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La Corona De Bronce
Stefano Vignaroli
Año 2018: del emblema del Palazzo della Signoria de Jesi desaparece la corona de bronce que desde siempre había estado encima del león rampante, simbolizando la realeza de la ciudad. Un nuevo enigma que resolver para la estudiosa Lucia Balleani que, finalmente después de encontrar el amor en el joven arqueólogo Andrea Franciolini, deberá descubrir junto con él algunas partes desconocidas de la vida de su antepasada Lucia Baldeschi. Así que retrocedemos medio milenio, junto con nuestros dos héroes, para descubrir cómo se vivía entre callejones, plazas y palacios de una espléndida ciudad marquesana, famosa en el mundo, entonces como ahora, por ser la cuna del emperador Federico II. “Pero a ninguno de los dos, alzando la mirada a la parte de arriba del portal y parándose en loa hornacina del león rampante, pudo escapar una peculiaridad, que hizo salir una exclamación de sus bocas, casi al unísono, casi como si fuesen una sola persona: ¡La corona!”
Bernardino, el impresor, yace en condiciones desesperadas en una habitación del hospital Santa Lucia. El Cardenal Baldeschi ha muerto de repente y ha dejado vacante el gobierno de la ciudad. ¿Será, finalmente, la joven Lucia Baldeschi la que tomará las riendas del gobierno para evitar que Jesi caiga en las manos de los enemigos que, desde siempre, presionan contra sus puertas? Bien, no se puede dejar el gobierno en manos de cuatro nobles corruptos o, peor, confiarlo al legado pontificio enviado por el Papa. Pero Lucia es una mujer y no es fácil sumir roles de poder, tradicionalmente otorgados a los hombres. Y Andrea, su amor, ¿dónde estará, después de haber escapado del patíbulo y haber desaparecido junto con el Mancino? ¿Volverá a la escena para ayudar a su amada? ¿O controvertidos acontecimientos lo conducirán hacia otras playas? Y recordemos también la historia paralela, la de la estudiosa Lucia Balleani, nuestra contemporánea, que quizás ha encontrado finalmente el amor de su vida, que la llevará de la mano para descubrir junto con el lector nuevos y arcanos secretos. Amor y muerte, esoterismo y razón, bien y mal. Sólo son algunos de los ingredientes que dan ritmo a esta nueva investigación, centrada en la misteriosa desaparición de la corona de bronce, antaño puesta sobre el león rampante del principal palacio jesino, el de la Signoria. Una vez más el pasado se entrelaza con el presente a través de las vivencias paralelas de los protagonistas de nuestros días y de sus homónimos antepasados.  La atractiva y orgullosa regente de la república Aesina, Lucia Baldeschi se ve dividida entre sus obligaciones por razón de Estado y el amor por el fugitivo caballero, el valiente condottiero Andrea Franciolini. Entre historia y leyenda, la acción se extiende desde los severos edificios y los oscuros pasadizos secretos de una Jesi subterránea, hasta los espacios abiertos del campo de su Condado, poblados por pastores y monjes de día y animados por ritos mágicos durante los claros de luna. Luego, están las intrigas de palacio, las disputas entre señores y las batallas; aquellas entre los ejércitos y contra los piratas, desde Urbino a Senigallia, hasta algunas entre las más sugestivas gargantas del Appennino. Ambientes y características propias de una época, el Cinquecento1, caracterizado por luces y sombras, dividido entre el culto a la razón y la práctica del esoterismo y del que los personajes de la novela son un fiel reflejo. En el modo de comportarse, así como en las virtudes y en los defectos. Siguiendo sus pasos, entre sensacionales descubrimientos y brillantes intuiciones, los combativos amantes, Lucia y Andrea, de la Jesi del siglo XXI, alcanzarán la verdad bajo el signo de un amor sin tiempo.


A Giuseppe Luconi y Mario Pasquinelli,
ilustres conciudadanos que forman
parte de la Historia de Jesi.
Amigos de Jesi


Stefano Vignaroli

EL IMPRESOR

LA CORONA DE BRONCE

Traductora: María Acosta Díaz

NOVELA
Stefano Vignaroli
EL IMPRESOR
La corona de bronce
©2017 Amigos de Jesi
©2021 Tektime
Todos los derechos de reproducción, distribución y traducción están reservados.
Los párrafos sobre la historia de Jesi han sido extraídos y libremente adaptados de los textos de Giuseppe Luconi.
Ilustraciones del profesor Mario Pasquinelli, amablemente cedidas por los herederos legítimos.
Traduciòn de Maria Acosta Dìaz
En la cubierta: Jesi ― Icono del Palazzo del Governo
Sitio web: www.stedevigna.com
Email de contacto: stedevigna@gmail.com

Prefacio
Jesi, ciudad natal del emperador Federico II di Svevia, vuelve a ser el escenario de las aventuras de la joven estudiosa Lucia Balleani en el segundo episodio de la trilogía El Impresor. Amor y muerte, esoterismo y razón, bien y mal. Sólo son algunos de los ingredientes que dan ritmo a esta nueva investigación, centrada en la misteriosa desaparición de la corona de bronce, antaño puesta sobre el león rampante del principal palacio jesino, el de la Signoria. Con hábil alquimia Vignaroli entrelaza pasado y presente a través de las vicisitudes paralelas de los protagonistas de nuestros días y de sus homónimos antepasados. La atractiva y orgullosa regente de la república Aesina, Lucia Baldeschi se ve escindida entre sus obligaciones por razón de Estado y el amor por el fugitivo caballero, el valiente condottiero Andrea Franciolini. La acción, entre la historia y la leyenda, se extiende desde los severos edificios y los oscuros pasadizos secretos de una Jesi subterránea, hasta los campos abiertos de su Condado, poblados por pastores y monjes de día y animados por ritos mágicos durante los claros de luna. Además, están las intrigas de palacio, las disputas entre señores y las batallas, entre los ejércitos y contra los piratas, desde Urbino a Senigallia, hasta algunas entre las más sugestivas gargantas de los Apeninos. Ambientes y características propias de una época, el Cinquecento
, caracterizado por luces y sombras, dividido entre el culto a la razón y la práctica del esoterismo y del que los personajes de la novela son un fiel reflejo. En el modo de comportarse, así como en las virtudes y en los defectos. Siguiendo sus pasos, entre sensacionales descubrimientos y brillantes intuiciones, los combativos amantes, Lucia y Andrea, de la Jesi del siglo XXI, alcanzarán la verdad bajo el signo de un amor atemporal.

Marco Torcoletti

Introducción
Después del primer episodio de la serie El Impresor, heme aquí presentándoos la secuela, la segunda historia. Al final de La sombra del campanile quise dejar abiertas algunas puertas a posibles desarrollos de la trama sucesiva. Bernardino, el impresor, yace en condiciones desesperadas en una habitación del hospital Santa Lucia. El Cardenal Baldeschi ha muerto de repente y ha dejado vacante el gobierno de la ciudad. ¿Será, finalmente, la joven Lucia Baldeschi la que tomará las riendas del gobierno para evitar que Jesi caiga en las manos de los enemigos que, desde siempre, la han hostigado? Es verdad, no se puede dejar el gobierno en manos de cuatro nobles corruptos o, peor, confiarlo al legado pontificio enviado por el Papa. Pero Lucia es una mujer y no es fácil asumir una posición de liderazgo tradicionalmente confiada a los hombres. Y Andrea, su amor, ¿dónde estará, después de haber escapado del patíbulo y haber desaparecido junto con el Mancino? ¿Volverá a la escena para ayudar a su amada? ¿O acontecimientos desfavorables lo conducirán hacia otras playas?
Y recordemos también la historia paralela, la de la estudiosa Lucia Balleani, nuestra contemporánea, que quizás ha encontrado finalmente el amor de su vida, que la llevará de la mano para descubrir junto con el lector nuevos y arcanos secretos.
En definitiva, están todos los elementos para enfrentarse a una lectura que, de nuevo, nos conducirá entre callejones, plazas y palacios de una espléndida ciudad marquesana, famosa en el mundo por haber visto nacer al Emperador Federico II: Jesi. ¡Buena lectura!

Stefano Vignaroli

Capítulo 1
Bernardino había vuelto a abrir los ojos después de días y días de inconsciencia. A pesar de que su habitación estaba en penumbra fue deslumbrado por la luz y por el blanco resplandeciente del espacio en el que se encontraba. Una pequeña estancia, sin adornos, con las paredes blancas, sin cuadros, sin frescos en el techo, sin ni siquiera la compañía de una estantería con algunos libros. Creyó que había llegado al Paraíso pero los dolores lacerantes que advertía en todo su cuerpo le hicieron comprender que todavía estaba con vida. Al oírlo quejarse, una monja se le acercó y le llevó a los labios la taza de caldo de pollo que, hasta entonces, le había obligado a engullir a pesar del estado de inconsciencia. Aunque estaba frío Bernardino lo deglutió con avidez hasta que se atragantó y comenzó a toser. Pero volvió a coger el brazo de la monja, que le estaba apartando el precioso líquido, ya que sentía la garganta tan ardiente que pensaba que había salido de aquel infierno de llamas sólo unos pocos minutos antes. Y sin embargo había pasado casi un mes desde el día del incendio de su taller.
―Todavía estáis muy débil, amigo mío. Poquito a poco o tendremos un problema. El doctor me ha recomendado: pocos sorbos y a menudo. El doctor Serafino es alguien que sabe lo que hace, ¡de lo contrario a estas horas no estaríais entre nosotros! ―le dijo la monja con amabilidad pero con voz firme.
―El Cardenal, ha sido el Cardenal… ―intentó decir Bernardino, con la voz que sofocada por la tos.
―Sí, sí, ha sido el Cardenal Baldeschi el que ha querido curaros en este lugar, gracias a la intercesión de su querida sobrina
. Por desgracia el Cardenal ya no existe. Una desgracia, una horrible desgracia. El Cardenal ha sido asesinado por una de sus siervas, por lo que yo sé, una tal Mira. Lo ha hecho caer desde el balcón de su estudio, después de haberlo traspasado con un cuchillo muy afilado. Se dice que el Cardenal sorprendió a la muchacha mientras estaba robando en su estudio. Comenzaron una pelea entre los dos y el anciano se llevó la peor parte. Pero la sierva ha sido arrestada y pagará por su crimen. ¡Vaya si pagará!
A pesar de los dolores Bernardino aferró la mano de la monja e hizo un esfuerzo sobrehumano para hablar.
―¿Me estáis diciendo que el Cardenal Artemio Baldeschi ha muerto? ¿De verdad? Pero… ¿cuánto tiempo ha pasado desde que perdí el conocimiento? Por como habláis no parecen hechos atribuibles a ayer o antes de ayer. ¿Qué ha sucedido con Lucia Baldeschi? ¡Por lo que me decís debe haberse quedado sola!
―Calmaos. Os lo he dicho, ¡no debéis hacer esfuerzos! Habéis pasado un mes en este lecho, preso de la fiebre, del delirio, de sueños que atenazaban vuestra alma y vuestro corazón. Mis hermanas y yo nos sentíamos desesperadas pensando si lo conseguiríais. Y en cambio, el Buen Dios, todavía no ha querido acogeros en su seno y aún estáis con nosotras. Haré llevar un mensaje a Lucia Baldeschi, advirtiéndole que habéis recobrado la consciencia. Se pondrá muy contenta y seguramente os vendrá a visitar en los próximos días.
―Hermana, mandad que la llamen enseguida. El Palazzo Baldeschi está enfrente, en esta misma plaza, ¡incluso puedo vislumbrarlo desde la ventana!
La monja sonrió y apartó la mano, todavía retenida por la de Bernardino.
―Por su seguridad, la Señora se ha retirado a la residencia de campo de la familia, cerca de Monsano, junto con sus hijas y sus preceptores. El Papa ya ha procedido a nombrar un nuevo Cardenal que está a punto de llegar desde Roma. Debido a que no sé sabe cuáles son sus intenciones, la Condesa Lucia prefirió mantenerse alejada de la ciudad, por el momento. ¡Considerad que Jesi va a la deriva! Ya no tenemos ni autoridad civil, ni religiosa, y podríamos ser una presa fácil para los enemigos, tanto internos como externos. Por lo tanto, creo que es sabia la decisión de la noble dama, a fin de protegerse y de amparar a sus hijas. No debemos olvidar que su prometido, Andrea, está todavía por ahí y podría llegar de un momento a otro para reclamar su puesto de Capitano del Popolo, así como la mano de la noble Baldeschi.
―Después de todo, tiene todo el derecho. El título de Capitano del Popolo le pertenece y en las venas de la pequeña Laura corre su sangre ―dijo Bernardino con la voz que comenzaba a aclararse.
―¿Hace poco que os habéis recuperado y ya no conseguís poner freno a esa maldita boca? ¡No digáis herejías! ¿No os ha llegado con escapar de las llamas una vez? ¿Queréis acabar de nuevo en ellas? ―replicó la monja con ironía yendo a cerrar las contraventanas para dejar la habitación a oscuras. ―Reposad, ahora, ¡lo necesitáis!
―Sólo una cosa, hermana. Tengo ganas de orinar. ¿Cómo puedo hacer? ¡No conseguiré levantarme de aquí!
―¿Cómo pensáis que habéis hecho todos estos días? Relajaos, permaneced tranquilo. Os hemos puesto un tubo flexible que canaliza directamente vuestros humores
en un recipiente que hay debajo de la cama.
Bernardino dejó escapar la orina asombrándose de cómo, en efecto, en la estancia flotaba un olor extraño, debido a las medicinas y a los emplastos que le habían aplicado sobre las quemaduras, pero no se advertía olor a excrementos en absoluto. ¡Y ya debía de haber pasado un mes desde que estaba acostado en la cama!
Si bien no recordaba nada de los delirios y de los sueños de los días anteriores, a partir de ese momento el reposo de Bernardino fue constantemente agitado por pesadillas, por sueños y por visiones que a él mismo, en el duermevela, casi le costaba distinguirlos de la realidad. Ya se volvía a ver rodeado de llamas, ya se sentía protegido entre los dulces brazos de Lucia. Sólo ahora comprendió que había sido ella quien lo había socorrido, quien le había salvado la vida. La había visto claramente sobre él antes de perder el conocimiento. Y habría esperado verla a su lado en cuanto abriese los ojos. Pero cada vez que se volvía a despertar se encontraba en la misma habitación semi oscura, inerme, incapaz incluso de levantarse. La única presencia humana eran las hermanas, ya una, ya otra, que se alternaban en la cabecera de su cama, que se esforzaban por extender sobre él ungüentos y emplastos, e intentaban hacerle engullir el caldo habitual. Parecía que en aquel hospital no había otro tipo de alimento. Sólo una vez había percibido la presencia del médico a su lado, un hombre rudo, con espesos cabellos blancos y con una perilla del mismo color. Había acercado la oreja a su pecho y había sentenciado:
―Dentro de tres días probaremos a levantarle. A pesar de su edad este hombre es una roca. Tiene un corazón más resistente que el mío. Mañana podemos dejar que lo visite la noble Baldeschi. ¡Sólo unos minutos, hermana! No debemos fatigarlo. Una emoción demasiado fuerte podría ser fatal para él.
El impresor volvió a caer dormido, también debido a las medicinas que le eran suministradas para aliviar el dolor. Y esta vez soñó que estaba de nuevo trabajando en su tipografía, completamente reconstruida y renovada, más hermosa que antes. Y soñó que le daba buenos consejos a la noble Señora, su amiga. Y soñó que la veía sobre el escaño del Capitano del Popolo, en la sala de los Migliori en el interior del Palazzo del Governo. Y soñó con las niñas, Anna y Laura, que jugaban y se perseguían en el parque de una lujosa residencia en el campo mientras que él las observaba como un abuelo cariñoso.
Cuando, volviendo a la realidad de uno de sus innumerables y turbulentos sueños, se dio cuenta de que al lado de su cama estaba la noble Lucia, tuvo la impresión de que todos los dolores de repente hubiesen desaparecido y que estuviese recuperando las fuerzas. Tanto que consiguió levantarse un poco mientras Lucia, con un gesto amable más que caritativo, le colocó una almohada detrás de la espalda de manera que estuviese más a gusto, permitiéndole, al mismo tiempo, mantener aquella posición.
―¡Decidme que no sois un sueño, mi Señora! ―dijo Bernardino con la voz interrumpida por un ataque de tos.
Sintió las manos de Lucia buscar una de las suyas para estrecharla, haciéndole sentir una sensación de calor inesperada, que infundió en él una nueva fuerza. Se levantó un poco más con la espalda, entre las protestas de la monja que amenazaba con interrumpir enseguida la visita. El gesto que dirigió Lucia a la cara de la hermana no fue percibido por Bernardino, pero el resultado fue evidente porque ésta se calló, es más, se fue de la habitación dejando a los dos amigos libres de hablar entre ellos.
―Soy feliz de que os estéis recuperando, Bernardino. No sabéis cuánto os necesito, en este momento, a vos y a vuestros consejos. El Cardenal ha muerto y en la ciudad la situación es realmente difícil. Parece ser que el Papa nos había enviado un nuevo obispo y la elección había caído sobre el anciano Cardenal Ghislieri, de origen jesino. Debería haberse hecho cargo tanto de la Iglesia como del Gobierno de la ciudad, pero… Nunca ha llegado a Jesi.
―¿Cómo es posible, si puede saberse? ―preguntó Bernardino con curiosidad.
―Por desgracia Leone X ha muerto de repente días atrás.
―¡Pero si sólo tenía cuarenta y seis años!
―Justo, muchos creen que fue envenenado. Giovanni de’ Medici estaba demasiado próximo a su familia, a los Señores de Firenze, para que la oligarquía eclesiástica lo continuase aceptando. Y ahora, a la espera de la elección del nuevo Papa, los Cardenales reunidos en cónclave en Roma están repartiéndose los territorios entre ellos. Parece ser que ha sido nombrado el Cardenal Jacobacci como legado de la Santa Sede en nuestra ciudad, sin perjuicio de los derechos y privilegios del Concejo
.
―Pero Jacobacci está ligado a la peor facción integrista de los Güelfos.
―Justo pero tampoco de este tal Jacobacci hemos visto ni siquiera su sombra en Jesi. Y mientras tanto la miseria, después del saco del año 1517, hace estragos en el campo y en las ciudades. Y parece ser que la peste haya llegado a Ancona ¡y no creo que tarde en llegar hasta nosotros!
―¡Escuchadme, Lucia! Tomad las riendas del gobierno de la ciudad. Tenéis todo el derecho. No tengáis miedo por el hecho de ser mujer. Movilizad a los nobles jesinos, estarán muy contentos de poderos ayudar. Y haced poner una corona sobre el león rampante representado en la fachada del Palazzo del Governo. Recordará a todos que Jesi es una ciudad Real y que se gobernará de manera independiente a la Iglesia. Si el Cardenal tarda en aparecer, peor para él. Cuando llegue se encargará de los asuntos religiosos mientras que el Gobierno Civil será del pueblo, como debe ser.
―¿Me estáis instigando a fomentar una rebelión?
―No, os estoy diciendo que debéis asumir vuestras responsabilidades. Y coger el puesto que os corresponde. ¡No hay otra solución!

Capítulo 2
Porque tuve hambre , y no me distéis de comer; tuve sed, y no me distéis de beber; fui peregrino, y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
Evangelio según San Mateo 25, 42-43

Ante la visión de la enésima fumata nera, el Camarlengo no pudo contenerse y no soltar un bufido. Después de la muerte de Leone X, nacido Giovanni Dei Medici, hacía ya más de un mes que los cardenales estaban reunidos en cónclave, encerrados en las habitaciones a las que sólo él tenía libertad de entrar y salir como quería. El hecho es que, justo en virtud de este nuevo privilegio, había comprendido perfectamente que los otros prelados no tenían la intención de elegir un nuevo Papa si antes no resolvían entre ellos las cuestiones atinentes a la repartición de tierras y feudos. El Obispo de Firenze, el Cardenal Giulio Dei Medici, realmente no estaba convencido de que la muerte de su pariente hubiese ocurrido por causas naturales y se lanzaba a largas y prolijas discusiones sobre sus sospechas hacia un hipotético envenenamiento del difunto Papa y sobre los probables responsables del complot. Todo esto para intentar convencer a la mayoría de los colegas para que votasen por él como nuevo pontífice. Y de esta manera, entre una y otra votación, entre una fumata nera y la otra, transcurrían, no ya unas horas, sino a veces más de un día.
Cuando veía la fumata, el Camarlengo disponía todo para que los cardenales fuesen debidamente alimentados. Enviaba a algunos sirvientes a preparar una mesa en un ancho salón vacío y, cuando todo estaba preparado, echaba a los siervos y abría la puerta que daba a las habitaciones donde tenía lugar el cónclave. De hecho, nadie, a no ser él, podía hablar con los cardenales, para que ellos no fuesen influenciados de ninguna manera con respecto a sus decisiones.
Innocenzo Cybo había sido nombrado enseguida Camarlengo a la muerte de Leone X, ya que era su brazo derecho, el que había estado más cerca de él y sabía perfectamente cómo administrar el Estado de la Iglesia en ese período vacante de la máxima autoridad. Había visto llegar las acostumbradas caras conocidas, Cardenales de los que conocía vida, muerte y milagros, vicios, virtudes y ambiciones. Enseguida se había percatado de la ausencia de una importante figura, el Cardenal Artemio Baldeschi di Jesi. Alguien le había contado, más tarde, que el Cardenal Baldeschi había muerto en trágicas circunstancias, quizás como resultado de una pelea con un sirvienta de su palacio.
Algo inaudito, nos toca escuchar cosas de todo tipo en estos días, había pensado para sus adentros Innocenzo. Tiempo atrás las sirvientas ofrecían sus jóvenes cuerpos a su Señor y calladitas. ¡Hoy en día tienen la desfachatez de rebelarse!cierto, si Baldeschi ya no existía, Jesi y su condado es una tierra muy apetecible para conquistar para muchos de los aquí presentes.
Y, en efecto, la cuestión de la designación de la Curia Episcopal de Jesi fue una de las primeras cosas a las que debió enfrentarse el Camarlengo como sustituto del Papa. Decidió que lo mejor sería nombrar un Cardenal que no participase en el cónclave, así podría partir enseguida para aquellas tierras atribuladas desde hacía años con luchas, guerras, traiciones y mal gobierno, que habían llevado a la población, sobre todo en los campos, a un estado de miseria notable y donde, últimamente, parecía que se estaba difundiendo aquella enfermedad terrible conocida con el nombre de peste. La elección cayó en el Cardenal Jacobacci, que partió enseguida desde Roma pero que, en cuanto llegó cerca de Orvieto, su tierra de origen, se paró para gozar de un período de reposo en su ciudad natal que, quizás, se estaba prolongando demasiado. Pero había quien decía que el cardenal había perdido la cabeza por una muchachita del lugar y que no se iría de allí por nada del mundo.

Gualtiero Jacobacci no había perdido la cabeza por ninguna doncella, ni joven, ni madura. Se había parado a admirar la espléndida fachada del Duomo, todavía sin terminar, y había sentido nostalgia de aquellos lugares en los que había vivido su infancia. Nunca, en toda su vida, había visto la catedral libre de los andamios. Sabía que la construcción había comenzado hacía doscientos años, pero ahora sólo quedaban los andamios en la fachada para permitir a los artistas llevar a término las refinadas decoraciones que la embellecerían y vuelto famosa en los siglos venideros. Se aprovechó del hecho de que la Curia Episcopal estaba libre, ya que el Cardenal Alessandro Cesarini, Obispo de Anagni y Orvieto, estaba de retiro obligatorio en Roma para participar en el cónclave, para hacerse hospedar por la comunidad eclesiástica local, incluso comenzó a celebrar la Santa Misa en el interior de la inconclusa catedral. Lo tenía todo planeado, en definitiva, menos llegar a Jesi, la sede que le había sido asignada por el Camarlengo. La diversión no duraría demasiado, ya que, antes o después, el nuevo Papa sería elegido y el Cardenal Cesarini debería volver a la sede. Pero Gualtiero no quería pensar en eso. Carpe diem, decía para sus adentros. Aprovechemos el instante y gocemos de estos bellos tiempos. ¡Cuando llegue el momento ya veré qué hacer! Quizás, cuando llegue podré proponer a Alessandro Cesarini un cambio: yo aquí y él en Jesi. Jesi, como toda la Marca anconitana, es una sede ambicionada por cualquier alto prelado. Los campos son famosos por su riqueza y la Iglesia quiere a toda costa reconducir esos territorios bajo su ala de manera definitiva, cortando por lo sano los viejos límites de Concejos, Señoríos y Nobleza local. Una persona ambiciosa como Cesarini no sabrá decir que no a mi oferta. Y yo podré gozar de mi vejez en mi país de origen.

Finalmente, después de más de un mes de fumata nera, el 9 de enero de 1522 de la chimenea surgió la fumata bianca. El Camarlengo suspiró aliviado y corrió al interior del ala en la que se desarrollaba el cónclave para llevar a cabo sus deberes rituales. Le parecía que había pasado una eternidad desde el día en que había muerto Leone X. Lo había encontrado él, tirado sobre la mesa en la que estaba comiendo. Había llamado a la guardia y había hecho recomponer el cuerpo en la cama, luego había golpeado con un martillo el cráneo del Santo Padre, para asegurarse de que el cuerpo no respondiese a ningún reflejo, ni voluntario, ni involuntario. Cuando los miembros, piernas y brazos, se convirtieron en rígidos, había procedido a llamar tres veces al Papa con su nombre de pila:
―Giovanni… Giovanni… Giovanni.
Al no obtener respuesta había procedido a declarar oficialmente muerto al Santo Padre. Había hecho arreglar la capilla ardiente y había organizado el rito fúnebre, al término del cual el Papa Leone X se encontraría con sus predecesores, en los subterráneos de la basílica erigida sobre la tumba de San Pedro. Después de haber convocado el cónclave, se había dado cuenta de que su posición se consideraba muy incómoda por parte de una cierta facción de los participantes en la asamblea, los más próximos a la familia Dei Medici. Él siempre había sido el Cardenal más próximo al Papa pero, como era bien sabido, pertenecía a la misma familia de Giovanni Battista Cybo, que había ocupado el solio pontificio hasta el año 1492 con el nombre de Innocenzo VIII. Las malas lenguas, desde el momento en que él era el responsable de la seguridad del Papa y todos los alimentos que llegaban a la mesa del Santo Padre debían ser aprobados por él, habían ventilado que él mismo podía ser el responsable de la inesperada y prematura muerte de Leone X. De hecho, podía haber envenenado perfectamente los alimentos, con la intención de aspirar al pontificado y llevar de nuevo al máximo cargo a un miembro de la familia genovesa. Innocenzo sabía perfectamente que era inocente y que no había perpetrado ninguna conjura contra su bien amado Papa. Giovanni Dei Medici sufría del corazón desde que era un niño y, justo por esto, no se había dedicado a las armas. Por lo tanto, nadie lo había envenenado, había sufrido un colapso y había muerto de muerte natural, aunque imprevista. El hecho de auto nombrarse Camarlengo en parte había alejado las sospechas de él, ya que no sería elegible como Papa, pero no del todo. Giulio Dei Medici y otros tres o cuatro cardenales continuaban a mirarlo ceñudos, pero él respondía a aquellas provocaciones con la mejor de las defensas: el silencio. Es verdad, aquellas semanas no habían sido fáciles pero había conseguido no mostrar jamás el flanco a sus enemigos. Ni una palabra había salido de su boca que acusase a los Medici de envidia o arribismo. Había continuado cumpliendo con su deber como si no pasase nada. Pero ahora, mientras subía las escaleras jadeando, el temor de que el nuevo elegido fuese el Medici lo atenazaba. Estaba convencido de que éste querría, de alguna manera, vengar la muerte prematura del familiar. E Innocenzo ya se imaginaba con la cabeza apoyada en un tocón a la espera del hacha que, con un golpe seco, la separaría del resto del cuerpo. Cuando abrió el sobre donde estaba escrito el nombre del nuevo pontífice suspiró de alivio por segunda vez en pocos minutos.
El Camarlengo se asomó al balcón que daba sobre la plaza delantera y gritó, con todo el aire que tenía en los pulmones, vuelto hacia los fieles amontonados que esperaban con curiosidad.
―¡Nuntio vobis gaudium magnum! Habemus Papam, eminentissimun e reverendissimum dominum Adrianus Florentz, qui sibi imposuit nomen Adrianus sextus!
Voces y exclamaciones se levantaron desde la plaza, a la espera de que el nuevo Papa se dejase ver y hablase a la multitud de los fieles. Mientras Innocenzo ayudaba al nuevo Papa a vestir los paramentos sagrados del ritual, en su mente los pensamientos corrían veloces. Este Adriano VI no durará mucho, antes de que alguien de la familia Dei Medici meta las manos. Pero que dure un mes, un año o un siglo, ya nadie podrá culparme. Desde mañana Innocenzo Cybo vuelve a Genova.
Como todos los demás, el Cardenal Alessandro Cesarini hizo el equipaje para volver a su sede, en Orvieto. Llegado el cuatro de marzo del año del Señor de 1522, en un primer momento, se quedó un poco asombrado por el hecho de que su sede episcopal hubiera sido arbitrariamente ocupada por su colega, pero al escuchar la propuesta de éste último casi no pudo creer lo que oían sus orejas. Él, que habría matado por tener la curia episcopal de Jesi, dejada vacante por el Cardenal Baldeschi, veía como se la ofrecían en bandeja de plata de quien había sido escogido como el titular, sólo porque estaba ligado a los lugares en que había transcurrido la infancia. ¡Increíble, pero cierto! ¡Una oportunidad que no podía dejar escapar! Sellado el pacto con Jacobacci, Alessandro Cesarini, deseoso, de todas maneras, de reposar unos días, envió un mensajero a Jesi para anunciar su llegada y su toma de posesión a las autoridades ciudadanas. El mensajero llegó a Jesi el 12 de marzo y el Consiglio Generale de la ciudad, reunido para la ocasión en la Sala Maggiore del Palazzo del Governo y presidida por el noble Fiorano Santoni, tuvo en cuenta el nombramiento, aunque el Cardenal Jacobacci les hubiera gustado más, y deliberó también en cuanto a reconocer a Cesarini un vitalicio de 25 florines al mes. Todo esto cuando ya el Cardenal estaba a las puertas de la ciudad por lo que ni siquiera tuvieron tiempo de preparar un digno recibimiento al nuevo Obispo, que se encontró entrando en una ciudad indiferente a su llegada. Cesarini no se quedó desilusionado sólo por la acogida sino, sobre todo, por el hecho de encontrar ciudad y condado en condiciones bien distintas de lo que se esperaba. Después del saco sufrido por la ciudad en el año 1517, habían seguido algunos años de mal gobierno por parte del Cardenal Baldeschi que había reducido la zona a condiciones de miseria jamás vistas desde tiempos inmemoriales. Además de los males y las vejaciones que habían producido los ejércitos invasores, la peste había vuelto como una pesadilla para aterrorizar a la población. Y de esta manera Cesarini, que todavía tenía muchos intereses en la zona de Anagni y Orvieto, enseguida comenzó a pasar gran parte de su tiempo lejos de Jesi, aduciendo como excusa sus agobiantes compromisos eclesiásticos en la sede Papal, y dejando en su puesto a rudos gobernadores que sólo sabían ser crueles y tiranos con la población.

Lucia se había ocupado, y no poco, para llevar consuelo a los enfermos de peste. La enfermedad había llegado a Jesi en una caja de cáñamo, proveniente de los mercados de oriente, comprada a un precio de ganga por una familia de cordeleros de Jesi. Algunas familias residentes en el burgo de Sant’Alò eran famosas desde tiempo inmemorial por la habilidad y el cuidado con el que fabricaban cuerdas. Tenían un sistema propio para obtener del tosco cáñamo cordeles y cabos de todas las longitudes y calibres, que eran vendidos en el mercado a precios competitivos con respecto a los fabricados en otras zonas de Italia. En cuanto Berardo Prosperi, el cabeza de familia, abrió la caja para comprobar la calidad del cáñamo comprado por su hijo y su sobrino, fue asaltado por las pulgas que, finalmente libres, buscaron su comida de sangre, a expensas de muchos miembros de la comunidad del burgo. Las casas de los cordeleros eran construcciones bajas que formaban una única fila, una pegada a la otra, en el borde de un amplio espacio, llamado prado, donde aquellos artesanos trabajaban, fundamentalmente al aire libre. De hecho, necesitaban espacios amplios, donde extender las fibras del cáñamo y trenzarlas hasta convertirlas en cuerdas, con la ayuda de extraños artilugios con aspecto de ruedas.

En ese momento, nadie hizo caso a las picaduras de los insectos, pero después de unos días Berardo y otros hombres y mujeres del barrio cayeron enfermos, presos de una fiebre alta y con bubones en varias partes del cuerpo, algunos sobre la espalda, otros detrás del cuello, otros sobre la barriga. La enfermedad se había difundido rápidamente de una casa a otra, conectadas como estaban, y luego se había propagado a los campos. Pero enseguida llegó a afectar a las familias residentes en la ciudad, en el interior de las murallas.
Lucia, en su momento, había aprendido de su abuela cómo intentar curar a los enfermos de peste. Había escuchado decir que en Ancona, donde la enfermedad se había difundido de manera exponencial, quien se lo podía permitir se hacía hospitalizar y curar en el Lazzaretto. Pero, según ella, no era una buena idea concentrar a las personas enfermas en un sitio. Era mejor tener aislado al enfermo en su casa para evitar que contagiase, a su vez, a personas sanas; sólo tomando las oportunas precauciones podía uno acercarse a él. Cuando debía entrar en la habitación de un enfermo, Lucia se cubría perfectamente con vestidos gruesos, pero sólo después de haber esparcido por todo su cuerpo un ungüento a base de citronela, albahaca, menta, mastranzo y tomillo. El olor que emanaba era casi nauseabundo pero era un excelente remedio para no dejarse picar por las pulgas y piojos que, quién sabe por qué, infestaban siempre las casas de los apestados. Con un pañuelo de seda cubría la boca y la nariz antes de acercarse al enfermo, con el fin de evitar respirar los malos humores emitidos por estos. Lo primero que hacía era desnudar al paciente para observar cuántas pústulas tenía encima y cuál era su aspecto. Si eran duras y oscuras, les untaba un ungüento a base de alcohol alcanforado e ictiol, con el fin de hacerlas ablandar y madurar. Las pústulas, de hecho, debían explotar y hacer salir su malsano contenido, conocido por los médicos con el término de pus. La fiebre, en cambio, se combatía con infusiones a base de corteza de sauce y con la aplicación de telas empapadas en la frente del enfermo. Toda la casa debía ser purificada con fumigaciones obtenidas por la combustión de aceite de alcanfor, en el que habían sido maceradas durante algunos días ramitas de ciprés, mondas de granadas y canela. Lucia sabía perfectamente que si el enfermo tenía dificultades para respirar estaba condenado a una muerte segura. Tanto daba llamar a un sacerdote para que le impartiese la extremaunción. Pero ningún religioso, el primero de todos Padre Ignazio Amici, se prestaba a llevar el consuelo del rito a los apestados. Todos tenían demasiado miedo a ser contagiados también. Si, en cambio, las pústulas, en el transcurso de algunos días, por lo general una semana, se ablandaban y dejaban salir los malsanos humores, dando más tarde origen a cicatrices, el paciente podía considerarse fuera de peligro y llegaría a curarse. Cuando un enfermo de peste moría, todos sus enseres, muebles, cama, mantas y todo aquello con lo que había estado en contacto, directa o indirectamente, con la persona infectada, debía ser reunido delante de su casa y ser quemado. Los cadáveres no podían ser sepultados en el interior de las iglesias sino que eran llevados a campo abierto y enterrados profundamente, bajo un buen montón de tierra, mejor si era arcillosa.
De esta manera Lucia había ayudado a cientos de enfermos, tanto en la ciudad como en los burgos y en el campo y, gracias a las precauciones que ella había tomado, nunca se había contagiado. Se sentía satisfecha pero cansada. Recorriendo en sentido contrario la vía de Terravecchia, después de haber visitado a un enfermo por la zona de la iglesia de San Nicolò, había debido pasar por delante de distintos edificios, enfrente de los cuales ardían las hogueras purificadoras. El aire de la jornada estival, ya de por sí cargado de humedad, se había convertido en más pesado por el humo que flotaba sobre la ciudad y que en parte oscurecía los rayos del sol. En cuanto llegó a la Piazza della Morte no pudo evitar pensar que, dentro de unos días, un patíbulo estaría reservado para su sirvienta Mira, acusada de haber asesinado al Cardenal Artemio Baldeschi. Apartó aquellos sombríos pensamientos y se metió por la Porta della Rocca llegando hasta Via delle Botteghe, zona mucho más agradable y sana con respecto a las calles que había recorrido poco antes. Parecía casi como si las antiguas ruinas romanas, reforzadas y reconstruidas algunos decenios antes gracias al ingenio del arquitecto Baccio Pontelli, hubiesen hecho de baluarte natural contra la epidemia de peste, que había golpeado sólo a unos pocos habitantes del núcleo histórico de la ciudad. En cuanto llegó a este espacio confortable, Lucia bajó el pañuelo a través del cual había filtrado el aire para respirar. Se soltó los cabellos, dejándolos libres para que descendiesen por sus hombros y su espalda, luego con las manos arregló un poco las ropas estropeadas. Es verdad, no tenía el aspecto elegante que le imponía su rango pero se sentía más presentable. En pocos pasos llegó a la Domus Verroni, pasó debajo del arco y buscó con la mirada a Bernardino. Lo vio atareado en restaurar su taller pero, casi percibiendo su llegada, fue el primero en hablar.
―¡Mi señora! Que alegría veros aquí. Como podéis daros cuenta, hay mucho trabajo que hacer pero me estoy esforzando al máximo. Creo que en cosa de un mes la imprenta podrá volver a trabajar a pleno rendimiento. Y todo gracias a vos. Realmente os debo estar agradecido por todo lo que habéis hecho por mí y la primera obra que publicaré será, sin duda, vuestro tratado sobre Principi di medicina generale e guarigione con le erbe.
Lucia sonrió complacida pero Bernardino advirtió lo forzado de la sonrisa que intentaba sobreponerse al cansancio que la atenazaba.
―Pero vos, Mi Señora, estáis realmente exhausta. No querría reprocharos nada pero pienso que es el momento de que dejéis de visitar a todos estos apestados. Antes o después enfermaréis incluso vos. ¿No pensáis en vuestra hija Laura? ¿Y en Anna que para vos es como otra hija? ¿Qué podrían hacer sin vos? Sois la última Baldeschi que queda con vida, ¡asumid vuestras responsabilidades de una vez por todas! Y no sólo con respecto a las niñas sino a la entera ciudad.
―¡Oh, Bernardino! No volváis a comenzar con la historia de que debo recuperar el gobierno de la ciudad. Os lo he dicho: soy una mujer, no me veo capaz de ocupar un puesto que siempre ha recaído, por derecho, en un hombre.
―No hay un hombre en esta ciudad que valga la mitad de lo que vos valéis. Y como demostración está lo que habéis hecho y estáis haciendo por los enfermos. Pero no basta. No podéis abandonar la ciudad en las manos de los nobles incompetentes que dejan que el vicario del cardenal Cesarini haga lo que quiera, aterrorizando a la ciudad y al condado y pretendiendo tasas e impuestos de hombres martirizados por la miseria y por la peste. Es el momento de echar al Cardenal y al vicario, y sólo vos sois capaz de hacerlo, tomando en vuestra mano el cetro que os corresponde por derecho. ¡Y luego está Mira! ¿Os habéis olvidado de ella? Habéis prometido protegerla y, en cambio, el proceso ha seguido su curso. Y además, para más inri, ¡está la acusación de brujería contra ella!
―¿Qué? ¿Qué estáis diciendo? El proceso contra Mira ha sido llevado a cabo por jueces civiles, por el noble Uberti, y...
―Padre Ignazio Amici ha reunido las declaraciones. Parece ser que, mientras el Cardenal se caía desde el balcón, alguien lo ha oído gritar Vuelo, estoy volando, incluso con la sonrisa en los labios. Y por lo tanto no hay otra explicación que esa de que Mira ha embrujado al Cardenal. Creo que, a estas horas, la joven está en las garras de los torturadores de la Santa Inquisición. A lo mejor dentro de unos días veremos surgir un montón de leña en la Piazza della Morte. Beh, para nosotros que conocemos la verdad, no sería agradable asistir a la muerte de una inocente y, para colmo, de una manera tan atroz.
Sin ni siquiera contestar, Lucia se dio la vuelta indignada y se dirigió a paso veloz hacia el Torrione di Mezzogiorno.
―¡Dios no lo quiera! ―la escuchó gritar Bernardino mientras se alejaba, más hablando con ella misma que con él ―He prometido que en esta ciudad nunca más una mujer acabaría en una pira ardiente. Y mantendré mi promesa.

Capítulo 3
Venga, preparad las pinzas y tenazas, después
encenderemos la hoguera.
(Tomás de Torquemada)

Los guardias, reconociendo a Lucia y conscientes de su autoridad no tuvieron el valor de cortarle el paso. La condesa, con la cara roja por la cólera, entró como una furia en el Torrione di Mezzogiorno. Se encontró en un vestíbulo desierto. De vez en cuando unos gritos femeninos, sofocados y amortiguados por los espesos muros, llegaban a sus oídos. Realmente estaban torturando a Mira. No sabiendo dónde estaba la sala de tortura y no consiguiendo comprender de dónde provenían los gritos de la muchacha, abrió de par en par la primera puerta que encontró. El juez Uberti estaba sentado detrás de un escritorio, absorto examinando expedientes. Sobre la mesa destacaba un libro con una elegante cubierta y con el título escrito en caracteres grandes Malleus Maleficarum.
―¡Noble Dagoberto Uberti! ¿Qué significa todo esto? Habíais prometido que juzgaríais vos a mi sirvienta y que seriáis clemente con ella. ¿Por qué, pues, la habéis entregado a los inquisidores? En su momento habéis escuchado mi testimonio. Mira se ha defendido, mi tío la estaba agrediendo y quizás la habría matado. Ella sólo lo ha herido y no de gravedad. El hecho de que se haya caído desde el balcón ha sido un accidente, una fatalidad, independiente de la voluntad de la muchacha. Os lo he dicho y repetido: Mira merece un castigo, ¡pero no la muerte!
El juez Uberti, con respecto a unos años atrás en los tiempos del proceso contra Andrea Franciolini, había envejecido visiblemente. Profundas arrugas surcaban su cara, la espalda se había curvado y, para caminar, debía ayudarse de un bastón de madera de nogal. Una grave forma de artrosis, atestiguada por la deformidad de las articulaciones de las manos, lo afligía. Incluso su vista había disminuido notablemente y para leer se ayudaba de una lente de vidrio montada sobre un soporte metálico. En esa época eran pocos, de hecho, los que poseían gafas que debían llegar desde Venezia y eran bastante caras. Levantó la cabeza de los papeles y respondió a Lucia con voz tranquila, casi con resignación.
―Ved, mi Señora, he estudiado con cuidado el caso y me parece que hay demasiadas incongruencias. Vos sois la única testigo, por lo tanto debería fiarme de lo que me decís. Por desgracia, los mismos hechos narrados por vos y por Mira, son contradictorias. Vos afirmáis que vuestro tío sorprendió a vuestra sirvienta robando en su estudio. Pero, aparte de los libros, allí poco hay que robar. Y, como es bien sabido, Mira no sabe ni leer. Además sé bien que vuestro tío tenía el dinero y las joyas en otras habitaciones. Creo, en cambio, que Mira haya entrado adrede en el estudio del Cardenal esperando que, al ofrecerle su propio cuerpo, sería bien recompensada.
―¿Qué queréis insinuar, juez?
―No quiero insinuar nada. Intento sólo reconstruir cómo han ido las cosas y creo que he conseguido hacerme una idea general de la situación. Mirad, hemos hecho examinar por expertos el cuerpo de vuestro tío antes de recomponerlo para la sepultura. Aparte del hecho de que no llevaba las calzas, el Cardenal tenía el miembro completamente recubierto de una sustancia oleosa, un ungüento. Según dicen los expertos se trata de una sustancia a base de esencias vegetales que sólo las brujas saben preparar. Pero hablemos de la sangre de vuestro tío. Vos decís que Mira lo hirió ligeramente con un cuchillo, es más, con un abrecartas. Pero había abundancia de sangre, esparcida por todo el estudio y alrededor del cadáver, tanto que parece que el Cardenal, más que por la caída, haya muerto desangrado. Una sola herida pero que ha llegado de manera precisa a un importante vaso sanguíneo. Y lo extraño es que Mira debería estar más manchada de sangre de lo que la hemos encontrado. Tenía los vestidos sucios pero si había golpeado con tanta precisión debería haber tenido las manos y los brazos llenos de sangre. ¡Y en cambio no era así! ¿Y los vestidos? No eran la vestimenta de una sirvienta, era un ropaje mucho más elegante.
―¿Y de todo esto qué habéis deducido? ―preguntó Lucia, con la voz que le comenzaba a temblar por el temor de que Uberti estuviese a punto de desentrañar la historia que la inculpaba de la muerte de su tío.
―Mirad ―y el juez puso una mano sobre el Malleus Maleficarum. ―Este libro, que me ha suministrado el Padre Ignazio Amici, me ha abierto los ojos. Escrito por dos inquisidores germanos, Jacob Sprenger y Heinrich Insitor Kramer, hace un decenio, en él se indica cómo reconocer a las brujas, sin tener en cuenta sus poderes. Todas pueden ser identificadas por una señal indeleble que llevan en la piel, una peca, una mancha, un antojo o una cicatriz, a menudo escondida por los pelos de las axilas, del pubis o puede que por los cabellos. He aquí porque los inquisidores, antes de nada, hacen desnudar a la bruja y hacen que les rasuren todo el pelo, para poder descubrir esta señal. Pero con Mira esto ni siquiera ha sido necesario. Ella tiene un lunar a la altura del labio superior, justo debajo de la nariz, sobre el cual, además, crecen pelos. Padre Ignazio afirma que eso es una señal inequívoca y yo, después de haber leído este texto, estoy de acuerdo con él.
―¿Y todo esto qué tiene que ver con la muerte de mi tío?
―Tiene que ver, más de lo que vos, incluso como testigo, podáis imaginar. El hecho de que Mira sea una bruja se confirma no sólo con el lunar sino también por los vestidos que llevaba puestos aquel día. Los mismos expertos a los que hemos preguntado nos han confirmado que esos son hábitos que se ponen las brujas más poderosas, hábitos que se traspasan de generación en generación, de madre a hija. Y vayamos, por lo tanto, con la reconstrucción de los hechos, como ahora ya está claro que han ocurrido. Mira, sintiéndose fuerte con sus poderes, entra en el estudio del Cardenal, con la clara intención de seducirlo y de enfermarlo. La meta es obtener dinero, mucho dinero, a cambio de la prestación amorosa. El Cardenal cae en la trampa, se deja seducir, se quita las calzas y se prepara para yacer con vuestra sirvienta. Pero ella quiere aumentar todavía más la satisfacción de los sentidos de su víctima y usa el ungüento para inducirle un mayor placer y, por ende, a darle una donación más generosa en metálico. Sólo que ese ungüento en una dosis justa aumenta el placer de la carne pero en cantidad excesiva provoca alucinaciones y visiones. No, Mira no quiere matar al Cardenal, es la última de sus intenciones: no se mata a la gallina de los huevos de oro. Pero la situación ahora ya se le ha escapado de las manos. ¿Quién ha empuñado el cuchillo primero? Quizás el Cardenal presa de la obnubilación, a lo mejor para fingir amenazar a la muchacha en un crescendo de juego erótico. Y lo usa incluso para cortar el vestido con el fin de desnudarla. Y he aquí que la bruja, sintiéndose en peligro, invoca sus poderes. No toca el cuchillo pero lo guía con la fuerza mágica de sus sombríos poderes. Sólo con la fuerza de su pensamiento lo lanza contra el hombro de Baldeschi, en un punto bien concreto. Una sola herida, pero mortal.
―¿Y después?
―Después, el toque final. Abre la ventana y hace caer al Cardenal desde el balcón, incluso persuadiéndolo para que crea que es capaz de volar. Por lo tanto, ¿cómo juzgar a esta mujer? ¿Qué castigo merece? No ha sido, como vos decís, en defensa propia. Si bien al principio no era algo que quisiese, ha matado, y lo ha hecho con conocimiento de causa. Para colmo, gracias al uso de poderes no comunes a todos, sino específicos de mujeres que nosotros llamamos brujas. ¡BRUJAS! La muerte es el fin que merece una asesina como ella. La decapitación. Pero si es una bruja sabemos perfectamente que el fin que merece es otro distinto.
―¡No! ―exclamó Lucia que sentía latir con fuerza el corazón en el pecho sólo imaginando ver a Mira agonizante más allá de un muro de llamas.
Justo en ese momento, un grito más fuerte proveniente de la sala de torturas, llegó a sus oídos.
―¡Basta ya, juez! Conducidme inmediatamente a la habitación donde están torturando a esa pobrecilla. ¡Este horror debe terminar enseguida!
―No os lo aconsejo, no es un espectáculo agradable de presenciar. Padre Ignazio y sus torturadores no se dejarán atemorizar, ciertamente, por las palabras de una doncella, aunque sea noble...
―Es una orden. ¡Llevadme a la sala de torturas!
El juez, intuyendo que la joven sabía lo que se hacía y que podía recurrir al poder que le correspondía por derecho, por ser descendiente del Cardenal Baldeschi, así como prometida del que oficialmente hubiera debido ser designado Capitano del Popolo, bajó la cabeza y obedeció a Lucia. Guió a la joven por escaleras y pasillos en penumbra hasta llegar a una imponente puerta delante de la cual dos energúmenos armados con lanzas cerraban el paso a cualquiera. Los gritos de Mira ahora se oían muy cerca. A una señal del juez los dos esbirros se hicieron a un lado y abrieron la puerta. A Lucia le pareció que había llegado al infierno. Su sirvienta Mira había sido atada sobre una mesucha, completamente desnuda, con los brazos y las piernas extendidas formando el dibujo de la cruz de Sant’Andrea. Los pelos del pubis y de las axilas habían sido rasurados mientras que uno de los torturadores tiraba de las cadenas atadas a las muñecas y a los tobillos de la muchacha, tensando las articulaciones de piernas y brazos casi hasta dislocarlas, otro, con unas grandes tijeras, le estaba cortando el cabello al mismo tiempo que lo tiraba en una brasero encendido. En el mismo braseo, del que emanaba un humo pestilente, habían sido puestos diversos arneses de tortura para que se calentasen. Lucia, a pesar de que le caían lágrimas tanto a causa del humo como del espectáculo al que, de repente, se había encontrado asistiendo, vio al Padre Ignazio Amici extraer del brasero una gran tenaza y acercar las mordazas incandescentes de esta última a uno de los senos de Mira. Si no lo hubiese parado a tiempo, le habría aferrado el pezón con la pinza llegando incluso a sacárselo.
―No sois más que un fraile pervertido. Parad. ¿Qué estáis haciendo? ―y le agarró el brazo que controlaba la pesada tenaza.
El dominico se giró y, con una sonrisa sádica estampada en el rostro, reconoció a la joven Lucia Baldeschi.
―¡Ah, mi Señora! ¿Habéis venido a asistir a la confesión de vuestra sirvienta? ¡Bienvenida! Casi hemos acabado, un poco más y admitirá todas sus culpas. A fin de cuentas, sois vos la que la habéis acusado y es justo que estéis presente en el momento en que ella sola se condenará.
Dado que el dominico se había parado, el torturador que había cortado los cabellos a la enjuiciada, había cogido con la mano una navaja muy afilada, con la intención de rasurar la testa de la desafortunada.
―Parad, parad todo. Desatadla, vestidla y llevadla a la celda. No puedo tolerar que una mujer sea tratada de esta manera.
El tono de Lucia era autoritario y todos se quedaron quietos. Incluso Mira paró de gritar. Pero Padre Ignazio la miró con aire desafiante.
―Aquí dentro soy yo quien manda. Dejad que termine mi trabajo. Debemos descubrir todas las señales que Mira tiene sobre su cuerpo y que demuestran que es una bruja. Y además, debemos escuchar de sus propios labios su confesión completa. ¿Con qué autoridad vos, condesita, queréis entrometeros en cosas que conciernen a la Iglesia y a la Santa Inquisición?
―¡Con la autoridad que me corresponde por derecho y que en este preciso momento reclamo! ―gritó Lucia con una fuerza de espíritu que ni siquiera sospechaba que poseyese. ―Desde este momento soy vuestro Capitano del Popolo, y como tal tengo el derecho de decidir también sobre la suerte de esta mujer. Vosotros, carceleros, haced enseguida lo que os he ordenado: desatad a Mira, dadle vestidos y devolvedla a la celda. Vos, en cambio, Padre Ignazio Amici, seguidme al estudio del Juez Uberti. Debo hablaros en privado.

Lucia, mientras descendía las escaleras que llevaban hacia la estancia en la cual había estado conversando con el Juez Uberti, para intentar calmarse repetía, en su mente, las enseñanzas recibidas de su abuela y, en tiempos más recientes, de Bernardino.
Ante todo, conócete a ti misma, comprende el Arte hasta ahora misterioso. Estate dispuesta a aprender, usa con sabiduría tus conocimientos. Que tu comportamiento sea equilibrado y tu manera de hablar organizada. Y además, ten bien ordenado tu pensamiento…
Y era verdad, debía pesar bien las palabras y mantener en orden sus pensamientos, para no atacar al dominico de mala manera y pasar de tener de su parte la razón a meter la pata. Antes de entrar en la habitación respiró profundamente dos veces, luego pidió al Juez que la dejase a solas con el Padre Ignazio. Uberti obedeció, aunque indeciso, y salió cerrando la puerta tras de sí.
Lucia miró fijamente con sus ojos color avellana a aquellos azules celeste, casi acuosos, del sacerdote, como queriendo demostrarle que no le tenía miedo.
―Ministro de Dios ¿os atrevéis a llamaros así? ¿Es de esta manera que sois testigo del mensaje de Nuestro Señor? Jesús descendió a la tierra para salvar a los pecadores. ¿O acaso me equivoco? Y vos, en vez de predicar el amor, ¿qué hacéis? Gozáis arrastrando por el fango a la pobre gente o, peor, en verla morir entre atroces sufrimientos. Pasen vuestras homilías dominicales en las que acusáis a presuntas brujas con difundir, con sus prácticas, la epidemia que está diezmando a nuestra población. Pase vuestra arrogancia al negar los consuelos religiosos a los apestados que están a punto de morir. Pase, incluso, el hecho de que hayáis negado una sepultura digna a unos cristianos, con la acusación de evitar la difusión de la peste. Pero torturar a una joven indefensa de esta manera, es demasiado. ¡Avergonzaos y enmendaos!
―Es la Santa Madre Iglesia quien lo quiere. Debemos combatir las herejías y al demonio, sea cual sea las formas en que se manifiesten ―le respondió el Padre Ignazio sin apartar la mirada para hacer comprender a Lucia que estaba aceptando el desafío. ―¡Yo actúo para alcanzar un objetivo concreto, hacer respetar la Regla y las Leyes! Desde el momento en que, actualmente, en esta ciudad nadie se toma la molestia de hacerlo...
―El único propósito que perseguís, Padre Ignazio, ¿sabéis cuál es? El de satisfacer vuestros propios asuntos sin tener en cuenta otra cosa. No creáis que he olvidado lo que estuvisteis a punto de hacerme. Aunque me convertisteis en un trapo, suministrándome vuestras malditas drogas, era plenamente consciente. Si aquel día, en mi dormitorio, no hubiese entrado mi tío, ¡no habríais dudado en aprovecharos de mi cuerpo!
El dominico, totalmente atrapado, se sonrojó y bajó la mirada. Luego intentó defenderse.
―No es así, mi Señora. Vuestros recuerdos están ofuscados. Sólo estaba intentando hacer un exorcismo, que finalmente conseguí llevar a cabo. Y es justo gracias a mi intervención si ahora estáis aquí y no habéis acabado en una hoguera también vos, ¡porque he exorcizado al demonio que albergabais!
―¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! Vos sois un falso, un mentiroso y, además, un oportunista. Me dais asco. ¿Sabéis lo que pienso de vos? Que sois un pervertido. ¡Y que sois impotente! Justo, un impotente que se excita sólo viendo el sufrimiento. He aquí porque gozáis asistiendo a las torturas, ¡porque sólo si estáis presente en ciertas escenas vuestro miembro se excita!
―¿Qué decís, mi Señora? ¡Estáis usando un lenguaje que no se corresponde, realmente, con una noble damisela como vos! Os aseguro que no es así. Mi único propósito es el de hacer respetar las leyes, las divinas y las de los hombres. Y no soy impotente, sólo sigo la regla de mi orden que me impone la castidad.
Lucia había comprendido, por el temblor de la voz de su interlocutor, que estaba tomando la delantera, así que decidió lazarse a fondo. Se desató el lazo que ataba al cuello su camisa y, con un gesto repentino, la abrió por delante dejando al descubierto sus senos.
―Es cierto, no sois impotente. Venga, vamos, ¡queríais mi cuerpo! Tomadlo ahora que os lo ofrezco voluntariamente. Y demostrad que sois un hombre que sabe amar dulcemente a una doncella.

Padre Ignazio, consciente de la trampa hacia que lo estaba llevando la condesa, retrocedió. Allí dentro sólo estaban ellos dos. Sabía perfectamente que la joven no tendría escrúpulos a la hora de acusarlo de haber intentado abusar de ella, incluso con la violencia. Y hubiera sido su palabra contra la de ella.
―¡Cubríos, por favor! No es correcto, por vuestra parte, intentar inducirme de esta manera a la tentación. Decidme qué queréis que haga y lo haré ―dijo con un hilo de voz y la cabeza agachada.
―Sabía que erais impotente ―continuó Lucia mientras cogía del candelabro de encima del escritorio una vela encendida y entregándosela ―¿Por qué no intentáis derramar sobre mis senos un poco de cera ardiente? Quizás así comenzaréis a excitaros y además, finalmente, tendréis ganas de poseerme. Pero no, veo que todavía retrocedéis, os alejáis de mí. ¡Además de impotente sois también un bellaco!
―¡Basta, os lo ruego! Os lo repito: ¡decidme lo que queréis y lo haré!
El sacerdote vio con alivio a Lucia volver a poner la vela en el candelabro y abrocharse los vestidos para luego seguir con su discurso. Sentía el sudor cubrirle la frente y descender a chorros por su espalda.
―¿Queréis saber la verdad? De todas formas sois un bellaco y no tendréis el coraje de contarla a nadie. No es Mira la responsable de la muerte de mi tío sino yo. He sido yo quien lo hirió y provocó su caída desde el balcón. Y ahora que lo sabéis os diré lo que quiero que hagáis. Liberaréis a Mira de las acusaciones de brujería. Diréis que eran acusaciones infundadas y devolveréis mi sirvienta al Juez Uberti. Hecho esto, comenzad a preparar el equipaje. Os quiero lejos de Jesi, lo más lejos posible. Mañana mismo mandaré un mensajero al Santo Padre, a Adriano Sesto, aconsejando vuestro traslado a la Alta Saboya. Allí arriba las herejías campan por sus respetos y un inquisidor como vos sabrá perfectamente cómo actuar para combatirlas. ¡Os necesitan en esas lejanas tierras para devolver al redil a las ovejas descarriadas!
―¿El nuevo Santo Padre? ―respondió Padre Ignazio, ahora empalideciendo visiblemente, sintiendo todas sus certidumbres desaparecer.
―¿Habéis estado tan ocupado en servir a vuestra Santa Madre Iglesia que ni siquiera estáis al corriente del hecho de que el solio pontificio ha sido ocupado por el Obispo Adriano Florensz da Utrecht, más o menos hace seis meses? Después de la muerte de Leone Decimo, el cónclave ha estado mucho tiempo reunido para elegir a un nuevo pontífice. Pero, al fin, ha elegido, ¡no al Obispo de Firenze, Giulio Dei Medici, como quizás vos esperabais!
―¿Así que la Iglesia está gobernada por un hombre cercano a los Reformistas? ¿Y nuestro legado pontificio? ¿Cuándo llegará a la sede? ―Padre Ignazio estaba totalmente conmocionado por la noticia.
―¡Qué mal informado estáis, querido! El cardenal Cesarini ha llegado de Roma ya a mitad del pasado mes de marzo pero parece ser que Jesi no era la sede que esperaba. Ha dejado a su vicario, volviendo enseguida a la de Orvieto. Considerando su perenne ausencia, las autoridades civiles han pedido su sustitución. Pero esperamos las noticias de Roma que, realmente, no tardarán en llegar. Hacedme caso, preparad el equipaje, antes de que todo el mal que habéis hecho se vuelva contra vos. Todavía estáis bajo la protección de ese hábito que lleváis pero creo que esos vestidos, bien pronto, os asfixiarán.
Padre Ignazio, al no tener nada que responder, se dirigió con la cabeza gacha hacia la puerta, salió pasando al lado del Juez Uberti sin dignarse a dirigirle la mirada, y se desvaneció por los recovecos del torreón. ¡Es verdad, en esos meses había estado tan concentrado en demostrar que Mira era una bruja que había perdido totalmente el contacto con la realidad!

Todavía trastornada por la conversación que acababa de tener e inmersa en sus propios pensamientos, Lucia ni se había percatado de que el Juez había vuelto a entrar en la habitación, esperando con paciencia que le dirigiese la palabra. Escuchó la frase salir de sus propios labios como si fuese otra persona la que hablase.
―Las acusaciones de brujería en contra de Mira han caído. Os toca a vos juzgarla. ¡Sed clemente con ella!
―Su culpabilidad en ser la responsable de la muerte del Cardenal ahora ya está ampliamente demostrada. Y, para un asesino, la condena es la muerte. No hay nada que discutir. La única clemencia que puedo reservarle es la de una ejecución rápida y sin público. Mira será decapitada mañana al alba. No haré pública la noticia. Será una cuestión entre ella y el verdugo.
―Lo único que pido es que no sufra ―contestó Lucia encogiéndose de hombros.
―Un golpe seco, bien asestado, y la cabeza de la joven rodará sobre el adoquinado de la Piazza della Morte. Mira no tendrá ni tiempo para darse cuenta de que ya no tiene la cabeza unida al cuello.
Lucia sintió las lágrimas que estaban a punto de salir de sus ojos pero las contuvo, advirtiendo su sabor salado en la garganta. Sus sombríos pensamientos fueron interrumpidos por un insólito alboroto que llegaba hasta las ventanas desde el exterior, desde la Piazza del Palio y de las calles limítrofes. Una multitud de personas, provenientes del condado, armadas con horcas, cuchillos y otros enseres rudimentarios, estaba entrando en la ciudad por Porta Valle y se dirigía amenazadora hacia la parte alta de la ciudad.
―¡Al palacio. Vayamos a la sede arzobispal!
―¡Muerte al vicario del Cardenal Cesarini!
―¡Muerte al ladrón, muerte al usurpador!
Lucia, al escuchar aquellas frases, comprendió lo que estaba a punto de suceder, y comprendió que la situación era realmente grave. Debía hacer algo para frenar a aquella gente y para evitar un inútil derramamiento de sangre.
Una revuelta popular, en este momento, significaría el fin de esta ciudad. Debo evitar que estos villanos transformen el centro en una carnicería. La población ya ha sido diezmada por la peste, sólo nos faltaban las luchas intestinas entre ciudadanos para reducir Jesi a cenizas.



Capítulo 4
El castillo de Massignano era acogedor y seguro pero Andrea realmente estaba cansado de entrenarse con el Mancino y sus esbirros. No es que la compañía de estos hombres rudos le molestase. Con frecuencia, por la noche, bebía vino y jugaba a los dados con ellos y más de una vez se había quedado dormido sobre el suelo, debido a los vapores del alcohol, junto a los otros esbirros. Es verdad, el Mancino, a pesar de que hacía tiempo había perdido el uso del brazo derecho, se las apañaba, y más de una vez le había hecho volar la espada de las manos. Con el pasar del tiempo cada vez eran más amigos, pero Andrea era un hombre de acción, y un noble por añadidura, y a menudo se preguntaba cuánto tiempo más debería soportar aquella semi prisión para contentar al Duca de Montacuto, para demostrar su reconocimiento por haberlo salvado del patíbulo. Andrea esperaba que, en cualquier momento, el Duca lo convocase y, finalmente, le hiciese marchar a Montefeltro, donde habría puesto sus cualidades de condottiero al servicio de un poderoso Señor. Y claro, ya no soportaba seguir derrochando el tiempo de manera tan absurda. Era como si el Duca, de manera deliberada, quisiera retenerlo, como si gozase con el hecho de mantenerlo inactivo el máximo tiempo posible.
―Si el Duca todavía no ha organizado tu traslado se entiende que hay algún obstáculo, ya sea material o político. Mi amo es un hombre sabio, aunque aparentemente parece una persona más ruda que nosotros que lo servimos. Pero lo que lo distingue con respecto a nosotros es la capacidad de hacer razonar a su mente ―y el Mancino se tocó la sien con el dedo índice para subrayar este concepto ―Verás, a su debido tiempo todo estará organizado, no se dejará nada al azar.
―Gesualdo, también yo sé hacer funcionar bien la cabeza y lo que entiendo es que hace cuatro años que estoy aquí, en este castillo, y mis miembros se están oxidando. Si tuviera que enfrentarme con un enemigo, a solas, no sé cómo acabaría… ¡Quizás no demasiado bien!
El Mancino, que había comprendido la indirecta, para no dejar que el joven cayese en la melancolía, saltó, aferró su pesada espada con la izquierda e invitó al amigo a combatir.
―Ten coraje, venga, veamos cuánto te has oxidado. Tal como yo lo veo, lo que te falta es una mujer. Es inútil que continúes pensando en tu Lucia, ¡quién sabe si la volverás a ver! Dejame a mí y esta noche estarás acompañado. Un hombre necesita desfogar no sólo los músculos de los brazos y de las piernas. Conozco a un par de sirvientas que, en caso de necesidad, ¡saben lo que deben hacer para satisfacer un músculo que desde hace mucho tiempo permanece en letargo! Basta con compensarlas al final con un par de monedas de plata, y ya está ―y rompió en una gran risotada.
Andrea, picado en lo más vivo, a su vez empuñó su espada y la cruzó con violencia contra la del Mancino.
―¡No eres más que un maldito bastardo! ¿Por quién me has tomado? ¿Por una de tus putas? Soy fiel a mi amada, le he jurado fidelidad cuando estaba a punto de morir. ¿Ella ha curado mis heridas y la he de recompensar con una traición?
Gesualdo se desequilibró hacia atrás, manteniéndose bien asentado sobre las piernas e hizo que la espada del joven cayese al suelo ruidosamente.
―¡Eh, el amor juega malas pasadas! Sí, hoy estás muy distraído, combates muy mal, amigo mío. Tienes suerte al tenerme enfrente y no a un enemigo, en caso contrario ya estarías muerto.
Andrea levantó de nuevo la espada y lanzó un nuevo fendente
contra la del Mancino que la hizo girar provocando el desequilibrio y la caída al suelo de su adversario. En un instante estuvo encima de él, el filo de la espada apoyado amenazador en el cuello del joven. Éste último, con un ágil salto hacia atrás, se liberó de la presa y con una patada hizo volar la espada de las manos del Mancino. Luego se adueñó de la suya y volvió al ataque. Esta vez Gesualdo estaba en posición de inferioridad. Los esbirros que asistían al espectáculo no eran novatos a las escaramuzas entre los dos y apostaban ya sobre uno ya sobre el otro. En poco tiempo la riña se volvió incontrolable: los dos continuaban batiéndose, arremetiendo el uno contra el otro, a veces incluso gritando, mientras los allí presentes continuaban a apostar sumas cada vez más altas e incitaban a la lucha. Hasta que, de repente, todos se callaron. Andrea y Gesualdo se dieron cuenta de que había algo iba mal y dejaron de combatir. Levantaron la cabeza y se encontraron cara a cara con el Duca Berengario di Montacuto.
―Dejad de jugar vosotros dos e iros a poneros presentables. Esta noche tendréis el honor de cenar sentados a mi mesa ―sentenció con voz autoritaria. Luego se giró sobre sus talones y desapareció por el largo pasillo, por la misma dirección por la que había venido.

Muy raramente, en el curso de estos largos años, Andrea había entrado en el ala del castillo donde residía el Señor, el Duca di Montacuto. Eran habitaciones muy ricas, tanto en mobiliario como en decoraciones, con respecto a las que estaba habituado a frecuentar, en la parte de la Rocca donde habitaban los soldados, hombres de armas y sirvientes, y donde él, a duras penas, había conquistado una estancia con una cama de paja, gracias a la intercesión de Gesualdo con el lugarteniente del Duca.
Se contaban con los dedos de la mano las veces que Andrea se había encontrado en presencia del Duca. Vale, este último a menudo estaba lejos del castillo, ya que pasaba mucho tiempo en Ancona, tanto para mantener bajo control los negocios administrativos de la ciudad, ahora que había derrocado al Consiglio degli Anziani, como para seguir de cerca los trabajos de construcción de la ciudadela fortificada, nuevo baluarte de defensa del puerto. El hecho es que, desde el momento en que el Duca lo había salvado del patíbulo con un fin concreto, el de enviarlo a servir a Malatesta de Rimini, había esperado abandonar aquel lugar de descanso mucho antes. Y en cambio, parecía que el Duca se complacía en no recibirlo, ya por un motivo, ya por otro, y continuaba manteniéndolo en medio de aquellos bárbaros, que nada tenían que ver con él, con su nobleza, con su linaje, con su cultura. Ni siquiera había encontrado un libro para leer para poder transcurrir el tiempo de manera digna y el único pasatiempo era el de entrenarse combatiendo, lo que ya le estaba aburriendo. Su único consuelo era la amistad de Gesualdo que, a pesar de sus orígenes humildes, creía era un compañero fiel y sabio para dar consejos. El hecho de caminar a su lado lo animaba e infundía en su ánimo el coraje que necesitaba para enfrentarse a una posible conversación con el viejo Duca di Montacuto.
―Finalmente lo conseguimos. Seguro que ha llegado la hora de partir hacia los territorios de Montefeltro, de combatir en serio, de tener a sus órdenes hombres valerosos ―decía Andrea a su amigo mientras recorrían un largo pasillo, en el cual sus pasos eran amortiguados por alfombras dispuestas en el suelo, y a los ruidos y voces no se les permitía rebotar gracias a una serie de tapices que cubrían las pareces. ―Haré todo lo que me ordenen, pero en una cosa, sólo en una cosa, seré intransigente con el Duca. Tú, Gesualdo, deberás acompañarme. Serás mi guía y mi brazo derecho. No quiero ningún otro a mi lado en el trayecto desde aquí a Rimini.
―Mi joven amigo, tú eres fuerte y robusto mientras que yo soy un viejo inválido. No creo que nuestro Señor consienta tu petición. Aunque hace tiempo que no me llama y no me ha confiado misiones después de aquella que ambos conocemos, sólo saber que estoy lejos de aquí podría ser motivo de enojo para el Duca. Hazme caso. ¡Permanece callado y no formules pretensiones absurdas!
―¡Cállate tú! Serás viejo e inválido pero combates mucho mejor y eres mucho más astuto que un joven guerrero. Y además…
Las palabras se suavizaron porque habían llegado al final del pasillo. La puerta abierta de par en par enfrente de ellos mostraba el comedor, donde una larga mesa estaba repleta de manjares. Dos reverentes servidores mantenían abiertas las pesadas cortinas de terciopelo rojo que encuadraban la entrada. A su paso hicieron una profunda reverencia, luego volvieron a cerrar las cortinas una vez que los huéspedes hubieron traspasado el umbral. Andrea y Gesualdo miraron asombrados los asados de pavo, faisanes y pintada gris, las patatas al horno y las verduras cocidas. Todos los platos estaban embellecidos con decoraciones, en un derroche de colores difíciles de ver. Por no hablar de los aromas que llegaban hasta las narices de Andrea recordándole los efluvios que sólo en la casa paterna había apreciado en su momento y que casi había olvidado. El vino de las jarras era rojo, del típico color oscuro del vino de Monte Conero. Andrea sintió un ligero codazo, preludio del consejo susurrado por el Mancino.
―Ve despacio con el vino. Para uno como tú, habituado al Verdicchio y a la Malvasía, el Rojo Conero puede ser peligroso. ¡Enseguida se sube a la cabeza!

―El momento favorable podría no durar demasiado y, por lo tanto, debemos actuar ahora para apoyar a nuestro amigo Sigismondo Malatesta ―comenzó a decir Berengario volviéndose a sus huéspedes mientras le metía el diente a un muslo de pollo, sosteniéndolo por el hueso, mientras la grasa resbalaba desde la mano hasta el antebrazo. ―Ahora que Leone X está muerto, ¡arrebataremos Urbino y Montefeltro a los Medici y a la Santa Sede! Dentro de poco todos los territorios de Le Marche, comprendida la Marca Anconitana, deberían volver a su justo equilibrio. Sometidos, sí, al Estado de la Iglesia, pero siempre con gobiernos civiles independientes. Por desgracia, el Duca Francesco Maria della Rovere parece ser que se ha retirado a su Senigallia, renunciando a reconquistar el Ducato di Urbino, que le había sido quitado por Cesare Borgia y luego había pasado al sobrino del Papa Leone X. Además, los territorios de Jesi se hayan en el más total abandono. Después de la muerte del Cardenal Baldeschi se envió a un legado pontificio que parece que no tenga tanto la intención de gobernar la ciudad como la de acabar de mermarla, reduciéndola a la miseria, aprovechando la falta de un gobierno civil.
Al oír estas últimas palabras, el corazón de Andrea se sobresaltó. El gobierno civil de la ciudad de Jesi era suyo. Si el Duca di Montacuto quería restablecer el equilibrio político, bastaría que lo hubiese enviado a su ciudad y se habría ocupado él de arreglar las cosas y hacer entrar en razón a aquel famoso legado pontificio. ¿Qué sentido tenía mandarlo a combatir por el Señor de Rimini? Pero quizás, las intenciones de Montacuto eran otras. Quizás le venía bien mantener la situación de desorden en la cercana Jesi, ahora que había expulsado al Consiglio degli Anziani y había tomado en sus manos el gobierno de la ciudad y de la Marca Anconitana. A lo mejor, en el último momento, daría la espalda a todos y vendería Ancona al Papa por unas decenas de miles de florines de oro. O quizás se aliaría en secreto con el Duca della Rovere y harían un frente común contra el Papa y contra el mismo Malatesta, a fin de que éste último no extendiese sus miras expansionistas hacia el sur. ¡Quién sabe! A Andrea no le disgustaría regresar a Jesi y poder volver a ver a su amada. Pero si ni siquiera había sido informado de la muerte de su jurado enemigo el Cardenal Baldeschi, imaginemos si hubiese pasado por la mente del Duca hacerlo volver a su patria. Así que Andrea decidió permanecer en silencio y seguir escuchando la argumentación del Duca Berengario, mientras se llevaba distraídamente a la boca algunas patatas y saboreaba su delicado sabor. Sólo unos pocos años antes ni se conocía la existencia de este delicioso tubérculo que había sido importado del Nuevo Mundo. Un siervo le echó vino rojo en la copa y él lo tragó para acompañar a las patatas en su largo recorrido hacia el estómago.
―El Papa que ha sido nombrado hace poco, Adriano VI, es un títere, un fantoche en manos de la oligarquía eclesiástica, que ha apartado de sí al linaje de los Medici, que estaban adquiriendo demasiado poder, incluso en Roma. No creo que dure mucho, antes de que Giulio Dei Medici trame algo para echarlo y volver a tomar las riendas del estado eclesiástico. Por lo que debemos aprovechar el momento antes de que sea demasiado tarde. Mañana por la mañana, temprano, Andrea, partirás hacia Pesaro, donde tomarás el mando de la guarnición del ejército de Sigismondo Malatesta. Guiarás a esta guarnición hasta Urbino mientras Malatesta llegará a la misma ciudad desde el norte con el resto de su ejército, a través de los territorios de Montefeltro. Atenazaréis Urbino desde el norte y desde el sur y, tanto los Medici que ocupan Montefeltro como el conde Boschetti que gobierna Urbino de parte de la Santa Sede, no tendrán escapatoria. Tú, Gesualdo, acompañarás a Andrea hasta Pesaro. El camino es largo y peligroso y tú conoces las mejores vías para recorrerlo. Te asegurarás de que Andrea llegue a su destino lo antes posible. Luego volverás enseguida. Que no me entere de que por algún motivo, por muy válido que sea, tu acompañes a Andrea en la batalla. Dentro de cuatro días te quiero de vuelta en el castillo, en caso contrario… ―y se pasó dos dedos deslizando la piel del cuello, simulando lo que haría la hoja de un cuchillo presionado contra la yugular.
Aunque, en su interior, intentaba no admitirlo, Andrea había entrevisto brillar una luz de traición en los ojos del Duca mientras éste hablaba. Nunca se había fiado de él y ahora mucho menos. Cuando luego, él y Gesualdo, fueron despedidos y, al salir, se cruzaron con dos brutas caras de esbirros, que nunca habían visto antes en la Corte, los temores de Andrea todavía se acentuaron más. Por suerte el Mancino, en el que tenía completa confianza, en las horas y los días venideros, estaría a su lado para defenderlo a costa de su propia vida.
―Según tú, ¿quiénes son esos dos, Gesualdo? ¿Sicarios, quizás, unos matones?
―No sabría decirlo. Es la primera vez que los veo. Pero esas caras no me inspiran nada bueno. Pero no hablemos de eso aquí. Ven, vamos a escoger los caballos para mañana. En los establos podremos hablar tranquilamente.

Cuando Matteo y Amilcare estuvieron dentro del salón, el Duca hizo cerrar la puerta, luego dio unas palmadas. Enseguida algunas sirvientas, con vestidos de colores, con transparencias que ponían perfectamente en evidencia sus gracias femeninas, llegaron a la sala desde una puerta secundaria y comenzaron a bailar teniendo de fondo una melodía tocada por invisibles músicos, escondidos quién sabe dónde. Berengario tenía más de sesenta años y, durante su vida, había tenido tres esposas, todas desaparecidas muy jóvenes y en circunstancias misteriosas. Alguien, en la Corte, murmuraba sobre el hecho de que él mismo había mandado matarlas, una vez que se había aburrido de ellas. Siempre había sido un lujurioso, además de un amante de las delicias de la mesa, tanto que había dudas sobre en qué círculo infernal acabaría después de su muerte. Lo importante era gozar de los placeres que la vida le ofrecía hasta que pudiese. Y desde este punto de vista, en privado, no dejaba que le faltase nada. Alargó el brazo hacia una de las siervas, la que vestía una túnica de color rojo encendido y se la arrancó dejándola desnuda del todo. La muchacha ya sabía lo que tenía que hacer y estaba al corriente de que, si no desenvolvía perfectamente su misión, al día siguiente su cuerpo sin vida sería encontrado en medio del bosque por cualquier cazador. Se acercó al Duca y le bajó las calzas. Luego cogió el miembro entre sus manos hasta hacerlo endurecer, bajó sus abundantes senos hacia el bajo vientre de su señor, intentando que se excitase cada vez más. Sólo cuando creyó que el hombre estaba a punto de explotar se giró y se dejó sodomizar. Finalmente, el Duca lanzó un grito de placer satisfecho y, como recompensa, metió una moneda de oro en el hueco entre los senos de la joven, que fue muy hábil en mantenerla sin dejarla caer al suelo.
―¡Venga, queridos huéspedes! Hay comida y mujeres para todos aquí. Adelante. Yo invito y hoy me siento generoso. Y al final también hablaremos de negocios.

Los establos del castillo de Massignano eran capaces de albergar más de cien caballos pero en ese momento sólo había allí una treintena. Dejando aparte las yeguas más tranquilas y dóciles, el Mancino guió a Andrea hasta la zona en la que habían sido construidos algunos compartimentos en ladrillo, donde los caballos más fogosos estaban encerrados para evitar que se pusiesen nerviosos sólo mirándose entre ellos.
―Los sementales son los más difíciles de montar pero dan muchas satisfacciones. Son mucho más veloces y pueden arremeter contra el enemigo despreciando las flechas que silban cerca de sus orejas. Y aunque los sobrecargues con las armaduras disminuyen muy poco su rendimiento. Aquí estamos ―dijo Gesualdo abriendo la puerta de una estancia donde un caballo, todo negro, relinchó nervioso ante la visión de los recién llegados ―Ruffo es mi preferido. Es un murguese, un caballo originario de Puglia, donde tiempo atrás eran adiestrados los caballos para el Emperador Federico II di Svevia y para su linaje.
Andrea apreció las magníficas formas del corcel, luego bajó la mirada para estudiar patas y cascos.
―Se ve que no es un caballo adiestrado en llanuras verdes y húmedas sino en las colinas áridas y pedregosas de Murguia. Nos gusta mucho recordar a Federico II en Jesi porque es la ciudad en la que nació y yo he podido tener entre mis manos su tratado De arte venandi cun avibus, donde describe cómo éstos eran caballos adaptados a la cetrería, al contrario de los otros, el murguese no teme a los halcones o águilas que sobrevuelan a su alrededor, especialmente cuando descienden en picado para volver al brazo enguantado de su dueño…
Su conversación fue interrumpida al oír voces que indicaban la presencia de otras personas. El Mancino le hizo una señal a Andrea para que estuviese en silencio y permaneciese escondido, agachándose cerca de Ruffo y conteniendo la puerta de madera sin cerrarla del todo. Los dos esbirros con los que poco antes se habían cruzado en las estancias de arriba quizás habían tenido la misma idea, la de venir a escoger los caballos para el día siguiente. Convencidos de que no había nadie en los establos hablaban en voz bastante alta, de manera que era fácil captar su conversación. A Andrea se le hizo un nudo en la garganta cuando los tipos se pararon justo delante de la puerta entrecerrada del refugio de Ruffo. La idea de ser descubiertos allí dentro y tener que hacerles frente no es que le gustase demasiado, también porque tanto él como Gesualdo estaban desarmados.
Por suerte los dos pasaron de largo.
―Mejor no arriesgarse a cabalgar sementales que no conocemos ―dijo el más anciano y más desagradable, un tipo con el rostro picado de viruelas, enmarcado por una barba despeluchada. ―Cojamos mejor dos jóvenes castrados. De todas formas tenemos la ventaja de la noche. Llegaremos con tranquilidad a la Torre di Montignano y tendremos todo el tiempo para preparar la emboscada. Será un trabajo sencillo y rápido y el Duca sabrá recompensarnos debidamente.
El otro acompañó las últimas palabras dichas por su compadre con una sonora risotada. Bajo los ojos incrédulos de Andrea y Gesualdo, que continuaban permaneciendo bien escondidos, echaron sus míseras alforjas sobre los dos caballos que se les pusieron a tiro, saltaron a la grupa de los animales y desaparecieron en la oscuridad de la noche, dejando detrás de ellos la estela de sus risotadas grotescas y de su olor pestilente.

Capítulo 5
Cultura es lo que la mayoría recibe,
muchos transmiten y pocos poseen
(Karl Kraus)

También aquella mañana Lucia se despertó con los primeros rayos de sol que se filtraban por la persiana entre los brazos reconfortantes de Andrea. Su cuerpo desnudo, saciado de amor, del amor dado y recibido durante la noche, estaba protegido por los brazos fuertes y musculosos de su amado, que lo envolvían como un caparazón. Conocía a Andrea desde hacía poco tiempo y sin embargo estaba tan enamorada que no habría podido concebir la vida sin él. Si en ese momento se hubiese despertado en la cama sola, ya estaría con un cigarrillo encendido entre los dedos, incluso antes de levantarse. Y en cambio ahora no, ahora estaba Andrea para apaciguarla y no necesitaba nada más. Había descubierto en él a un hombre apasionado por la cultura, por la historia, por la literatura antigua y moderna, y esto hacía de aquel joven el compañero ideal para ella, con el que compartir intereses y pasiones, además de la casa y la cama. Le había preguntado más de una vez qué trabajo hacía y él siempre había respondido de manera evasiva: el antropólogo, el arqueólogo, el geólogo. En definitiva, todavía no había comprendido cuál era exactamente su fuente de ingresos. Para ser un investigador, como se definía, debía tener un apoyo financiero, ser un becario de cualquier universidad como mínimo, ya fuese italiana o extranjera. O tener una financiación de alguna importante organización privada interesada en sus estudios. Ella sabía perfectamente como era muy difícil sacar adelante las investigaciones con los escasos fondos puestos a disposición por el gobierno y el Ministerio de Universidades e Investigación. En cambio, daba la impresión de que Andrea tuviese apoyo económico suficiente para realizar todo lo que se le pasaba por la cabeza. Pero quizás estaba respaldado por la riqueza de su familia de origen. Quién sabe, a lo mejor los Franciolini, a la larga, habían sabido administrar sus bienes de manera más eficaz y productiva que los Baldeschi-Balleani. ¿Pero qué importaba? Ella todavía gozaba del calor, del contacto piel con piel, contrarrestado por el frescor de las sábanas que recubrían en parte sus cuerpos. Afuera, dentro de poco, el sol pegaría fuerte pero los gruesos muros del antiguo Palazzo Franciolini mantenían el ambiente fresco, incluso en pleno verano, sin necesidad de instalar ningún aparato de aire acondicionado.
Había intentado limitar al máximo sus movimientos pero, en un cierto momento, Andrea había percibido su despertar, había abierto un poco los párpados, había acercado sus labios a su rostro, le había estampado un beso en una mejilla y la había soltado del abrazo con delicadeza. En ese momento Lucia, aunque de mala gana, decidió levantarse. Fue hasta el baño e hizo correr durante un tiempo el agua templada de la ducha sobre su cuerpo, luego, todavía con el albornoz y con los cabellos mojados, fue a la cocina y preparó el café, para ella y para Andrea. Se sentó a la mesa, con la taza humeante delante de ella, retomando con avidez la lectura del texto que había dejado allí encima la noche anterior. Atraído por el fuerte aroma de la bebida al poco apareció Andrea que se puso su café de la jarra y se sentó enfrente de ella, poniendo en funcionamiento la tablet para leer las noticias de la mañana en el sitio ANSA
.
―No entiendo porqué no enciendes el televisor en vez de arruinarte la vista con esa pequeña pantalla. En algunos canales hay noticias todo el tiempo...
―No es lo mismo ―la interrumpió Andrea ―Ciertas noticias en la televisión no las ponen. Estoy siguiendo con atención los sucesos de los sitios arqueológicos objeto de destrucción por parte de los jihadistas, de los extremistas islámicos. Los telediarios oficiales nos están haciendo creer que la situación es mucho más grave de lo que es en realidad. Pero, de todas formas, para mí, la pérdida de antiguos yacimientos milenarios es un hecho extremadamente grave. Cuando algunas de estas zonas sean liberadas creo que estaré preparado para irme enseguida para evaluar los daños y ayudar en la reconstrucción histórica de la antigua ciudad. El año pasado hemos visto con Nínive que se pudo recuperar mucho de aquello que los activistas del ISIS habían mostrado como destruido.
―¿Y me dejarías aquí sola por unas ruinas milenarias? ―se volvió hacia él cogiéndole la mano y reteniéndola entre las suyas.
―Si tú no quieres seguirme, sí. El trabajo es el trabajo, y el mío creo que es muy apasionante. Es verdad que no dejaré de amarte pero non renunciaría de ninguna manera a mis obligaciones.
Fingiendo hacerse la ofendida Lucia retiró las manos, busco el paquete de cigarrillos y encendió uno.
―Sin desdeñar, quizás, alguna aventura amorosa exótica, ¿verdad? Umm… Nunca hay que fiarse de los hombres: son traidores por naturaleza.
Lucia aspiró con fuerza el cigarrillo y tiró el humo hacia él que se lo cogió de las manos y dio a su vez una calada.
―Oh, yo no. ¡Soy un hombre fiel!
―Esta afirmación se deberá evaluar. Tienes treinta años cumplidos y haces el amor como una persona experta en la materia. No sé nada de tu vida pasada. ¡Quién sabe con cuántas mujeres has estado antes!
Para no enredarse en una conversación que no quería tener por nada del mundo, Andrea cambió de tema.
―Pero hablemos de tu trabajo. ¿Qué cosa has encontrado tan interesantes en la humilde biblioteca de esta mansión que te ha hecho estar en pie hasta las dos de la madrugada y reencontrarte aquí a las siete de la mañana retomando la lectura?
A la espera de una respuesta, Andrea aplastó en el cenicero el cigarrillo consumido sólo hasta la mitad. Lucia, nada satisfecha por la dosis de nicotina tomada, sacó del estuche el cigarrillo electrónico y pulsó sobre el botón de encendido. El vapor soplado por la joven se diluyó en el aire de la cocina.
―Estos documentos se refieren a la historia de esta ciudad en los primeros decenios del siglo XVI y son interesantes porque describen los acontecimientos sucedidos a la muerte del Cardenal Baldeschi, de manera distinta a como la conocía y de cómo son descritos en los textos oficiales de la historia de Jesi. Es muy extraño cómo la copia de La Storia di Jesi conservada en este edificio, que debería ser igual a las otras dos encontradas en el Palazzo Baldeschi-Balleani y en la Biblioteca Petrucciana, no tiene las páginas arrancadas sino que está íntegra. Pero lo que es más interesante es que algunos detalles se cuentan de manera distinta con respecto a los otros textos que he podido tener entre manos.
―¿Por ejemplo? ―preguntó Andrea con curiosidad.
―Por ejemplo, yo estaba convencida que otro prelado de la familia Ghislieri había sucedido en el cargo a mi antepasado el Cardenal. En cambio, parece ser que las cosas se desarrollaron de forma distinta y Ghislieri llegó a ocupar este cargo sólo después de un período de tiempo. Pensaba que nunca mi antepasada Lucia Baldeschi había asumido el cargo de Capitano del Popolo y en cambio aquí se cuenta que en el año 1522, durante un cierto tiempo, el gobierno de la ciudad fue llevado a cabo, aunque en colaboración con la clase noble jesina, por una mujer que incluso había evitado una revuelta popular, pacificando los ánimos inflamados con su sensibilidad femenina. ¡Muy extraño para esos tiempos!
―Creo que se tiene que evaluar la veracidad de algunas noticias. No es infrecuente que en documentos de épocas remotas se cuenten falsos y clamorosos hechos históricos. Y además, a menudo, quien elaboraba estas crónicas tendía a mezclar realidad y leyenda muy fácilmente. Venga, vistámonos y salgamos a dar una vuelta por el centro histórico antes de que el aire ahí fuera se caliente demasiado. A veces las piedras revelan mucho más que los libros, si uno las sabe interpretar. ¡Déjate guiar por un arqueólogo y no te arrepentirás!
Convencida de que Andrea sabía muchas más cosas de aquellas que en el curso de algunos meses le había revelado, corrió al baño, dio unas pasadas de secador a los cabellos para acabar de secarlos, se maquilló, se puso una camiseta y un par de pantalones vaqueros y se presentó otra vez en la cocina preparada para salir. Sintió la mirada satisfecha de Andrea sobre ella, dándose cuenta de que, al no haberse preocupado de ponerse un sujetador, la forma de sus pezones estaba perfectamente estampada en la camiseta sin mangas. Pero ¡a quién le importaba! Si incluso Andrea se ponía celoso por sus gracias, mejor así: ¡hombre celoso, hombre enamorado!
Mientras volvían a subir, con las manos cogidas, las escaleras de Costa Baldassini, gozando del aire todavía fresco de las primeras horas de la mañana, Lucia dejó que las piedras de las antiguas construcciones le susurrasen historias antiguas de siglos, dándole vueltas en su cabeza a todo lo que había leído la noche anterior.

MISERIA

Las incursiones de los ejércitos invasores no habían terminado y, entre el año 1520 y el 1521 se pararon en nuestra zona los hombres de Giovanni Dei Medici, primero, y los de Leone X, después. Estos últimos eran suizos a sueldo del Papa y se quedaron durante veintiséis días, produciendo infinitos daños a la ciudad.
Además de los daños y vejaciones, la peste había vuelto como una pesadilla aterrorizando a la población. En un Consejo general del 6 de diciembre de 1522, intentando tomar decisiones idóneas acerca del amenazador paso de 2.500 soldados españoles al servicio del Papa, se decidió hacerlos pasar lo más rápido posible para alejarlos, incluso con algún regalo y, si de todas formas querían venir, recibirlos fuera de la ciudad, sabiendo perfectamente que con ellos traían el contagio. Toda Italia, por otra parte, en esos años, había quedado reducida a la más miserable de las condiciones. A la ruina y las carnicerías causadas por las batallas y por las correrías de los ejércitos extranjeros, se añadían los aluviones y la peste, que continuaba, por todas partes, produciendo víctimas. A pesar de las labores de prevención de los ciudadanos, la terrible enfermedad, según algunos, en concreto según el historiador Antonio Gianandrea, habría llegado a Jesi proveniente de Ancona, en algunos fardos de cuerdas. Se dice que dicha peste llegó por justicia divina, porque el año anterior algunos jóvenes, encontrando el cuerpo muerto de un forastero en casa Caldora, todo entero, para divertirse, lo llevaron durante los días de Carnaval disfrazado por la ciudad y, al no ser castigados por esto, sino que fueron ayudados por todo el pueblo, en sueños se les apareció la imagen de un hombre negro que les advertía que poco después morirían por la peste. Es un hecho que la peste sumergió a la población en la más negra de las miserias.


Ya el año anterior una multitud de langostas había comido casi toda la avena, trayendo hambruna y muchas otras penurias, fue opinión universal que, si el Magistrado no hubiese ayudado a muchos con el dinero público y ordenado que se premiase a aquellos que mataban una cierta cantidad de langostas, el año siguiente una buena parte de la ciudadanía habría muerto de hambre. Fue tal la miseria que los más pobres, no teniendo con que matar el hambre se habían visto obligados a comer hierba, como las bestias, y un poco de sémola.

Mientras, los dos jóvenes, jadeantes, habían llegado a lo alto de la cuesta, habían recorrido un pequeño tramo de Via Roccabella y habían desembocado en Piazza Colocci, iluminada por el sol de una espléndida jornada de julio, parándose a admirar la fachada del Palazzo del Governo, conocido por la mayoría como Palazzo della Signoria.
―No veo por qué se insiste en llamarlo Palazzo della Signoria cuando en Jesi nunca ha existido un señorío ―dijo Lucia volviéndose hacia su erudito compañero y esperando su competente intervención.
―Y, en efecto, Jesi era una república, como se cuenta en diversas inscripciones sobre las imágenes de las paredes de este palacio. Una república, de todas formas, subyugada al más alto poder papal que extendía hasta aquí sus alas protectoras: Rex Publica Aesina, Libertas ecclesiastica – Alexander VI pontifex maximus. Esto para recordar a todos que el mismo Papa Alessandro VI, en el año 1500, inauguró y bendijo este palacio, obra del arquitecto Francesco di Giorgio Martini, concediendo a la ciudad de Jesi que continuase siendo una república independiente y poder seguir decorando el símbolo de la ciudad, el león rampante, con la corona real, siempre y cuando fuese sierva del poder de la Iglesia y al mismo tiempo aceptase la importante presencia de un legado pontificio.
―Interesante. Por lo tanto el nombre Palazzo della Signoria es evidente que está ligado al arquitecto que lo ha realizado y que es uno de los que proyectaron el Palazzo Vecchio en Firenze. ―En ese momento Lucia posó la vista sobre la imagen en mármol, que representaba en relieve al león rampante, que tenía encima una falsa corona de bronce. Debajo de la figura, una inscripción en un latín poco comprensible. ―Parece que esa corona, encima del león, tenga poco que ver con el resto de la obra. ¿Por qué el escultor que ha realizado la obra no ha esculpido también la corona encima de la cabeza del león? ¿Y esa inscripción? Un latín bastante chapucero, diría yo. ¡Ni siquiera las fechas están escritas correctamente!

MCCCCLXXXXVIII
AESIS REX DEDIT FED IMPRESORCORONAVIT RES P. ALEX
VI PONT INSTAURAVIT

―Es verdad ―contestó Andrea ―Es un latín bastante macarrónico, pero qué le vamos a hacer, estamos entre el final del 1400 y el inicio del 1500. Quizás la gramática latina había caído en el olvido. Pero el sentido de la frase es que en el año 1498, con la bendición del Papa Alessandro VI, Rodrigo Borgia, en la fachada del Palazzo della Signoria de Jesi al león rampante se le añadió la corona, en honor a que fue la ciudad en que nació el Emperador Federico II. Pero si levantas la mirada ves también que el Papa hizo añadir otra figura, la que representa las llaves cruzadas, símbolo del Vaticano, y la frase LIBERTAS ECCLESIASTICA – MCCCCC, para reforzar el concepto del que hace poco estábamos hablando.
―Si intentamos traducirla literalmente, el sentido de la frase me parece un poco distinto ―continuó Lucia ―Si tomamos al león como sujeto implícito de la frase, se podría traducir: Re Esio lo dio, Federico Emperador lo coronó, como símbolo de la Res publica, Alessandro VI Pontífice lo instauró. O sea, Rey Esio, el mítico fundador de la ciudad de Jesi, indicó el león cómo símbolo de la misma; a continuación, el Emperador Federico II, que nació aquí en Jesi, lo hizo coronar proclamando la ciudad real, es decir fiel al Imperio; en fin, el Papa Alessandro VI hizo instalar el símbolo sobre la fachada del palacio, remarcando el hecho de que Jesi, de todas formas, permanecía como república independiente, aunque sujeta a la autoridad eclesiástica.
Incrédulo, Andrea quedó un momento en silencio, luego volvió a hablar, no sin un poco de escepticismo.
―Debería consultar algunos textos para responderte de manera adecuada. En cualquier caso, tienes razón sobre un hecho: la corona de bronce ha sido añadida de manera postiza en un momento posterior a la ejecución de la auténtica escultura.

Capítulo 6
Todo se iluminaba a causa de ella: ella era la sonrisa que iluminaba todo, por todas partes
(León Tolstoi: Ana Karenina)

Las luces de la tarde formaban sombras siniestras sobre los rostros de la multitud furiosa. Lucia se dio prisa remontando la Costa dei Pastori, recorrer en diagonal la oscura calle que pasaba por debajo de los muros de la Rocca y entrar en la Piazza del Governo, antes de que el primero de los facinerosos llegase a aquel lugar subiendo la Costa dei Longobardi. Subió los tres escalones que conducían al atrio de la Iglesia de Sant’Agostino, quedando, de esta manera, en una posición más elevada con respecto a la plaza. Enfrente de ella, por la parte opuesta de la plaza, se erguía el Palazzo del Governo, terminado hacía poco y rematado asimismo en el interior gracias a la obra de ilustres arquitectos, entre los cuales se encontraban Giovanni di Gabriele da Como, Andrea Contucci, llamado el Sansovino, y otros insignes escultores y tallistas de madera. Tan sólo el maestro tallista debía completar todavía su trabajo: le había sido asignado la delicada misión de tallar y trabajar el relieve de los techos de la Sala Grande, de la de la cancillería, de la Camera del Podestá y de otras habitaciones.
Cuando las primeras personas armadas con rudimentales utensilios, como horcas, hachas, azadas, pero también cuchillos y lanzas encontradas quién sabe dónde, comenzaron a llegar protestando a la Piazza del Governo, Lucia intentó alzarse en toda su altura, para hacerse notar por todos, sobreponiéndose a la multitud. Estaba emocionada, se le encogía el corazón, no sabía si las palabras que saldrían de su boca serían las justas. Pero debía intentar el todo por el todo. Alguien la reconoció, señalándola a los otros, a aquellos que poco a poco estaban invadiendo la plaza.
―¡Es la noble Lucia Baldeschi! ¡La prometida del añorado Capitano del Popolo!
―¡Cierto, si hubiésemos tenido a Andrea dei Franciolini a la cabeza de la ciudad y del condado, no nos encontraríamos en esta situación!
Lucia temía que alguien, en ese momento, pudiese decir que ella estaba de acuerdo con su malvado tío para echar a Andrea y que si éste último no había sido ajusticiado había sido por pura casualidad y no por su intersección. Ni siquiera se había dado cuenta de que alrededor de ella se estaba formando un aura luminosa, tan intensa que la gente casi se atemorizó al verla. Mientras el sol se ponía, la plaza estaba siendo iluminada por la luz que ella misma emanaba desde allí, desde el atrio de la iglesia. Cuando levantó los brazos y todos se callaron, a Lucia no se le escaparon las frases susurradas por quien estaba más próximo a ella.
―Es una santa. ¡Es la Virgen María en persona! ―decían arrodillándose y dejando caer al suelo sus armas. Todo aquello infundió más valor en ella, que sabía que tenía poderes más allá de lo normal y que a veces huían a su control, como en este caso. Pero no podía perder tiempo corriendo detrás de sus pensamientos, al hecho de que, si su abuela hubiese tenido tiempo para acabar de instruirla ahora sabría controlar a la perfección todas estas capacidades. Debía hablar a quien estaba enfrente de ella. Dejó, por lo tanto, que sus palabras fuesen inspiradas por el espíritu de su abuela que, quizás, todavía aleteaba indómito a su alrededor.
―Venga, señores, rebelarse contra la autoridad no tiene sentido. Allí, dentro del palacio, los nobles y los ancianos de Jesi, los que nosotros llamamos el Consiglio dei Migliori, sólo esperan un guía fuerte. Y este es el momento apropiado. Sí, porque el Papa Adriano VI ha decidido reclamar el legado pontificio ya que cree que el Cardenal Cesarini es más útil en Roma y no aquí, en Jesi, donde, por otra parte, casi nunca está. ¡Y esto es para nosotros algo bueno!
La noticia, todavía desconocida para la mayoría de los presentes, sólo en parte cierta, produjo su efecto y el rumor comenzó a levantarse entre la multitud, obligando a Lucia a elevar el tono de voz hasta casi sentir dolor en la garganta.
―Como decía, esto es bueno para nosotros. Tenemos todo el derecho de expulsar a los ambiciosos vicarios del Cardenal. Y lo haremos sin derramar sangre. Sé que tengo el apoyo del Papa, al que he enviado unas cartas a tal fin, mediante unos mensajeros que ya están de viaje hacia Roma. Padre Ignazio Amici, el dominico inquisidor, ya está haciendo el equipaje, pero estad seguros de que no será él solo el que deje la ciudad en los próximos días. Y de nuevo tendremos un obispo jesino, el Cardenal Ghislieri. Venga, vamos, deponed las armas, volved a casa y dormid tranquilos. También porque, y ésta es una promesa solemne que os hago, mañana por la mañana cruzaré ese portón, sí, el portón del Palazzo del Governo. Me presentaré al Consiglio dei Migliori y reclamaré el cargo que me corresponde por derecho, por haber sido prometida como esposa a Andrea Franciolini: ¡SERÉ VUESTRO CAPITANO DEL POPOLO!
El entusiasmo explotó entre los allí presentes, quien estaba de rodillas se levantó, todos abandonaron los utensilios y armas que tenían en la mano, alguien se dirigió hacia la joven y noble dama para levantarla y llevarla en triunfo por la Via delle Botteghe hasta la Piazza del Mercato. Lucia, izada por los brazos de algunos energúmenos, sonreía, y su sonrisa iluminaba todo y a todos. En un momento dado incluso las campanas de las distintas iglesias comenzaron a repicar festivas. Cuando el cortejo llegó delante del Palazzo Baldeschi, Lucia pidió ser puesta en el suelo, porque estaba muy cansada y quería entrar en su mansión para reposar.
―Ahora, marchad y volved mañana para festejar al nuevo Capitano del Popolo y al nuevo Obispo de Jesi.
Mientras la multitud se dispersaba y Lucia estaba a punto de cruzar la puerta de su casa familiar, a muchos no se le escaparon unos movimientos allá, en la entrada del Palazzo Ripanti. El vicario del Cardenal Cesarini estaba haciendo cargar a toda prisa su equipaje en un carro arrastrado por caballos.
¡Ese bastardo se ha aprovechado todo lo que podía y ahora se está marchando! ―dijo para sus adentros ―Mejor así. No estoy convencida de poder controlar a todos los que reclaman su cabeza.
Las emociones de aquel día habían sido tales y tantas que habían hecho caer a Lucia en un sueño profundo sin ni siquiera haber cenado. Le hubiera gustado darse un baño caliente antes de acostarse pero en palacio no había ni siquiera una sirvienta que pudiese ayudarla. Además, debido a que había preferido adoptar para las niñas la residencia del campo había transferido allí la mayor parte de los domésticos y en el austero palacio Baldeschi habían quedado muy pocos sirvientes, la mayoría masculinos, que se ocupaban de las cocinas y de los establos.

Fue despertada por una insistente llamada a la puerta de su habitación cuando todavía no se había hecho de día. Con esfuerzo se levantó de la cama, se arregló lo mejor que pudo y abrió la puerta un poco, para ver quién era el que la disturbaba a aquella hora insólita. Un muchacho joven, todavía imberbe, pero vestido perfectamente con un jubón, calzas y un sombrero con una larga pluma en la cabeza, hizo una reverencia e intentó excusarse por la hora, casi balbuciendo.
―Pido mil perdones, mi Señora, pero lo que os debo decir es de la máxima urgencia. Me manda el verdugo de la Piazza della Morte.
A Lucia se le subió el corazón a la garganta y su mente, todavía soñolienta, se volvió lúcida de repente, recordando que aquella era la hora decidida para la ejecución de Mira. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué el verdugo había mandado a este joven a importunarla?
―Espera un momento, muchacho. Me pongo presentable y enseguida voy contigo. Siéntate en un asiento en el pasillo. Lo haré lo más rápido que pueda.
Se peinó los cabellos, vistió un hábito sobrio que le diese libertad de movimientos, y en poco tiempo llegó hasta el joven que estaba en el pasillo.
―Bien. ¿Qué ocurre?
―El verdugo os reclama en la Piazza della Morte.
―¿Por qué? ―respondió Lucia indignada. ―¡Había dicho con claridad que jamás asistiría a la ejecución de mi sirvienta! Así que, ¿por qué molestarme?
―Hay un problema. El último deseo de un condenado a muerte es sagrado y debe ser concedido. El verdugo no puede proceder hasta que la víctima no haya sido satisfecha. Es una ley no escrita pero para Gerardo, nuestro verdugo, es una cuestión de honor.
―¿Y yo qué tengo que ver, si puede saberse? ¿Cuál es el último deseo de Mira?
―Ese es el meollo del asunto. Vuestra sirvienta ha pedido que estéis cerca antes de morir. Debéis venir.
―De eso ni hablar. Me he prometido a mí misma que nunca asistiría a una ejecución capital.
―En ese caso me veré obligado a ir a despertar al juez Uberti, al que no le hará mucha gracia…
Habiendo comprendido la indirecta, y sabiendo que en aquellos días era mejor no meterse en problemas con las autoridades de la vieja guardia, Lucia decidió seguir al joven a la Piazza della Morte. A fin de cuentas, en unas pocas horas se presentaría en el Palazzo del Governo y despediría a las viejas cariátides que, ahora ya, no continuarían asumiendo cargos públicos. Por lo tanto, era mejor no comenzar enemistándose con el juez y los otros antes de tiempo.
Mientras caminaba por la Via delle Botteghe en la humedad de las primeras luces del amanecer, Lucia se estrechó el vestido debido a un escalofrío, a pesar de que ya estaban en plena estación veraniega. Atravesó Porta Rocca mientras seguía al muchacho que le abría camino, pero cuando vislumbró a su joven sirvienta el corazón le dio un vuelco, lo sintió latir en el cuello y no consiguió contener las lágrimas que intentaban brotar de sus ojos. Mira ya tenía la cabeza apoyada en el cepo. El verdugo estaba allí, al lado de ella, con la capucha en la cabeza y el hacha, muy afilada, apoyada en el suelo. Ni siquiera se había preocupado en recoger los cabellos de la condenada en una cola o en un moño ya que el día anterior ya se los habían cortado casi a cero los torturadores del Padre Ignazio Amici. La noble dama sintió encima la mirada suplicante de su sirvienta y no pudo evitar acercarse, acariciándole la nuca y acercando sus labios a la mejilla de la muchacha.
―Mira…
La sirvienta bajó la mirada y se dirigió a su antigua ama con un hilo de voz.
―Ahora puedo morir feliz. Os tengo al lado. Sé que me habéis ahorrado un suplicio incluso más atroz y os lo quería agradecer personalmente antes de morir. Rezad por mi y recomendad mi alma al Señor.
Lucia cogió la mano de Mira, se le acercó más y le susurró unas palabras al oído de manera que ni el verdugo ni el muchacho que la había acompañado pudiesen oírla.
―Querría también ahorrarte este suplicio. Tengo unas monedas de oro conmigo. Podría pagar el silencio de estos dos. Mandaré al muchacho con el carpintero para pedirle que haga una caja, diciendo que éste era tu último deseo: ser enterrada dentro de un sarcófago. El verdugo no te matará pero contará a todos que lo ha hecho. Haré que llene la caja con piedras, de manera que pese como si contuviese tu cuerpo y la haré colocar en los subterráneos de la Chiesa della Morte. Nadie mirará adentro. Tu escaparás por la cuesta y llegarás al convento de las Clarisse della Valle. Vestida de monja no te reconocerá nadie. Deja pasar el tiempo y luego aléjate de Jesi. Podrás rehacer tu vida en cualquier sitio...
―No, mi Señora. La muerte no me da miedo. Mi vida acaba aquí, hoy, en esta plaza, sobre este cepo. Sólo aseguraos de que mi cuerpo tenga una digna sepultura.
Mira volvió la mirada hacia Gerardo, asintiendo con la cabeza. El verdugo lo entendió al vuelo. El deseo de la condenada había sido concedido, se podía proceder. Lucia dio un paso atrás, soltó la mano de Mira mientras el hacha se levantaba. Observó los ojos del verdugo a través de los agujeros practicados en la capucha y le pareció verlos brillantes. Pero no tuvo tiempo para comprobar la veracidad de su intuición porque con un golpe seco el instrumento se abatió sobre el cuello de la víctima. La cabeza rodó sobre el empedrado mientras que el resto del cuerpo fue movido por convulsiones durante un instante hasta que se puso rígido y cayó de lado. Los chorros de sangre provenientes del cuello rozaron a Lucia pero ni una gota ensució sus vestidos.

Después de un momento de silencio absoluto se sintió a lo lejos el canto de un gallo. Estaba amaneciendo cuando la Piazza della Morte fue atravesada por un grito prolongado, un grito proveniente de las entrañas de Lucia Baldeschi.
―¡Noooooo….!

Capítulo 7
Las cabalgaduras eran veloces y no temían las cuestas, las bajadas y los senderos en medio del bosque. Así que, para evitar el centro de Ancona, Andrea y Gesualdo habían atravesado el estrecho valle entre las colinas, habían vuelto a subir por el Taglio di Candia y, dejando a su izquierda la Rocca di Montesicuro, habían descendido hasta Paterno. Desde allí, habían llegado enseguida al castillo delle Torrette, posesión de los pacíficos Conti Bonarelli. Las puertas del castillo, como de costumbre, estaban abiertas y, por lo tanto, Gesualdo hizo una señal a su joven amigo para atravesar el patio interior sin pararse a dar explicaciones.
―¡Eh, vosotros! Paraos y bajad del caballo. ¿No conocéis las buenas maneras, descarados villanos? ―les apostrofó un guardia que ya había cogido una flecha del carcaj y estaba armando su ballesta mientras los dos caballeros levantaban el polvo del patio haciendo que se marchasen atemorizados cualquiera que se encontrase en su camino.
Gesualdo levantó el pendón con la enseña del Duca di Montacuto, invitando a Andrea a que hiciese lo mismo, para hacer comprender con quien se las tenía que ver quien se entrometía en su camino. El guardia los miró ceñudo, escupió al suelo, pero bajó el arma. En unos minutos los dos aparecieron desde la puerta septentrional del castillo y se encontraron sobre el amplio sendero de tierra que discurría por la costa hasta la desembocadura del Esino.
El sol ya estaba en lo alto cuando Gesualdo dirigió la palabra a Andrea. El mar, a su derecha, era atravesado por espléndidos reflejos debidos a los rayos del sol. Era tal el resplandor que se corría el riesgo de quedar ciego si se volvía la mirada hacia la extensión de agua. A la izquierda, la colina descendía abrupta hasta el camino, a ratos con cornisas rocosas, a ratos con los últimos confines de un intrincado bosque de encinas y robles.
―Dentro de poco estaremos en Rocca Priora. Es territorio jesino pero tengo amigos. Nos pararemos a recuperar fuerzas y a pedir información sobre la seguridad del recorrido. Sabemos perfectamente que unos malencarados han debido pasar antes que nosotros. Si son personas inteligentes no habrán debido hacerse notar. Pero me ha dado la impresión de que aquellos dos eran unos idiotas ―dijo Gesualdo tirando de las riendas y frenando a su caballo.
Andrea se adecuó y los caballos pasaron del veloz galope a un paso más moderado, a un trote que obligaba a los caballeros a apretar las rodillas y secundar los movimientos de los animales.
―Idiotas y borrachos, ¡pero no por esto menos peligrosos! ―replicó Andrea dando una ojeada a la fortaleza a la que se estaban acercando. ―¡Mira, Gesualdo! ¿No te parece raro? Es un puesto avanzado de frontera pero no hay vigías en el paseo de ronda de la guardia.
Ni siquiera había terminado la frase cuando su caballo se encabritó dado que dos flechas llegaron silbando y se clavaron en el terreno a pocos pasos de sus dos patas. Andrea tuvo que agarrarse bien para no ser desmontado, pero consiguió mantenerse en la silla, lanzó una mirada hacia su anciano compañero y comprendió al vuelo lo que Gesualdo tenía intención de hacer. Este último hizo que su caballo hiciese un brusco movimiento lateral hasta obligarlo a girar sobre sí mismo para dar la impresión al enemigo de que se estaba batiendo en retirada. Andrea lo imitó yendo detrás. Retrocedieron un poco por el camino, luego doblaron tierra adentro y se sumergieron en el intrincado bosque ribereño, constituido en su mayoría por álamos y sauces. Mientras que los álamos se elevaban hacia lo alto, los sauces ofrecían una buena protección a los dos caballeros que, moviéndose con circunspección, intentando actuar de manera que su paso no agitase las ramas de los árboles, ya que no hacía viento, llegaron a las orillas del río Esino, que en esa época del año estaba bastante bajo, por el hecho de que la estación seca ya duraba bastante tiempo. Metieron a los caballos en el agua para salir por la otra orilla y llegar hasta la Rocca sin atravesar el puente que estuvieron a punto de cruzar poco antes, cuando habían sido atacados.
―Ten cuidado. La otra orilla está formada por terrenos pantanosos. Los caballos podrían hundirse en el fango y nos veríamos obligados a abandonarlos. Y no sería una buena idea continuar a pie. Debemos quedarnos en el agua. ¿Ves aquel canal? Lleva el agua del río al foso que rodea la fortaleza. Llegaremos a la parte de atrás del castillo a través del foso. Recuerdo que allí hay una puerta de servicio que no será difícil de abrir. Es una puerta de madera que permite que nos introduzcamos en los sótanos. No sabemos lo que ha ocurrido. Quizás nuestros dos amigos han cogido por sorpresa a los guardias y están en el interior del castillo pero no estoy seguro. He oído con mis oídos que nos esperarían en la torre de Montignano, que es un fortín mucho menos protegido y está ya en territorio de Senigallia.
―¿Y qué piensas que ha sucedido aquí?
―Quizás el castillo, sin nosotros saberlo, ha sido víctima de un ataque enemigo, a lo mejor ha caído en las manos de los soldados del Duca della Rovere. No lo sé, pero de algo sí estoy seguro: que sea quien sea el que nos ha lanzado aquellas flechas se encuentra en el interior de la fortaleza. No han sido arrojadas desde arriba, desde el paseo de ronda de la guardia, sino desde alguna de las aberturas que hay entre el primero y el segundo piso. Si tenemos suerte, entraremos en la Rocca desde los sótanos y cogeremos por sorpresa a nuestros enemigos que, tal como yo lo veo, no deben ser numerosos.
―No, Gesualdo, podría ser un suicidio. No sabemos con quién nos toparemos, ni sabemos cuántos hombres encontraremos allí dentro. Intentemos escondernos en la parte trasera del castillo y alejarnos hacia el norte.
―Quizás tienes razón, mi joven amigo. Veo que tienes la mente de un hábil estratega más que la impulsividad de un viejo guerrero como yo, que siempre busca la pelea a cualquier costa. Y esto es algo positivo.
Mientras tanto habían alcanzado el foso que rodeaba la fortaleza y ahora estaban debajo del puente levadizo, extrañamente bajado, a pesar de la hostilidad mostrada poco antes desde el interior. Permaneciendo siempre en el agua y haciendo el menor ruido posible, rodearon la construcción, llegando al lado que miraba al mar sobre el que no se abría ninguna ventana, con el fin de no ofrecer un fácil acceso a los piratas provenientes del Adriático.
―En este momento no debería ser arriesgado abandonar el foso ―susurró el Mancino procurando mantener el tono de la voz lo más bajo posible ―Terminaremos en el terreno pedregoso que, desde aquí, llega hasta la orilla del mar.
En efecto en aquella zona el suelo no era pantanoso y los detritos llevados por el río Esino durante siglos habían formado una playa de gravilla y piedrecitas, tan hermosa de ver como traicionera para los cascos y las patas de los caballos. Cuando los animales estuvieron en seco, los caballeros los incitaron para alejarse a paso veloz pero el fondo de gravilla obstaculizaba los movimientos de los animales que cuanto más intentaban alejarse más se hundían entre las piedras. Llegado un momento, el caballo de Gesualdo se dobló sobre las patas anteriores, permaneciendo arrodillado; el caballero, desequilibrado hacia delante, fue lanzado desde la silla y cayó al suelo pero consiguió ponerse en pie con una hábil cabriola. Volvió al caballo, cogió las riendas, le gritó para que se levantase y saltó de nuevo a la silla.
―Veo con placer que todavía eres ágil como un jovenzuelo a pesar de la edad y de que tú sólo puedas usar un brazo. Felicidades. ¡Tenía razón en quererte a mi lado para este peligroso viaje! ―dijo Andrea que, no obstante la situación, no había perdido el espíritu.
Pero el alboroto, el ruido de las patas de los caballos sobre la gravilla, los gritos humanos y los relinchos equinos, realmente no habían pasado inadvertidos desde el interior de la fortaleza, desde la cual, en aquel momento, estaban saliendo tres caballeros ataviados con armadura, con las celadas en la cabeza y con las lanza en ristre.
―¡Como se quería demostrar! ―imprecó Gesualdo ―Los emblemas son los della Rovere. Escapemos mientras estamos a tiempo. No me apetece ser atravesado por sus lanzas. Tenemos algo de ventaja. Y también sus caballos tendrán dificultades para galopar sobre la gravilla. Pongamos los nuestros al paso y vayamos hacia el norte siguiendo la playa. Si mantenemos la distancia no nos alcanzarán. En cuanto sea posible nos meteremos tierra adentro y nos dirigiremos hacia la población de Monte Marciano. Los Piccolomini siempre se han mantenido neutrales tanto en relación con Jesi como con Senigallia. Los esbirros de della Rovere no nos perseguirán.
Pero un poco más adelante, todavía en la playa, hacia el norte, se toparon con un grupo de guerreros a pie, vestidos con las casacas rojas, que también portaban las enseñas de Della Rovere. Se oyó una primera explosión acompañada por una nube de humo. Andrea sintió un objeto silbar pasando rápido cerca de su oreja.
―¿Qué era? ―preguntó a su amigo.
―Una bala de plomo. Tienen armas de fuego. Fusiles de carga delantera. Mucho menos precisos que las flechas pero más mortíferos si te alcanzan.
―Hemos caído en una trampa, Gesualdo. ¿Qué hacemos ahora?
―¡Mira allá! ―respondió éste último que, de una ojeada, había ya concebido un plan. Una pequeña faja de hierba había conquistado una lengua de playa y se dirigía hacia la colina, a breve distancia. ―Esa es una buena vía de escape.
Mientras otras balas de plomo silbaban cerca de sus cabezas los caballos, en cuanto llegaron a la faja de terreno más estable, relincharon satisfechos, recuperando las fuerzas y ganando en poco tiempo la falda de la colina. Por su parte los tres caballeros enemigos se habían lanzado en su persecución y ahora lo que pasaba cerca de ellos no eran ya balas metálicas sino peligrosas flechas con una punta afiladísima. Por fortuna, los caballos de Andrea y del Mancino eran mucho más veloces que los otros y tampoco iban cargados con caballeros vestidos de armadura. Los dos amigos lanzaron los caballos hacia arriba por el escarpado sendero que subía hacia el núcleo habitado de Monte Marciano. Cuando llegaron a lo alto de la colina, con el pueblo ya a pocas leguas de distancia, se giraron hacia abajo y vieron que los hombre de Della Rovere no se habían aventurado más allá de un cierto punto.
―Como estaba previsto, en los territorios de los Piccolomini no entran. Por ahora hemos puesto a salvo la vida ―afirmó el Mancino.
―¡Por ahora! ―fue la respuesta de Andrea.

Los dos esbirros, Amilcare y Matteo, eran originarios de un pequeño pueblo de las montañas en el territorio de la Reppublica Serenissima di Venezia. Ponte nelle Alpi se encontraba en el camino hacia Alemania, que seguía hacia el norte, más allá de los baluartes rocosos de los Dolomitas, hasta llegar a tierras alemanas. Al menos una vez cada dos meses los habitantes del pueblo invadían el Tirol para aprovisionarse de cerveza. Algunos de ellos habían intentado aprender el arte de destilar la cebada y el lúpulo para producir el hermoso líquido color ámbar y espumoso pero, dada incluso la dificultad para entender la lengua de los amigos tiroleses, nunca habían conseguido obtener un producto lo bastante bueno como el que iban a comprar más allá del paso transalpino. Amilcare, que era un goloso de la cerveza, había llevado una buena provisión que, ahora ya, estaba a punto de acabarse.
―En esta zona, no sé porqué, la cerveza es imbebible. Hace sólo una hora y media que estamos cabalgando y ya está caliente como el pis ―dijo Amilcare, bebiendo del odre y emitiendo un sonoro eructo.
Lanzó el contenedor vacío y flácido al compañero más joven que lo cogió al vuelo y lo levantó sobre la boca abierta haciendo caer las últimas gotas del líquido. Luego, desilusionado, lo colgó detrás de la silla. A Matteo, con tal de meter en el cuerpo algo estimulante le iba bien incluso el vino local y de esta manera había robado un par de odres de Rosso Conero de las bodegas del castillo de Massignano. Se había dado cuenta de que el vino tinto era bueno aunque no estuviera fresco pero que se podía ingerir una cantidad muy inferior con respecto a la cerveza antes de que comenzase a marearse. Así que, por el momento, intentaba no pasárselo al compañero que habría bebido una cantidad exagerada sin darse cuenta.
―¡Todavía tengo sed! ¡Pásame el vino, Matteo! ―casi gritó Amilcare volviéndose a su compañero, inconsciente de que estaban acercándose a los muros del castillo de Rocca Priora, después de haber atravesado ruidosamente el puente de madera que permitía superar el río Esino.
―¡De eso ni hablar! ―respondió el otro ―Debemos permanecer lúcidos, por lo menos hasta la hora de comer, para llevar a cabo la misión que nos ha confiado el Duca. Después de que hayamos ensartado al petimetre y a su guardaespaldas, podremos celebrarlo. Intenta permanecer en silencio. Estamos debajo de los muros del castillo. ¿No querrás que nos caiga encima toda la guarnición de soldados?
Amilcare hizo un gesto con la mano como si quisiese aplastar un fastidioso insecto.
―El Duca ha dicho que no debemos preocuparnos, ni aquí en Rocca Priora, ni cuando lleguemos a la Torre di Montignano. Ha engrasado las bisagras de las puertas justas y nadie se preocupará por nosotros. ¿Ves soldados que nos observen desde el paseo de ronda de la guardia?
―No, pero esto no me tranquiliza. Estarán bien escondidos pero seguro que nos están observando.
―Pero no nos pararán. Y en la torre de Montignano no encontraremos ninguno. Tenemos el campo libre, tomaremos posiciones, esperaremos a los dos y los dejaremos secos sin que se den cuenta. Un trabajito sencillo y limpio. Luego no nos quedará otra cosa por hacer que volver a Ancona a recoger la recompensa y ya está… A casa. No veo la hora de volver a nuestras queridas montañas. Y, en cuanto sea posible, ten la seguridad de que llamaré a la puerta del burgomaestre de Vipiteno para hacer una buena provisión de cerveza. ¡Aparte de vino!
Y hablando de esta manera emitió otro sonoro eructo en dirección a una abertura en los muros del castillo, detrás de la cual había tenido la impresión de ver brillar unos ojos que observaban la escena. Pero nadie, en la fortaleza, dio señales de vida y los dos la superaron sin problemas. Avanzaron hacia septentrión siguiendo la ribera del mar, con los caballos a los que les costaba un poco avanzar en el terreno pedregoso, hasta que llegaron al Mandracchio, un baluarte hecho erigir por Piccolomini para defender la zona interior de las correrías de los piratas. Entraron en la fortaleza e hicieron abrevar a los caballos, luego se saciaron ellos mismos en la fuente de agua fresca. El patio, ya desde primeras horas de la mañana, era un ir y venir de personas de todo tipo, desde campesinos que con la carreta cargada de frutas y hortalizas se dirigían a vender sus productos al mercado de Monte Marciano, a los señorones locales que exigían los diezmos a los labriegos para que continuasen cultivando los terrenos de su propiedad, a los hombres armados que montaban a caballo, después de escogerlos con cuidado en los establos. Un mozo de cuadra se acercó a Matteo y Amilcare y, después de haber superado el asco debido al olor que los dos emanaban, se dirigió a ellos de manera amable.
―¿Quizás necesitáis cabalgaduras frescas, messeri? Por dos piezas de plata cuido vuestros caballos y os doy otros bien frescos. Cuando volváis a pasar por aquí a la vuelta podréis recoger vuestras cabalgaduras.
―No volveremos a pasar por aquí a la vuelta ―replicó Matteo, haciendo lo posible para que no fuese Amilcare quien respondiese, siendo éste último más rudo de modales que él. ―Los caballos son del Duca di Montacuto y es mejor que se los devolvamos. Nos va en ello nuestras cabezas. Realmente debemos llegar a la torre de Montignano. Ahora ya no debería estar muy lejos. Indícanos el mejor camino.
―¿Cuál es la recompensa por la información? ―preguntó el muchacho a Matteo poniendo al mal tiempo buena cara.
Matteo echó un poco de vino tinto de uno de los odres llenos en aquella que había contenido la cerveza, vaciada poco antes, y se la ofreció al joven mozo de cuadra.
―Esto debería ser suficiente. Si no te basta siempre puedo invitarte a husmear el aliento de mi compañero. ¡No tienes más que pedirlo!
El muchacho observó a Amilcare con aire asqueado y aceptó el odre que le ofrecían.
―Coged por la cañada y llegad hasta el pie de la colina. No vayáis hacia la localidad de Monte Marciano, manteneos a la derecha para alcanzar la cresta de la colina. Seguid siempre el sendero en lo alto de la colina y llegaréis a la torre mucho antes de la hora de la primera comida. ¡Mucha suerte!
―Suerte a ti, muchacho. Y gracias. ―Matteo casi estuvo a punto de sacar una moneda del talego que les había dado el Duca el día anterior pero la mirada de Amilcare le hizo desistir de recompensar aún más al mozo de cuadra.
Tiene razón Amilcare, dijo para sus adentros Matteo. Con su actitud amable, este podría ser un espía y ponernos detrás unos ladrones, una vez visto el saco con las monedas. ¡Mejor no arriesgarse a perder tiempo teniendo que degollar a unos vulgares ladrones!

Para el Duca Francesco Maria Della Rovere, expulsar a los Medici de Urbino y volver a poseer sus tierras feltresque era ya una cuestión de principios y había llegado el momento justo. Su padre, Giovanni Della Rovere, señor de Senigallia, había hecho edificar por el arquitecto y estratega Francesco di Giorgio Martini, una majestuosa fortaleza en Mondavio, en realidad a mitad de camino entre Senigallia y Urbino. Francesco no entendía muy bien la posición estratégica de aquella suntuosa fortaleza ya que ésta se encontraba en el interior de sus posesiones y no en un puesto de frontera, donde sería justo que estuviese. En ese lugar nunca serían atacados y, de hecho, la fortaleza nunca había sufrido asedios desde que había sido terminada la construcción, y ya habían pasado casi treinta años. Pero el edificio era una impresionante fortaleza y se presentaba ante el ojo humano como una terrorífica máquina de guerra, en la que cada forma y estructura estaba estudiada para resistir los ataques perpetrados tanto con armas tradicionales, de lanzar, como de las modernas armas de fuego que se estaban difundiendo cada vez más. La misma fortaleza estaba provista de las más mortíferas armas de guerra conocidas: catapultas, trabuquetes, bombardas y otros inventos mortíferos. En la armería había también un cantidad tal de fusiles, pistolas y arcabuces como para armar a una guarnición de un millar de soldados. El depósito donde era conservada la pólvora para disparar estaba perfectamente aislado y protegido y los guardianes habían colgado en las pareces una imagen de Santa Bárbara, para prevenir, gracias a su protección, el peligro de explosiones accidentales.
Por lo tanto, el Duca había elegido transferirse aquí, dejando la Rocca Roveresca de Senigallia, porque Mondavio representaba el lugar ideal del que partir para la conquista de Urbino. Y debía hacerlo antes de que llegase Malatesta desde Rimini o, peor, desde Pesaro. El final de la primavera del año del Señor de 1522 era el momento adecuado para mover las propias guarniciones. El Papa Leone X había muerto y había sido sustituido por el Cardenal Adriano Florensz de Utrecht, que había tomado el nombre de Adriano VI. Éste era una marioneta, de cuyos hilos tiraba la oligarquía eclesiástica, y todos estaban convencidos de que no duraría mucho antes de que el Cardenal de Firenze, Giulio Dei Medici, hubiese tramado algo para reconquistar el solio pontificio. Por lo tanto, era necesario aprovechar el momento, anticipándose a los movimientos tanto de los Malatesta como de los Medici. Pero creía a su lugarteniente, Orazio Baglioni, un incapaz. Y, si incluso no hubiese sido un incapaz desde el punto de vista estratégico y militar, lo creía, de todas formas, un espía de Malatesta. Sólo unos meses antes, en diciembre, Francesco estaba aliado con Malatesta y junto con él había mandado las legiones pontificias desde Fabriano y desde Camerino, restableciendo el poder de los Duchi di Varano y dirigiéndose, a continuación, con las milicias unidas hacia Perugia. Se habían parado a la noticia de la muerte del Papa Leone X, volviendo, respectivamente, a sus territorios de Senigallia y Pesaro. Oficialmente Francesco Maria Della Rovere todavía estaba aliado con Malatesta y prueba de eso era aquel lugarteniente que continuaba a tener entre sus pies. Era necesario eliminarlo y coger un buen sustituto para su puesto, si quería entrar en Urbino rápidamente, burlando a su viejo aliado. Sólo un nombre le rondaba por la cabeza, el de Andrea Franciolini. Había hecho averiguaciones sobre él, en la época en que había asaltado la ciudad de Jesi, unos años antes. Los mercenarios a sueldo lo habían puesto al borde de la muerte pero se las había arreglado. No había comprendido muy bien cómo había escapado a la condena de muerte que pendía sobre su cabeza, quizás gracias al largo brazo del Duca di Montacuto, por lo menos eso se decía por ahí. Franciolini era joven pero tenía fama de ser muy bueno, como condottiero y como combatiente. Pero con el estado actual de las cosas parecía que estaba retenido, desde hacía ya unos años, en la Corte del Duca Berengario di Montacuto. Gracias a algunos espías que tenía en el castillo de Massignano, dos jóvenes siervos de origen senigalliese, finalmente había obtenido la información que necesitaba.
―Montacuto se ha puesto de acuerdo con Malatesta para enviar a su servicio al joven Franciolini. El 22 de mayo, Andrea Franciolini, con un hombre de escolta, pasará por la zona de Senigallia, para llegar hasta Malatesta en Pesaro y unirse a su ejército ―le había contado el joven cocinero Giuliano, un día que había vuelto a Senigallia con la excusa de ir a buscar a su madre ―Pero no llegará jamás porque es una trampa. En efecto, el Duca di Montacuto se ha puesto de acuerdo en secreto con el nuevo Papa para malvender la Marca Anconitana al Estado Pontificio por unos miles de florines de oro. Y, por lo tanto, ahora Franciolini es un personaje incómodo. Lo hará matar por dos sicarios cerca de la Torre di Montignano. Poco importará, cuando llegue ese momento, que esté por medio también aquel que, hasta ahora, ha considerado su brazo derecho, Gesualdo, llamado el Mancino. El Duca di Montacuto necesita dinero, mucho dinero, es ha endeudado hasta las cejas para hacer edificar una enorme, a la vez que inútil, fortificación para la defensa del puerto de Ancona. Y ya no consigue justificar sus gastos ante el Consiglio degli Anziani. Así que...
―He comprendido ―dijo Della Rovere haciendo deslizar en las manos del muchacho algunas monedas de plata ―Así que ha decidido vender al mejor postor la ciudad, la fortaleza, el puerto y los territorios, eliminando los personajes incómodos. Creo que dentro de unos días encontrarán muertos a todos los componentes del Consiglio degli Anziani de la ciudad de Ancona. Quién sabe, a lo mejor una epidemia, ¡repentina y providencial!
Esa misma noche, el Duca Francesco Maria Della Rovere, entró en Mondavio. A la mañana siguiente, los sirvientes de Orazio Baglioni encontraron al lugarteniente tendido en su propio lecho con los ojos abiertos de par en par y con espuma que le salía por los labios. Sobre el mueble de al lado de la cama fue encontrado un vaso que todavía contenía residuos de líquido envenenado.
―Se ha suicidado ―sentenció el Duca en cuanto le contaron la noticia ―Hace unos días me había confiado que sufría de penas de amor. Estaba enamorado pero la damisela objeto de sus deseos le había rechazado dos veces. ¡Una pena, era un soldado valiente. Ahora deberé encontrar un digno sustituto!

La jornada primaveral anunciaba la llegada de un verano tórrido y Francesco Maria vestía un ligero jubón amarillo y unas cómodas calzas. En ese momento tenía treinta y dos años pero demostraba algunos más. Era un hombre no muy alto pero robusto, el físico templado por las innumerables batallas, siempre combatidas en campo abierto. Incluso como condottiero nunca había retrocedido ante una batalla. Y los enemigos que había matado ya ni se contaban. La larga barba oscura, los cabellos rizados y el estrabismo del linaje Montefeltro, heredado de su madre, hacían de él un hombre sombrío, que infundía temor a cualquiera que se le pusiera delante. Era infrecuente que vistiese hábitos ligeros como ese día. A menudo, incluso en sus mansiones, vestía jubones claveteados y calzas reforzadas. Y nunca abandonaba su espada, siempre dentro de su funda sobre el flanco derecho. Por razones políticas se había casado muy joven, con sólo quince años, con la hermosa Eleonora Gonzaga, con la que había tenido un hijo, Guidobaldo, que ya tenía ocho años. Mujer e hijo estaban muy lejos de él y de sus campos de batalla y gozaban del lujo y de las comodidades de la Corte de Mantova. Pero cuando Urbino estuviese de nuevo en su poder, haría que Eleonora y Guidobaldo fuesen al Palazzo Ducale de Urbino que, en cuanto a hermosura, no se quedaba atrás con respecto al castillo de los Gonzaga. Y el hecho de tener de nuevo a Eleonora a su lado le permitiría comenzar a pensar en tener otro hijo. Es verdad, su descendencia estaba asegurada, pero un señor que se respete debe tener un montón de hijos, para mostrar en público y para enviar, en el momento oportuno, a desempeñar importantes cargos, dignos del nombre que llevarían.
Pensar en su mujer ausente, le había producido deseos e instintos reprimidos desde hacía tiempo y ya sentía como se erguía su sexo. ¿Pero cómo hacer para satisfacer en aquel lugar instintos que surgían con toda su potencia?
Llamó a un soldado de confianza, aquel que en ausencia del lugarteniente mandaba a sus tropas con base en Mondavio, el capitán de armas Lorenzo Ubaldi.
―Ahora que el leal Baglioni ya no está, querría pasar revista a la fortaleza para percatarme de las fuerzas que tenemos. Venga, guíame por los meandros y por los baluartes del castillo.
Pero la intención del Duca era la de hacerse conducir a los calabozos, donde sabía que estaban detenidas también mujeres jóvenes. Así que demostró interés, pero de manera superficial, en la Santa Bárbara, en el alojamiento de los soldados, en la plaza de armas y en los paseos de ronda de la guardia. Sin embargo, se paró en un estudio, que había pertenecido a su padre, en cuyo centro destacaba un escritorio de madera maciza y donde tres de las cuatro paredes estaban ocupadas por estanterías llenas de libros. Aunque aparentemente no lo parecía, El Duca era un apasionado de la cultura y la literatura, aparte de arte y arquitectura, y por lo tanto decidió en su interior que pasaría bastante tiempo en el interior de aquella habitación. Mientras pensaba que podría hacer de él su estudio personal otro acaloramiento proveniente de su bajo vientre le recordó su necesidad inmediata. Hizo una señal con la cabeza al soldado que lo acompañaba y, siempre guiado por él, volvió a descender las escaleras, salió al patio de armas, pasó al lado de un moderno cañón, acariciando con una mano la fría caña metálica, luego indicó una abertura en arco cerrada por una potente reja de hierro.
―¿Qué hay allí? ―preguntó fingiendo no saber nada.
―¡Las prisiones, Excelencia!
―Quiero visitar a los prisioneros. ¿Tienes las llaves de los candados?
―Sí, pero os lo desaconsejo, Vuesa Excelencia, no es un espectáculo agradable. La mayor parte de ellos son condenados a muerte y...
―¡Yo decido lo que es agradable o no para mí! ―dijo volviéndose al soldado, mirándolo ceñudo, con el ojo estrábico que no se sabía bien en que dirección miraba. ―¡Abre!
En cuanto atravesó la verja salió a su encuentro el guardia carcelero, un hombre con la espalda gibosa, los dientes estropeados y un aliento pestilente. Pegado al cinturón el mazo de llaves que le servía para abrir las celdas. Los dos hombres acompañaron a Francesco Maria por el oscuro pasillo, de tierra batida, que se adentraba de manera descendente hacia los subterráneos de la fortaleza. En cuanto llegaron a un antro aclarado por algunas antorchas, donde el olor de excrementos era insoportable, el Duca se dio cuenta de que las celdas ocupadas por los prisioneros estaban todas del mismo lado, de manera que no se pudiesen ver y tampoco, de ningún modo, comunicarse entre ellos.
―¿Qué han hecho? ―preguntó.
El carcelero se acercó a la primera celda y escupió en dirección a un hombre que allí estaba detenido.
―Es un asesino. De la peor calaña. Ha matado a la mujer y herido de muerte a su propia hija. ¡Acabará colgado de una cuerda! No veo el momento de verlo balancearse.
El prisionero, en un primer momento, bajó la mirada, luego, como preso de una furia repentina, comenzó a gritar.
―¡Yo no he sido! ¿Cómo te lo tengo que decir?
Siguieron adelante y, enseguida, el hombre se calló. En otra celda había una joven, una muchacha que tendría más o menos catorce años. Tenía los brazos encadenados al muro y estaba acuclillada en el suelo. Un mugriento vestido, que alguna vez había sido blanco, no conseguía cubrir sus senos que, aunque inmaduros, desbordaban desde el escote desatado. También las piernas estaban descubiertas. Sucias de tierra y fango. El carcelero guiñó el ojo al Duca.
―Ella es una bruja. Ha sido sorprendida en el bosque recogiendo hierbas. Deberemos colgarla o ponerla en la hoguera pero todavía esperamos a un sacerdote de la Santa Inquisición que llegue aquí para hacerle sufrir un justo proceso. La hemos tenido que encadenar porque tenemos miedo de que, gracias a cualquier tipo de magia, se nos pueda escapar emprendiendo el vuelo. Pero es lista y ha aprendido bien las lecciones que le he enseñado. ¿Queréis probar, Vuesa Excelencia?
El esbirro, dándole lo mismo el linaje de su Señor, dio un codazo al Duca, luego trasteó con los candados y abrió la verja de la celda. Liberó también las muñecas de la muchacha, le dio un bofetón y la miró fijamente con una mirada sombría y amenazadora.
―¡Sabes cuál es tu deber! Hazlo bien y también te salvarás esta vez. El inquisidor no llegará y tu proceso será aplazado.
Sin ni siquiera darse cuenta Francesco Maria se encontró solo en la celda con la joven bruja. No es que la cosa le apeteciese mucho, se sentía asqueado de tener que aprovecharse de una muchacha tan joven e indefensa. ¿Y si alguien se enteraba y se lo decía a su mujer Eleonora? Pero cuando sintió que le quitaban las calzas y se percató de que la brujita tenía la piel delicada y dos labios que sabían besar en sus partes más sensibles, comprendió que su carcelero la había instruido a la perfección. Se dejó guiar por la joven que, después de besarle y estimularle durante mucho tiempo, puso su duro sexo dentro de ella, hasta hacerle llegar al deseado orgasmo. Francesco Maria gozaba, como desde hacía tiempo que no lo hacía, pero no conseguía liberar su mente de un único pensamiento: ¿cómo devolver la libertad a aquella pobre muchacha?
―¿Cómo te llamas? ―le preguntó, todavía jadeando, mientras comenzaba a acariciarle el cuello, haciéndola arrodillarse delante de él y guiándola de manera que la boca se acercase a su sexo goteante de líquido blancuzco.
―Ubalda ―respondió la muchacha, comenzando a sorber sus humores, para después acoger el miembro del Duca, que había vuelto a recuperar vigor y turgencia, entre sus labios.
Francesco Maria la dejó hacer durante un tiempo hasta que alcanzó un segundo momento de placer. En ese momento estrechó las manos alrededor del cuello de la bruja. Sintió que emitía un breve gemido, luego su joven cuerpo, privado de la posibilidad de tomar aire, se derrumbó, desplomándose poco a poco sobre el suelo de tierra. Le había devuelto la libertad. Para siempre.

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