy ahora, tengo que preparar una cita para la tarde".
Antes de que Goran tuviera tiempo de responder, Edoardo salió con el mismo ímpetu con el que había entrado, chasqueando los dedos, como ocurría cada vez que algo lo ponía nervioso. Goran sonrió ante este pequeño éxito. Si lo que le había sucedido tenía un lado bueno, una hipótesis que requería cierto optimismo, era que lo había convertido en un agudo observador. Ya nada se daba por sentado. Las personas que lo rodeaban también eran una sorpresa constante, no siempre agradable.
Al mirar al otro lado del escritorio se encontró con la foto enmarcada en plata. En un primer plano estaban él e Irene unos años antes, guapos, seguros de sí mismos y en control del futuro. Como siempre, cayó en la trampa de enfocarse en sí mismo en la foto y luego en su mismo reflejo en el cristal, buscando morbosamente la comparación. En la foto lucía una barba bien arreglada y un corte de pelo corto y prolijo; sus ojos grises coincidían con la mirada acerada que ni siquiera una sonrisa podía suavizar. Ahora, el reflejo en el cristal devolvía unos ojos angustiados y un cabello a un rostro más delgado, con solo una sombra de barba. No era un cambio de estilo. Eran hombres diferentes.
Una mirada al reloj le recordó la recomendación de Irene, tenía que estar en casa a las siete y media para ‘una cena especial’. No había podido descifrar el tono de voz de su esposa, mientras ella le hacía esa inusual invitación. Sus profesiones dificultaban el cumplimiento de horarios precisos, e Irene, por su parte, era una mujer muy ocupada; su función como jefa de marketing de una gran multinacional apenas le dejaba tiempo para dos apretadas horas de gimnasia a la semana. Cenar juntos era una excepción, ciertamente no era un ritual familiar.
Goran se pasó una mano por la nuca, donde su cabello se había levantado levemente al recordar la emoción en las palabras de Irene. Odiaba lo inesperado. Era difícil apreciar las variaciones de una rutina diaria que le resultaban tan extrañas como un viaje a Marte.
No recordaba lo que le habían dicho sobre Irene en los primeros días, ya que no recordaba muchas otras piezas del mosaico que todos se habían apresurado a reconstruir para él después del accidente. Miles, millones de piezas de información se habían vertido en él desde los primeros momentos después de su despertar, formando un flujo regular que se intensificó tras la cautelosa admisión de los médicos: el proceso de recuperación de la memoria sería gradual, pero también existía la posibilidad de que no volviera en absoluto.
Hubiera preferido olvidar solo una escena, y en cambio estaba clara en su mente, el momento en que abrió los ojos en una habitación de hospital y se encontró con dos extraños a cada lado de la cama. La mujer, rubia y hermosa, un ángel, había pensado en su aturdimiento, se había inclinado para darle un ligero beso en los labios. "Bienvenido de nuevo, amor", dijo sonriendo. "Sabía que podrías hacerlo. Siempre has sido un luchador". Palabras vacías de significado en una realidad igualmente vacía. Luego, el elegante hombre se adelantó y le dio una palmada avergonzada en la mano que yacía sobre las sábanas, conectada a la maquinaria por cables y tubos.
"Pronto te pondrás bien, Goran. El viaje a Indonesia todavía te está esperando".
Los había observado mientras hablaban, a uno y a otro, como si estuviera viendo un partido de tenis, mientras los engranajes de su cerebro intentaban conexiones y las descartaban a una velocidad alarmante. No había dicho una palabra. ¿Qué había que decir?
Desafortunadamente, la tregua del silencio había sido de corta duración.
El recuerdo le hizo sentir que la oficina estaba abarrotada y mal ventilada, a pesar de las grandes ventanas. Aún faltaban un par de horas para cerrar, pero su presencia en la tienda no era necesaria. Quería respirar.
Afuera, el viento se había llevado las nubes. A pesar del sol, el aire otoñal mordía la piel desnuda. Goran dejó el tintineo de juncos de la puerta de vidrio detrás de él y se deslizó entre la multitud en dirección al estacionamiento. El búlgaro manco que mendigaba en la esquina agitó su gorra al pasar. Era una señal de saludo, más que una solicitud de atención, pero aún así, Goran le dio un par de euros.
"¿Qué tal el día, Krum?", preguntó, inclinándose para bromear con el monito.
"Pesado, jefe".
"Será mejor mañana".
Krum asintió con la expresión de quien ha visto cosas peores. Más allá, Goran se lo imaginó recogiendo el botín del día y conduciendo a casa en un Mercedes, que ni siquiera esa hipótesis era tan absurda. Si era así, al menos una puerta del automóvil debería haber sido nombrada en su honor, tanto como había contribuido a su compra.
Casi todos los viejos conocidos habían dicho que su nuevo interés por la naturaleza era "curioso", pensaba en ello de nuevo mientras se abría paso entre el tráfico al salir de la ciudad. Según ellos, antes del accidente los paisajes bucólicos siempre lo habían puesto nervioso y los animales aún más. Razón de más para no alardear lo que no era en absoluto un mero interés, sino una necesidad devoradora.
La ciudad lo asfixiaba. Los colores apagados de los edificios le daban una sensación de oscura decadencia, el enjambre de personas y vehículos era una opresión física. Quizás como reacción, sus noches estaban pobladas de sueños al aire libre, bajo cielos despejados de viento y nieve. A veces se despertaba con el chillido agudo de un ave rapaz en sus oídos, y sus tímpanos zumbaban durante mucho tiempo mientras esperaba que su corazón recuperara el ritmo normal. Si se lo hubiera mencionado a alguien, le habrían aconsejado que volviera a la terapia, pero eso estaba fuera de discusión. Se lo había jurado a sí mismo unos meses después del accidente.
Unos minutos en auto y encontró las colinas, deslumbrantes en el aire limpio. Los verdes intensos del verano ya habían dado paso a tonos otoñales más brillantes, con matices dignos de un gran artista. Las palabras de un cliente inglés, unos días antes, volvieron a su mente: "la luz de los paisajes italianos es única". Todavía se reconocía en estas palabras como un turista enamorado, después de meses de redescubrimiento de la realidad desde cero.
Se hundió en el silencio con un suspiro de satisfacción. La fría temperatura y la jornada entre semana, prometían una situación desierta, promesa que se cumplió cuando llegó a la plaza, donde solo estaban estacionados dos autos.
Uno de los trabajadores más jóvenes, vestido de vaquero, corría hacia el corral. En el aire, su respiración y la del animal que lo acompañaba, se condensaban en nubes rítmicas. Goran salió del auto y caminó hacia los establos con el cuello en alto y las manos hundidas en los bolsillos.
"Buenos días, Sr. Milani". El vaquero le sonrió, revelando dientes muy blancos en su rostro bronceado.
"Hola, Joe. ¿Todo bien aquí?".
«Rayo dio a luz. ¿Quiere ver el potro?".
"Seguro que sí".
Joe, nacido Giovanbattista, ató el caballo a un travesaño y salió del recinto para dirigirse a los establos.
"Es extraño verle aquí a esta hora. ¿Dia libre?".
"No exactamente".
Al principio su aparición había despertado cierta curiosidad. No conocía a nadie, no tenía caballo y ni siquiera montaba. Era difícil decir qué estaba haciendo allí. Pero para él, que había encontrado su lugar con una especie de instinto animal, esta era una rama del paraíso. Allí no había Goran-antes, ni Goran-después. Solo estaba el del presente, donde todo, cada palabra, cada gesto, tenía un valor en sí mismo, no como una mutación o deterioro de otra cosa. Y como era fácil ser amable en el paraíso, no le sorprendía que la gente que trabajaba en los establos le diera la bienvenida.
"¿El parto fue sin complicaciones?", preguntó, disfrutando del calor animal en los establos y la banda sonora habitual de bufidos, relinchos y cascos.
"Luchó un poco, pobre bestia". Joe metió la mano en la caseta de Saetta y acarició el cuello que el animal estiraba hacia él. "Ya no es tan joven. El veterinario dijo que esta es la última ronda".
Goran se inclinó para mirar. El potro, leonado y larguirucho, era una maravilla de vitalidad explosiva. Se mantuvo pegado al costado de su madre, con la cabeza contra la cola, ocupado en exigir su dosis de leche.
"Buena Saetta", murmuró Goran, rozando la nariz aterciopelada del animal con la palma de su mano. "Hiciste un buen trabajo".
Tal belleza lo puso melancólico. Casi en respuesta a su estado de ánimo, a Joe se le ocurrió una propuesta inesperada.
"¿Le gustaría echarme una mano para asearla?". Evaluó la ropa de Goran con una mirada dudosa. "Solo si lo desea... claro, vestido así...".
Goran vaciló.
"La ropa se lava, aunque... nunca he hecho algo así. Pero, ¡qué diablos! ¡Ni que fuera tan difícil cepillar un caballo!".
Se quitó la chaqueta y aflojó el nudo de la corbata.
"No se preocupe, no necesita de un título. Juntos tardaremos diez minutos".
"Vamos por esos diez minutos. Mi recinto personal puede esperar".
Sus relaciones con los caballos del establo, siempre se habían limitado a la observación remota. Un contacto tan sólido e íntimo nunca había pasado por su mente. Entró en el establo con súbita aprensión y con cautela y firmeza, tomó la brida que Joe le entregó. Quizás no había sido una buena idea aceptar su propuesta; incluso esta nueva pasión por la naturaleza tenía algunos límites. Pero Joe ya se había posicionado al lado del animal y comenzó a usar la brida en el cuello, con movimientos circulares, descendiendo lentamente hacia las patas. Vacilante, Goran trató de imitar sus gestos.
Al principio, Saetta parecía desconcertada por su presencia, pero pronto se calmó, mientras Goran se familiarizaba con ese tipo de masaje y con las sensaciones que le transmitía, intensas, sorprendentes. Parecía conocer esos gestos, el calor del animal, el temblor de su piel al pasar el cepillo. Le resultaba familiar, mucho más que su trabajo en la tienda, mucho más que todo lo demás. Uno de los pocos elementos reales en un mundo al que no lograba dominar.
"Tiene mano de santo, señor Milani", observó Joe, asombrado. "Por lo general, las madres desconfían de los extraños, en cambio, mire lo tranquila que está Saetta, incluso con el potro sin tener que defenderlo".
Goran sonrió.
"¿Me pediste que te ayudara pensando que me sacaría del camino con una patada en la frente?".
"No, ¿qué está diciendo?". El chico se sonrojó. "Simplemente me parecía que ella era más... bueno, no sé cómo me parecía, pero Saetta sabe más que yo".
La pesada figura de Agnese, la dueña de los establos, se asomaba por la entrada de las cuadras.
"¡Joe, son las seis en punto! Mira, no te pagaré horas extras... oh, Sr. Milani. ¿Ha decidido saltar la zanja?".
"¿Zanja?".
"Lo que nos separa de las enormes bestias peludas". La mujer apareció en la puerta del establo con una sonrisa comunicativa en el rostro. "Hay quienes tardan años. Ya sabe, el tamaño, y luego esa mirada certera... deja claro que el caballo lo lleva, pero no está a su servicio. Lo consideran la combinación perfecta de elegancia y potencia, pero muchas personas a las que les gustaría acercarse a la equitación, les atemoriza. Pensé que pertenecía a ese grupo, pero al verlo, ahora estoy tentada a cambiar de opinión. ¿Por qué no viene a echar un vistazo a los nuevos corrales? Están a solo unos minutos a pie".
Goran vaciló. El reloj lo llamaba a su cita con Irene, pero al final ya era un hombre adulto; no necesitaba pedir permiso a nadie. Se levantó de forma brusca, volvió a ponerse la chaqueta y siguió a Agnese al exterior.
Los últimos rayos del sol se volvieron violetas, filtrados por la niebla que se acumulaba en las colinas. Los nuevos recintos estaban a solo unos minutos a pie, a la vista de un buen excursionista. Goran, avergonzado por los zapatos inadecuados, luchó por mantener el ritmo de Agnese, que caminaba despreocupadamente, charlando. Caminar aún le producía un sutil placer, como escucharla explicar sus planes y las dificultades para manejar los establos. Fue un buen momento para compartir con un extraño. La vida no estaba llena de ellos últimamente.
Cuando regresaron a los establos, el reloj marcaba más de las siete.
"Tengo que irme. Gracias por todo".
Mientras aceleraba su paso hacia el estacionamiento, la voz de Agnese lo alcanzó.
"¡Si quiere, puede lavarse usando nuestro baño!".
Goran se detuvo con su mano ya en la manija de la puerta.
"¿Para qué? Los caballos huelen bien".

IRENE
"¡Más rápido más rápido! ¡Aumenta la inclinación, porque así, es un trabajo para alguien de la tercera edad!".
Irene apretó los dientes y obedeció, mirando de lado al instructor. Muchas frases se precipitaron a sus labios, ninguna pronunciable sin una gota de estilo. Desde la cinta de correr a su lado, puesta a una velocidad perezosa, Valeria la observaba con picardía.
"Así que lo hiciste de nuevo", dijo su amiga, tan pronto como el instructor se alejó. "¿Debería considerar perder?".
"Cuenta con ello", jadeó Irene.
La apuesta se remontaba a un par de semanas antes, donde según Valeria, en un mes enviaría al demonio al guapo instructor de modales insoportables; pero se necesitaba más que eso para hacerla perder el control.
"Tú, en cambio, ¿vienes a calentar o a dormir?".
Valeria sonrió.
"Fuiste tú quien pidió un programa de tonificación para bajar de peso, no yo. A mí me basta un pequeño interludio recreativo en mi pausa del almuerzo".
Irene negó con la cabeza en silencio para no alterar el ritmo de su respiración. Que Valeria considerara ‘recreativo’ verla trabajar duro, no era ningún misterio. En cuanto a ese instructor imbécil, quién sabe cómo reaccionaría si se corriera la voz de que manosea a las clientas, por ejemplo. A su currículum ciertamente no le caería bien. Si era cierto o no, era algo completamente secundario.
"Está por comenzar la hora de Pilates", le informó Valeria, envolviendo la toalla alrededor de su cuello.
Junto con otras mujeres caminaron hacia el salón. Entre los paneles ajustables que servían de divisorio, se podía ver al instructor, ya ocupado calentando en la escalera sueca.
Pilates, qué invento tan revolucionario. Desde que lo descubrió, Irene nunca lo había dejado. La hacía sentirse ágil y tranquila, abismalmente alejada de los problemas que la aguardaban fuera del gimnasio. Caminaba cinco centímetros por encima del suelo, y desde ese nivel era más fácil mantener el control, ya se tratara del trabajo, la familia o cualquier otra trampa tendida por el destino. Pensándolo bien, el término ‘control’, aparecía con demasiada frecuencia en sus pensamientos. Quizás valía la pena comentarlo con el analista.
Después de Pilates, la agenda incluía el almuerzo con los japoneses en la esquina de la plaza y el regreso a la oficina a pie. Por supuesto, la hora del almuerzo estaba fuera de los horarios normales, pero tanto ella como Valeria desempeñaban funciones en Cosmos lo suficientemente importantes como para poder ignorar las reglas impuestas a los simples mortales. Ese día, ni siquiera tenía la intención de volver a la oficina. Tenía que preparar la cena, ¡y qué cena!
La llamada telefónica se produjo mientras luchaba con los palillos para mojar un maki en salsa de soya. Odiaba esas torturas orientales, pero hubiera preferido ayunar antes que darse por vencida. Molesta por la interrupción, sacó su teléfono celular de su bolso de mano y se lo colocó entre el hombro y la oreja.
"¿Qué pasa?", ladró, tanteando con el indisciplinado bocado. "Quise decir ‘hola, mamá, ¿cómo estás? ¿Qué deseas?’".
El tema era una invitación a una fiesta benéfica la tarde siguiente, en uno de los clubes favoritos de su madre. Tiempo perdido.
"No hablemos más. Yo trabajo, por si lo olvidaste. Más bien, recuerda que dejé dicho a la gente de los muebles que te los entregaran... no, no quiero llevarlo todo a casa por ahora. Ahora me despido, estoy ocupada".
Dejó su celular con un suspiro y evaluó la situación. Valeria, el maki, los odiosos palillos. El enésimo intento resultó en una pequeña salpicadura en el tazón, lo que provocó que los granos de arroz salieran disparados y que hubiera salpicaduras de salsa por todas partes. Amén.
"Siempre tan tierna con tu madre", comentó Valeria.
"Ella también ha perdido varias oportunidades de estar conmigo, entre exposiciones y conciertos... De niña estaba convencida de que mi verdadera madre era María, el ama de llaves". Irene descartó el pensamiento con molestia. "No me gusta hablar de ella, pensé que lo habías entendido".
"No he visto a Goran en mucho tiempo", dijo Valeria, cambiando rápidamente de tema. "¿Cómo está?".
"Bastante bien, diría yo".
Valeria se inclinó para mirarla a los ojos.
"‘¿Diría yo?’ ¿Ninguna mejora, ni siquiera algún destello de memoria?".
"Aún no".
"Sin embargo, los médicos dijeron que con el tiempo...".
"… tal vez recupere la memoria. No fue una promesa". Irene intentó sonreír. La comprensión se parecía demasiado a la compasión, para su gusto. "Es un mal momento, pero lo superaremos. Lo importante es luchar".
"Muy bien. ¿Qué intenta hacer?".
"¿Quién?".
Valeria la miró perpleja.
"Goran. ¿No dijiste que está tratando de luchar?".
"Oh no, él no. Estaba hablando de mí. Para él... es como si nada hubiera pasado. Espera Dios sabrá qué. Hace las cosas que hacía antes, pero no está en ello con su cabeza, parece un autómata. Peor aún, también hace cosas nuevas".
"¿Como qué?".
"Paseos sobre barro, visitas a establos... a juzgar por los libros que encuentro por ahí y el estado de la ropa que llevo a la tintorería, debe ser así como pasa su tiempo libre, en lugar de comprometerse a recuperar el terreno perdido".
Valeria se quedó con la cuchara suspendida frente a su boca.
"Eres muy dura. No ha de ser fácil para él".
"¿Y para mí? Han pasado ocho meses. No sabes lo que significa vivir con un marido que es un perfecto extraño. Estas cosas las ves en las películas, no crees que te puedan pasar. En cambio, suceden. Pero nuestra vida tiene que cambiar, y es hora de tomar el asunto en nuestras propias manos".
"No me digas que lo vas a dejar", dijo Valeria con incredulidad.
"¿Estás bromeando? No tiro la toalla tan fácilmente".
"¡Ahora te reconozco! No en vano en el trabajo te han apodado "el mastín". ¿Qué tienes en mente?".
Irene le dirigió una sonrisa enigmática.
"Digamos que intentaré abordar el problema con un enfoque menos... directo".

GORAN
El aroma de los establos acompañó a Goran en su viaje en automóvil y lo siguió hasta la entrada a casa. Mantener las ventanas abiertas sólo había servido para que volviera semicongelado. Sin embargo, la visita a la escuela de equitación había mejorado su estado de ánimo.
"¿Eres tú, cariño?". La cabeza de Irene apareció y desapareció por la puerta de la cocina. "Está listo, solo faltabas tú".
Goran bendijo su estrella de la suerte. Llegar con más de media hora de retraso para una ‘cena especial’ podría hacer que la noche diera un giro poco romántico, siempre que el romance estuviera incluido en su contrato matrimonial. Era difícil definir la naturaleza de su relación con Irene. Ciertamente Irene era ‘una gran mujer’, que era la expresión más popular para definirla. Inteligente, culta, decidida… y una chica hermosa, imposible negarlo, mientras se acercaba a él enfundada en un suéter negro de cuello alto, con esa sonrisa perfecta y el cabello color miel colgando por sus hombros.
"Afortunadamente, esperé para poner las papas en el horno".
Se inclinó para darle un beso, colocando su cálida mano en la parte de atrás de su cuello, y allí se congeló, su nariz se curvó en una mueca. Goran trató de no reír.
"Una ducha y estaré presentable de nuevo", dijo, tratando de sonar arrepentido. "Solo necesito unos minutos".
Los brazos de Irene cayeron a sus costados mientras su sonrisa perdía dos puntos de brillo.
"Este olor...".
"Fui a los establos".
Mirando de reojo la reacción de Irene, observó con deleite sus esfuerzos por mantener la calma. En su sentido práctico, una cosa era quedarse hasta tarde para no perder un buen negocio, y otra era poner tontos cuadrúpedos antes de la cena. En cuanto a él, le gustaba burlarse de Irene y verla implementar todas sus estrategias de adaptación, incluso si no estaba orgulloso de ello. Había resultado mucho peor para él después del accidente.
Cuando regresó al salón se encontraba relajado y dispuesto a afrontar lo desconocido, que por el momento se presentaba en forma de un juego de mesa de estilo moderno, minimalista, platos y vasos con motivos visuales en blanco y negro sobre lo que formaba una hermosa exhibición de una fantasía de entremeses. Mordió un bocadillo y se sentó a la mesa, mientras Irene aparecía detrás de él para verter el prosecco helado en una copa de champán.
"¿Un día improductivo?", preguntó, sentándose a su lado.
"No diría eso, hoy hubo bastante tráfico en la tienda".
"Pensé que... como habías estado en los establos...".
"Un descanso de vez en cuando es bueno para mí".
Lo necesito. Él podría haberle dicho la verdad, pero un desafío a la vez era suficiente. Mientras tanto, Irene abandonaba el tema y desaparecía.
"¿Han hablado, tú y Edoardo?", gritó desde la cocina.
"¿Sobre qué?".
"Sabía que querías tomarte unas horas para discutir el futuro de la tienda".
"Él quiere discutirlo. Para mí, el Orient Express está bien, tal como está".
El tono fue, quizá, más brusco de lo que pretendía, pero no podía soportar los constantes intentos de Edoardo de dirigir el negocio con ese trabajo furtivo en la costa, sin ponerse en franco conflicto con él. Hubiera preferido una discusión real, incluso a golpes, a ese falso equilibrio irritante. Si él mismo no tomaba la iniciativa era solo porque su situación lo colocaba en desventaja. Era de esperar que Irene, simpatizante, sin ocultarlo demasiado, de las ideas de Edoardo, no hubiera decidido interferir. La sonrisa con la que abandonó el tema le provocó que un escalofrío recorriera su espalda. ¿Qué había en el plato de servir, el de verdad?
"Tagliolini con limón y caviar, filete a la miel con espinacas, y para terminar, panna cotta al café. ¿Qué te parece el menú?". Irene colocó el primer plato humeante en el centro de la mesa. "Todo preparado con mis propias manos".
"¿Tú cocinaste?", Goran tosió para camuflar la incredulidad en su voz. "Este nuevo interés tuyo es una verdadera... sorpresa".
Irene no respondió de inmediato, decidida a manejar las pinzas para servir los tagliolini, con la punta de la lengua entre los labios.
"No es un interés nuevo". Movió el plato que sobresalía de la mesa con un movimiento de cadera. "Siempre me ha gustado cocinar, pero nunca encuentro el tiempo para hacerlo".
Goran se abstuvo del comentario mordaz que tenía preparado. Las mujeres como Irene no cocinaban; en todo caso, criticaban lo que los demás cocinaban. Pero era mejor quedarse callado. Cuanto más bajas fueran las defensas de Irene, antes podría llegar al punto. Su mirada se deslizó sobre los pechos que ella le ofrecía junto con el plato, magnéticos en la constricción del ajustado suéter. Un mechón rubio cayó por su frente, inmediatamente lo reacomodó con su mano cuidada. Ciertamente Irene tenía lo que se necesitaba para calentar la sangre de cualquiera.
"¿Entonces, de ahora en adelante, te dedicarás a preparar asados y fettuccine, en lugar de estrategias de marketing y capacitación del personal?".
"En realidad no, pero es hora de un cambio", dijo Irene, ignorando la ironía. "La vida continúa".
"Claro que sigue. Si no tienes cuidado, a veces te abruma".
Irene esbozó una sonrisa, como si le agradara la broma. La dulzura y las fórmulas de consuelo no formaban parte de su repertorio. Goran redujo la velocidad de su masticación. El tema de la noche zumbaba tan amenazador como un escarabajo que se acerca.
"Pensé que algunos cambios también te vendrían bien", dijo Irene. "¿Sabes que el medio ambiente tiene una influencia decisiva en la psique?".
"¿Quieres pintar las paredes de púrpura?".
"¡Lo digo en serio! Es hora de que tengamos un hogar".
"Esta es un hogar", dijo Goran con cautela.
"¿Un apartamento en alquiler? Me refiero a un hogar real, completamente nuestro. Grande, iluminado. ¿Qué dices?".
Goran contempló la expresión entusiasta de Irene con una mezcla de ternura y culpa. Era desagradable sentir una aversión tan instintiva a cualquier cosa que la excitara. Pero quizás tenía razón. Un nuevo hogar... luz, espacio, aire. ¿Por qué no? Podían permitírselo, y ciertamente no empeoraría la situación.
"Me toma por sorpresa, pero no es mala idea. He visto que están construyendo en las colinas al sur de la ciudad, cerca de...".
Irene lo detuvo con un gesto.
"Tengo algo diferente en mente".
Abandonó su tenedor para buscar a tientas en el armario. Cuando regresó a la mesa traía en sus manos un montón de revistas de bienes raíces, que colocó junto al plato de tagliolini.
"Aquí encuentras lo mejor que hay en el mercado".
Empujó el material hacia él con una sonrisa de satisfacción.
Goran dejó de comer y comenzó a hojear las revistas, marcadas con dobleces en las esquinas, círculos y remarcados. Un trabajo profesional. Lástima que todo girara en torno a...
"¿Un ático? No, eso no es para mí. Cuando hablaste del espacio, pensé que te referías a un espacio real, donde pudieras moverte, respirar. Un refugio del caos de la ciudad".
Irene frunció el ceño.
"¿Refugio de qué? Trabajamos en la ciudad, nuestra vida está aquí, nuestros amigos están aquí. En cuanto al espacio, si te fijas, todos tienen más de doscientos metros cuadrados, entonces...".
"Hablo en serio, Irene. Estar en lo alto de un edificio, con el vacío alrededor y tal vez la jungla falsa en un jarrón… prefiero quedarme aquí. Por un momento pensé que querías alejarte de la ciudad".
Irene se puso rígida en su silla.
"¿Perder horas en el tráfico en las horas pico y respirar el hedor del estiércol en tu tiempo libre? Muy bonito cambio... pero estoy segura de que mañana el agente inmobiliario podrá convencerte".
"¿Agente inmobiliario? No habíamos hablado de eso".
Irene se limpió la boca con un gesto nervioso.
"Si tuviera que esperar a que dieras cada paso, tendría tiempo de morir de vieja".
¿Paso? Horas dedicadas a buscar áticos en la ciudad, quizás incluso a verlos, más una cita ya fijada, ciertamente no podría llamarse ‘un paso’. Estaba claro que Irene solo quería dos firmas suyas, una en el contrato y la otra en el cheque.
"Entiendo que esto puede ser frustrante para ti, pero necesito tranquilidad", dijo, tratando de mantener la calma. "Olvidemos esta conversación, no quiero discutir. Más bien, ¿recogiste los boletos de avión?".
La idea de las vacaciones también llevaba la marca de Irene, pero obligado a enterarse y a hojear folletos, él también había comenzado a fantasear con cruzar el desierto argelino. Un paisaje tan agreste y esencial que estaba más cerca de cómo se sentía.
"No hay espacio en ese vuelo", dijo Irene secamente, tanteando en la cocina.
Goran se quedó sin palabras.
"¡No es posible, hemos reservado! Mañana vamos a la agencia y resolvemos el asunto".
Al otro lado de la isla, Irene encendió la estufa debajo de la cafetera. La llama se encendió en lo alto, antes de regularla al mínimo, casi alimentada por la tensión en el aire. Goran sintió una descarga dolorosa en la sien, otra más en los últimos días. Por un instante, los contornos de las cosas se difuminaron, se duplicaron, luego todo volvió a la normalidad. ¿Podría ser el preludio del regreso de la memoria?
"No confirmé la reservación", dijo Irene, arreglando nerviosamente su cabello. "El desierto argelino no es el lugar ideal para distraerse. Tal vez tomemos un crucero más adelante".
Goran se puso en pie de un salto con tal frenesí que su silla se volcó. Sentía que su rostro ardía, pero eso no era nada comparado con la ira que ardía dentro de él. Respiró hondo, varias veces.
"¿Hay algo en lo que mi opinión tenga valor?", preguntó con voz alterada. "¿Quizás el color de las bolsas de basura?".
Irene lo miró. Goran habría dado cualquier cosa por encontrar una emoción en sus ojos azules o un temblor en su voz; en cambio, una sonrisa tensa apareció en su rostro.
"Me he movido por mi cuenta porque sé que en tu estado no quieres ocuparte de nada. Te gustará el ático".
Goran se quedó mirándola en silencio. ¿Quizá debería haberse sentido aliviado? Una esposa tan considerada, dispuesta a hacer cualquier cosa para evitarle preocupaciones, ¡en su estado! ¿Era un regalo del destino? Lástima que tenía el sabor de una maldición.
Dejó la servilleta sobre la mesa.
"Lo siento, he perdido el apetito".
Tuvo tiempo para ver la sonrisa de Irene desvanecerse antes de cerrar la puerta detrás de él.

GORAN
En la noche brumosa de otoño, el puente parecía flotar libremente sobre el río, desconectado de sus soportes, como una pancarta navideña gigante iluminada por los faros de los coches en movimiento. En las orillas, grupos borrosos de luces atestiguaban que la ciudad aún existía más allá de los sonidos amortiguados del tráfico.
Goran aminoró el paso, inhalando el aire húmedo. Estaba empezando a sentirse cansado después de horas de vagar sin sentido, pero aún no estaba listo para regresar a casa. Había caminado por las calles de la ciudad sin siquiera verlas, primero en el atardecer aún claro, ciego de ira, luego en el mar lechoso que realmente lo había cegado, hasta que la ira había sido reemplazada por la sensación de vacío que ahora llevaba dentro.
Las vitrinas iluminadas de pubs y discotecas se materializaron de pronto en la niebla, con su halo de voces y risas apenas reprimidas por puertas cerradas. Eran una promesa de calidez y compañía, pero a pesar de su agotamiento, Goran se mostró reacio a sumergirse en el pozo humano. Si el silencio no era paz, al menos se parecía.
Aquí estaba el Pub Robin. El letrero, un pájaro bebiendo de un vaso con una pajita, apareció frente a él cuando comenzó a sospechar que estaba perdido. Ya había estado allí después del accidente, pero incluso antes, según le había dicho Cassandra, la chica del bar. Empezaba a llover.
En el interior, el calor y la confusión lo envolvieron como un capullo, reconfortante y molesto al mismo tiempo. En el pequeño escenario, un mago con botas y sombrero de vaquero, interpretaba su número frente a una audiencia risueña, mientras su asistente brillaba de sudor ante los reflectores.
Goran buscó la diminuta figura de Cassandra y la encontró ocupada junto a la rocola, una pieza de museo ahora; se encontraba pateándola bajo los ojos divertidos de un par de falsos adolescentes en jeans. La cascada de rizos oscuros, combinada con el uniforme rojo y negro, le daba una apariencia diabólica. Goran llegó hasta ella zigzagueando entre la gente.
"¿Problemas?", preguntó, acercándose por detrás.
Cassandra se dio la vuelta e inmediatamente su rostro fruncido se iluminó con una sonrisa.
"¡Goran! Corres el riesgo de que te muerdan".
"¿Tengo ese efecto en ti?".
"No estoy molesta contigo". Cassandra miró la rocola con odio. "Este cacharro funciona de forma intermitente. Quién sabe si algún técnico de ultratumba pueda venir a repararlo".
"Espera". Goran se inclinó detrás de la máquina de discos, la desenchufó, esperó unos segundos y volvió a enchufarla. "Se reestablecen. Es la operación más estúpida del mundo, pero a menudo funciona con computadoras".
Funcionó. Acompañado por el murmullo de aprobación de los dos fanáticos, el monstruo se puso en marcha de nuevo entre inquietantes crujidos y parpadeos de luces. Con un gesto de incomodidad, Cassandra se alejó de la rocola para llegar a la barra y Goran la siguió.
"Gracias", suspiró ella, comenzando a vaciar la lavadora de vasos. "Esos tipos no dejaban de quejarse".
Goran ocupó su lugar en un taburete.
"Por nada. ¿Puedo tener una cerveza oscura?".
Cassandra era una de los muchos extras que habían poblado su antigua vida. Le había pedido que le contara cómo se habían conocido, solo para agregar algunos detalles a las imágenes que tenía, siempre aproximadas. Durante el día, Cassandra dirigía una pequeña herboristería frente al Palazzo Cotroneo, por la noche trabajaba en el Robin. Una mañana había entrado en su tienda buscando un perfume para Irene y terminaron charlando.
Cuando un par de meses después del accidente entró en el pub, por pura casualidad, la expresión de ella, de asombro mezclada con malestar, le hizo darse cuenta de que él no era un extraño para ella. A estas alturas ya estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones, pero por lo general evitaba involucrarse en discursos que dejaban al interlocutor avergonzado y a él, con ganas de marcharse. Esta vez, sin embargo, se había detenido hasta altas horas de la noche para charlar con Cassandra, en los pocos fragmentos de tiempo que permitía la sala abarrotada, y había descubierto muchas cosas sobre ella. Cuando aún era una niña, sus padres habían tratado su problema con las drogas con tanta brutalidad que decidió irse de casa tan pronto como alcanzó la mayoría de edad, y así lo hizo Cassandra, enfrentándose a bastantes problemas antes de conseguir ganarse la vida con su trabajo. Goran la había escuchado, pensando en cuántas formas diferentes encontraban los humanos para hacerse daño entre sí.
Cassandra le entregó la jarra, luego sirvió a dos clientes más antes de regresar con él. Se secó las manos en el delantal, mirándolo de reojo.
"¿Qué te trae por aquí a esta hora? Tenía entendido que llevabas una vida de retiro".
"La noche ha dado un mal giro".
"Lo entiendo. ¿Me ofrecerás un argumento de respaldo?".
Goran tomó dos sorbos de cerveza.
"Estoy un poco corto esta noche".
"¿Entonces viniste a atenuar el resplandor del lugar con tu mal humor?".
"Si quieres ponerlo así...".
Ella le dirigió una sonrisa insegura.
"Si tienes ganas de hablar, aquí estoy".
Goran guardó silencio durante mucho tiempo. No quería sumarse a las filas de los pobres que pasan la noche bebiendo y terminan llorando en su hombro, pero el vacío en su interior respondió a la invitación de Cassandra, sin darle tiempo para pensar. No hicieron falta más cervezas por todo lo que había querido borrar vagando por la noche, la tensión, la desorientación, la ira, todo se desbordó.
Cuando Goran guardó silencio, el lugar se había vaciado, el vaquero y el asistente se habían ido y la rocola dormía el sueño de los justos. Solo un grupo de chicos apostados alrededor de una mesita, participaban en algún juego que la cerveza hacía explotar en esporádicos estallidos de voces. Cassandra, ahora desocupada, se sentó en el taburete junto al suyo.
"¿Es trivial si digo que lo siento?".
"Bastante".
"Realmente lo siento. No puedo imaginar lo que es vivir una vida que no sientes tuya, sin saber si las cosas saldrán bien tarde o temprano".
"Es… terrible". Goran negó con la cabeza, jugueteando con el posavasos. Nadie podría haber imaginado tal cosa, ni siquiera los especialistas que lo viviseccionaron después del accidente. Que se vayan todos al infierno. "Es como si me estuvieras mirando desde fuera y esperara saber cuánto tiempo puedo seguir así. Absurdo, ¿verdad? Al principio, después del accidente, fue diferente. Estaba confundido, las heridas aún tenían que sanar. La normalidad estaba tan lejos... pero ahora estoy bien, soy un hombre adulto de treinta y dos años con buena salud... y no sé quién soy".
La mueca de Cassandra hizo que aparecieran dos hoyuelos en sus mejillas.
"Un macho adulto... así pareces como un raro ejemplar de orangután".
"¿Crees que es fácil pasar tus días adivinando lo que otros esperan de ti? Qué decir, qué hacer, cómo reaccionaría el viejo Goran...".
"¡Pero no puedes hacerlo!", Cassandra soltó con vehemencia. "De esa manera nunca volverás a vivir". Ella se sonrojó. "Lo siento, no debería permitirme...".
"¿No? ¿Por qué? Sigamos tu razonamiento. Debería borrar el tiempo pasado, ¿es eso? Empezar de nuevo, como si hubiera nacido nuevamente a los treinta. Es una idea. Me deshago de todo y de todos como si fueran un lastre inútil, y empiezo a ser yo mismo". Se rió suavemente. "Pero, ¿cuál yo? Cassandra, cada uno es producto de esos miles de millones de ladrillos que han construido su vida. Los que no tienen pasado, es como si no existieran".
Cassandra guardó silencio durante mucho tiempo.
"Sé que es fácil hablar para mí que no estoy en tu situación, pero digo, ¿no tienes un pasado? Siempre te queda un presente y un futuro. Es más de lo que muchos otros están permitidos. Si el viejo Goran es un rompecabezas sin sentido, ¿por qué no conocer al nuevo Goran?".
El razonamiento era válido sobre papel. Lástima que la vida fuera más complicada.
"¿Y cómo se comporta el nuevo Goran con su antigua vida? De eso, algo quedó, aunque no en su cabezota. Solo piensa que recientemente descubrí que tengo un hermano en alguna parte. Nunca hablaba de él y ni siquiera sé por qué. Es como si nunca lo hubiera conocido, pero mi amnesia no fue suficiente para borrarlo. No, no es tan simple como dices, te lo aseguro".
Cassandra vaciló. Estaba visiblemente avergonzada, pero su mirada brillaba con determinación.
"Sigo pensando que deberías pasar página. Cambia lo que puedas cambiar, corta lo que tengas que cortar".
"¿Mi esposa también?".
Por un momento tuvo la sensación de que Cassandra respondería así, ‘especialmente tu esposa’.
"No puedes actuar de por vida", murmuró en cambio, escapando de su mirada.
"Al menos estoy de acuerdo en eso".
La atmósfera que se había creado de repente parecía demasiado confidencial. No quería volverse patético.
"Has sido muy amable al escucharme, pero ahora será mejor que me vaya".
Se puso de pie y vaciló unos momentos, avergonzado, como si no supiera la forma correcta de despedirse de ella. Cassandra, con una sonrisa igualmente avergonzada, rápidamente volvió a sentarse detrás de la barra.
"Entonces, te deseo lo mejor. Si regresas por aquí, ven a saludarme".
En ese momento, una voz gruesa se elevó desde la única mesa ocupada.
"¡Oye, nena, ven aquí! Nos sentimos con antojo de un par de... ¿cómo se llaman estos?".
El hombre robusto señaló una línea en el menú hacia la rubia sentada en su regazo.
"Crê-pes flam-bees", baló, provocando una ráfaga de risas.
"¡Ay, Maddi, eres una auténtica vaca con el inglés!". Y a Cassandra, "Entonces, ven a tomar la orden o tenemos que hacer nosotros mismos estas crêpes?".
El tono era tenso, casi amenazador. Cassandra maldijo entre dientes.
"Justo hoy que el propietario tuvo que irse a casa temprano...". Se acercó a la mesa, mostrando una sonrisa profesional. "Lo siento, chicos, pero la cocina está cerrada. De hecho, también debería cerrar el lugar, debido al tiempo".
"¿Que, qué?", jadeó el hombre. "Aquí no hay nada cerrado si queremos comer, ¿verdad?".
Los acompañantes rugieron en aprobación.
"Si quieren una última ronda de cervezas...", intentó Cassandra.
Uno de los amigos del hombre se levantó de un salto y la agarró por el delantal.
"No lo entiendes, cariño, dijimos que queríamos comer", respiró en su rostro.
No había terminado de hablar todavía cuando Goran se interpuso entre él y Cassandra y bloqueó su antebrazo. Con una mueca, el chico soltó su delantal, mientras los dos amigos y las chicas se levantaban al unísono.
"¿Qué quieres tú?", gimió, tratando de liberarse. "Si estás buscando problemas...".
"Será mejor que no te enteres”, dijo Goran con frialdad. Se percató en los ojos de Cassandra una súplica para dejarlo ir, y él le soltó el brazo.
"Hagamos esto", dijo con firmeza. "Les preparo las crêpesflambées y se marcharán sin pedir nada más. ¿Estamos de acuerdo?".
Por unos momentos no estuvo claro qué giro tomaría la situación, luego el hombre abrió los brazos.
"¿No es eso lo que pedimos, cariño? Tráenos comida y nos iremos como buenos niños".
Otro estallido de risa.
Cassandra volvió detrás de la barra mientras Goran volvía a sentarse en su taburete, sin perder de vista al grupo. Los amigos del hombre parecían aliviados por la pacífica evolución de la disputa. Ese tipo tenía que ser un alborotador.
"No tienes que alimentar a estos idiotas", le dijo en voz baja a Cassandra, que estaba rebuscando con la sartén. "Llamaré a la policía si quieres".
"No te preocupes, estoy acostumbrada", dijo con una sonrisa tensa. "Si tuviéramos que llamar a la policía cada vez que alguien se aloca, también podríamos contratar a un par de gorilas. Se comerán sus crêpes y se marcharán. No necesitas quedarte".
«Por supuesto que me quedo. No te dejaré aquí con estos".
La mezcla estaba lista y la preparación tomó unos minutos, pero casi de inmediato el hombre llegó a la barra con la cara enrojecida.
"¿Cuánto tiempo se necesita para hacer estas crêpes?", ladró, golpeando con el puño la mesa de madera. "¿Nos estás jodiendo?".
"Tuve que calentar la sartén", se apresuró a explicar Cassandra. "Mira, están casi listas, solo falta flamearlas...".
Sirvió el Grand Marnier e inclinó la sartén hacia el fuego. La llama se elevó alto, se dividió y se multiplicó en los reflejos de los paneles de acero detrás del mostrador. Con un rugido, el hombre se arrojó sobre la barra y se deslizó sobre Cassandra mientras la sartén caía al suelo con su contenido hirviendo. Los compañeros corrieron vociferando.
"¡Esta perra nos prenderá fuego a todos!". Murmuró el atacante mientras Goran lo arrojaba desde detrás de la barra y lo golpeaba en el estómago, luego lo empujó a una mesa cercana. Por el golpe y quizás también por el alcohol en su cuerpo, el hombre cayó al suelo, pero su amigo rubio ya apuntaba a Goran con una mirada malvada.
"Te dije que estabas buscando problemas".
Goran esquivó los golpes de uno-dos como boxeador de peso medio y se abalanzó hacia él con furia ciega. Juntos cayeron al suelo, entrelazados, mientras el hombre rudo, ahora de nuevo en pie, pateaba a ciegas. Uno lo golpeó en el vientre y Goran se acurrucó, gimiendo. Una segunda patada, esta vez en las costillas, le hizo ver gris, pero la idea de darse por vencido ni siquiera se le ocurrió por un momento. La voz de Cassandra provenía de una dimensión distante.
"Basta ya, deténganse", pero eran palabras sin sentido. Dolorosas punzadas le atravesaron la cabeza de una sien a otra.
Se levantó aferrándose a la pierna que no dejaba de golpearlo y se abalanzó sobre el dueño, sin siquiera mirar quién era, asestando golpe tras golpe y recibiendo otros tantos. Mientras la resistencia del oponente debajo de él se debilitaba, el hombre rudo lo atacó junto con el más joven del grupo. Goran se incorporó, se volvió y le acomodó un golpe al chico con una rodilla en los atributos que lo hicieron caer al suelo aullando, luego golpeó su cabeza en la cara del otro matón. Algo en él crujió cuando cayó al suelo. Goran siguió golpeándolo, una y otra vez. Alguien trató de sujetarlo por los brazos, pero no podía parar, sintió el sabor de la sangre en su boca y su brazo seguía golpeando y golpeando, como un mazo, sin sentirse cansado ni dolorido. Un grito agudo se infiltró en su conciencia alterada, "¡Mátalo, mátalo!". En el suelo, el oponente era un títere inerte...
Con un tremendo esfuerzo de autocontrol, Goran se puso en pie tambaleándose. El silencio era un zumbido molesto. De los tres matones en el suelo, dos se movieron gimiendo, el otro yacía inmóvil. Las chicas del grupo lo miraron alternativamente a él y a sus compañeros, aterrorizadas. Una mano tocó su brazo y era la mano de Cassandra. Ella estaba bien. Ya no estaba en peligro.
"Goran...".
"No".
"Goran, siéntate, por favor...".
"Mantente alejada".
"Yo solo quiero…".
"¡Déjame en paz!".
No quería mirarla, no quería oír su voz. No había nada que decir. Salió corriendo como un loco a la calle oscura y desierta bañada por la lluvia, sin importar con qué tropezaba, hasta que se encontró sin aliento y con arcadas.
Una nueva ola de dolor atravesó su cerebro, estalló en un destello de luz que lo cegó desde adentro, bajo los párpados entreabiertos. Buscando apoyo a tientas, se encontró con una superficie vertical, lisa y fría.
Abrió los ojos y se quedó mirando su propio reflejo en la ventana oscura, sin reconocerse.

CASSANDRA
"¿A dónde quedaron los jeans cortados en los muslos?". Cassandra corrió del dormitorio al armario del pasillo y le lanzó a la tía Isadora una mirada acusadora. "No pongas esa cara, estoy segura de que tuviste algo que ver. Sé que odias esos jeans".
"Soy inocente", dijo la mujer en la silla de ruedas, riendo, "aunque no me importaría verlos desaparecer. No son adecuados para ti".
"Ay, tía, ¿alguna vez miras a tu alrededor?". La gente ya no se viste como en el siglo XIX, las faldas y las crinolinas ya tuvieron sus días".
La mujer le lanzó una mirada indignada.
"Según tus normas y reglamento, yo todavía no nacía en el siglo XIX, y en cualquier caso no es mi culpa que las chicas de hoy hayan decidido disfrazarse de miserables leñadores". Movió la silla de ruedas hacia adelante hasta ponerse detrás de las rodillas de Cassandra, quien, tomada por sorpresa, se derrumbó en sus brazos. "En fin, creo que los vi en la canasta de ropa sucia, cariño".
Cassandra se rió a pesar de sí misma, levantándose rápidamente.
"Sucia... tendré que encontrar algo más". Miró a su tía con aprensión. "¿Te lastimé?".
"En absoluto, eres una pluma. ¿Por qué tanta emoción hoy?".
"Todavía tengo que maquillarme y peinarme… y no me importaría tomar el viaje de las ocho y media. Me gustaría limpiar la ventana antes de que lleguen los clientes".
Para escapar de la mirada inquisitiva de Isadora se refugió en el baño, pero su voz también la alcanzó allí.
"¿Estás segura de que tiene que ver con el tipo que dejó su billetera en el pub ayer? Tienes que ir y recuperarla, si lo entiendo correctamente".
Frente al espejo, Cassandra puso los ojos en blanco.
"Imagínate. Más bien, deberías dejar de escuchar a escondidas mis conversaciones".
Más allá de la puerta escuchó el suspiro teatral de Isadora.
"Esta casita es tan silenciosa...".
"... y lo que le queda a una pobre anciana sino entrometerse en la vida de los demás, etc.".
Se recogió el pelo con los dedos hacia arriba y hacia abajo, luego lo despeinó, maldiciendo en voz baja. "Por supuesto que viene a recuperar su billetera, dentro hay dinero y documentos...".
Había encontrado la billetera en el mostrador, después de que Goran había huido y la banda de matones había recogido a los heridos y magullados para ir a pasar el resto de la noche en otra parte. Había salido al callejón con la esperanza de que Goran no se hubiera marchado, pero no había rastro de él. Había cerrado el lugar, tratando de silenciar la preocupación. Goran era solo un buen conocido, con una carga desproporcionada de problemas, pero nada más. Lo repitió varias veces para asegurarse de haber entendido correctamente.
En su billetera había encontrado una tarjeta de presentación que mostraba su teléfono celular, y allí lo había llamado a las siete de la mañana siguiente. No quería que comenzara el día desperdiciando horas en que la policía informara de una pérdida que no era tal. Por los sonidos de fondo no entendía dónde estaba y no había tenido el valor de preguntarle, considerando lo que le había dicho antes de desatarse el Apocalipsis.
Goran le dio las gracias con voz cansada. Estaba bien, estaría en la tienda por la mañana. Nada más. Sintiéndose tonta, buscó en su billetera una foto de su esposa, pero no pudo encontrarla.
Al llegar a la tienda, se paseó un rato, moviendo objetos y ordenando papeles, sin perder de vista la puerta. El tiempo nunca pasaría de esa manera, pensó, resoplando. De mala gana, comenzó a vaciar la ventana.
Cuando la figura que esperaba se destacó más allá del cristal, era ya casi el mediodía, el recipiente de popurrí que tenía en la mano se volcó, esparciendo flores y hierbas por todo el suelo. Un fuerte olor a cítricos inundó la tienda cuando la puerta se abrió para dejar entrar una ráfaga de viento helado y un Goran bastante maltrecho.
"Aquí estoy. No tengo buena apariencia, lo sé. Tomo mi billetera y me marcho".
Cassandra se deslizó por la ventana, sacudiendo los restos del popurrí de su ropa.
"Disparates. Déjame verte".
Rover salió de la trastienda y corrió moviendo la cola hacia el recién llegado. Goran se inclinó para acariciarlo, pero Cassandra empujó al perro para acercarse y comprobar el daño. El corte hinchado y enrojecido en el pómulo derecho, la mandíbula magullada y el halo oscuro debajo del ojo eran el resultado natural de la paliza, mientras la barba despeinada y larga, junto con la ropa arrugada, hablaban del después.
"Mala noche", murmuró.
Goran se encogió de hombros. Parecía diez años mayor. Sus ojos cansados parpadeaban inquietos, como si quisiera vigilarla, a la tienda y a la calle al mismo tiempo.
"Dormí en el Orient Express".
"¿Y tu mujer?".
La expresión de Goran se ensombreció.
"Llamó allí esta mañana, ya que no contestaba mi teléfono celular, pero hice decir que no estaba allí". Consiguió sonreír. "¿Porque esa cara? Una buena noche no hubiera sido suficiente para hacer volar sus nervios. Irene no es ese tipo de mujer. En lugar de llorar, prefiere reflexionar, planificar... y atacar".
Cassandra prefirió no comentar sobre la hermosa imagen que acababa de dibujar Goran.
"Todavía estás mojado... siéntate aquí, al menos te desinfectaré".
Él retrocedió.
"No hay necesidad. Tomo mi billetera y...".
"Dije que te sientes".
Ella señaló el taburete y él obedeció.
"Si alguien entra, ¿cómo te haré lucir así?".
"Tienes razón".
Fue a la puerta y la cerró, mostrando el letrero de ‘Regreso pronto’.
"No quise decir…".
"Lo sé". Por debajo del mostrador sacó el botiquín de primeros auxilios y comenzó a desinfectarlo. "Aparte de tu cara, ¿cómo te sientes?".
"Entero. Espero que los tres idiotas de anoche puedan decir lo mismo".
"Se fueron por su propio pie, así que podría haber sido peor. ¿Estás preocupado por ellos?".
Goran detuvo su mano en el aire.
"¿Por qué, crees que quería verlos muertos? ¿Es esto lo que piensas?".
"Lo que pienso es en darte las gracias. Sin ti no sé cómo habría terminado". Cassandra se soltó de su agarre y se alejó un poco para comprender mejor su expresión. "¿Cuál es el problema?"
"No hay ningún problema".
"Es porque los golpeaste fuerte, ¿no es así?".
"Tal vez".
"¿Tal vez?".
Goran se puso de pie de un salto.
"¿Quién diablos eres, mi psicólogo? ¿Qué quieres que te diga, que me siento como un héroe porque te salvé y esos tipos merecían algo peor? ¡Dios, casi los mato! Yo no... no soy así".
"Lo sé".
"¿Y cómo lo sabes? Apenas me conoces". Goran se rió amargamente de su silencio. "¿Lo ves? Por lo que sabes, y por lo que yo sé... ¡ah, eso es divertido! También podría ser un sociópata potencial, un tipo peligroso. ¿No es fantástico cuántas posibilidades te abre la amnesia?".
Su rostro se contrajo en una mueca de dolor que lo envió de regreso a su asiento.
"¿Qué pasa, Goran?".
"La cabeza... me dan estas punzadas...". Se llevó las palmas de las manos a los ojos. "Pero no duran mucho... ya está pasando".
La miró con el ceño fruncido, como si estuviera teniendo dificultades para enfocarla.
"¿Desde cuándo sufres de dolores de cabeza? ¿Dsde el accidente?".
"Más o menos. Al principio pensé que eran las consecuencias de la lesión en la cabeza, luego... empezó a empeorar. Nunca fue tan fuerte como anoche. Cuando salí a la calle, me vi en un reflejo y por un momento... pero no, es demasiado absurdo ni siquiera pensarlo".
Cassandra esperó en silencio, pero Goran no dijo nada más.
"Te podría dar algo para el dolor de cabeza", sugirió entonces, "pero no es fácil encontrar remedios sin conocer las causas. ¿También tienes una sensación de dolor y tensión en el cuello?".
"Cuando me dan ataques me siento tan mal que siento que me estoy volviendo loco. Nunca le presté atención al cuello".
"Probaría con una combinación de matricaria, tila y melisa. Pero si yo fuera tú, no descuidaría la acupresión, hay un punto entre el pulgar y el índice de la mano izquierda que...".
"Oye". Goran puso una mano cálida sobre la de ella. "Eres amable, pero no estoy de humor para experimentos".
Ella apartó la mirada, confundida.
"Lo siento, este no es el momento de cambiar a la medicina holística. ¿Qué dices entonces, té de hierbas o tabletas?".
"Tabletas. Pero dudo que sean de mucha utilidad, este dolor de cabeza es... diferente".
Cassandra hubiera querido saber más, tal vez los mismos detalles que Goran parecía decidido a guardarse para sí mismo, pero al mirarlo se dio cuenta de que cualquier pregunta solo acortaría su visita. El martilleo de psiquiatras y psicólogos tras el accidente debió crear una auténtica aversión a todo aquello que pretendiera analizar su mente aturdida. Si era así, ¿quién podría ayudarlo, suponiendo que hubiera una manera de hacerlo?
"Quizás estos dolores de cabeza son una pequeña grieta en la pared de tu amnesia", aventuró, tratando de sonar optimista.
Goran se pasó las manos por el pelo, que ya estaba revuelto desde la noche.
"Lo esperaba, incluso cuando comenzaron los sueños, pero nada ha cambiado en mi memoria".
"¿Sueños?".
"Basta de hablar de mí. Solo sirve para ponerme nervioso y eres demasiado amable para que te trate mal. Entonces, si me das las tabletas y la billetera...".
Había ocurrido, ella había logrado hacerlo escapar. Cassandra colocó la billetera de Goran en el mostrador y se dirigió directamente al estante donde guardaba las tabletas, pero después de una búsqueda meticulosa tuvo que desistir.
"Lo siento, hablé demasiado pronto. Puedo tenerlas en un par de días. Toma esto, mientras tanto, te ayudarán a relajarte".
Rover, que durante un tiempo se había comportado bien en la trastienda, volvió a divertirse con Goran, quien se inclinó para rascarle detrás de las orejas. El perro se tendió con la panza en alto, bendecido, ignorando los reproches de Cassandra.
"Lo siento, es una bestia intrusa".
"Es un perro tan simpático que si no quieres que los clientes lo acaricien, deberías dejarlo en casa", dijo Goran sin dejar de frotar el vientre negro rosado de Rover. "Es irresistible".
Cassandra se dio cuenta de que se había quedado sin habla y volvió a guardar silencio.
"No parecías del tipo al que le gustan los perros", murmuró.
"¿Por qué?".
"No lo sé, fue... solo una impresión".
"Impresión equivocada. Me encantan los perros, los caballos y otras cosas que definitivamente no te imaginas".
Cassandra sintió que se sonrojaba e inclinó la cabeza para protegerse el rostro con el cabello.
"Tal vez descubra algunas, si surge la oportunidad".

GORAN
"Menú degustación para dos, gracias. Un Pinot Grigio le irá bien".
Goran cerró el menú y centró su atención en el hombre que estaba sentado en el lado opuesto de la mesa, seráfico como un Buda con su sonrisa inmutable. El traje a rayas lo hacía parecer un gángster con ojos almendrados, pero las líneas verticales ayudaban a adelgazar su figura, lo que Wu Xiang definitivamente necesitaba.
Dejando a un lado la estatura, Xiang era un hueso duro de roer incluso para un interlocutor lúcido, y Goran no estaba seguro de encajar en esa categoría. Después de otra noche más luchando con los sueños que lo atormentaban, una reunión de negocios de esa importancia era un desafío. La única nota positiva fue que Xiang, después de años de comerciar con Italia, hablaba el idioma bastante bien, un hecho que no debía subestimarse considerando el sonido extraño de su inglés.
"¿Este listolante tiene selvicio lápido?".
"¿Rápido? No tengo idea... ¿por qué esta pregunta?".
"Selvicio lápido y nosotlos discutil negocios después de café. Selvicio lento, nosotlos discutil mientlas espelamos comida".
Goran estuvo de acuerdo con la segunda hipótesis, para no perder el tiempo. Con una sonrisa y una ligera inclinación de cabeza, aceptó el catálogo que le entregó Xiang y comenzó a hojearlo.
En su mayor parte, se trataba de artículos pequeños, típicos chinos que se podían encontrar igual en Alaska que en Sudáfrica. Sin embargo, le pareció que valía la pena el trato con algunas piezas, como una serie de baúles Qingdai, algunos armarios y guardarropas de boda mongoles.
El mecanismo en sí era simple; si el comprador estaba interesado en algunos artículos, para conseguirlos tenía que comprar otros también, lo que no le interesaba en absoluto. Ambos interlocutores sabían desde el principio cuáles eran las piezas valiosas, pero fingían ignorarlo para sacar el máximo provecho a la negociación. Este era un ritual en el que se decía que el viejo Goran era un mago. Edoardo había insistido en reemplazarlo en ese papel, pero Goran no había querido darse por vencido. Después del accidente, había estudiado manuales completos de arte; incluso le había pagado a un conocido que importaba ropa de China para que le enseñara a tratar con los orientales. Esto había sido unos meses antes, una época que ahora parecía estar a años luz de distancia, cuando todavía estaba luchando, metódica y obstinadamente, por reconstruir las piezas de su vida pieza por pieza, cuando aún no se daba cuenta de que no habría pegamento para mantenerlas unidas.
Al llegar al final del catálogo, comenzó de nuevo, mientras Wu Xiang esperaba inmóvil. Jarrones, sillas, medidas de arroz y aparadores comenzaron a desdibujarse en su mente a medida que la concentración se evaporaba, pero no su resolución. Llegaría a un trato ventajoso, incluso a costa de quedarse en ese restaurante hasta altas horas de la noche.
Agradecimientos de ambos partes. Peor calidad que la última vez. Excelente calidad. Pocas novedades. Aquí están las novedades. De nuevo agradecimientos y reverencias, reverencias, reverencias. Haber elegido el menú degustación supuso un duelo con su interlocutor durante al menos seis platos.
Después de una hora y media decidió tomarse unos minutos de descanso. Según las enseñanzas de su amigo Omar, los chinos te atrapaban por el cansancio, así que el truco consistía en mantener la cordura más tiempo que ellos.
"Si me disculpa, vuelvo enseguida".
Se levantó de la mesa después de otro intercambio de reverencias y cruzó la habitación para llegar al baño, apreciando la sensación de estiramiento de los músculos, después de la prolongada inmovilidad. Ese Xiang estaba hecho de goma. Cada vez parecía ceder, solo para volver a la carga con una calma digna de una estatua.
En el baño se echó agua fría en la cara, se frotó el cuello y respiró hondo durante unos minutos junto a la ventana abierta. Era hora de llegar a las firmas. Entonces sería libre.
La sala seguía abarrotada, aunque ya eran las dos y media, casi todas eran reuniones de negocios de alto nivel, como lo demostraba la elegancia de la clientela y el tono tranquilo de las voces.
Mientras caminaba de regreso a la mesa, una voz llamó su atención hacia la parte del salón donde las cabinas ofrecían más privacidad. Con la mirada recorrió las mesas una a una, y finalmente los vio. Eran Edoardo, bien vestido y acalorado en su discurso, y frente a él Ugo Hartmann, que lo escuchaba con expresión concentrada.
Goran se apresuró a salir de su campo de visión y caminó a paso lento hacia la mesa donde Wu Xiang lo estaba esperando. Necesitó unos momentos para recuperarse de la sorpresa. Edward y Hartmann eran una pareja imposible, en teoría. Hartmann era el principal competidor del Orient Express en la ciudad. Su Emporio de las Indias disfrutaba de una ubicación envidiable a las afueras del centro, y había atrapado a un par de los mejores vendedores del negocio. En los últimos años, según le dijeron, el Orient Express había tenido que luchar para mantener su posición. Por decir lo menos, era extraño que Edward estuviera almorzando con el dueño del Emporio. Algo en la imagen no estaba bien.
De vuelta a la mesa, Goran intentó reanudar la conversación pendiente con Wu Xiang, pero descubrió que ya no tenía la claridad necesaria. No dejaba de pensar en la expresión que había visto en el rostro de Edoardo, intensa, llena de emoción contenida. Xiang, mientras tanto, notaba su momento de vulnerabilidad y lo presionaba. Molesto, Goran se dio cuenta de que tenía que posponer la conclusión del trato. Era la única forma de no frustrar los esfuerzos realizados y, sobre todo, de no arriesgarse a ser visto por Edoardo. Simuló los síntomas de un violento ataque de migraña para Xiang (no necesitaba mucha imaginación) y pidió continuar las negociaciones al día siguiente.
Después de despedirse, se dirigió a la tienda. El Orient Express estaba a varias manzanas de distancia, pero caminar le ayudaría a despejar la mente.
Cuando Elisa y Antonia lo encontraron ya en la tienda en la apertura de la tarde, sus expresiones de desconcierto le dieron una percepción clara de lo aburrida que debió haber sido su participación en el trabajo recientemente.
"Mándame a Edoardo en cuanto llegue", ordenó, sin ni siquiera saludarlas.
La descortesía, a diferencia de la llegada anticipada, no despertó asombro. Eso era lo que se esperaba de él. El viejo Goran no podía ser un campeón de la simpatía. Aun así, ¿cuánto tiempo podría seguir considerándolo un extraño? ¿No era hora de que las nieblas de la amnesia comenzaran a aclararse? Sucedía, al menos en las películas, donde el personaje se atormentaba a sí mismo en su ‘no identidad’ nebulosa, hasta el día en que un detalle rasgaba el velo, y finalmente el centro de atención volvía a su pasado, y la vida del personaje retomaba su curso.
Lo que le preocupaba era el hecho de que algo había cambiado en su mente, pero ¿en qué dirección? ¿Quién fue el matón, quién fue el hombre que arremetió contra un oponente indefenso con el deseo de matar? ¿Quién se sintió como un león enjaulado en espacios cerrados, jadeando por un pedazo de césped? Y sobre todo, ¿de quién era el rostro que había visto reflejado la noche de la pelea? ¿Había sido solo un truco de la imaginación? Y los sueños. La nieve, la casa de madera... el río congelado... nada de eso tenía sentido.
Solo Irene podía seguir con una sonrisa en el rostro, como si todo fuera según el programa preestablecido. Después de su noche entre el Robin y la tienda, simplemente había dicho que la situación se había salido de control y que ella misma tenía la culpa. Una ecuanimidad digna de un juez, más que de una esposa. Goran estaba dividido entre la admiración y el disgusto, tanto que había simulado una llamada en la otra línea para terminar la conversación.
Pero, Edoardo no parecía tener prisa por regresar. Goran lo esperó en la oficina sin hacer nada útil, hasta que las voces de la planta baja anticiparon la aparición del socio en la entrada, acompañadas de un olor a perfume picante.
"Ran, no esperaba encontrarte aquí". Edoardo se detuvo para introducir un vaso de plástico en la cafetera. "Dijeron que me necesitabas. ¿Paso algo?".
"Me gustaría conocer tu opinión sobre la propuesta de Xiang".
"Ah, sí, el chino. Fuiste a almorzar con él, ¿verdad?".
"Lo llevé a los Tres Gallos. Es un tipo duro... tal vez debería haber aceptado tu ayuda".
Estoy seguro de que lo hiciste bien sin mí. Yo, en cambio, almorcé en la Cascina con una linda rubia".
"Ah, la Cascina. ¿El nombre de tu... rubia?".
Edoardo lo miró perplejo.
"¿Disculpa?".
"Ella debe tener un nombre, esa chica. ¿O es un secreto?".
Edoardo hizo crujir los nudillos y frunció el ceño.
"Alessia. ¿Por qué?".
"¿Su apellido es Hartmann?".
La sonrisa en los labios de Edoardo se desvaneció rápidamente.
"¿Qué estás diciendo?".
"Yo también estuve en la Cascina con Xiang, cambié mi programa en el último minuto. Te he visto".
Edoardo dejó el café y se volvió hacia él.
"Nos viste, ¿y qué? ¿Qué pensaste? ¡En la traición! ¡Dense prisa, mis valientes!".
Goran se quedó mirándolo en silencio. Había una sutil satisfacción en mantener la calma mientras Edoardo recibía la presión. Con todo, casi podía entender a Irene, quien aplicaba esa técnica como profesional.
"Lo que pensé es de poca importancia. La cuestión es, ¿qué estabas haciendo con Hartmann?".
"Lo que ya no puedo hacer contigo. ¡Estaba hablando de negocios!", rugió Edoardo, con la cara roja. "¿Crees que es fácil seguir fingiendo tener un socio, cuando eres la sombra de ti mismo? El mercado está cambiando. Gestionar una empresa requiere coraje y decisiones oportunas. ¿Qué diablos estás haciendo, además de estar estancado y ver a los competidores ganar posiciones?".
"Sigo mi idea, que también fue tuya, ¡si no me equivoco! Se necesita poco para seguir las tendencias, pero aquellos que tienen una idea precisa y la llevan adelante, incluso en tiempos difíciles, duran. Si bajamos la calidad, perderemos a nuestros clientes, y esta no es la forma en la que podremos ganar a la competencia".
"¡Para ya!". Edoardo se inclinó hacia él a través del escritorio. "Claro, comenzamos con esta idea, pero ¿cuántas cosas han cambiado desde entonces? ¡Y tú, lleno de justa indignación, vienes y repites conceptos que ni siquiera sabrías si alguien no se hubiera molestado en explicarlos de nuevo!".
No llegaba el menor ruido del piso de abajo. Goran imaginó que sus oídos se tensaban para captar la discusión a través de la puerta abierta, la vergüenza si había un cliente presente. Conociendo a Antonia, quizás esta última vergüenza se habría evitado con un giro de la llave y un letrero de "Vuelvo pronto".
"Entonces escuchemos tu verdad", le dijo a Edoardo. "Porque de tu conversación con Hartmann habrá surgido un golpe de genialidad que resolverá nuestros problemas, supongo".
"El golpe de genialidad es convertirnos en la segunda sede del Emporio de las Indias en la ciudad", siseó Edoardo entre dientes. «Adquirir un puesto de mayor protagonismo, también a nivel regional. Solos, somos demasiado débiles".
Goran se rió.
"Demasiado débiles, dices. Y, por supuesto, Hartmann no nos pediría nada a cambio. ¿Qué papel tendríamos tú y yo, el de parientes pobres, que sonríen y agradecen?". Mientras rodeaba el escritorio para colocarse frente a Edoardo, la situación se le ocurrió claramente. "Espera, tal vez lo entiendo. El golpe de genialidad no incluye mi participación. ¿Es eso así?".
Edoardo sacó el Zippo del bolsillo del pantalón y encendió un cigarrillo. Su expresión fue más que una respuesta.
Para Goran, la ola de náuseas anunció la llegada de un nuevo dolor de cabeza, que llegó a tiempo unos segundos después. Respiró hondo para mantener a raya el dolor. Lo querían fuera. No sabían qué hacer con alguien como él.
"Eres absurdo en tu indignación". Edoardo exhaló el humo con rabia. "La verdad es que ya no te importa una mierda todo esto, y lo sabes".
Goran buscó las palabras adecuadas para responder con amabilidad, pero no pudo encontrarlas. Incluso si nadie pudiera expulsarlo sin su consentimiento, ¿era razonable persistir en llevar a la sociedad a una situación de total desacuerdo? Y luego, ¿podría permitirse convertir el Orient Express en una arena también? ¿Podría su vida soportar una presión similar en todos los frentes?
Inmóvil a unos centímetros de él, Edoardo esperaba su reacción. Goran le ajustó el cuello de la camisa con los dedos.
"Quizás tengas razón, alguien que ni siquiera se reconoce a sí mismo cuando se ve en el espejo no es el compañero ideal. ¿Pero sabes lo que pienso? Podrías haberme dicho todo con franqueza, sin mentirme, sin esperar a que te pillara en el acto. Una cosa es un choque de ideas, otra es un engaño. No sé cómo ibas a continuar la alianza con el Emporium sin mi conocimiento, pero eres un idiota, Ardo. Ojalá me hubiera dado cuenta antes".
Edoardo negó con la cabeza en silencio y salió de la oficina. Goran se encontró sentado en su escritorio mirando a la nada. Las náuseas no parecían disminuir y los contornos de las cosas aún se difuminaban, como si líneas y sombras extrañas se superpusieran a la realidad de la oficina. A través del piso transparente enmarcó a Elisa y a Antonia mirándolo con la boca abierta… y a Cassandra.
¿Cassandra?
Unos segundos después la encontró frente a él.
"Goran, ¿estás bien? ¿Está todo bien?".
Intentó una sonrisa que resultó en una nueva punzada en su cabeza.
"‘Todo está bien’, no es... la expresión correcta. ¿Qué estás haciendo aquí?".
"Te prometí las pastillas para la migraña, ¿recuerdas? Pasaba por aquí y pensé en traértelas".
Goran entrecerró los ojos lo suficiente para ver lo preocupada que estaba Cassandra. Era linda. Volvió a cerrar los ojos.
"Las tabletas, cierto. Siempre eres tan… amable". Masajeó los globos oculares bajo los párpados cerrados. Aun así, siguió vislumbrando líneas y contornos de algo que no podía definir. "Creo que necesito un oftalmólogo", murmuró. "¿Cómo es que las chicas te dejaron subir?".
Percibió su vacilación en su ceguera.
"Pasé aquí unas cuantas veces... hace un tiempo".
Goran volvió a abrir los ojos.
Entonces no les gritaré. Me voy a casa, ya me he divertido bastante por hoy".
"Te ves terrible".
"Gracias".
"Debes ver a un médico, Goran. Goran, ¿estás bien? ¿Escuchaste lo que dije?".
Goran logró mantenerse en pie haciendo palanca con los brazos sobre el escritorio. Esquivando a Cassandra, se tambaleó hasta el umbral.
"Un médico, por supuesto... muerto".

NICO
Si había un Dios en alguna parte, ciertamente estaba demasiado ocupado para hacer bien su trabajo.
Acurrucada detrás de la campana de cristal en el campo ecológico, por un momento Nico dio vueltas al pensamiento en su mente, esperando que Samir y su hermano gordo se cansaran de buscarla y volvieran a casa.
Era por el lunes. Por lo que entendió, alguien en la casa de los dos simios se había acostumbrado a darles una paliza los fines de semana, y el lunes llegaban al colegio dispuestos a hacer pagar a todos, con intereses. No tenía idea de por qué la habían elegido como su objetivo favorito. Ciertamente ser una ‘niña rebelde’, como solía decir Silvia, con pocas ganas de ser sometida no ayudó. Alguien más les daría un bocadillo a esos dos parásitos; tal vez la rubia Arianna toda con rizos, que sin duda comía tres comidas completas todos los días. También había alguien que necesitaba esa barra de chocolate.
Se asomó a su esquina para comprobar la situación. Izquierda, nadie; derecha, nadie. Está bien, ya estaba hecho. Ser pequeño tenía algunas ventajas de velocidad; por esta razón, la persecución del lunes terminaba bien para ella, al menos, generalmente. La vez que había terminado mal, había tenido que picarle las costillas durante un mes.
Nico recogió la mochila y la limpió con las manos, usando los souvenirs del patio ecológico, luego retomó el viaje a casa, volviéndose de vez en cuando para comprobar, por si los dos habían cambiado de opinión.
Dentro de la puerta estaba, como siempre, la anciana desgarbada de la planta baja, la que pasaba más tiempo en el rellano que en su apartamento. Tal vez la enterrarían allí, solo para permanecer en su entorno.
"¡Hola pequeña!", la mujer se dirigió a ella. "Te he dicho mil veces que no alimentes a ese gato, que luego viene a hacer sus necesidades en mi puerta...".
"Buen día para usted también, señora Alfieri", interrumpió Nico, subiendo los escalones de dos en dos.
La queja, escuchada todos los días, incluidos los domingos, la dejó completamente indiferente. Scopino, cuyo nombre se lo había dado ella, era la única alma dispuesta a recibirla cuando regresaba a casa, por lo que no tenía intención de dejarlo morir de hambre, aunque no fuera en realidad su gato.
"Ahí estás, bestia maleducada".
El gato, con su color rojo blanquecino descolorido, acurrucado así, parecía parte del tapete de entrada. Nico le rascó detrás de las orejas y abrió la puerta.
"Vamos, vamos, debe quedar algo de grasa de jamón".
Fue a la cocina, sacó el paquete de la nevera que olía a rancio y tiró el contenido al suelo, donde el gato lo hizo desaparecer instantáneamente.
"No bromeas cuando también demuestras que tienes hambre. Fuera, ahora, fuera". Lo presionó hasta que lo dejó salir y cerró la puerta. "Si Silvia te encuentra aquí, ambos estamos listos para unas vacaciones".
Silvia era su hermana, aunque no hubieras pensado al verla, que ya que estaba bien entrada en la treintena. Ella bien podría haber sido su madre, y de hecho ese era su papel, real o supuesto, en ausencia de otros candidatos. Papá y mamá habían muerto cuatro años antes en un accidente automovilístico y el tribunal le había otorgado la custodia de la niña a Silvia. Mejor con un miembro de la familia que con extraños, debieron haber pensado; lástima que después de las primeras veces nadie se hubiera molestado en comprobar cómo iban las cosas. En un par de años Silvia había logrado perder su trabajo, separarse de su esposo y reemplazarlo con ese gusano de Lupo. Un gran éxito.
Nico sacó del frigorífico el plato con los macarrones que sobraron del día anterior y lo metió en el microondas. Mientras esperaba, colocó el plato, los cubiertos y el vaso sobre la mesa, se lavó las manos y luego revisó su agenda. Pocas tareas, mejor así. Encendió la televisión. Faltaban al menos tres horas antes de que Silvia regresara de su peregrinaje diario en busca de trabajo, y tal vez de Lupo, Nico esperaba que así fuera, y regresara más tarde que ella. De todos modos, todavía era demasiado pronto.
Cuando escuchó girar la llave en la cerradura, ya había recogido la mesa, visto el nuevo episodio de su animé favorito y limpiado el piso, y estaba luchando con un ejercicio de matemáticas que se obstinaba en no dar el resultado correcto.
"¿Como ha ido?", preguntó, tratando de sonar optimista. "¿Encontraste algo?".
"Limpiar en el hospital, un cuento de hadas. Me darán una respuesta dentro de un día".
Silvia puso la bolsa de pan sobre la mesa y se dejó caer en una silla. Entre el cabello descuidado y el aire angustiado, uno hubiera pensado que se había pasado el día haciendo un trabajo duro, no buscándolo.
"Todo estará bien, ya verás", dijo Nico, como siempre.
Se había obligado a no decir una palabra de sus dudas, si la situación económica no mejoraba, Silvia tendría que pedir ayuda a alguien, y entonces, ¿cómo terminaría con la custodia? ¿Considerarían a Silvia inadecuada para su papel y podría ser adoptada? Era terrible no poder nunca influir en las decisiones que la preocupaban. Sin embargo, el mundo era así, a los diez años eras solo un objeto a ser ubicado por la ley. Si decidían asignarte a una familia, tenías que obedecer como un buen soldado; pero si por casualidad querías trabajar para ayudar a tu familia, no podías hacerlo, ¡oh no! Sin embargo, tenías que ir a la escuela y estudiar durante años, aunque mientras tanto todo a tu alrededor se derrumbara. Le gustaba estudiar, pero ese no era el punto.
"¿Y la escuela?", entretanto preguntó Silvia, preparándose un bocadillo.
"Normal".
"¿El examen de ciencias?".
"Solo siete".
Silvia resopló.
"Siempre tan exigente... ¡realmente no pareces mi hermana!". Habría puesto mi firma en él para aprobar".
Y mira, ¿ves cómo estás?, pensó Nico, pero no lo dijo. Había muchas cosas que no decía.
"Cuando hayas terminado tu tarea, ve al negocio de los Rabbani, para ver si ya han reducido los precios. Estoy agotada, me parece que tengo dos pizzas en lugar de pies. Ah, también compra una botella de vino blanco en la tienda de la esquina, ellos conocen la marca".
"Te creo, con el vino que consume Lupo sería mejor conectar una manguera a la tienda".
"Acaba con estos comentarios". Silvia cerró de golpe la puerta del frigorífico. "Tengo entendido que no te gusta Lupo, pero resulta que me gusta a mí".
"No es solo que no me gusta...".
Silvia se volvió para mirarla con ojos amenazadores.
"¿Tengo que ir a la tienda o vas a hacer tu parte?".
Nico cedió de inmediato. Ella estaba acostumbrada.
"Iré ahora y esperaré, para conseguir lo mejor".
"Bien".
Los Rabbani habían llegado de Pakistán unos meses antes y habían abierto una tienda de frutas y verduras en la misma calle. A última hora de la tarde, cuando el flujo de clientes estaba casi agotado, vendían a mitad de precio productos que no llegarían en buenas condiciones al día siguiente; una oportunidad de ahorro que la familia siempre aprovechaba. A Nico no le importaba si se burlaban de ella en la escuela por ‘pedir limosna a los paquistaníes’. Y luego los Rabbani tenían una hija de su edad, Jasmina, que nunca abría la boca, pero tenía una sonrisa amable.
Tan pronto como regresó a la casa, Lupo apareció en el pasillo y tomó la botella de vino de una de las bolsas de plástico.
"Mi pequeña ha pensado en mí". Extendió la mano para darle una palmadita en la cabeza, que Nico esquivó con un movimiento rápido.
"Si fuera por mí, puedes morir de sed".
"Escucha, Silvia, ¿qué tan amable es tu hermanita? Deberías enseñarle algo de modales".
Sin esperar la reacción de su hermana, Nico se refugió en lo que le gustaba llamar ‘su habitación’, que era el tramo final del pasillo, separado del resto de la casa por un falso biombo oriental. Con este arreglo, el pasillo había perdido su única ventana, pero a Nico le gustaba mirar el mundo exterior, considerando que el mundo en casa apestaba. El final de la tarde, en particular, era una especie de deslizamiento inexorable hacia la noche, la peor parte, que comenzaba con la inevitable sopa, engullida en una atmósfera lúgubre o explosiva, según el caso, y luego continuaba con las tontas transmisiones en TV. Y con el resto.
Unos meses antes, Lupo había decidido leerle un cuento todas las noches. Tenía muchas ganas, había dicho, de ser padre durante al menos media hora. Lástima que sus historias siempre tuvieran un rastro de odio. Nico le había suplicado a Silvia que detuviera ese tormento, inventando todo tipo de excusas. Las historias le provocaban pesadillas, su digestión se detenía, se olvidaba de todo lo que había estudiado en la tarde. No había forma de convencerla. Silvia sabía que le encantaban las historias y, además, los libros siempre eran cultura; si Lupo tenía la amabilidad de sacrificar algo de su merecido descanso por ella, Nico tenía que escuchar y agradecer. Durante el tiempo en que Lupo estuvo enfermo, afortunadamente el cuento para dormir había sido abandonado; pero esto no le había impedido, una vez recuperado, reanudar sus visitas nocturnas para ‘saludarla’.
Nico resistía. Ella era inteligente, pero no fuerte. Fingía no entender las alusiones, se movía de un lado de la cama al otro como si sufriera la incómoda posición, cambiaba de tema, evitaba las caricias bajo cualquier pretexto. Había desarrollado un instinto infalible para identificar el momento preciso en que las cosas iban mal, pero se sentía como una equilibrista, un paso en falso y ella se estrellaría.
Sabía que solo había una cosa que impedía lo peor, fuera lo que fuera, la posibilidad de que ella gritara por Silvia. Lo había hecho varias veces, con pretextos, y Lupo pensaba que era suficiente. Su mirada, sin embargo, le había hecho pensar que el apodo provenía de la ferocidad y no de su apellido, Luperto.
En cualquier caso, en cuanto Lupo regresaba a la cocina a ver la televisión, ella colgaba una bolsa llena de canicas de vidrio en una esquina del biombo en una posición precaria. Si Lupo pensaba en volver a ‘saludarla’ durante la noche, habría despertado a toda la casa.

CASSANDRA
Navegar. Un verbo demasiado romántico para esa vana agitación en el caldero de la red. Cassandra movió la pantalla para evitar un rayo de sol, procedente de la ventana medio vacía y golpeó el mouse sobre la almohadilla para que funcionara. Baterías casi muertas. Fantástico.
Una cosa era utilizar la red para averiguar el horario de apertura de una exposición o el precio de un libro, y otra hacer una investigación como la suya. Había empezado la tarde anterior, sin adelantar mucho, y se había lanzado a ello nada más llegar, gracias a la escasez de clientes debido al mercado local. Resultado: un montón de cajas aún por clasificar, el suelo sucio y Rover que, sintiéndose abandonado, había comenzado a roer la pata de una silla. Todo en vano. Mejor desconectar un rato... pero no, quería seguir buscando. Tenía que haber algo más interesante en la red sobre la amnesia.
Levantó los ojos con gratitud cuando la puerta se abrió para dejar entrar a Ilaria, conocida como Illy por su profesión, con su café de la mañana. El delantal blanco creaba un curioso contraste con la ropa punk y su cresta morada.
"Ahí tienes, belleza, energía líquida para trabajadores catatónicos. ¿Qué pasa?".
Cassandra resopló, estirando sus músculos entumecidos.
"Son solo las nueve y media y mi cerebro está hecho un nudo. Aparte de eso, todo está bien".
"¿Tuviste una mala noche?". La mueca de Illy hizo brillar al piercing de la comisura de la boca. "Siempre te digo que evites las cosas malas".
"No me importan las cosas, buenas o malas. ¿Crees que un herbolario se mete en una mierda?".
"Nunca se puede decir. Yo tampoco parezco del tipo de camarera". Su risa estridente resonó en la tienda mientras estiraba el cuello para mirar la pantalla del portátil. "Amnesia. ¿Por qué estás leyendo esas cosas?".
"Es una investigación... para un cliente".
"¿Alguien que quiera curar la amnesia con hierbas? Hay mucha locura".
"No realmente… no encuentro nada útil de todos modos. Las definiciones y explicaciones están bien, pero estoy buscando algo diferente... más profundo, pero también comprensible... bueno, necesito una persona, no una computadora. Alguien que sepa todo sobre el tema y quiera explicárselo a una profana como yo".
Elisa dejó de masticar chicle durante unos segundos.
"Necesitarías al tal Roversi".
"¿Quién?".
"Roversi. ¡Abajo Rover, a ti nadie te llamó!". Ilaria derribó al perro con un golpecito en la nariz. "Ya sabes, el médico del cerebro del que tanto oímos hablar hace unos años. Salió un par de veces en ‘Los misterios de la psique’".
"No veo la televisión. Roversi, dices?".
Terminó su café y tomó nota del nombre.
"Mira, estaba bromeando. Es un pez gordo, no puedes contactarlo así, como si fuera un simple mortal".
"Gracias de todos modos, Illy, sigues siendo un activo".
"Si fuera cierto, merecería estar en Berlín en la conferencia cyberpunk, no aquí. Que tengas un buen día, belleza".
A la salida de Illy, los ruidos del tráfico inundaron la habitación, solo para desaparecer poco después.
Bueno, ahora al menos tenía un nombre para empezar. Roversi. Roversi, ¿qué? Con un suspiro, Cassandra volvió a sumergirse en la red.

"¿Todavía no ha vuelto? Lo siento, sé que es tarde, pero quería… entiendo, sí… pero le aseguro que le robaría… está bien, entonces lo intentaré mañana. Gracias. Lo siento de nuevo. Buenas noches".
Cassandra cerró la comunicación y miró fijamente el volante. Quién sabe qué habría dicho la secretaria-solterona si hubiera sabido que ya estaba allí en la calle, frente a la puerta.
Puede que no fuera una buena idea ir corriendo a casa de Roversi sin una cita, pero la casualidad la había empujado. Cuando todo encaja a la perfección, ¿por qué no aprovecharlo? Y esta vez todo, empezando por la sugerencia de Illy, la había llevado a donde estaba ahora. Marco Roversi vivía a dos horas en coche de su casa. Su dirección no aparecía en la red, pero hablando con Igor, un viejo amigo del instituto que había estudiado medicina en la Universidad de Bolonia, había descubierto más de lo que esperaba. Igor había sido el ayudante del psicólogo durante el período en el que había impartido un ciclo de conferencias en la facultad y había guardado en su agenda tanto su dirección, como su número de teléfono. Cassandra había encontrado el resto en Internet.
De sólida preparación, gran fama internacional, una larga serie de apariciones en programas de radio y televisión... luego, nada más. La estrella de la psicología había desaparecido repentinamente del panorama mediático. Su experiencia, sin embargo, parecía indiscutible.
Aquí habían terminado las útiles coincidencias. Llamar y volver a llamar no había ayudado. Roversi estaba ocupado, estaba fuera de casa, no regresaría hasta altas horas de la noche, no le gustaba este tipo de contacto. En la voz de la hermana de Roversi, el Cerbero que contestó el teléfono, se mezclaban la molestia por su insistencia y el cansancio de lo que debió ser la enésima intrusión pública en la privacidad de su hermano. Esa mujer no sabía que se necesitaba mucho más para detenerla. La investigación, que había comenzado sin esperanzas precisas, ya se había convertido en una obsesión. No podía soportar la idea de abandonar a Goran a su destino, incluso si las posibilidades de ayudarlo parecían mínimas. Goran no quería oír hablar de médicos, y el profesor Roversi difícilmente hubiera recibido en su casa, a una extraña desconocida sin una cita. Y, sin embargo, estaba allí, encerrada en el Mégane, con Rover jadeando inquieto en sus oídos. Había estado esperando durante casi tres horas y había visto caer la oscuridad. Había estado tentada de irse a casa, derrotada, pero su obstinación era más fuerte. Si Roversi estaba realmente fuera de casa, tarde o temprano regresaría.
Un chico en una patineta se deslizó junto al coche y Rover explotó en furiosos ladridos. El patinador saltó y se dio la vuelta, casi chocando contra un poste de luz, luego recuperó el control de la tabla y continuó. Durante la siguiente hora, solo una pareja dispareja y un grupo de muchachos charlando aparecieron en la calle. Finalmente, un Porsche negro aparcó un poco más adelante. La atención de Cassandra se volvió hacia el hombre que salía del auto, delgado, de baja estatura, con hombros ligeramente curvados. Coincidía tanto con la descripción de Igor como con los pocos videos vistos en YouTube.
Cassandra saltó del coche y cerró la puerta ante los gemidos de Rover, acelerando su paso para alcanzar a la figura que se dirigía hacia la puerta. No quería causarle una mala impresión. ¿Se habría enojado por el horario, por su planteamiento poco canónico? ¿La invitaría a subir?
El borde del macizo de flores se materializó traicioneramente delante de su pie. Cassandra intentó recuperar el equilibrio, pero con horror se encontró deslizándose por el césped y luego aterrizando justo en frente de su objetivo.
"Disculpe... yo... me tropecé...", tartamudeó, levantándose rápidamente.
Marco Roversi la escudriñó de la cabeza a los pies con el ceño fruncido.
"No hay problema, señorita. Buenas noches".
Cassandra quería hundirse, pero no podía perder esa oportunidad.
"Profesor Roversi, espere".
Roversi, que ya había puesto la llave en la cerradura de la puerta, se dio la vuelta.
"¿Sabe mi nombre?".
"Yo… lo estaba esperando. Verá, un amigo mío sufrió de amnesia después de un accidente...".
Vio a Roversi retroceder contra la puerta, donde su rostro permanecía completamente en la sombra.
"Tiene a la persona equivocada. Hace años que no practico. Si quiere disculparme...".
"¡No se vaya, por favor! Lo he estado esperando toda la tarde...".
"Nadie se lo pidió. ¿Cómo consiguió mi dirección?".
"Fue... no importa. El caso es que he leído en Internet sus últimas teorías sobre la amnesia y estoy convencida de que es la única persona capaz de ayudarme".
"Ya le dije que ya no practico". Roversi volvió a entrar en el halo de luz de la lámpara de techo Liberty. "Y sobre todo, sobre todo, ya no me interesa la amnesia. ¿He sido claro?".
Le dio la espalda y desapareció en la oscuridad del pasillo. Cassandra no pudo contener un gemido de frustración cuando la pesada puerta se cerró.
"¡Deme al menos una oportunidad! Si no quiere hablar conmigo ahora, al menos mañana... pero pronto, o no sabré qué hacer con su ayuda, y a Goran lo salvaré yo sola".
La puerta se detuvo. La voz de Roversi emergió del interior de la oscuridad.
"Nadie salva, nunca. Todo el mundo tiene que salvarse a sí mismo".
Cassandra escuchó las palabras de Roversi pesar sobre ella. ¿No podría realmente salvar a Goran? En silencio, el aullido de Rover llegó desde el Mégane en respuesta a la sirena de una ambulancia. Quizás así era, quizás sus esfuerzos estaban condenados al fracaso; pero si se hubiera rendido habría sido por su elección, no por la decepción de una negativa.
"Un médico que no quiere ayudar a la gente, ¿qué clase de médico es?", murmuró mientras la puerta se cerraba. "Al menos podría haberme escuchado".
Sorprendentemente, la puerta se abrió de nuevo hasta que le dio espacio para entrar. Cassandra no lo pensó dos veces.
Juntos subieron unos tramos de escalones de mármol desgastados por el uso, en silencio. Al llegar al segundo piso, Roversi abrió la puerta y le indicó que entrara.
El apartamento era viejo y no hizo el intento de ocultarlo. Entre suelos de mármol y lámparas de araña, la elegancia y la decadencia parecían coexistir en un precario equilibrio.
"Hola Marco". Una anciana de cabello gris se materializó en el pasillo. "Quieres que te prepare... oh, pero... no estás solo".
"Fiorenza, tengo un invitado esta noche. Sé amable, haznos un poco de té. ¿O prefiere algo diferente, señorita...?".
"Cassandra. Un té está bien, gracias... si no es molestia, a esta hora".
La mujer le dedicó una sonrisa tensa.
"Para no molestar, pudo esperar hasta mañana".
Mientras seguía a Roversi al interior del estudio, Cassandra se volvió para mirar a la mujer que se alejaba rígidamente por el pasillo. Debió ser hermosa en una época no muy lejana, pero la mirada austera y la expresión sombría le recordaron a las institutrices de ciertas novelas del siglo XIX.
"Disculpe a Fiorenza, es muy protectora conmigo. No es frecuente que traiga gente a casa".
Mirando a su alrededor tenía que creerle. El estudio tenía el fuerte olor de una habitación que no había conocido el aire fresco y la luz durante mucho tiempo. Los muebles de los años cincuenta estaban grises por el polvo y la mala iluminación.
Cassandra ocupó su lugar en la silla acolchada que le señaló Roversi, mientras que él optó por el sillón junto a la chimenea apagada, que se utilizaba como trastero para los libros que las estanterías no podían contener. El profesor cruzó las manos en su regazo y la miró durante un buen rato sin hablar.
"Aquí estamos, una chica dispuesta a salvar al mundo y un señor mayor que ha dejado de interesarse por el mundo. ¿Cómo continúa la escena?".
Tenía una sonrisa cansada en su rostro. Podría haber tenido cincuenta como setenta años, pero parecía pesar algo más que la edad sobre sus hombros.
"El mundo es demasiado para mí", respondió Cassandra, avergonzada. "Estaría feliz de ayudar a un amigo".
"En primer lugar, ¿por qué yo?".
"¿Disculpe?".
"¿Por qué está estacionada debajo de mi casa y no debajo de la casa de otra persona?". El mundo está lleno de psicólogos exitosos dispuestos a vaciar su billetera".
"Ha dedicado gran parte de su trabajo a la amnesia. Mi amigo ya ha sido tratado por varios especialistas, pero no ayudaron".
Roversi frunció el ceño.
"Hablando de amnesia, la expresión ‘ser tratado’, tiene poco significado. Como médicos, nos limitamos a observar la evolución del paciente o un poco más".
"Pero sus teorías...".
"¡Mis teorías! Son las fantasías de un charlatán, según mis colegas".
"Sin embargo, es famoso...".
"Los dos no son mutuamente excluyentes. Sin embargo, puede hablar en tiempo pasado".
Cassandra se inclinó hacia Roversi, con los codos apoyados en las rodillas.
"Hace ocho meses mi amigo tuvo un accidente de coche que le provocó amnesia. Desde entonces no solo no ha recuperado la memoria, sino que ha comenzado a tener comportamientos extraños, que… no tienen nada que ver con quien era. Desde el accidente ha sufrido fuertes dolores de cabeza y sueños de los que no quiere hablar...".
"Perder el pasado produce una severa angustia psíquica, difícil de comprender para quien vive la situación desde fuera".
"Pero él, verá, es... extraño. Parece una persona normal y amable". Cassandra vaciló. "Más amable de lo que era antes del accidente, en realidad… pero en una ocasión lo vi reaccionar con una violencia descontrolada y aterradora. Ahora tiene miedo de sí mismo, no comprende lo que le está pasando. No sé cómo podrá recuperar el equilibrio de esta manera". Frustrada, Cassandra se dio cuenta de que no tenía datos precisos que informar. Nunca podría conseguir que el profesor la ayudara. "Tal vez piense que soy una tonta".
Roversi la miró en silencio durante el tiempo suficiente para que se sintiera avergonzada.
"Deberíamos darle un nombre a este amigo suyo si queremos seguir hablando de su asunto".

CASSANDRA
La humedad y la multitud hacían irrespirable el aire del autobús. Desde su asiento, Cassandra siguió con la mirada las gotas de lluvia que salpicaban las ventanas, reflexionando sobre las palabras de Roversi. No sabía qué valor darle al encuentro, que se prolongó hasta altas horas de la noche. Tenía la sensación de haber descubierto algo importante y, al mismo tiempo, sabía que solo había entendido parcialmente lo que había escuchado. Al principio, el profesor se había mostrado reacio a hablar sobre el tema que había sido su principal objeto de estudio durante décadas, pero algo, tal vez su obstinación, lo había persuadido de compartir algunos de sus conocimientos con ella.
Amnesia retrógrada o anterógrada, amnesia global, lacunar, transitoria, estable, progresiva. Los términos se superponían en la memoria, cuanto más confuso, más se empeñaba en recordar todo perfectamente; pero no podía permitirse el lujo de perderse un solo detalle. Estaba casi segura de que Roversi no accedería a reunirse con ella de nuevo. Lo había tomado por sorpresa esta noche, pero ahora sería fácil dar un paso atrás.
Un carraspeo alusivo la hizo mirar hacia arriba. Una dama corpulenta con un abrigo de loden la miraba con maliciosa desaprobación. Sus globos oculares sobresalían como si la presión de los cuerpos a su alrededor amenazara con hacerlos salpicar de sus órbitas.
"Disculpe, tome asiento", dijo Cassandra, poniéndose de pie. "No la había visto".
La expresión inalterada de la mujer le decía que a estas alturas había perdido la posibilidad de ser clasificada entre los jóvenes educados. No se detuvo a pensar en ello, sorprendida por la idea de advertir a Goran lo antes posible, de lo que había descubierto.
No iba a ser fácil. Sin mencionar que la teoría de Roversi era, de hecho, solo una teoría, y ella misma había podido informarle al profesor muy poco sobre los síntomas de Goran. Se estremeció al recordar la noche en el Robin, la violencia salvaje en sus ojos, en sus gestos. No, ese no era el Goran que había conocido, ni el Goran que sobrevivió al accidente.
¿Cómo podría convencer a Goran a considerar una hipótesis tan increíble? Era una locura. Sin embargo, ¿qué tan lejos de la locura estaba Goran, incómodo en una vida que no le pertenecía, temeroso de sí mismo?
Tenía que encontrar las palabras adecuadas. Examinó varias posibilidades y las descartó una tras otra. Es mejor ceñirse a los hechos, a la hipótesis de los hechos planteada por Roversi, y utilizar un lenguaje sencillo y directo.
"Existe la posibilidad de que otra persona viva dentro de ti".
Las miradas de perplejidad de un par de pasajeros le hicieron saber que había dicho las últimas palabras en voz baja. Avergonzada, logró esbozar una sonrisa. No sería fácil, pero lo intentaría. Era la única razón por la que estaba allí en lugar de en casa, hundida en un sillón escuchando música.
Durante los últimos días, había llamado a Goran a su teléfono celular y le había enviado texto tras texto, sin obtener respuesta. Quizás estaba ocupado con el trabajo o había cambiado de número; o quizás, más probablemente, se había cansado de su atención no solicitada. Aun así, no tenía intención de darse por vencida.
La bajada en la parada Mercato delle Erbe fue un alivio después del aire pesado del autobús, aunque afuera llovía, una fina llovizna ennegrecía el aire y pulía las calles.
Unos minutos a pie y el Orient Express finalmente se situó en su campo de visión. Cassandra se detuvo en seco. El día sombrío y la calle gris parecían un telón de fondo creado ingeniosamente para resaltar las luces cálidas y los objetos coloridos que se exhibían en los escaparates. Era un ambiente sugerente, lleno de armonía. Totalmente incapaz de hablar con Goran sobre sus problemas personales. Tenía que encontrar otro camino.
En ese momento notó que el Audi amaranto de Goran estaba estacionado a pocos metros de ella. La ventanilla del conductor, abierta unos centímetros, le daba la idea de deslizar una nota al interior. Probablemente Goran la habría ignorado, como había hecho con los mensajes de su teléfono celular, pero valía la pena intentarlo. Sacó su cuaderno y bolígrafo y se inclinó sobre el papel para evitar que la lluvia lo empapara. Mientras dudaba, sin saber qué palabras usar, vio una figura acercándose por el rabillo del ojo.
La mujer caminaba por la acera en su dirección, con paso seguro sobre tacones altos. Era rubia y esbelta, de una belleza helada, enfundada en un abrigo color gris paloma que se adaptaba a sus formas. Imposible no notarla.
"Debe ser ella", dijo el extraño, deteniéndose al otro lado del auto.
"¿Disculpe?".
"Supongo que eres quien ha estado acribillando en el teléfono celular de mi esposo con llamadas y mensajes".
Era una afirmación, no una pregunta. Cassandra permaneció en silencio mientras la otra la examinaba con una sonrisa mesurada, tan ofensiva como un insulto.
"Desafortunadamente, Goran había perdido su teléfono celular, lo escuché sonar y lo encontré en la parte de atrás del armario, por lo que la persona equivocada leyó sus mensajes ayer. Le acabo de traer el celular de repuesto... ¿quizá no tiene el número? Sería una verdadera lástima".
Cassandra enderezó la espalda.
"Estamos en un país libre. No hay leyes que me impidan contactar a quien quiera".
La rubia, Irene, si la memoria no la engañaba, avanzó hacia ella y con un gesto repentino hizo caer al suelo su cuaderno y su bolígrafo.
"Me gustaría que entendieras bien la situación", le susurró de cerca. "Volví a armar a Goran pieza por pieza después del accidente, y lo hice por él, por nosotros". No dejaré que pierda la cabeza por ninguna cara bonita sin luchar hasta el final. Espero haber sido clara. Te deseo un buen dia".
Pisó el cuaderno, ya empapado al aterrizar en el charco, y se alejó. Estupefacta, Cassandra miró fijamente su figura que desaparecía entre la gente, hasta que la bocina de una camioneta la devolvió a la realidad. Con un suspiro, tomó el cuaderno y lo arrojó al bote de basura cercano.
Ni siquiera se le había ocurrido justificar o tranquilizar a Irene sobre sus intenciones. Eso habría sido lógico, ya que los mensajes enviados a Goran no contenían nada comprometedor; pero la actitud hostil de Irene había inhibido cualquier deseo de complacerla.
Había dejado de llover, una clara señal de aliento por parte de los dioses, o de cualquiera allá arriba que tuviera la paciencia de seguir la telenovela de los asuntos humanos. Cassandra sacó los pañuelos de papel de su bolso. Usó uno para limpiar una parte del parabrisas y se inclinó para escribir en un segundo pañuelo con el bolígrafo húmedo. Cuando se negó a funcionar, lo reemplazó sin dudarlo con el lápiz de cejas.
Tengo noticias importantes, por favor llama. Cassandra
Deslizó el mensaje por la ventana abierta y lo vio deslizarse sobre la alfombra. Si eso tampoco funcionaba, buscaría otra forma. Sonrió para sí misma. Irene la había subestimado.

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