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El Hombre A La Orilla Del Mar
Jack Benton
Un misterio en la costa de Lancashire en el noroeste de Inglaterra. John «Slim» Hardy, bebedor y soldado caído en desgracia y convertido en torpe detective privado, es contratado para investigar a Ted Douglas, banquero de inversión que se escapa todos los viernes a visitar una cala desolada en la costa de Lancashire. Allí camina hasta la orilla, abre un libro Viejo y empieza a leer en voz alta. Su mujer piensa que está teniendo una aventura. Slim piensa que está loco. La verdad es más increíble de lo que ambos pueden imaginar. El hombre a la orilla del mar es una magnífica novela de debut de Jack Benton, una historia clásica de amor, traición, asesinato e intriga.


El hombre a la orilla del mar
"El hombre a la orilla del mar" Copyright © Jack Benton / Chris Ward 2018
Traducido por Mariano Bas
El derecho de Jack Benton / Chris Ward a ser identificado como el autor de este trabajo fue declarado por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito del Autor.
Esta historia es una obra de ficción y es producto de la imaginación del autor. Todas las similitudes con lugares reales o con personas vivas o muertas son pura coincidencia.

Índice
Capítulo 1 (#uddb65f58-8c43-5f81-90ab-fb66ba2af166)
Capítulo 2 (#udac83fcb-dbe2-5867-a186-a0053920ebf6)
Capítulo 3 (#ube95b9d7-9e1e-56b5-ab9e-819ff60e5550)
Capítulo 4 (#u2c733c3c-2157-59f2-b052-cdf7bac18dad)
Capítulo 5 (#u1f91fb23-bc9a-5635-9395-5a9e677b5a6e)
Capítulo 6 (#u257feb9e-9b47-53d2-9fb0-0fda75fd96e5)
Capítulo 7 (#u8a0d4476-787a-53f1-b006-8efc3ed439a3)
Capítulo 8 (#u800b2d0f-4ab1-516e-a4c1-af8b6629363c)
Capítulo 9 (#ue6d5a6b2-6c53-506c-82d1-7978932ae115)
Capítulo 10 (#u3735bb56-c711-5e48-8b9f-e91a819e7f61)
Capítulo 11 (#uf55d030c-269e-5258-b6dc-2a06a2281b5a)
Capítulo 12 (#u7bf46eb4-4558-5db3-b706-a65fb15b694b)
Capítulo 13 (#ud5be908f-d5e3-5456-9513-a5002ca6d22d)
Capítulo 14 (#uab48836c-43c9-5181-b341-a48bcca7134d)
Capítulo 15 (#ufbec0c2f-fbe9-537e-b98b-3f10bf868123)
Capítulo 16 (#u1f62692f-2ef2-5809-a189-6bc19a68c0e4)
Capítulo 17 (#uc7ab38c2-c745-5647-9d79-9c869f12029f)
Capítulo 18 (#ua21e7f7e-5ac2-56a9-9289-ac6c7db982ff)
Capítulo 19 (#u17d3aa79-bdf6-503d-8c8b-73e37c3e8cdf)
Capítulo 20 (#ub408ad4e-ce04-53f2-bd07-21cfa7f0019b)
Capítulo 21 (#u83de3118-c610-54b4-b76d-87dca9a2dbd6)
Capítulo 22 (#u498bbfaf-a2cf-5135-9e8d-1f102a4d1a6d)
Capítulo 23 (#uad184a0a-80f0-5abe-aea8-0171bcb7de9e)
Capítulo 24 (#ua10e2585-9553-5421-9f7a-4d22688138cc)
Capítulo 25 (#ub77877d7-91f2-5d90-963c-af11982769df)
Capítulo 26 (#u0dcd300a-4e86-56d9-8d1e-6abffeea6d48)
Capítulo 27 (#u767ee756-72a6-514e-8c7a-b8a9dada017b)
Capítulo 28 (#u3b046cfc-2aa1-5a6e-8c18-07950db2f991)
Capítulo 29 (#u9d4f31ad-6ecf-57f1-8f4a-7aa4169e3514)
Capítulo 30 (#u745d59c3-b36f-5666-bf2f-d88df93af356)
Capítulo 31 (#uc4ebf40f-5d76-52f2-a40f-dbf1d9378b56)
Capítulo 32 (#ube298072-7c31-5ec3-86e2-78f8804c8122)
Capítulo 33 (#ucdc4d9f7-faae-5f4a-99bc-6a02d7ad29ce)
Capítulo 34 (#ue96ffeab-4f26-58a9-937c-e4f9330592b1)
Capítulo 35 (#ub875bd83-92f0-5ca2-bbc9-af22ceb3e0df)
Capítulo 36 (#u0733b980-ee4d-56ed-84f5-d1dd14120b5b)
Capítulo 37 (#u2c24a8f3-4eac-5209-bdac-56a1fcc85542)
Capítulo 38 (#u686d95a4-5fe3-5baf-b77b-fb9a0ff5affa)
Capítulo 39 (#u644d16ee-054b-513e-9ea9-f8c63d7b245f)
Capítulo 40 (#ua363e8c4-6500-5096-aa60-92c4bd61ee5b)
Capítulo 41 (#u9e96feb6-4973-5501-8edb-17c8d2445d96)
Capítulo 42 (#u25b5e8cf-87da-5f8c-9c4f-99c6207184f0)
Capítulo 43 (#uccb78e29-41b5-5fd6-b3af-c10f8b4ee8dd)
Capítulo 44 (#u6f7ce37a-b86e-50fe-8add-713180605106)
Capítulo 45 (#u0e5493a6-705f-5018-99ce-387d8350aa2a)
Capítulo 46 (#u1f4ebff5-ce4b-5b4f-8f8f-e5fdfb4f9e0c)
Capítulo 47 (#u082f9850-9256-5745-8b94-b8db9fe1c9cb)
Capítulo 48 (#ud5920cbc-a2eb-5971-8a5a-def5753d1128)
Capítulo 49 (#u7412a790-2d7f-5a40-b4ff-25a14b1856aa)
Capítulo 50 (#u985fd517-d938-5f5d-ab07-573f2b943bb6)
Capítulo 51 (#udce9e326-284b-51a5-8817-8993098ebbb8)
Capítulo 52 (#uc45213d9-2b92-5621-92bb-d20714bced59)
Capítulo 53 (#u62f93936-072d-577f-aa69-ddf3abfeb79d)
Capítulo 54 (#u82ccd9ee-6f7a-54cb-b14f-eb83d4121958)
Capítulo 55 (#uabbad623-bec0-5fb6-a4c3-446f8af5ca0a)
Capítulo 56 (#u637d4dca-8b63-57e8-9c85-7a5e2b097db6)
Capítulo 57 (#u5ba95a19-7c00-5bf8-bb5a-bb9a432e1885)
Capítulo 58 (#uf54c69f6-ccc8-5070-be5e-f87f214e496c)
Capítulo 59 (#u98cbbb77-a47b-5a85-a36e-aabef98e0df3)
Sobre el Autor (#ud1030805-8d1f-5545-bb7a-9d7374d5cf51)

El hombre a la orilla del mar

1


La berlina verde estaba estacionada en lo alto de la playa, con el motor en marcha y escupiendo humo negro por su tubo de escape. Tenía una raya irritante, que podía haberse hecho con una llave, en forma de curva vacilante y ebria desde debajo del retrovisor exterior izquierdo hasta justo por encima de la llanta trasera.
Desde su ventajoso punto de vista sobre un promontorio bajo al sur de la playa, Slim Hardy bajó los binoculares, escudriñó la playa hasta divisar una figura junto a la orilla y luego los volvió a subir. Con un dedo, ajustó el enfoque hasta ver al hombre con claridad.
Envuelto en un chubasquero por encima de su ropa de trabajo, Ted Douglas estaba solo en la playa. Una única línea de pisadas sobre la arena marcaba su trayecto desde la parte rocosa de la playa.
Con las manos enrojecidas por el viento helado, Ted sostenía un libro con la portada abierta hacia arriba. Con un diseño plateado sobre negro, desde esa distancia las palabras eran ilegibles. A Slim le hubiera gustado acercarse sin que le viera, pero los guijarros del fondo de la playa y la húmeda extensión de charcos entre rocas no ofrecían ninguna manera de esconderse.
Mientras las olas de color gris azulado se agitaban y rompían, Ted levantó una mano y apenas se oyó un débil grito por encima del viento que aullaba en torno a la base del imponente acantilado del norte.
—¿Qué estás haciendo, de verdad? —murmuró Slim—. No hay nadie más ahí, ¿no?
Bajó los binoculares y sacó una cámara digital de su bolsillo. Tomo una foto del coche y otra de Ted. Durante cinco semanas seguidas Slim había hecho el mismo par de fotografías. Todavía tenía que decirle algo a Emma Douglas, la mujer de Ted, porque, aunque le estaba empezando a presionar para que le ofreciera resultados, aún no había nada que contar.
A veces deseaba que Ted dejara el libro, sacara una caña de pescar y acabara con esto.
Al principio Slim pensó que Ted leía, pero la forma en que gesticulaba con su mano libre ante el mar le dejó claro que, o bien estaba practicando un discurso, o bien estaba recitando unos versos. Slim no tenía ni idea de por qué o a quién.
Se movió a una zona de hierba, húmeda por la brisa marina, poniéndose más cómodo. No había mucho que hacer ahora aparte de comprobar lo que haría Ted después, para ver si hoy hacía lo mismo que los cuatro viernes anteriores: salir de la playa, quitarse la arena de la ropa y los zapatos, subirse a su automóvil y volver a su casa.
Es lo que acabó haciendo.
Slim lo siguió despreocupadamente, con una sensación de urgencia desaparecida a lo largo del último mes. Como las veces anteriores, Ted condujo los veinticinco kilómetros de vuelta a Carnwell, entró en su acceso al garaje y aparcó su vehículo. Con un periódico bajo un brazo y un portafolios en el otro, se dirigió a su confortable casa donde, a través de una ventana del comedor con las cortinas abiertas, Slim le vio besar a Emma en la mejilla. Mientras Emma volvía a la cocina a través de una puerta y Ted se sentaba en un sofá, Slim puso su coche en punto muerto, levantó el pie del freno y dejó que este descendiera por la colina. Tan pronto como estuvo a una distancia segura, encendió el motor y se alejó conduciendo.
Seguía sin tener nada de qué informar a Emma. Había algo seguro: no había ningún asunto extramarital, solo el extraño ritual junto al mar.
Tal vez Ted, banquero de inversión durante el día, era un seguidor oculto de Coleridge que se escapaba en secreto al salir del trabajo cada viernes, exactamente a las dos de la tarde, para arremeter contra el salvaje océano con relatos de albatros y costas gélidas.
Por supuesto, Emma sospechaba la existencia de una amante, como la mayoría de las esposas satisfechas después de salir de su zona de confort debido a un descubrimiento sorprendente.
Slim tenía un alquiler que pagar, una afición por el alcohol que atender y una curiosidad que alimentar.
Disfrutando de un gran vaso de tinto junto a un curry calentado en el microondas, revisó sus notas, buscando algo extraño. El libro, evidentemente, lo era. La raya del coche. El que Ted hubiera perfeccionado un ritual. Emma había dicho que Ted se había estado tomando medios días libres los viernes desde hacía tres meses, algo que solo había descubierto cuando tuvo que hacer una llamada urgente a la oficina.
Una llamada urgente.
Apuntó que tenía que preguntárselo, pero su importancia tenía que ser poca cuando el ritual de Ted había durado tanto tiempo.
Había algo más, algo evidente que no podía precisar lo suficiente. Le intrigaba, pero estaba fuera de su alcance.
Había otras variables que había descartado. El ritual había durado entre treinta minutos y una hora y quince minutos a lo largo de las cinco semanas que había contemplado Slim. Ted elegía el lugar de estacionamiento al azar. A veces dejaba el motor puesto y a veces no. Variaba sus rutas de aproximación y retorno cada vez, pero no de una forma que hiciera sospechar algo. Conducía tan lento que Slim podía haberlo seguido en bicicleta (al menos cuando era joven). Su desganada conducción parecía un tiempo para meditar, especialmente para un hombre como Ted, a quien Slim había visto durante otras vigilancias conduciendo como una flecha al trabajo cada día, dejando la casa en un momento en que no le quedaban ni cinco minutos que perder.
Fuera cual fuera la razón del extraño ritual de Ted a la orilla del mar, había dejado a Slim lleno de dudas, como un pez echado fuera del agua por una ola de una tormenta.

2


El domingo, Slim dio una vuelta por la playa de Ted. No tenía nombre según el antiguo mapa del catastro que había comprado en una tienda de segunda mano y era una cala estrecha, con acantilados que se levantaban en altos bloques de terreno a ambos lados, estrechando el mar de Irlanda como las manos de un gigante. Cuando la marea estaba alta, la playa era un semicírculo rocoso, pero al bajar se extendía un bonito espacio de arena de color marrón grisáceo delante de las olas.
Un puñado de personas paseando sus perros y una familia trepando por los charcos rocosos eran los únicos visitantes en un alegre día de octubre. Slim se acercó a la orilla (el mar mostraba ese día un oleaje tranquilo, más calmado que cualquier otra vez) y, mirando a la zona del acantilado del sur desde la que había vigilado a Ted, calculó la ubicación aproximada de su objetivo la última vez que lo había visto.
Solo un pedazo normal de arena. Estaba casi en el centro, con unas pocas rocas en lo alto de un lado, arena ondulada y más pilas de rocas en el otro. La arena mojada a sus pies absorbía sus zapatos. El agua era una línea gris delante de él.
Estaba dándose la vuelta para irse cuando le habló un hombre que paseaba a un perro. Un Jack Russell brincaba por la arena mientras el hombre, barbudo y calvo y envuelto en un grueso cortavientos de tweed, agitaba parte de la correa a su alrededor como si fuera el lazo de un niño.
—Bonito, ¿verdad?
Slim asintió.
—Si hiciera más calor, me apetecería bañarme.
El hombre se detuvo, ladeando la cabeza. Miró rápidamente a Slim de arriba abajo.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Slim se encogió de hombros, algo que podía significar que sí o que no.
—Vivo en Yatton, a unos pocos kilómetros al este de Carnwell. No, los tipos del interior no venimos mucho a la costa.
—Conozco Yatton. Un mercado decente los sábados —El hombre se giró para mirar el mar—. Si usted está tan loco como para entrar en el agua, tenga cuidado con las resacas. Son mortales.
Dijo esto con tal certidumbre que causó un escalofrío de temor en la espalda de Slim.
—Sin duda lo tendré —dijo Slim—. De todos modos, hace demasiado frío.
—Siempre hace demasiado frío —dijo el hombre—. Si quiere un baño decente, vaya a Francia —Luego, llevándose la mano a la ceja, añadió—: Nos vemos.
Slim vio al hombre alejarse cruzando la playa, con el perro haciendo amplios círculos a su alrededor mientras chapoteaba en los pequeños charcos que había dejado la marea. El hombre, saltando de vez en cuando por encima de los charcos más profundos, continuó con sus movimientos de la correa, como si en ningún momento tratara de atar al perro. A medida que el paseante se alejaba, Slim tuvo una sensación creciente de soledad, como una ola extraña que apareciera para romper en torno a sus talones. Volvió a su coche al ir arreciando el viento. Mientras salía del estacionamiento de tierra hacia la carretera de la costa, advirtió algo tirado entre los arbustos en el mismo cruce.
Paró, salió y tiró del objeto para sacarlo de la maleza. Las zarzas que lo rodeaban arañaron una vieja superficie de madera, como rehusando que las abandonaran.
Un cartel, podrido y medio borrado.
En el lado posterior, Slim leyó:
CRAMER COVE
Prohibido nadar todo el año
Corrientes de resaca peligrosas
Slim apoyó el cartel contra el seto, pero este se desequilibró y cayó al suelo, cara abajo. Después de pensarlo un momento, lo dejó donde había caído y volvió a su coche.
Mientras se alejaba conduciendo a lo largo de una ventosa carretera costera entre dos altos setos que serpenteaban por un valle escarpado, pensó en lo que había dicho el paseante del perro. El cartel explicaba la poca gente que había visto, aunque, sin mostrar claramente la información, las resacas tenían que ser algo que solo conocían los lugareños.
Pero, con un nombre para la playa, ahora tenía alguna pista.

3


El lunes se citó con Emma Douglas para ponerla al día.
—Estoy cerca de averiguar algo —dijo—. Solo necesito unas pocas semanas más.
Emma, una mujer excesivamente acicalada pero poco agraciada de poco más de cincuenta años, se quitó las gafas para frotarse los ojos. Unas pocas arrugas y un pelo con apenas unas manchas de gris sugerían que un marido que desaparecía durante unas pocas horas una vez a la semana era lo que ella llamaba adversidad.
—¿Sabe su nombre? Apuesto a que es esa zorra de…
Slim levantó una mano, con su mirada militar todavía lo suficientemente enérgica como para cortar sus palabras en medio de una frase, aunque la suavizó con una rápida sonrisa.
—Es mejor que antes reúna todo lo que pueda —dijo—. No quiero darle como verdad unas suposiciones.
Emma parecía frustrada, pero después de un momento de pausa asintió.
—Entiendo —dijo—, pero debe darse cuenta de lo duro que es esto para mí.
—Lo sé, créame —dijo Slim—. Mi mujer se fugó con un carnicero.
Y había elegido al hombre equivocado con una navaja que había hecho que le expulsaran el ejército y recibiera una pena de prisión condicional de tres años. Por suerte, tanto para su libertad como para el rostro de su víctima, media botella de whisky había reducido su efectividad a la de un hombre con los ojos vendados que lanza golpes en la oscuridad.
—Entiendo —añadió él—. Necesito que haga algo por mí.
—¿Qué?
Le entregó un pequeño objeto de plástico.
—Él viste un cortavientos cuando… cuando lo veo. Envuelva esto en un pequeño pedazo de tela y póngalo en un bolsillo interior. Conozco ese tipo de cazadoras. Tienen muchos bolsillos en su interior. No debería darse cuenta de que está ahí.
Levantó el objeto y le dio la vuelta.
—Es una memoria USB…
—Está diseñada para que lo parezca. En caso de que la encuentre. Es un dispositivo remoto automático del ejército.
—Pero ¿qué pasa si mira lo que tiene dentro?
—No lo hará.
Y, si lo hiciera, una carpeta de pornografía preinstalada haría que la tirara en la papelera más cercana si Ted tenía algún atisbo de decencia, dejando sin detectar el diminuto micrófono escondido debajo de la cubierta de la USB.
—Confíe en mí —dijo Slim, mostrando autoridad—. Soy un profesional.
Emma no parecía convencida, pero le lanzó una sonrisa tímida y asintió.
—Lo haré esta noche —dijo.

4


Al día siguiente, Slim llegó a Cramer Cove un par de horas antes de cuando esperaba que apareciera Ted, tratando de encontrar un buen sitio para instalar su equipo de grabación. Normalmente veía a Ted desde una zona de hierba no muy alejada del camino de la costa, pero esta vez subió un poco más arriba y eligió un saliente asimismo con hierba que seguía teniendo vistas de la playa, pero también estaba escondido a la vista de cualquiera que pasara paseando. Allí, con un plástico impermeable para evitar la lluvia, instaló su equipo de grabación y se sentó a esperar.
Ted llegó poco después de las dos. Había llovido a ratos durante todo el día y Slim frunció el entrecejo cuando el tiempo empeoró, amenazando con perturbar su grabación al irse intensificando el golpeteo de la lluvia sobre la tela impermeable. Ted, que llevaba un chubasquero, se acercó al borde de las aguas y adoptó su postura habitual. La marea estaba ese día a mitad de la playa. Ted estaba solo: el último paseante de perros se había ido a casa media hora antes de que llegara.
Ted se agachó y sacó el libro. Lo puso sobre una rodilla y luego se inclinó para que la capucha lo protegiera de la lluvia. Entonces empezó a leer y una voz amortiguada empezó a sonar en los auriculares de Slim.
Por unos segundos, Slim ajustó el control de frecuencia, seguro de que estaba recibiendo algo más que la voz de Ted. Las palabras eran un galimatías, pero los gestos de Ted se ajustaban al aumento y caída de la entonación, así que Slim se sentó en la hierba a escuchar. Ted estuvo perorando varios minutos, hizo una pausa y luego volvió a empezar. Slim fue perdiendo la atención mientras luchaba por dar sentido a las palabras. Para cuando Ted imploró en inglés: «Por favor, dime que me perdonas», Slim llevaba un buen rato estudiando la suave sucesión de las olas, pensando en otras cosas.
Slim se sentó al tiempo que Ted devolvía el libro al bolsillo de su abrigo. Después de una última mirada al mar, Ted se dio la vuelta para volver al coche, con la cabeza baja. Slim empezó a guardar su material en una bolsa. Tenía un hormigueo en los dedos y estaba desconcertado. Sentía que algo no iba bien, como si se hubiera entrometido en un acto que era privado y no debía haber compartido nunca. Mientras observaba al coche de Ted salir del estacionamiento, sabía que debía perseguirlo, que esa noche podía ser la noche en que Ted cayera en los brazos de una amante hasta entonces invisible, pero estaba paralizado, atrapado en sus propias aguas revueltas por la amenaza de lo que las palabras de Ted podrían revelar.

5


Esa noche, sin haber tomado aún ninguna decisión sobre qué hacer con la misteriosa grabación, Slim soñó con olas que rompían y brazos de color gris azulado que salían de las gélidas profundidades para arrastrarlo al fondo.
Consciente de que llegaba su expulsión, Slim había aprovechado todo lo que había podido del ejército y, durante los quince años pasados, y especialmente los cinco desde que renunció a una serie de trabajos de camionero mal pagados y aún menos interesantes para establecerse como investigador privado, había hecho un buen uso de sus contactos. Al final de la mañana del día siguiente, con un bol de copos de avena en la mano (aromatizados con una chorro de whisky) hizo una llamada a un viejo amigo especializado en idiomas y traducciones.
Mientras esperaba que le respondiera, volvió de nuevo a la cama y se puso su viejo portátil sobre las rodillas. Internet, rastreando un poco, empezaba a revelar respuestas.
Cramer Cove no estaba listada entre los mejores sitios turísticos de Lancashire desde hacía más de treinta años. Según un sitio web sobre legislación local, se prohibió el baño después del verano de 1952, cuando la poderosa resaca se llevó tres vidas en unas pocas semanas. Al quedar prohibida oficialmente cualquier actividad, una sentencia de muerte recayó sobre Cramer Cove como lugar de veraneo, mientras lugareños y turistas abandonaban al tiempo la pintoresca cala por las arenas más anodinas, pero más seguras de Carnwell y Morecombe. Aun así, algunos valientes se habían resistido, ya que había otras cuatro muertes conocidas desde principios de la década de 1980 y, aunque las circunstancias que las rodeaban eran más misteriosas, todas se habían atribuido oficialmente a ahogamientos por accidente.
A medida que se alargaba el rastro de la tragedia, Slim se iba sintiendo más reticente a profundizar en su investigación. Su experiencia activa durante la Guerra del Golfo en 1991 había destruido mucha de su curiosidad. Había un piso para el que el ascensor debería estar deshabilitado permanentemente y ya sentía haberlo sobrepasado, pero ahora estaba en nómina de otros y su renta no se iba a pagar sola.
Comparó fechas con edades. Ted Douglas tenía cincuenta y seis años, así que en 1984 habría tenido veintitrés.
Y ahí estaba.
25 de octubre de 1984, Joanna Bramwell, veintiún años, supuestamente ahogada en Cramer Cove.
¿Estaba Ted lamentando un amor perdido? Según los detalles que Slim había pedido a Emma Douglas, se conocieron y casaron en 1989. Para entonces, Joanna Bramwell ya llevaba muerta cinco años.
A Slim le gustó que no hubiera ninguna aventura. Era algo mucho más normal, algo anticlimático en muchos sentidos.
Internet se limitaba a dar un nombre y una causa de muerte, así que Slim dio vida a su viejo Honda Jazz en una gélida mañana y condujo hasta la biblioteca de Carnwell para hurgar en los archivos microfilmados del periódico.
Las tres víctimas posteriores a Joanna eran una adolescente, una niña y una señora mayor. Cuando Slim llegó a la página que debería haber mostrado un artículo acerca de la muerte de Joanna, encontró la página arruinada, como si estuviera dañada por agua, con las palabras pegadas unas a otras, ilegible.
El bibliotecario al cargo dijo que no había otra copia, a pesar de las protestas de Slim. Su pregunta sobre la causa del daño recibió un encogimiento de hombros como respuesta.
—¿Está buscando un artículo sobre una chica muerta? —preguntó el bibliotecario, un hombre más de treinta años, con especto de novelista frustrado, con un jersey de cuello alto, una bufanda de adorno y gafas metálicas—. Tal vez alguien no quiere usted lo lea.
—No, tal vez no —dijo Slim.
El joven bibliotecario guiñó un ojo, como si fuera una especie de juego.
—¿O tal vez la persona a quien usted está buscando descubrir preferiría que siguieran sin molestarla?
Slim mostró una sonrisa forzada y lo que consideraba la risita esperada, pero, cuando salió de la biblioteca, todo era frustración. Parecía que Joanna Bramwell realmente quería que siguieran sin molestarla.

6


El ejército, con toda su rigidez y sus normas, había enseñado habilidades a Slim y le había hecho un maestro de multitud de disfraces que podía asumir a voluntad. Armado con un sujetapapeles, un cuaderno en blanco y un bolígrafo tomado prestado indefinidamente de la oficina local de correos, estuvo varias horas paseando y bebiendo, simulando ser un investigador para un documental de historia local, llamando a una puerta tras otra, haciendo preguntas solo a aquellos lo suficientemente mayores como para poder saber algo y diciendo tonterías para desviar la atención de aquellos demasiado jóvenes que no.
Nueve calles y ningún indicio importante después, volvió a su piso, bebido y agotado, y encontró en el teléfono fijo una llamada perdida de Kay Skelton, su amigo traductor del ejército, que ahora trabajaba como lingüista forense.
Le llamó.
—Es latín —dijo Kay—. Pero incluso más arcaico de lo habitual. El tipo de latín que normalmente no conoce ni siquiera la gente que habla latín.
Slim tuvo la sensación de que Kay estaba simplificando un concepto complicado que podría no entender, pero este continuó explicando que las palabras eran una llamada a un muerto, un lamento por un amor perdido. Ted imploraba un recuerdo, una resurrección, una vuelta.
Kay había escaneado la transcripción en línea y había encontrado una cita directa en una publicación de 1935 titulada Pensamientos sobre la muerte.
—Es probable que tu objetivo encontrara el libro en una tienda de objetos usados —afirmó Kay—. Ha estado descatalogado durante cincuenta años. ¿Quién quiere algo así?
Slim no tenía una respuesta, porque, francamente, no lo sabía.

7


Otra semana de investigación simulada llevó a Slim a otra pista. Tras mencionar el nombre de Joanna, apareció una sonrisa en la cara de una vieja dama que se presentó como Diane Collins, una donnadie local. Asintió con el tipo de entusiasmo de alguien que no ha tenido una visita desde hace mucho tiempo y luego invitó a Slim a sentarse en un luminoso cuarto de estar con ventanas que daban a un césped cortado como una manicura y que descendía hacia un límpido estanque oval. Lo único que había fuera de lugar era una zarza que se abría paso al fondo del jardín. Slim, cuyos conocimientos de jardinería se limitaban a eliminar de vez en cuando las malas hierbas en las escaleras de delante de su casa, se preguntó si no sería en realidad un rosal sin flores.
—Fui la maestra de Joanna —indicó la vieja dama, con sus manos rodeando una taza de té flojo, que tenía la costumbre de dar vueltas entre sus dedos, como si tratara de mantener a raya su artritis—. Su muerte afectó a todos en la comunidad. Fue tan inesperada y era una chica tan encantadora. Tan brillante, tan guapa, quiero decir, había algunos alumnos verdaderamente terribles en esa clase, pero Joanna, siempre se comportaba muy bien.
Slim escuchó con paciencia mientras Diane empezada un largo monólogo acerca de los méritos de la niña que había muerto hacía tanto tiempo. Cuando estuvo seguro de que ella no miraba, sacó una petaca de su bolsillo y puso un poco de whisky en su té.
—¿Qué pasó el día que se ahogó? —preguntó Slim cuando Diane empezó a divagar con historias de sus años de maestra—. ¿No conocía las resacas de Cramer Cove? Quiero decir, Joanna no fue la primera en morir allí. Ni la última.
—Nadie sabe lo que pasó en realidad, pero alguien que paseaba el perro encontró su cuerpo a primera hora de la mañana en la línea de marea alta. Por supuesto, ya era demasiado tarde.
—¿Para salvarla? Bueno…
—Para su boda.
Slim se sentó.
—¿Puede repetir eso?
—Desapareció la noche anterior a su gran día. Yo estaba allí, entre los invitados mientras la esperábamos. Por supuesto, todos pensamos que le había plantado.
—¿Ted?
La anciana frunció el ceño.
—¿Quién?
—¿Su novio? ¿Se llamaba…?
Sacudió la cabeza, rechazando la sugerencia de Slim, agitando su mano llena de manchas.
—Ahora no lo recuerdo. Pero recuerdo su cara. La foto estaba en el periódico, Nunca deberían haber fotografiado a un hombre con un corazón roto como ese. Aunque debo decir que había rumores…
—¿Qué rumores?
—De que él la tiró al mar. La familia de ella tenía dinero, la de él no.
—¿Pero antes de la boda?
—Por eso no tenía sentido. Hay maneras más fáciles de eliminar a alguien, ¿no?
La manera en que Diane le miraba hizo que Slim sintiera como si estuviera mirando dentro de su alma. «Nunca maté a nadie», quería decirle. «Puede que lo intentara una vez, pero nunca lo hice».
—¿Hubo alguna investigación?
Diane se encogió de hombros.
—Por supuesto que la hubo, pero poca cosa. Eran principios de los ochenta. En aquellos tiempos, muchos delitos quedaban sin resolver. No teníamos todas esas cosas forenses y pruebas de ADN que ahora se ven por televisión. Se hicieron algunas preguntas (recuerdo que a mí me interrogaron), pero, sin evidencias, ¿qué podían hacer? Se consideró un accidente lamentable. Por alguna absurda razón se fue a nadar la noche anterior a la boda, dejó de hacer pie y se ahogó.
—¿Qué pasó con su novio?
—Lo último que oí fue que se mudó.
—¿Y las familias?
—Oí que la de él se fue al extranjero. La de ella se mudó al sur. Joanna era hija única. Su madre murió joven, pero su padre murió el año pasado. Cáncer —Diane suspiró como si esto fuera la culminación de la tragedia.
—¿Sabe de alguien más con quien pueda hablar?
Diane se encogió de hombros.
—Podría haber por aquí antiguos amigos. No lo sé. Pero tenga cuidado. No se habla de ello.
—¿Por qué no?
La anciana dejó el té sobre el cristal de una mesa de café con mariposas tropicales debajo de su superficie.
— Carnwell solía ser mucho más pequeño que hoy —dijo—. Hoy se ha convertido en una especie de pueblo dormitorio. Hoy puedes entrar en las tiendas sin ver ni una sola cara familiar. No solía ser así. Todos conocían a todos y, como toda comunidad muy unida, teníamos un bagaje, cosas que preferíamos que se mantuvieran en secreto.
—¿Qué podía haber de malo?
La vieja dama se giró para mirar por la ventana y, de perfil, Slim pudo ver que le temblaban los labios.
—Hay quienes creen que Joanna Bramwell sigue con nosotros. Que… nos sigue persiguiendo.
Slim deseó haber puesto más whisky en su té.
—No entiendo —dijo, forzando una sonrisa que no sentía—. ¿Un fantasma?
—¿Se burla de mí, caballero? Tal vez sea el momento de que…
Slim se levantó antes de que lo hiciera ella, levantando las manos.
—Lo siento, señora. Es que todo esto me suena a algo inusual.
La mujer miró fijamente por la ventana y murmuró algo en voz baja.
—Lo siento, no la he entendido.
La mirada en sus ojos le hizo estremecerse.
—He dicho que no diría eso si la hubiera visto.
Como si se le hubieran agotado las pilas por fin, Diane ya no diría nada más de interés. Slim asintió mientras ella le acompañaba a la puerta de entrada, pero en lo único en que podía pensar era en la mirada en los ojos de Diane y en cómo le había hecho querer mirar por encima de su hombro.

8


Tirado encima de un plato de pizza recalentada, Slim reflexionaba sobre lo que tenía de contar a Emma.
—Creo que mi marido tiene una aventura —había empezado la primera llamada telefónica grabada de Emma al móvil de Slim—. Señor Hardy, ¿puede devolverme la llamada?
Las aventuras eran fáciles de demostrar o negar con un poco de seguimiento y unas pocas fotografías. Eran pan comido para los investigadores privados, el tipo de ganancia fácil que pagaba las hipotecas. Ya había hecho esos trabajos. Ted estaba limpio, salvo que tuviera una aventura con el fantasma de una chica ahogada.
Emma había ofrecido pagar cuando tuviera información y la cuenta de Slim se estaba agotando. ¿Pero cómo podría explicar el ritual de Ted cada viernes por la tarde?
Acordó una cita con Kay en un café local.
—Es un ritual antiguo —le contó Kay—. Apela a un espíritu errante para que vuelva al lugar al que llama hogar. He comparado parte del texto con el manuscrito que he encontrado en un archivo en línea, pero ha cambiado otra parte. Es difícil, la gramática es un poco incierta. Creo que la escribió tu mismo objetivo.
—¿Y qué dice?
—Pide que le dé una segunda oportunidad.
—¿Estás seguro?
—Bastante seguro. Pero el tono… el tono es bajo. Podría ser un error de traducción, pero… de la manera en que lo dice, es como si fuera a ocurrir algo malo si ella no vuelve.
Kay aceptó traducir también el ritual de la siguiente semana, para ver si había alguna variación, lamentándolo, dijo que tendría que recibir algo por su tiempo.
Slim tenía que decir algo a Emma. Los gastos, tanto reales como potenciales, se estaban acumulando. Pero antes trataría de tirar de otro de sus hilos de viejos compañeros de armas para ver si podía profundizar un poco más en el trasfondo.
Ben Orland había trabajado en la policía militar antes de asumir un puesto de superintendente en Londres. Aunque su tono era lo suficientemente frío como para recordar a Slim la desgracia que había traído a su división, Ben sí se ofreció a llamar en nombre de Slim a un viejo amigo, el jefe de la policía local de Carnwell.
Sin embargo, el jefe de policía no devolvía llamadas a investigadores privados basados en Internet.
Slim decidió reunir toda la información que tenía hasta entonces para pasársela a Emma y dejarlo así. Después de todo, había cumplido con su encargo original y, si se permitía profundizar mucho más, sería usando su propio tiempo y a su propia costa.
Antes pasó por Cramer Cove para darse un paseo, preguntándose si los salvajes promontorios podían inspirarle.
Era viernes y la playa estaba desierta. Con la ventosa carretera de aproximación, llena de baches y en algunas partes tan estropeada que no era más que un camino de tierra sobre piedras, no era sorprendente que Cramer Cove fuera impopular. Pero en lo alto de la playa encontró unos cimientos que sugerían que había disfrutado de mucha mayor popularidad en tiempos pasados.
En la planicie sobre la playa, Slim encontró piezas de madera tiradas sobre la maleza, con restos de pinturas de llamativos colores todavía visibles. Cerró los ojos y se dio la vuelta, respirando el aroma del mar e imaginando una playa llena de turistas, sentados sobre toallas, comiendo helados, jugando con pelotas sobre la arena.
Cuando abrió los ojos, había algo de pie cerca del distante borde del agua.
Slim entornó los ojos, pero sus ojos ya no eran los mismos que antes. Palmeó el bolsillo de su chaqueta, pero se había dejado los binoculares en el coche.
Aquello seguía allí, un revoltijo de grises y negros con forma humana. El agua relucía sobre su ropa y en las largas tiras de cabello enredado.
Mientras Slim miraba, se fundió hacia atrás en el mar y desapareció.
Se quedó mirando fijamente durante mucho tiempo y, a medida que pasaban los minutos, empezó a dudar si había visto realmente algo. Tal vez solo una sombra de una nube que pasaba sobre la playa. O incluso algo no humano en absoluto, una de las focas grises que vivían en esta parte de la costa.
Trató de recordar cuánto había bebido ese día. Habían sido el trago habitual de su café matinal, un vaso (¿o dos?) en la comida y ¿tal vez uno antes de salir?
Podría ser el momento de contenerse. Estaba jugando a la ruleta rusa cada vez que se subía al automóvil, pero llevaba tanto tiempo reprimiendo la culpabilidad y vergüenza de su propia existencia que apenas lo advertía ya.
Estaba contando los posibles tragos con los dedos cuando se dio cuenta de que no había todavía bajamar. Si algo hubiera estado ahí, habría rastros visibles en la arena mojada.
Slim saltó una oxidada barrera de metal y se apresuró a llegar a la parte pedregosa y pasar a la llanura arenosa. Mucho antes de llegar al borde del agua supo que su búsqueda era inútil. La arena estaba plana, mostrando solo las ligeras ondulaciones que dejaba el agua que retrocedía.
Para cuando volvió a su coche, se había convencido de que la figura que había visto desde el promontorio era el producto de su imaginación
Después de todo, ¿qué otra cosa podía ser?

9


El viernes siguiente, Ted repitió su ritual de costumbre. Slim había considerado hablar con Emma por la mañana y luego llevarla con él para demostrar su historia, pero después de una noche llena de pesadillas de demonios del mar y olas que rompían, se lo pensó mejor. Viendo a Ted desde el mismo promontorio de hierba desde el que lo había visto las últimas semanas, se sentía extrañamente inútil, como si hubiera estado corriendo hasta una pared de ladrillos y no le quedara otro sitio a donde ir.
Tras volver a bajar a la playa después de que Ted se fuera, dio una patada a los restos rosas desgastados de una pala de plástico y decidió que ya era el momento de profundizar más.
Imaginaba que el sábado y el domingo eran los días en que más gente estaría en casa, así que peinó las calles, llamando a las puertas y haciendo preguntas con su nuevo disfraz de falso documentalista. Poca gente le prestó atención y para cuando entró en uno de los tres pubs de Carnwell para reunir lo que había recabado hasta entonces, dudó que de todos modos estuviera en un estado como para avanzar mucho.
Iba tambaleándose por la última calle del límite del norte del pueblo cuando sonó brevemente una sirena para avisar de que había un coche de policía detrás de él.
Slim se detuvo y se dio la vuelta, apoyándose en una farola para recuperar el control. Un agente de policía bajo la ventanilla e indicó con la mano a Slim que subiera.
Con poco más de cincuenta años, el hombre sacaba diez a Slim, pero parecía en forma y saludable, el tipo de hombres que toma muesli y zumo de naranja para desayunar y sale a correr a la hora de comer. Slim recordó con cariño los días en que había visto en el espejo un hombre así que le miraba, pero habían pasado un par de años desde que había tirado y roto el único espejo de su piso y nunca se dedicó a pensar en la mala suerte que había generado.
El policía sonrió.
—¿Qué está pasando? Llevo hoy tres llamadas. El doble de la media semanal. ¿Qué casa está pensando robar?
Slim suspiró.
—Supongo que, si tuviera que elegir, iría a esa verde de Billing Street. ¿Era el número seis? ¿El marido trabajando y dos Mercury al lado? Se puede decir por el sonido del aire acondicionado que la casa contiene un tesoro. Quiero decir, ¿quién tiene aire acondicionado en el noroeste de Inglaterra? Ya estaría allí si no quisiera arriesgarme a que la alarma que hay justo detrás de la puerta tenga una conexión directa con la policía.
—Sí que la tiene. Terry Easton es un abogado local.
—Sanguijuelas.
—Tiene razón. Así que déjeme adivinar, ¿señor…?
— John Hardy. Llámeme Slim. Todo el mundo lo hace.
—¿Slim?
—No pregunte. Es una larga historia.
—Sería lo normal. Así que, Mr. Hardy, adivino que no está realmente interesado en mitos y leyendas locales. ¿Quién es usted, un policía camuflado de Scotland Yard?
—Ya me gustaría. Inteligencia militar, despedido. Ataqué a un hombre que en realidad no se estaba tirando a mi mujer. Cumplí mi condena, salí una serie de habilidades previas y un problema con la bebida esperando a desarrollarse.
—¿Y ahora?
—Investigador privado. Trabajo sobre todo en los alrededores de Manchester. El hambre me ha traído tan al norte —Palmeó su barriga—. Que no le engañe. Solo es cerveza y agua.
Como si no estuviera seguro dónde se encontraba Slim entre la verdad y el humor, el hombre intentó una sonrisa.
—Bueno, Mr. Hardy, mi nombre es Arthur Davis. Soy el inspector jefe de nuestra pequeña policía local aquí en Carnwell, aunque el tamaño de nuestra fuerza apenas se merece el título. Creo que usted trató contactarme acerca de un caso abierto. ¿Joanna Bramwell?
—¿Habitualmente responde así a las llamadas?
Arthur se rio con una voz de barítono que hizo que a Slim le zumbaran los oídos.
—Volvía a casa. Aunque voy a ser atento con usted. ¿Quiere contarme ahora de qué va todo esto? Ben Orland es un viejo amigo y esa es la única razón por la que me permito considerar siquiera hablar con usted. Hay casos abiertos y luego está el caso de Joanna Bramwell. Es uno que esta comunidad siempre ha preferido mantener enterrado.
—¿Por alguna razón concreta?
—¿De verdad quiere saberlo?
Sin pedirlo, Arthur se metió en un drive-through de McDonald’s y pasó a Slim un vaso caliente de café negro.
—Tres de azúcar —dijo Arthur, rasgando una bolsa— ¿Usted?
Slim le respondió con una sonrisa cansada.
—Echaría un chorrito de Bell’s si lo tuviera a mano —dijo—. Pero me lo tomaré tal cual. Fuerte funciona mejor.
Arthur se detuvo en una plaza de estacionamiento libre y apagó el motor. A la luz de la farola más cercana, la cara del jefe de policía era como la superficie de la luna: una serie de cráteres oscuros.
—Le voy a decir directamente que debería dejar tranquilo el caso —dijo Arthur, sorbiendo su café y mirando directamente adelante a las vías que los separaban de una rotonda de una circunvalación—. El caso de Joanna Bramwell acabó con uno de los mejores policías que hay tenido Carnwell. Mick Temple fue mi primer mentor. Llevó ese caso, pero se retiró inmediatamente después, con solo cincuenta y tres años. Se ahorcó un año después.
Slim frunció el ceño.
—¿Todo por una joven muerta en la playa?
—Usted es un militar —dijo Arthur. Slim asintió—. Adivino que ha visto cosas de las que no quiere hablar mucho. Salvo que estuviera bebido, en cuyo caso no hablaría de otra cosa.
Slim miró los faros de los automóviles que pasaban por la circunvalación.
—Una explosión —murmuró—. Un par de botas y un sombrero tirado en tierra. Todo lo demás… desaparecido.
Arthur se quedó en silencio durante unos segundos como si digiriera esta información y mostrando un momento de respeto cortés. Slim no había hablado de su antiguo líder de pelotón en veinte años. Bill Allen no había desaparecido completamente, por supuesto. Encontraron sus restos después.
—Mick siempre decía que ella volvería —dijo Arthur—. La encontraron tendida en la zona de alta de la playa, como si la hubiera llevado una gran ola. Usted ha estado en Cramer Cove, supongo. Estaba treinta metros por encima de la línea de marea de la primavera. No hay forma de que Joanna hubiera llegado hasta allí si no la hubiera arrastrado alguien.
—O que se hubiera arrastrado ella misma hasta ahí.
Arthur levantó una mano como si quisiera quitarse la idea de su cabeza.
—El informe oficial decía que los dos paseantes de perros que la encontraron debieron moverla, para alejarla de la marea, pero ambos eran residentes locales. Tendrían que saber que la marea estaba bajando.
—¿Pero estaba muerta?
—Lo suficiente. Informe forense y todo eso. Oficialmente, se ahogó. La llevaron a la morgue y luego la enterraron.
—¿Y eso es todo? ¿Ninguna investigación?
—No teníamos nada. Ninguna indicación de que fuera otra cosa que un accidente. Sin testigos, nada circunstancial. Fue un accidente, eso fue todo.
Slim sonrió.
—¿Por qué lo llamó entonces un caso abierto? Eso equivale a una investigación de asesinato sin resolver, ¿no?
Arthur tamborileó con los dedos sobre el salpicadero.
—Me ha pillado. Todos lo han olvidado, salvo los pocos que recordamos a Mick.
—¿Qué más sabe?
Arthur se giró, mirando a la cara a Slim.
—Creo que ya le he contado bastante. ¿Qué tal si usted me dice qué está haciendo al peinar las calles de Carnwell en busca de información?
Slim pensó en contar una mentira al jefe de policía. Después de todo, si abría un melón y la policía se veía implicada, probablemente no iba a cobrar. Al final dijo:
—Tengo un cliente que está obsesionado con Joanna. Estoy tratando de averiguar por qué.
—¿Qué tipo de obsesión?
—Bueno, una oculta.
—¿Es usted uno de esos cazafantasmas chalados?
—No lo era hasta hace una o dos semanas.
Arthur gruñó.
—Bueno, este debería ser un buen lugar para empezar. ¿Ha oído hablar de Becca Lees?
Slim frunció el ceño, repasando en su memoria. El nombre había aparecido en algún sitio…
—La segunda víctima —dijo Arthur—. Cinco años después de la primera. 1992. Hubo una tercera en 2000, pero ya llegaremos a eso.
—¿Debería anotar esto?
En la penumbra, el gesto de Arthur podría haber sido de asentimiento o de indiferencia.
—No voy a hablar con usted ahora mismo —dijo—. Ya lo descubrirá.
—¿Pero sería bueno para usted que el caso abierto de Joanna Bramwell se… cerrara un poco?
—Mick era un buen amigo —dijo Arthur.
Slim tuvo la impresión de que había terminado.
—¿Qué tiene para mí?
— Becca Lees tenía nueve años —continuó Arthur—. La encontraron en los charcos de la playa del lado sur con la marea baja.
—Ahogada —dijo Slim, recordando que había leído la historia—. Muerte accidental.
—Ni una señal sobre ella —añadió Arthur—. Yo iba en el primer coche que llegó al lugar. Yo… —Slim oyó un sonido similar a un sollozo contenido—… yo la di la vuelta.
—He oído muchas cosas acerca de esas resacas marinas—dijo Slim.
—Era octubre —dijo Arthur—. Aproximadamente esta época del año. Una semana de vacaciones, pero había habido una tormenta y la playa estaba cubierta de desechos. La pequeña Becca, según su madre, había ido a recoger madera para un trabajo de arte en la escuela.
Slim suspiró.
—Recuerdo haber hecho una vez lo mismo. Y decidió darse un baño rápido y fue arrastrada.
—Su madre la dejó camino de Carnwell. Volvió una hora después para recogerla y ya era demasiado tarde.
—¿Cree que la asesinaron?
Arthur golpeó el salpicadero con una ferocidad que hizo que Slim se estremeciera.
—Mierda, sé que la asesinaron. Pero ¿qué podía hacer? No asesinas a alguien en una playa si no hay ya bajamar. ¿Sabe por qué?
Slim sacudió la cabeza.
—Dejas rastros. ¿Ha tratado alguna vez de eliminar rastros dejados en la arena? Imposible. Pero solo había uno. Eso era todo. Hacia el borde del agua, había un pequeño espacio en el que la marea había bajado. La niña había sido arrastrada por el agua y arrojada sobre las rocas, quedando abandonada cuando el agua se retiró.
—Parece un ahogamiento. Se acercó demasiado, la absorbió y la arrastró por la playa.
—Eso parece. Salvo que Becca Lees no sabía nadar. Ni siquiera le gustaba la playa. No llevaba ningún bañador. Cuando llegamos, había un zigzagueo en la arena donde estaba recogiendo cosas. Luego desde aproximadamente la mitad de camino hasta la marca de bajamar hay una única línea recta hasta el borde del agua, que acababa con dos marcas en la arena, mirando al mar. ¿Qué le sugiere esto?
Slim dejó escapar un profundo suspiro.
—Que, o bien una niña a la que no le gusta el agua sintió una urgencia repentina por andar directamente a la orilla… o vio alago que atrajo su atención.
Arthur asintió.
—Algo que salía del agua.
Slim pensó en la figura que había pensado haber visto junto a la orilla. ¿Había visto Becca Lees algo similar? ¿Algo que le habría impulsado a dejar de recoger madera y dirigirse directamente al borde del agua?
¿Algo que la atrajo a su muerte?
—Hay algo más —dijo Arthur—. El forense lo apreció, pero no bastaba para negar una muerte accidental. Los músculos de detrás de los hombros y el cuello mostraban una rigidez antinatural, como si se hubieran tensado inmediatamente después de su muerte.
—¡Qué pudo haber pasado?
—Hablé con el forense y se lo conté al superintendente como justificación para prolongar la investigación, pero no había más evidencias. Lo que podía probar era que Becca estaba tratando de resistir una gran presión en el momento de su muerte.
Slim asintió. Se frotó los ojos esperando que se desvaneciera una desagradable imagen de su mente.
—Alguien la empujaba hacia el fondo del agua.
Intercambiaron sus números de teléfono antes de que Arthur dejara a Slim cerca de su casa con la promesa de revisar todo lo que pudiera encontrar en los ficheros de los casos. Había más que contar, pero con una mujer y una cena esperándolo tendría que aplazarse para otro momento.
Slim, con la cabeza exhausta después de un día agotador, solo había llegado a una conclusión concreta: tenía que hablar con Emma acerca de Ted.

10


Quedó con Emma en un parque forestal a unos tres kilómetros del pueblo. Ella había elegido el sitio considerando que allí era menos probable que los vieran, de forma que podían ocuparse de sus asuntos sin que lo supiera Ted. Mientras la esperaba, a Slim le acosaba la sensación de que eran una pareja de amantes en secreto y la soledad que iba con él a todas partes disfrutó de la analogía mucho más de lo que creía apropiado. Cuando se acercó Emma, caminando enérgicamente y con la cabeza baja, Slim metió sus manos en los más hondo de los bolsillos de su abrigo, no fuera que pudieran traicionarlo de alguna manera.
Emma fue al grano.
—Han pasado casi dos meses —dijo—. ¿Tiene ya algo que decirme?
Ni siquiera un saludo formal. Y el analista que habitaba en Slim hubiera querido contestar que habían sido siete semanas y cuatro días.
—Señora Douglas, por favor, siéntese. Sí, tengo alguna información, pero también necesito alguna.
—Oh, de acuerdo, Mr. Hardy, todavía está contratado, pero aún está descubriendo cosas, ¿es eso?
Slim estuvo a punto de mencionar que todavía no había recibido ni un penique. Por el contrario, dijo:
—Mi conclusión es que su marido no está teniendo ninguna aventura… —El alivio en el rostro de Emma se vio algo atemperado por la última palabra de Slim—… todavía.
—¿De qué está hablando?
—Creo que, hasta ahora, su marido está tratando de contactar con una antigua novia o amante. No estoy seguro de para qué, pero se puede pensar en lo obvio. Sin embargo, tengo que repasar el pasado de su marido una vez más para averiguar qué tipo de relación tiene o quiere tener Ted con la persona con la que intenta contactar.
Slim se regañó a sí mismo por mostrar las especulaciones como hechos, pero necesitaba que Emma aflojara la lengua.
—Qué capullo. Sabía que nunca debimos volver aquí. Todos se acuestan unos con otros en estos horribles pueblecitos endogámicos.
Slim hubiera querido señalar que, si Carnwell estaba en medio de una orgía masiva, lo habían dejado lamentablemente a un lado, pero en su lugar trató de fingir una mirada de simpatía en sus ojos.
—Hace tres años, me dijo usted, ¿verdad? Desde que volvieron aquí.
—Dos —dijo Emma, corrigiendo el error deliberado de Slim. Inspiró profundamente, preparando un montón de información que Slim esperaba que contuviera algo que necesitaba. Siempre es mejor que un cliente te cuente algo antes de que le preguntes. Hace que la lengua, a menudo una bestia recelosa, se convierta en un compañero dispuesto.
—Le habían ofrecido un trabajo, o eso dijo. Yo estaba encantada en Leeds. Tenía mi trabajo a tiempo parcial, amigos, mis clubes. No sé por qué quería volver. Quiero decir, sus padres murieron hace mucho y su hermana vive en Londres (y tampoco la llama nunca), así que no tiene ninguna relación con esto. Quiero decir, hemos estado casados veintitrés años y solo habíamos pasado por aquí unas pocas veces para hacer algo más interesante. Bueno, sí, hubo una vez que paramos para comprar unas patatas, pero no valían nada: demasiado secas…
—Y su marido, ¿trabaja en banca?
—Ya se lo he dicho. Inversión. Pasa todo el tiempo enfrascado con el dinero de otros. Quiero decir, es una existencia desalmada, ¿no? Pero no siempre podemos ganar dinero haciendo lo que queremos en la vida, ¿no, Mr. Hardy?
—Es verdad.
—Quiero decir, si pudiera, me pagarían por beber oporto a la hora de comer.
Slim sonrío. Tal vez había encontrado después de todo un alma gemela. Emma Douglas era diez años mayor que él como mínimo, pero se había cuidado de una manera poco habitual en mujeres miembros de gimnasios en Navidad y con mucho tiempo libre. Se dio cuenta de que, a fin de cerrar el caso, con un trago o dos dentro, haría lo que fuera necesario si eso significaba desatarle la lengua.
Y a la mierda la ética.
—Y el historial de su marido… ¿Siempre ha trabajado en finanzas?
Emma resopló.
—Dios mío, no. Probó suerte de muchas maneras, eso creo, después de graduarse. Pero no hay mucho dinero en tonterías como la poesía, ¿no?
Slim alzó una ceja.
—¿Su marido era poeta?
Emma agitó una mano con desdén.
—Oh, estaba en ello. Estudió inglés clásico. Ya sabe, ¿Shakespeare?
Slim se permitió no ofenderse.
—Conozco algunas de sus obras —dijo, ocultando una sonrisa.
—Sí, a Ted le encantaban esas cosas. A finales de los setenta era un verdadero hippy. Lo intentó con la poesía en directo, actuaciones, ese tipo de cosas. Se graduó con veintiocho años y trabajó por un tiempo como profesor sustituto de inglés. Pero eso no pagaba las facturas, ¿no? Cuando eres joven, está bien estar en eso, pero no es algo que puedas mantener a largo plazo. Un amigo le consiguió en trabajo en un banco poco después de casarnos y creo que encontró los ingresos bastante adictivos, como es natural.
Slim asintió lentamente. Estaba dando forma tanto a una imagen de Emma como a la de Ted. El romántico reprimido, encajado en una vida basada en el dinero, con una esposa trofeo materialista pegada del brazo, añorando los viejos tiempos de poesía, libertad y tal vez playas y antiguas amantes.
—¿Habla Ted a menudo de los viejos tiempos? Quiero decir, de antes de que se casaran.
Emma se encogió de hombros.
—A veces solía hacerlo. Quiero decir, nunca quise oírle hablar de antiguas amantes o algo parecido, pero hablaba de vez en cuanto acerca de su infancia. Menos a medida que pasaban los años. Quiero decir, ningún matrimonio se mantiene igual, ¿no? La gente no habla como antes. ¿No lo ve así?
—¿Yo?
—Me dijo que estuvo casado, ¿no?
A veces, presentarse como una víctima hacía que la gente se abriera y necesitaba que Emma sintiera un cierto compañerismo antes de plantear las complicadas preguntas siguientes.
—Nueve años —dijo—. Nos conocimos cuando tuve un permiso después de la Primera Guerra del Golfo. Estuve en cuarteles durante la mayor parte de nuestro matrimonio. Charlotte vino conmigo al primer par de bases, cuando estaba en Alemania. Pero no quiso ir a Egipto, ni después a Yemen. Prefirió quedarse en Inglaterra y «cuidar de la casa», como decía.
Emma puso una mano sobre la rodilla de Slim.
—¿Pero lo que hacía realmente era apoderarse de vuestro dinero y llevarse a otros hombres a vuestra cama?
Si hubiera podido elegir las palabras, Slim, que veía menos telenovelas de las que estaba claro que Emma veía, lo hubiera expresado de otra forma, pero no era del todo mentira.
—Fue algo así —dijo—. Estaba bastante contenta hasta que una herida leve cuando perseguíamos a piratas en el Golfo Pérsico hizo que me transfirieran a inteligencia militar de vuelta a Reino Unido. Entonces podía ir a casa los fines de semana. Solo tardó una semana en irse.
—¿Con el carnicero?
Slim sonrió.
—¿Se lo he contado? Sí, con el carnicero. Mr. Staples. Nunca conocí su nombre. No lo supe hasta después. Había estado tonteando con un colega que dijo que se mudaba a Sheffield. Sumé dos y dos y me engañaron.
—Pobre —Emma palmeó su rodilla y la apretó un poco. Slim trató de ignorarlo.
—Las cosas son como son. No echo de menos el ejército en absoluto. La vida es mucho más interesante como investigador privado, sobreviviendo hasta que cobras.
—Bueno, me parece bien —dijo Emma, sin percibir la fuerte dosis de sarcasmo de Slim.
—Las cosas empeoraron —continuó Slim, en busca del golpe definitivo que los uniría para siempre como compañeros de penurias—. Hizo algunas maniobras legales mientras yo estaba de servicio. Pidió el divorcio y descubrí que la casa que yo estaba pagando se había puesto solo a su nombre. Reclamó que era propiedad suya desde antes de nuestro matrimonio. Hubo alguien que modificó unas pocas fechas de documentos legales y perdí todo. Oh, y estaba embarazada, lo que le hacía que fueran más indulgentes con ella. Esto después de abortar nuestro primer hijo mientras yo estaba de servicio, porque no quería que el niño creciera sin un padre.
—¿El segundo bebé era de usted?
Slim rio.
—Demonios, no. No habíamos estado juntos en años. Supongo que era del carnicero, como el resto de mi vida en aquel entonces.
—¡Es terrible! —Emma le estaba acariciando el muslo, pero Slim, con sus manos aún en el fondo de sus bolsillos, lo ignoró. Por el contrario, se encogió de hombros.
—Cosas que pasan —dijo.
—Debió ser devastador.
Slim cerró sus ojos un momento, recordando un par de botas sobre la arena.
—He visto cosas peores —dijo.
Emma guardó silencio durante un momento, frunciendo el ceño mientras miraba fijamente al camino, con su mano que seguía subiendo y bajando por el muslo de Slim, como si tratara de calentarla para quitarse el frío.
—¿Puede hacerle una pregunta personal? —dijo Slim.
—¿Cómo de personal?
—¿Esta sería la primera aventura de Ted?
Emma apartó la mano y pareció sorprenderse.
—Um, bueno, eso creo. Quiero decir, no estoy segura, pero siempre ha sido un buen marido.
—¿Y usted?
—¿Qué?
—Siento preguntarle esto, señora Douglas, pero ¿ha sido una buena esposa?
Emma se apartó de él. El espacio libre entre ellos en el banco miraba a Slim como un niño con los ojos muy abiertos.
—¿Y eso que tiene que ver? —Emma se levantó y se alejó—. Mire, Mr. Hardy, creo que es el momento de que termine nuestro contrato. No me ha dado nada de valor y ahora me hace preguntas como esa. No soy una esposa sola a quien usted pueda…
—¿Mostró Ted alguna vez interés por el ocultismo? —le interrumpió Slim.
Emma le miró fijamente, con la boca abierta, y luego sacudió la cabeza.
—No debería haberle contratado —le espetó—. Ya lo descubriré yo misma.
Sin decir nada más, se fue, dejando a Slim sentado en el banco, con los dedos acariciando el lugar tibio que había dejado la mano de ella en su muslo.

11


Falto de ideas, Slim se dirigió a la biblioteca y pidió una antología de Shakespeare. Una hora después estaba de Vuelta en el mostrador bajo la mirada condescendiente del funcionario aspirante a escritor para devolver el libro (que había sido tan útil como leer francés) y alquilar las copias de películas en DVD de la biblioteca.
Para la noche del martes, después de un empacho de televisión de dos días, había visto todas las películas de las que había oído hablar y un par de las que no. Incluso viendo las tragedias interpretadas, muchas tenían poco sentido, pero si Ted Douglas había pasado sus años de formación con cosas como Hamlet y Macbeth, era fácil ver de dónde podía haber venido su interés por lo oculto.
Borracho de vino tinto barato, Slim dormitaba durante las últimas escenas de Romeo y Julieta, levantándose al sonar su teléfono, para encontrar a ambos amantes muertos y pasando los títulos de crédito.
No se levantó lo suficientemente rápido de la silla como para recoger la llamada y no habían dejado ningún mensaje. Al comprobar el número, aparecía como desconocido y una llamada de vuelta se limitó a zumbar en el espacio. Lo más probable es que proviniera de Skype o algún proveedor digital similar.
Volvió a sentarse en su silla, preguntándose cómo avanzar. Arthur era su mejor pista, el dicharachero jefe de policía tenía más que contar y el conocimiento para dar a Slim detalles íntimos.
¿Pero a dónde le llevaba esto? Contratado para investigar la posible infidelidad de un rico banquero de inversión, se encontraba desenterrando detalles de un caso abierto de hace mucho tiempo y varios otros alrededor de él.
No le iban a pagar por esto. Era mejor dejarlo y olvidarlo. Tenía que pagar un alquiler. No podía irse por una tangente tan cara.
Aun así, ese mismo impulso le arrastraba igual aquel que le había hecho alistarse muchos años antes. La necesidad de aventura, de exotismo, era innegable.

12


La mañana del viernes se levantó con una resaca peor que cualquiera que recordara en las últimas semanas, miró con ira un par de botellas de vino vacías en el cubo de la basura y luego trató de recuperar la normalidad con una gran fritura en el café barato de la esquina de su calle.
Ted estaría en la playa de nuevo esta tarde, pero ¿tenía algún sentido ir a verlo? Era el mismo ritual una y otra vez. En todo caso, Emma le había dicho que lo dejara. No iba a conseguir nada.
Caminaba de vuelta a su casa cuando zumbó su móvil. Era Kay Skelton, su amigo traductor.
—¿Slim? Intente llamarte anoche. ¿Podemos vernos?
—¿Ahora?
—Si es posible…
La urgencia en la voz de Kay convenció a Slim. Le dio a Kay el nombre de un bar a un par de calles del café. Estaría abierto para cuando llegara allá.
Veinte minutos después, encontró a un camarero abriendo las puertas y encendiendo las luces. Luchó contra la tentación de empezar pronto, optando por un café, que llevó a un rincón oscuro, y se sentó en una mesa alta a esperar a Kay.
El traductor llegó media hora después. Slim estaba tomando su tercer café y la fila de botellas de whisky detrás de la barra amenazaba con romper todas sus defensas.
Slim no había visto a Kay en persona desde sus tiempos en el ejército. El experto lingüista, que ahora trabajaba en un empleo sedentario senillo traduciendo documentos extranjeros para un bufete de abogados, se había ablandado y ganado peso. Parecía que comía demasiado bien y no bebía lo suficiente.
Slim seguía siendo el único cliente, así que Kay le vio de inmediato. Llamó al camarero y pidió un brandy doble y luego se subió al taburete que había enfrente.
Se dieron la mano. Ambos mintieron acerca de lo bien que se veían. Kay ofreció a Slim un trago que este declinó. Luego, con un suspiro, como si fuera la última cosa que quisiera hacer; Kay sacó un sobre de la bolsa que había traído y la puso sobre la mesa.
—Cometí un error —dijo.
—¿Qué?
—Esta es la transcripción. La he comprobado dos veces y aunque el sentido era correcto, me equivoqué en una pequeña sección.
Kay sacó un papel del sobre. Un círculo rojo destacaba una sección de texto escrita a mano con desaliño y que Slim supuso que era latín.
—Esta sección. Tu hombre está diciendo a algo que vuelva, que necesita que retorne a casa. Solo que no es así —Kay señaló una palabra que era tan ilegible que Slim ni siquiera intentó leerla—. Aquí. No es «ven», es «vete».
—¿Vuelve?
Kay asintió.
—Tema lo que tema tu objetivo, eso sigue allí.

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