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El Metro Del Amor Tóxico
Guido Pagliarino
En las obras anteriores basadas en los personajes Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli, «La furia de los insultados», «El monstruo de tres brazos» y «Los satanistas de Turín», ambos eran funcionarios de policía (o de la Seguridad Pública, como se denominaba antiguamente a esta), comisario el primero y su ayudante directo el segundo. En esta obra posterior, mientras que Vittorio sigue estando de servicio y ha ascendido al grado de subinspector, Ranieri ha dejado valerosamente el uniforme con su salario fijo para dedicarse exclusivamente a su pasión, la escritura, y vive duramente de su pluma, como periodista precario en un periódico y editor mal pagado en una editorial y esta vez, tanto en la novela «El metro del amor tóxico» (metro en sentido poético) como el cuento breve que lo sigue es el personaje principal, no Vittorio, aunque su amigo no queda en modo alguno arrinconado.
En las obras anteriores basadas en los personajes Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli, «La furia de los insultados», «El monstruo de tres brazos» y «Los satanistas de Turín», ambos eran funcionarios de policía (o de la Seguridad Pública, como se denominaba antiguamente a esta), comisario el primero y su ayudante directo el segundo. En esta obra posterior, mientras que Vittorio sigue estando de servicio y ha ascendido al grado de subinspector, Ranieri ha dejado valerosamente el uniforme con su salario fijo para dedicarse exclusivamente a su pasión, la escritura, y vive duramente de su pluma, como periodista precario en un periódico y editor mal pagado en una editorial y esta vez, tanto en la novela «El metro del amor tóxico» (metro en sentido poético) como el cuento breve que lo sigue es el personaje principal, no Vittorio, aunque su amigo no queda en modo alguno arrinconado: Ranieri, al volver a su casa un día de julio de 1969, encuentra en su buzón una carta, mandada desde Nueva York, que le comunica la concesión de un premio literario bien dotado por su obra poética traducida en Estados Unidos. Poco después se perpetran atentados contra su vida, envueltos en incidentes, sin éxito gracias a la capacidad atlética y la habilidad marcial del objetivo. ¿Tal vez se trata de intentos de venganza por parte de alguno de los muchos delincuentes que Ranieri ha entregado a la justicia antes de dimitir? ¿O, como acaba sospechando el motivo, es precisamente el premio literario?  ¿O, todavía más sorprendente, el motivo puede ser una antología de sus poesías imprimida hace poco completamente a sus espaldas? Tras volar a Nueva York para recoger el premio, Velli es recibido en el aeropuerto Kennedy por una joven italo-americana, Norma Costante, una auténtica belleza a la que la Fundación Valente, organizadora del premio, ha encargado asistirlo como intérprete y acompañante. Esta, a punto de divorciarse de su marido, pintor bisexual que la ha traicionado abandonándose a orgias con modelos de ambos sexos, parece enamorarse apasionadamente de Ranieri, mientras que este sin duda queda prendado de ella, pero surgirá un hecho amargo del pasado de la sensual mujer. Entretanto, también en Estados Unidos alguien intenta matar al poeta varias veces, siempre disfrazando sus tentativas criminales como incidentes fortuitos y aunque Ranieri consigue de nuevo huir de la muerte, se ven sin embargo afectadas otras personas, para empezar John Crispy, un importante bróker estadounidense que administra el patrimonio de Donald Montgomery, joven de carácter frío, director del FBI de Nueva York y candidato al Senado de Estados Unidos: tal vez odia al administrador porque está a punto de casarse con su madre, la mujer más rica de Estados Unidos. Algo parece seguro: el poeta se ha convertido, a su pesar, en una pieza de un juego de ajedrez criminal internacional que afecta en particular a Italia, país que, en ese año 1969, era presa de violencias sociales y desórdenes civiles. Hay multitudes de sorpresas, entre otras que personas que se creen muertas reaparecen vivas en escena, mientras que personajes que parecen honrados se revelan como falsos y nihilistas. La solución del caso llegará solo hacia el final, cuando el poeta, salvado solo en el último momento por su fraternal amigo el subinspector D’Aiazzo, será atacado y brutalmente torturado por el imprevisible artífice del colosal plan criminal. En el apéndice se puede leer el cuento El difunto D’Aiazzo, cuyos acontecimientos son un poco posteriores a los de la novela: los medios de comunicación comunican que el subinspector Vittorio D’Aiazzo ha sido asesinado. La víctima, según todos los indicios, parece ser, contra toda expectativa, un individuo con una doble personalidad, honradísimo funcionario en la comisaría de Turín y desleal delincuente en la de Nápoles, su ciudad natal. Su amigo Ranieri no puede tolerarlo y empieza a investigar.


Copyright © 2020 Guido Pagliarino - All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor – Libro distribuido por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) - Italia - P.IVA/Código fiscal: 01585300559 - Registro mercantil de TERNI, N. REA: TR – 108746

Guido Pagliarino

EL METRO DEL AMOR TÓXICO

Novela

Con el apéndice del cuento sobre los mismos personajes

EL DIFUNTO D’AIAZZO

Traducción de Mariano Bas
Guido Pagliarino
El metro del amor tóxico
Novela
con el apéndice del cuento sobre los mismos personajes
El difunto D’Aiazzo
Traducción de Mariano Bas
Obra distribuida por Tektime
© Copyright 2020 Guido Pagliarino – Todos los derechos pertenecen al autor

Ediciones de esta obra en italiano:
1ª edición bajo el título Il Poeta e il Committente, romanzo, libro en papel, © Copyright 2007-2014 Boopen Editore, descatalogado desde 2014 y desde ese mismo año © Copyright de Guido Pagliarino
2ª edición, revisada y corregida, publicada solo como e-book en todos los formatos bajo el título Il metro dell’amore tossico (Il Poeta e il Committente), romanzo, © Copyright 2015 Guido Pagliarino, Smashwords Edition
3ª edición, revisada y corregida, publicada en e-book en todos los formatos y como libro en papel bajo el título Il Metro dell'amore tossico, romanzo, con l’appendice del racconto, fin a oggi inedito, sui medesimi personaggi, Il fu D’Aiazzo, Tektime Editore, © Copyright 2017 Guido Pagliarino

La imagen de la portada ha sido creada electrónicamente por el autor.

Los personajes, hechos, nombres de personas, entidades y empresas y sus sedes que aparecen en la novela son imaginarios, cualquier referencia a la realidad pasada o presente son casuales y absolutamente involuntarios.
Índice

El metro del amor tóxico – Novela (#ulink_33613411-3d0d-5270-8a65-6906889d2172)
Capítulo I (#ulink_ccc85d8e-aa9a-540b-977e-c8f7270e8473)
Capítulo II (#ulink_da3e8329-64cf-5570-b642-c6ccd1318900)
Capítulo III (#ulink_15d67f42-9ff8-5d6f-bb63-c02976a560cc)
Capítulo IV (#ulink_e9dd2531-7e2f-5cd0-9476-82eeb8f0fea5)
Capítulo V (#ulink_e7e8ea4c-8c47-5434-9987-b9c8ffaa6b30)
Capítulo VI (#ulink_f2a8a658-9832-524a-ae94-cfb6cc6cd149)
Capítulo VII (#ulink_56b5dd5d-ca8e-5063-b087-35d2fe26616b)
Capítulo VIII (#ulink_1e93d832-0283-529c-a78d-ce94017517f9)
Capítulo IX (#ulink_c82134fc-3ae2-5101-8e8d-62599e6df1c0)
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
El difunto D’Aiazzo - Cuento
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El metro del amor tóxico (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)
Novela (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)
( (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)© (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6) 1992 ) (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)
Capítulo I (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Era el 1 de julio de 1969, martes. Al llegar a casa al final de la tarde, recogí de mi buzón un sobre grande. En ese momento, solo observé que había llegado por vía aérea de una ignota Alfio Valente Cultural Foundation de Nueva York. No di demasiada importancia al pliego y, sin apresurarme, subí a casa, un modesto apartamento en el último piso de un viejo edificio del centro histórico, me puse cómodo y, finalmente, sentándome en el escritorio de la pequeña habitación que me servía de estudio, abrí el sobre. Me llevé una maravillosa sorpresa. Me habían concedido el Brooklyn Alfio Valente Poetry Award por mi obra poética traducida y publicada en Estados Unidos: un premio en metálico de unos estupendos 5.000 dólares, una cifra pingüe para esos tiempos, y me pagaban los gastos del viaje. Estos señores americanos debían tener una gran confianza en su servicio postal, dado que no me lo habían comunicado por correo certificado internacional. Me pedían, con la firma del presidente Albert Valente, que imaginaba que era un pariente y luego supe que era hijo del difunto titular de la fundación, que confirmara telefónicamente la aceptación del premio y mi presencia en la ceremonia de entrega de este. Consideré, después de echar una ojeada al reloj y, después de restar seis horas a las 17:38 que marcaba, que todavía era por la mañana en el huso horario de Nueva York. Llamé a la centralita de la única sociedad telefónica italiana de aquellos tiempos, la SIP,
para que me pusiera con la fundación: en cuanto a la celeridad de las llamadas intercontinentales, era un tiempo de mamuts en el que quien llamaba debía recurrir a una de las telefonistas de la SIP y esperar que esta, después de muchos minutos de espera como mínimo, finalmente lo conectara con el lejano número gracias a un circuito de comunicaciones operado a mano.
Colgué y, a la espera de que sonara de nuevo el aparato advirtiéndome de que estaba en línea, me regocijé con la idea de la inesperada ganancia que estaba a punto de recibir, algo verdaderamente providencial, pues el arte de la poesía, como resultaba natural, no me generaba casi ningún ingreso y vivía gracias a colaboraciones esporádicas en un diario de Turín, La Gazzetta del Popolo, y al inseguro trabajo de traductor y editor en una editorial, retribuido a destajo por cada libro. En realidad también tenía escrita una novela, potencialmente mucho más comercial que las obras en verso, e incluso había conseguido publicarla con la gente de la misma editorial turinesa para la que trabajaba, no sin el desgaste de unas cuantas aproximaciones al Kan de todos los Kanes, como solíamos llamar entre nosotros al altanero y a veces caprichoso propietario: tuve muchos elogios de la crítica, que habían llenado mi portafolios, y ningún éxito comercial, al tratarse de «una obra de prosa poética más que de una novela con un relato», como me comunicó finalmente el editor, ya dubitativo a la hora de llevarla a la imprenta, recalcando el tono sobre la última palabra. Es bueno que además adelante que, no por tratarse de un caso relacionado con mi miserable situación económica de aquellos tiempos, sino porque, como veremos, resultaría algo dramático para mí e incluso funesto para muchos ciudadanos de Estados Unidos e Italia, seis meses antes de recibir el premio Brooklyn Alfio Valente, al necesitar más dinero, había aceptado la repentina oferta de un potentado de componerle y venderle por una buena cantidad una veintena de sonetos en honor de su bienamada, poesías que este tenía la intención declarada de presentar como frutos de su talento ante ella. Lo digo de inmediato: todavía hoy siento amargura por haber vendido mi arte y, por una serie de circunstancias derivadas, también mi dignidad y mi libertad, aunque, como explicaremos en su momento, esto me castigaría moral y físicamente.
Mientras esperaba a que me comunicaran con la fundación, la alegría se me fue de golpe: releyendo con más atención la carta, advertí que la fecha del premio estaba cerca, menos de veinte días, y me di cuenta de repente que tenía caducado el pasaporte. Un escalofrío por la espalda, literalmente, y luego un acceso de ira: «¡¿Por qué me han avisado en el último momento?!» Pero al fijarme en la fecha de expedición en el sobre, entendí que la fundación no era la culpable del retraso, pues la carta había salido de Nueva York más de dos semanas antes. «Bueno, sí, pero sí es culpable al menos de no haberla mandado certificada», les increpé de todas formas en mi cabeza e inmediatamente me enfadé con el desconocido inútil (¿de correos? ¿de un aeropuerto?) al que se debía la posterior complicación y finalmente me pregunté si, a pesar de todo, podría obtener a tiempo la renovación del pasaporte en la comisaría de policía y, considerando que los prudentes Estados Unidos también requerían un visado consular preventivo, me respondí: «Casi seguro que no», pero me quedaba una esperanza: «… pues sí, ¡pediré ayuda a Vittorio!»
El subinspector
Vittorio D'Aiazzo servía en la comisaría de Turín, donde también yo había trabajado a sus órdenes antes de dejarlo hacía unos pocos años. Era un gran amigo, tal vez el único que he tenido y también sabía que, al ser ambos de carácter retraído, yo fui su único amigo de verdad.
«¡Imagina», pensé cada vez más aliviado, «si, vista la importancia del asunto, no se va a esforzar!»
Ya, pero ¿cómo había entrado en la policía un hombre tranquilo como yo, completamente opuesto a un trabajo armado? ¿Una persona que se dedicaba al arte de la métrica y a leer frecuentemente desde el colegio, inspirada por las traducciones de la Ilíada de Monti y la Odisea de Pindemonte, un hombre deseoso de conseguir la licenciatura en letras? Dicho en pocas palabras: el entorno familiar de los años 40 del siglo pasado era muy distinto del actual, pues entonces era imprescindible que un joven respetara la voluntad de sus padres y los míos no me permitieron en absoluto realizar estudios clásicos y, con sacrificio y una gran incomprensión, me empujaron hacia los estudios científicos, con la idea errónea de hacerme ingeniero y entrar en la empresa automovilística de la ciudad, la FIAT, donde ambos trabajaban como obreros. Odiaba las matemáticas, la física, la química y la mineralogía y descuidé esos estudios: una serie de suspensos, ¡siempre un 4! hasta el punto de tener que repetir el primer y tercer año de la secundaria, aun obteniendo siempre 8 en italiano, latín, filosofía, historia e inglés. Con casi diecinueve años, hacia la mitad de ese mismo tercer curso repetido, en 1952, al no querer perjudicar más a mis padres, que se estaban sacrificando inútilmente, abandoné la escuela y entré en la Seguridad Pública, como se llamaba entonces la Policía, realizando primero el servicio militar y luego reenganchándome. Solo muchos años después, al desterrar el temor de quedarme sin dinero, acabé por pedir la dimisión, después de haberme ganado el grado y el mejor salario de subbrigada.
. Aun así, era una actividad que, con su peligro y sus horarios desordenados, obstaculizaba mi pasión por las letras. Me motivó el haber conseguido un discreto éxito, A finales de diciembre de 1957 publiqué mi primer libro de poesías en una gran editorial (luego desvelaré el arcano de un acontecimiento tan improbable) con éxito de crítica y conseguí aparecer en la antología del célebre Premio Versilia, sección primeras obras, gracias a lo cual se habían vendido unas magníficas trescientas veinticinco copias. Lo más importante es que, tras el premio, conseguí colaboraciones literarias como periodista y articulista en la Gazzetta del Popolo de Turín y un par de artículos semanales, lo que redundó en una mayor notoriedad. Mi dimisión dio más frutos. Gracias a mi actividad plena y a las más frecuentes colaboraciones, mandé a la imprenta un poemario y otras dos colecciones de versos, estos compuestos a lo largo de los años precedentes, después de mi dimisión, y mis versos se habían traducido al inglés y al francés y publicado en los países europeos angloparlantes y francoparlantes, en Estados Unidos y en Canadá. Sin abandonar el servicio, la vida de Ranieri Velli, la mía, probablemente habría continuado desarrollándose de una investigación a otra al mando de mi amigo, ya subjefe,
Vittorio D'Aiazzo, con pocas pausas de alegrías literarias y no habría alcanzado una fama real. Pero, por el contrario, no me habría encontrado en los últimos meses de 1969, como veremos, entre los doloridos protagonistas de un caso criminal internacional, por el cual Italia había estado cerca de caer, una vez más, bajo un régimen dictatorial.
Sonó mi teléfono. Era la comunicación con Nueva York. Yo hablaba bien inglés, no solo gracias a la escuela, sino también a un curso intensivo de aprendizaje en Londres, lleno de términos jurídicos, que me sugirió Vittorio, durante un intercambio con suboficiales de Scotland Yard. No tuve ninguna dificultad en hacerme entender por mi interlocutora americana: pedí hablar con el señor Valente, explicando el motivo de la llamada. No estaba en la sede y me pasaron con una directiva de la fundación, le confirmé mi aceptación del premio y mi presencia en la ceremonia de entrega de premios. Al menos ya había realizado esto.
Ahora le tocaba al pasaporte.
Capítulo II (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

—¡Querido amigo! ¿Cómo van tus investigaciones sobre poesía? —me saludó efusivamente el doctor D'Aiazzo con su fuerte acento napolitano, después de que consiguiera tenerlo al teléfono a través de la centralita de la comisaría.
—Ha llegado un premio, el poeta pide —respondí con un endecasílabo improvisado y bromista y precisé—: He ganado un premio importante en Nueva York.
En un tono copartícipe se felicitó y luego, intercalando algunas palabras en su dialecto, como hacía a veces, e interpelándome con el diminutivo que había inventado él mismo en su momento, me preguntó:
— Va bbuo',
Ran, felicidades por mi parte, ¿qué me pide o' poeta
?
—La fecha de la entrega de premios está cerca y tengo el pasaporte caducado.
—No hay problema. Mándamelo con el timbre y las fotos y hago que te lo preparen como un rayo,
no es por nada que en italiano rima con mi apellido D'Aiázzo, aparte del acento. Mejor no, vamos a hacer otra cosa: a la hora de la cena me lo llevas todo a casa, a los ocho en punto y así hacemos unos espaguetis y dos filetes.
—Estupendo, gracias.
Esa misma tarde sufrí la primera agresión. Primero pensé que era el ataque de un chalado, y solo después de un segundo intento de matarme, no mucho días antes del vuelo a Nueva York, entendí que alguien me quería muerto: Al salir de casa para la cena con mi amigo, antes de poder cerrar la puerta con llave me encontré delante de un hombre, a unos cuatro metros de mí sobre el rellano, con el rostro oculto con un pasamontañas y guantes en las manos, que se abalanzó de inmediato contra mí empuñando una navaja abierta e intentó apuñalarme en el cuello. No me llegó a alcanzar, porque, con un movimiento de artes marciales que había aprendido en la Seguridad Pública, bloqueé a la mitad el ataque y desarmé el brazo del delincuente haciendo caer al suelo la navaja. Inmediatamente después, golpeé con fuerza al agresor en la cabeza, la cara y el tronco y le hice huir por la escalera: yo era joven en aquel entonces, ágil y atlético y, algo que no se puede perder, muy alto, un metro noventa, mientras que ese individuo era de mediana estatura, por lo que, al buscar el cuello, había hecho el intento de abajo arriba sin toda su fuerza. No consideré prudente perseguirlo. Recogí y me metí en el bolsillo la navaja para llevársela a Vittorio, cerré con llave la puerta de casa y bajé evitando el ascensor y usando las escaleras cautelosamente. Pero, como me esperaba, no había ni rastro del individuo.
Le conté por encima a mi amigo mi percance y luego le entregué el arma del agresor. Este comentó:
—Cada vez son más comunes los llamados atracos iniciados desde el exterior, tal vez quería llamar a la puerta y luego entrar amenazándote con esa navaja para robarte, pero le sorprendió tu imprevista salida al rellano y, temiendo que armaras jaleo se enfrentó a ti, tratando de cortarte el cuello. Porque tú no tienes enemigos mortales, ¿no?
—No creo.
—Luego debió ser un intento de robo. Has dicho que llevaba guantes, así que no tendrá más huellas dactilares que las tuyas. Enmascarado, así que no hay ningún detalle del rostro, aparte de los ojos a la vista: ¿has observado su forma y color? Y dime: ¿era alto bajo, delgado, gordo? ¿La navaja la llevaba en la mano derecha o en la izquierda? ¿Te dijo algo?
—No, ni una palabra, navaja en la mano derecha, los ojos no los pude ver con la agitación de la defensa y medía en torno al metro setenta y cinco, delgado pero ancho de espaldas y seguramente musculoso y fuerte porque huyó a toda prisa por las escaleras, aunque le había cubierto de golpes.
—Ya es algo, pero difícilmente lo encontraremos, pues imagino que no será tan tonto como para acudir a un hospital, aunque tras tu denuncia podremos investigar en las casas de socorro. Pero no debe ser muy inteligente, porque, si no, no te habría lanzado una cuchillada con el riesgo de acabar en la cárcel por un delito de sangre: se habría limitado a amenazarte a una cierta distancia pidiéndote que volvieras a entrar en silencio o, sencillamente, habría huido sin hacerte nada.
—Hm… sí.
—Ran, mañana por la mañana te pasas por la comisaría para hacer la denuncia, pero entenderás que será un poco difícil que encontremos a chillo cattamàro

Como no me había robado nada, decidí dejarlo pasar.
Capítulo III (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

La amistad con Vittorio D'Aiazzo había empezado en Génova, siendo él comisario en la comisaría y mi superior directo, agente y luego ayudante como subbrigada promocionado por méritos, tras salvar la vida a un ministro importante, el honorable profesor Nuto Marradi: un día a principios de febrero de 1957, Vittorio, dos de mis colegas y yo teníamos encomendada la protección de este político desde el momento de la llegada al aeropuerto de la ciudad de la Linterna,
hacia las diez de la mañana, hasta su vuelo de regreso por la tarde. Un tal Aristide Maria Barani, un funcionario ministerial rebelde, además de anarquista clandestino, tuvo la infausta idea de matarlo precisamente en esa ocasión y quién sabe cómo y por quién supo de su llegada. Recogimos a Marradi en la zona aeroportuaria donde, como estaba programado, el avión DC3 de Alitalia en el que se había embarcado pararía los motores y nos acercamos rápidamente en cuanto se abrió la puerta y se puso la escalera de desembarco. Mientras el comandante pedía a los demás pasajeros que permanecieran en sus puestos hasta que se les invitara a salir, el ministro descendió con los dos agentes de su escolta personal. En ese momento el atacante solitario, disfrazado con un mono de operario, salió corriendo desde detrás de un vehículo de transporte de equipajes, llevando en la mano una Tokarev TT-33 calibre 7,62, una enorme pistola soviética poco precisa pero bastante fiable en cuanto a posibles encasquillamientos y se lanzó al estilo garibaldino gritándole:
—¡Sucio canalla ladrón!
Sin estar todavía cerca del objetivo, disparó una primera bala, que se perdió en el vacío. Yo, al estar en la retaguardia de nuestro grupo y ser el más cercano al pistolero (siempre recuerdo la secuencia como si fuera un sueño), con un tiro de mi Beretta M34 calibre 9 de ordenanza, también un arma imprecisa, así que sin duda tuve bastante fortuna, herí al hombre en una pierna rompiéndosela y haciéndolo caer al suelo y luego rápidamente, de una patada, se quité el arma de la mano. Vittorio estaba por el contrario a la cabeza de nuestro grupo y era el más cercano al ministro, aparte de su escolta personal, por lo que sin mi intervención probablemente le habría alcanzado alguno de los disparos sucesivos del anarquista.
El farragoso Aristide Maria Barani no fue condenado al máximo de la pena, a pesar del intento de matanza, al ser considerado enfermo mental parcial en el momento de cometer los hechos, dado que, como se comprobó durante el ingreso en el hospital por su herida, resultó estar ebrio: debía haber bebido para darse valor y precisamente el alcohol debía haberlo llevado a actuar sin hacer muchos planes, así que habría fracasado sin mi enorme mérito.
Un mes después llegó desde Roma mi promoción a subbrigada por intervención directa de Marradi, como correría la voz en la Oficina de Secretaría, Personal y Bienestar de la comisaría. Estaba claro que estuve profundamente agradecido a ese ministro, que se había mostrado capaz de reconocimiento, a diferencia de muchos otros políticos, pero eso no había sido todo: algunos días después, recibí una carta de una importante casa editorial que me invitaba a enviar una copia de mis poesías para una eventual publicación. Casi sin creer en ese hecho tan improbable (llegué a pensar que era una broma de alguien), de todos modos, lo hice y en poco menos de un par de semanas me llegó el contrato de publicación. Estaba exultante. Hablé con entusiasmo en la comisaría con D’Aiazzo y en ese momento supe por el comisario que el conocido propietario de esa editorial era Marradi. Mi aprecio por el ministro se puso por las nubes.
Sin embargo, Aristide Maria Barani no se había equivocado al juzgar a ese hombre: una década después, Marradi se reveló realmente como un «canalla ladrón», como le había gritado su fallido asesino en el aeropuerto: En 1967 había acabado en un escándalo político clamoroso, descubierto por la Magistratura, según el periódico político de la oposición L’Unità ,
gracias a maniobras subrepticias de poderes económicos a los que había perjudicado. La oposición también aireó que antes había podido intrigar más veces, al haber sido un secretario de estado de larga trayectoria, que había participado, a la cabeza de los más variados departamentos, en casi todos los gobiernos de la república desde los de centro de los 50 hasta el gabinete de centro derecha de 1960, sostenido desde fuera por los neofascistas, y algunos de los sucesivos de centro que culminaron en 1963 con aquellos de centro izquierda. Es verdad que cada vez fue siendo más poderoso con el paso de los años. Al menos por sus últimas fechorías fue acusado ante el Parlamento, que tenía que reunirse en un pleno común, basándose en el artículo 96 de la Constitución Italiana en relación con los delitos cometidos por los miembros del gobierno: solo él, aunque la oposición manifestó sus sospechas de que los culpables habían sido muchos y «todos del área gubernativa». Antes de que la Cámara y el Senado concedieran la autorización para que la Magistratura procediera, Marradi había intentado huir al extranjero, pero, en su intento, había muerto en un accidente aéreo y esto había alimentado la grave sospecha de que hubiera sido asesinado por sus cómplices para que callara para siempre.
En 1968, la Italia de la hegemonía democristiana y luego la de la democristiana-socialista habían empezado a estar seriamente contestadas, se habían iniciado huelgas en cadena y había surgido el llamado Movimiento Estudiantil: para todos sus detractores, los gobiernos de centro izquierda no podían considerarse sino como siervos de los patrones y, en cuanto a los de centro derecha, incluidos los liberales, eran todos sencillamente fascistas. Las protestas provocarían un cambio formidable en las costumbres de la población, que hasta entonces seguían siendo sustancialmente las mismas de las décadas anteriores, basadas en fuertes valores morales cristianos, incluso, al menos en el fondo, en los ateos declarados.
Era en ese marco en el que se preparaba la aventura que estaba a punto de afrontar junto a mi amigo Vittorio, durante la cual aparecería, entre otros, también el nombre del difunto ministro Nuto Marradi.
Capítulo IV (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

D'Aiazzo era un hombre cincuentenario robusto, pero no alto, en torno al metro setenta y cinco. Mostraba una cabellera oscura y rizada todavía espesa, pero que, en 1969, empezaba a dejar paso a la calvicie en lo alto de la cabeza, como si fuera un atisbo de tonsura. Tal vez para equilibrar, desde hacía un tiempo se había dejado crecer la barba. Mi amigo Vittorio era un héroe de la resistencia contra los nazis: en 1943, siendo un muy joven comisario,
fue uno de los combatientes durante la primera insurrección antialemana de Europa, los llamados Cuatro días de Nápoles,
en los que su ciudad se liberó por sí sola de los ocupantes alemanes, durante los cuales murieron muchos policías de la comisaría napolitana, entre ellos el ayudante directo de D’Aiazzo en ese momento, el brigada
Marino Bordin, de quien hablaba con gran admiración. A pesar su alegría exterior, Vittorio era una persona esencialmente triste. Pocos meses después del asesinato frustrado de Marradi, mi amigo, que se había casado en el mes de mayo anterior con una mujer bastante joven, una chica de dieciocho años hija de una colega a la que había conocido en el baile anual de debutantes, fue víctima de un grave percance conyugal. Se guardó su dolor en su interior durante mucho tiempo hasta que, un día de la primavera de 1958 en el que debía sentirse especialmente incómodo, porque era el segundo aniversario de su matrimonio, se sinceró conmigo, «mi amigo poeta preferido»: Hacía un año que su jovencísima esposa había conocido a un rico importador estadounidense que estaba en Génova por asuntos de negocios y se había fugado con él a Nueva York, consiguiendo en América la anulación de matrimonio y volviéndose a casar poco después con su amante, como le había comunicado a Vittorio por vía epistolar el abogado de la pareja, por encargo de ella. En Italia todavía no existía el divorcio, por lo que Vittorio seguía casado con la «traidora», pero una vez me dijo, ya cuando ambos prestábamos servicio en Turín, que, aunque hubiera existido el divorcio, como católico practicante (pronunció en tono solemne la última palabra) no se lo habría aceptado, de habérselo pedido. «A pesar de todo», añadió, «por desgracia», él tenía «vocación de pareja». En todo caso, a pesar de su proclamado catolicismo, no estuvo solo mucho tiempo, como entendí enseguida.
Esa tarde en la cena en su casa, un apartamento en via Cernaia, delante de la comisaría homónima de los carabineros y no muy lejos de la comisaría de corso Vinzaglio nos sirvió y, como era normal, tras traer los platos, se sentó entre nosotros una mujer morena de veintinueve años, Carmen, exuberante, simpática y fornida, aunque también analfabeta y con pocas luces, sabía realizar para mi amigo, además de las funciones de asistenta, otras más íntimas. En el ya lejano 1959, con ocasión de la primera invitación a cenar de Vittorio tras nuestro traslado de Génova a Turín, me la había presentado solo bajo la primera función y ella, esa vez, no se sentó con nosotros, pero por el trato confiado que también mostraba me lo sospeché.
—La guagliona
es de mi Nápoles —, me confió ya esa vez mi amigo, aunque con cierta vergüenza, mientras Carmen estaba en la cocina preparando el café.
—Es una huérfana sin ’na
lira, que me han mandado papá y mammà
como fámula: tal vez ya te lo dije cuando llegó —Asentí—. Francamente, estaba cansado de pizzerías y también de estar… solo. Es muy joven… sí, casi de la edad de mi mujer. Ya tengo cuarenta años. Y además ya sabes como son las cosas, que después de un poco… ya estamos… bueno, ya me entiendes. El problema es… que todavía es menor de edad,
pero para ti tiene su edad —No había podido contener una sonrisa avergonzada y luego dijo—: Vale, ya sé que hago mal, que como católico debería ser casto e incluso que tal vez me esté aprovechando un poco demasiado de esta guagliona, aunque me parece que está bastante contenta con mi afecto y también mi… buen, ya entiendes a qué me refiero. No lo sé, espero que en todo caso el Cielo tenga compasión y perdón.
—Eso espero —respondí mecánicamente sin percatarme de que estaba alimentando sus dudas, que le asaltarían durante años. Me las manifestaría al fin con ocasión de un penoso acontecimiento del que hablaré más adelante. Añadí—: Es verdad que, para vosotros, los católicos, es una vida llena de problemas, para mí ya hay tantas en la vida que, al menos las religiosas, siempre las he dejado a un lado.
—¿No crees en nada? —me interrogó, poniéndose más serio.
—Bueno, hubo un momento en que era completamente ateo. Ahora… no lo sé —respondí vacilante—. A veces… pero al final creo en lo que veo, y en la poesía.
—… ¿Y qué te ordena la poesía? —me apremió—, la musa… ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Calíope.
—No, Erato, dado que escribo poesía lírica: Calíope era la musa de la poesía épica.
—... E va bbuo’,
la musa en general, no importan los detalles, guaglio’.
No, era solo para decirte que la poesía es como la amistad, me refiero a la verdadera: viene de Dios. De hecho, es una de las señales de la amistad divina.
No se habló más de esa relación Dios-poesía durante años, hasta la última invitación en que, a mitad de la cena, Vittorio me dijo:
—¿Sabes? El premio literario te llega del Cielo, como tu poesía. ¿Recuerdas lo que te dije hace muchos años? Dios es la verdadera y única Musa.
—¿También para los que son como yo?
—¡Se entiende que sí! Pero solo si son puros de corazón y dime, ¿sabes por qué lo verbos no hacen ganar dinero?
—Sé lo que dirían los soldados de monsieur de La Palice
: «Porque tienen pocos lectores».
—Uh, ¿y chista 'ccà
ha de esse 'na
respuesta? No, no lo ganan porque son cosa del Espíritu Santo. Y también te digo que la poesía bella viene a los poetas que tienen el Espíritu: puede que seas también un republicano histórico, no un creyente, pero eres un idealista.
Bueno, me quedé por un momento estupefacto: por la venta de los veinte sonetos a aquel potentado seis meses antes, no había escrito de hecho ni siquiera un verso.
«… Pero no», concluí para mí esa vez, «¡pura casualidad!»
Capítulo V (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Tuve la suerte de que, a diferencia de mi amigo, me mantenía delgado y ágil como solía y sentía en el cuerpo la misma fuerza que cuando era más joven, porque en otro caso esa tarde no lo cuento.
Solo faltaban dos días para irme a Nueva York. Hacia las tres de la tarde salí hacia la Gazzetta del Popolo para escribir un artículo para la tercera página. En esos tiempos en que no había Internet, aunque para las revistas se podía usar el correo, para los periódicos, debido a los tiempos más rápidos de publicación, hacía falta acercarse físicamente a la sede; solo los corresponsales en el extranjero tenían el privilegio de dictar telefónicamente el artículo y, algunas veces, también el reportero si la noticia era urgente. Yo, como los demás articulistas, debía entregar físicamente la pieza escrita en casa o redactarla en la sede y yo habitualmente lo escribía en la redacción. Había colaborado antes, siempre como externo pagado por unidad, con uno de los periódicos italianos más importantes, ligur, pero con una edición turinesa, propiedad del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, jefe de un enorme grupo económico, pero después de que, aprovechando mi situación de articulista independiente, sin avisar a nadie, empecé a colaborar con el otro periódico, que estaba en contra de los conglomerados económicos y a favor de economía social cristiana, la publicación de Tartaglia Fioretti había dejado de publicar mis escritos. Al preguntarles el porqué, la respuesta fue «exceso de costes». Ni siquiera me dijeron: «Tienes que elegir». Sencillamente me rechazaron, como si fuera un caballo caprichoso de su propiedad al que, sin necesidad de excusas, se deja de montar. Me molestó, tanto más porque había sido el proprio Tartaglia Fioretti el que me había comprado, un par de meses antes, esas veinte poesías para hacerla pasar por suyas ante su amante. Finalmente entendí que, también en esa ocasión, me trató como una cosa que se puede adquirir y tirar cuando se quiera.
El trayecto no era largo desde mi casa en via Giulio: una parte de esa misma calle, luego de pasar por via della Consolata, via del Carmine y unos pocos metros de corso Valdocco, donde el periódico tenía su sede, pero ese día, en la esquina entre el corso y la via del Carmine, ya muy cerca de la mitad del cruce que estaba pasando con el semáforo en verde, un furgón estacionado arrancó de repente dirigiéndose directamente hacía mí. Lanzándome en plancha lo evité, justo a tiempo, limitando los daños a unas manos raspadas y mientras el vehículo huía, conseguí verle la matrícula. Después de escribir mi artículo en el periódico, todavía un poco en shock y pensando que podría tener algún enemigo, me fui a la cercana comisaría a ver a Vittorio. Tal y como pensaba, el furgón había sido robado. En mi denuncia, mi amigo hizo anotar también la agresión anterior, que ya con seguridad no se podía considerar un intento de robo. ¿Podía haber sido el mismo agresor de la otra vez el que intentó matarme? ¿Después de haberse recuperado de los golpes que le había propinado? Por desgracia, no pude ver al que estaba al volante.
—¿No tienes ningún sospechoso? Yo que sé, ¿algún desplante? —me preguntó D'Aiazzo.
—No, me llevo bien con todo el mundo.
—Ya, ya: podría ser la venganza de alguien que hayamos mandado a la cárcel, pero ¿quién? Con todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos y toda la gente a la que hemos encerrado en la trena… ¡Bueno! En todo caso… tal vez sea mejor que yo también esté en guardia.
Desde ese momento, fui bastante cauto y, hasta mi llegada a Estados Unidos, no me sucedió nada más.
Capítulo VI (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Eran las nueve de la mañana, hora de Nueva York.
En el aeropuerto había pasado un control aduanero tan minucioso que tal vez solo lo superaban ciertas inspecciones carcelarias. Habían mirado incluso en el tubo de la pasta de dientes y en el frasco del after shave, Tomando muestras que, pensé, habrían analizado. En realidad, me esperaba un examen atento, aunque no tanto. De hecho, como incluso nuestros medios de comunicación habían referido, dos meses antes en algunos barrios de Nueva York el agua potable salió de los grifos junto a una extraña sustancia inapreciable al gusto, incolora e inodora, puesta por desconocidos en unos de los conductos en una cantidad proporcionalmente minúscula, pero lo suficientemente potente como para hacer que todas las personas que la bebieran quedarse al menos una decena de días en la condición irreversible de toxicodependientes ansiosos de heroína. En las semanas siguientes había pasado lo mismo en San Francisco y Filadelfia. Al mismo tiempo, los medios supieron y contaron que la Policía Federal había sabido, por medio de agentes de la CIA, acerca de un producto químico que los científicos soviéticos parecían haber sintetizado. Alguien en el FBI había tenido la intuición de hacer analizar esas aguas y se había descubierto el compuesto. Se buscó inútilmente el laboratorio que lo fabricaba. Por ello se sospechó que se importaba en secreto. Entretanto, los medios de comunicación, preocupando todavía más a los ciudadanos, se preguntaban: ¿Se trata de una operación de sabotaje por parte de la Unión Soviética? ¿O de los norvietnamitas, con su ayuda? En nombre del hombre fuerte de la URSS, Leonid Ilich Brézhnev, el embajador soviético había enviado una nota de firme protesta a la Casa Blanca, acusando a Estados Unidos de absurdas calumnias.
Al fin libre, me dirigí a la salida para tomar un taxi que me llevara al Plaza Hotel, donde los organizadores me habían reservado una habitación. Pero oí que me llamaba en italiano una bella voz femenina. Era una mujer de unos treinta años, pelo muy negro, muy agraciada y que, a mi izquierda, estaba agitando un pequeño palo con un papel blanco en lo alto con mi nombre y apellido escritos en rojo.
—El poeta Velli, ¿verdad? —me preguntó acercándose y bajando el cartel.
Me paré.
—En persona, señora…
— Miniver: Norma Miniver. Me envía la fundación Valente —Me dio la mano, después de pasar el cartel de la derecha a la izquierda—. Lo he reconocido en cuanto lo he visto. Ya sabe, por la foto en sus libros.
Yo estaba encantado.
—Habla muy bien el italiano —la alabé a mi vez, mientras nos dirigíamos a la salida.
—Soy italo-americana.
—… Pero el apellido…
—Es el de mi marido. El de mi familia es Costante. He dicho Miniver por costumbre. En realidad —me confió sin avergonzarse—, recuperaré el mío dentro de poco: ya vivo sola y estoy a punto de conseguir el divorcio.
En el Plaza, tras las formalidades de la recepción, Norma me precedió con el porteur hasta el interior de la habitación. Junto a la puerta del baño había un cartel en cuatro idiomas, pero no en italiano, que advertía en letras mayúsculas: NO BEBER EL AGUA DE LAS INSTLACIONES HIGIÉNICAS. PODRÍA CONTENER SUSTANCIAS NOCIVAS.
—Estoy a su disposición como hostess durante toda su estancia —me aseguró—, pero ahora supongo que usted querrá refrescarse y descansar. Estoy alojada en la habitación contigua a la suya, para cualquier cosa que necesite.
Me pregunté si entre las necesidades estaban incluidas aquellas que, inesperadamente, me subían del bajo vientre a la garganta en ese momento.
Fue ella quien dio la propina al chico del equipaje. «Hospitalidad completa», pensé, «y ¿quién sabe si está incluido también el apoyo afectivo a este invitado solo y perdido?» Solo le dije:
—Tengo cierta necesidad de ayuda y… consuelo.
Sonrió brevemente, bajando un momento los ojos como si estuviera confundida y luego se dirigió sin prisa hacia la puerta.
—La comida es a la una —se despidió—, aquí lado, en el Cooling's. Aprovecharé para informarle de todo el programa.

Cooling's solo daba comidas frías, insípidas o algo peor. Tomé una galantina de pollo gomosa con un arroz repugnante, casi helado, al curry y una tarta de manzana leñosa. Dejé en los platos buena parte de la comida. Norma Miniver se limitó a un batido verdoso que debía ser saludable, como había dicho, de una consistencia espesa y fangosa, que tal vez tenía el objetivo preciso de hacer pasar hambre el estoico cliente a dieta.
—La ceremonia será en Brooklyn, imagino —le pregunté para enfrentarme inconscientemente a la comida y después de que ella, en unos pocos tragos, hubiera ya vaciado con valentía su enorme vaso.
—No. ¡Allí no!
—Pensaba…
—No, La entrega de premios será en el parque de Villa Valente, en las afueras de la ciudad. Las primeras ediciones sí fueron en Brooklyn, en los años 40 y 50, cuando todavía había muchísimos italianos. Hoy, de Brooklyn, el premio solo tiene el nombre.
Toqué instintivamente con el dedo medio de la mano izquierda la uña del índice de su mano, que llevaba posada desde hace tiempo en medio de la mesa, al lado de mi vaso de agua mineral.
No la retiró.
Al acabar la comida, me propuso dar una vuelta por la ciudad. De hecho, no teníamos nada que hacer hasta las siete de la tarde. La primera cita de mi estancia preveía, para esa hora, un cóctel en el apartamento neoyorquino de Mark Lines, mi editor estadounidense. Por fin nos íbamos a conocer. Tenía familia, pero me iba a recibir solo.
—Se trata de un pequeño ático que tiene como base en la ciudad, donde vive con un criado: la mujer y los hijos viven en el campo, a unas cuarenta millas de aquí y se ve con ellos los fines de semana —me explicó Norma. Luego añadió que también estaban invitados dos de los Valente, hermano y hermana, y algunos otros potentados de la ciudad—: A pesar de sus millones de habitantes, las familias que cuentan de veras son unos pocos centenares y se conocen casi todas entre sí.
Después del cóctel de Lines, iba a cenar con él y mi intérprete en un restaurante vecino de Manhattan y después, libertad para mí para hacer lo que quisiera. Mi asistente tenía dos entradas para un concierto, si quería ir o, si no, que propusiera yo algo. La entrega de premios sería un día después, a las seis de la tarde. Corbata negra, pero, dado el gran calor de esos días, con derecho a ponerse en mangas de camisa inmediatamente después. A continuación, una fiesta en mi honor en el jardín de la villa.
—¿Le llevo por la ciudad, señor Velli o prefiere otra cosa? —Y encendió el motor.
—De momento, preferiría que me llamara Ranieri, incluso Ran, que es más sencillo. ¿Puedo llamarla Norma? —Tuve el impulso de volver a acariciarle la mano, que había puesto sobre la palanca cambio para maniobrar, pero me contuve. Me limité a observar largamente su perfil.
Ella, sin mirarme, respondió:
—Está bien, tuteémonos.
—Me gustaría ver Brooklyn. ¿Qué te parece?
—Okay, Ran.
Capítulo VII (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Estábamos ya de vuelta, casi al final de la Brooklyn-Queens Expressway, junto a los muelles y cerca de los puentes.
—… y ahora ¿a dónde queremos ir? —me preguntó Norma.
—A comer algo bueno.
—¿A comer? ¿Tienes hambre?
—No he probado casi nada —Tuve una inspiración. Dando vueltas, me arriesgué a decir—: Si conoces alguna cocina disponible, podría preparar alguna cosilla aceptablemente sabrosa.
—¿Sabes cocinar? ¿Y te gusta? —Su voz sonaba a sorpresa y diversión—: Yo lo odio.
—A mí me gusta y, al menos, sé lo que como, pero ¿dónde encontramos una cocina? —Le rocé el brazo en una levísima caricia.
—En mi casa —sonrió.
Era un pequeño apartamento en la calle 34, junto al Herald Square, en Manhattan, en el bajo de una casa antigua recién pintada. No estaba lejos del hotel. Un bonito apartamento. Desde el salón-recibidor, bastante amplio, con muebles de madera de ébano de estilo inglés del siglo XIX y dos pequeños divanes modernos enfrentados, poco más que sillas, se entreveía a la izquierda, por la puerta que se había dejado abierta, la cómoda del dormitorio, de estilo Luis XV. La entrada a la cocina se veía al fondo a través de una puerta con un arco, toda de madera de nogal. El baño debía estar junto al dormitorio.
—Vivo de alquiler —aclaró Norma—, incluidos los muebles. Hasta el mes pasado vivía en el ático de mi marido, aquí al lado. Arnold también puso el atelier.
—¿El atelier? ¿Qué es, un modisto?
—Pues no —se rio— es Arnold Miniver, el pintor.
Nunca había oído es nombre:
—¿Es famoso?
—¡Muy famoso! —se asombró—. Ha vendido incluso en Italia ¡¿De verdad no lo conoces?!
—Francamente, no —La dejé perpleja—. ¿Puedo entrar en la cocina?
—Oh... claro, estamos aquí por eso, ¿no? —La expresión indicaba una idea muy distinta. En realidad, pensé en cierto momento en abandonar la idea de la comida y pasar de inmediato al cortejo, pero el hambre que tenía y, sobre todo, ese aplazamiento podía ser una buena táctica para aumentar su interés por mí, siempre y cuando yo le mostrara rápidamente el mío.
No tenía mucho en la despensa. Improvisé con ese poco: carne cruda en lonchas finas, pepinillos en vinagre, yogurt, perejil congelado y tomates y me puse a preparar cuatro deliciosos escalopines. Trituré finamente los pepinillos mezclándolos luego con el yogurt en un bol con un poco de sal y un poco de perejil que había descongelado previamente con un momento en el horno. Lo dejé reposar. Entretanto, puse al fuego una gruesa sartén antiadherente, a fuego vivo, poniendo un papel de horno. Cuando se oscureció en los puntos en contacto con el fondo, quité el papel y eché la carne a la sartén. Siempre a fuego vivo, asé los pequeños bistecs durante cuatro minutos por cada lado. Puse sal y serví en dos platos, cubriendo la carne con la salsa fría. Unas rebanadas de tomate de guarnición. ¡Algo sabroso y rápido! Norma, aunque estaba a dieta, se comió toda su ración, alegremente. Sí, creo que también se puede conquistar así a las mujeres, por el paladar.
No sabía que, tal vez en ese momento, algún otro se estaba preparando para pescarme por el paladar, con una bebida y con un objetivo bien distinto.
Capítulo VIII (#ulink_2a0f66bc-b6a2-55d4-aec2-d0b23fa639d6)

Nos quedamos en la intimidad hasta casi la hora del cóctel.
Por mí, no habría sido una simple aventura de viaje. Ya al volver al hotel con Norma empecé a entenderlo.
Me había duchado en su casa y en el Plaza me cambié rápidamente de ropa, en un momento, pero igualmente llegamos a casa de Lines con media hora de retraso, los últimos:
—Está bien —me susurró ella en cuanto llegamos, al ver que miraba el reloj—, eres el invitado de honor.
Tal vez no estaba tan bien para el dueño de la casa, al que, en cuanto el criado, un hombre de aspecto frágil de unos sesenta años, de piel mulata, evidente fruto de una combinación afroamericana y europea, nos abrió e hizo entrar, se le escapó un sonriente:
—¡O, por fin! —Pero inmediatamente se corrigió—: ¡Estábamos todos impacientes por conocerlo en persona, señor Velli! —Y, después de estrecharme la mano, volviéndose a los presentes, me aplaudió. Los demás se unieron al aplauso.
El editor parecía tener unos cincuenta años, pelo espeso, entrecano y descuidado, media altura y muy delgado, pero fuerte: me estrechó la mano con energía.
Éramos unos veinte. Los invitados más importantes, como entendí por la actitud de mayor respeto de Lines y supe mejor por Norma, eran ocho: los hermanos Albert y Elizabeth Valente, ambos de unos cuarenta años, multimillonarios en dólares, él patrono del premio heredado de su difunto padre, poeta aficionado, que vivió durante décadas con fama de padrino mafioso, pero que, cuando murió, ya había adquirido la pátina de un financiero honrado; Peter Capponi, un obeso importador de unos cuarenta años, y su esposa Angela, de unos treinta, única mujer presente completamente enjoyada; un tal Vito Valloni, un obeso barbudo de pelo blanco debido a una peluca cana y en punta en la cabeza que le hacía parecer ridículo, hombre de media altura, con más de sesenta años, propietario de grandes almacenes y tiendas, librerías, emisoras de televisión y periódicos en varios estado; el taciturno general Reginald Huppert, jefe de la Policía de Nueva York, con su esposa Liza, mucho más joven que él, de unos treinta años, hermanastra de Lines: muy guapa; Anne Montgomery, viuda, la mujer más rica de Estados Unidos, de unos cincuenta años; su hijo Donald, de aspecto insignificante, no muy alto, de pelo oscuro, que parecía tener unos treinta años, y su administrador y consultor financiero, John Crispy, de unos sesenta años.
—Un extraño idealista, ese Donald Montgomery —me dijo Norma después de salir solos los dos a la terraza—: Es el heredero de una fortuna colosal, pero, después de licenciarse en derecho como quería su madre para que cuidara mejor de sus intereses, se incorporó como funcionario en el FBI. Increíble, ¿verdad?
—Tal vez podía haber escogido algo mejor.
—Pienso lo mismo. En todo caso, los asuntos de la familia siguen siendo dirigidos totalmente, con su comisión, por John Crispy —Lo señaló con un breve movimiento de cabeza: en ese momento el hombre, sentado en un rincón justo a la entrada, estaba tragándose de golpe un brebaje y comiendo aceitunas—. Que no te engañen las apariencias: le llaman «el Caimán» de Wall Street. Trabaja como una fiera manteniéndose sobrio todo el día y hacia esta hora empieza a relajarse bebiendo todo lo que puede. No sé como lo hace, pero no se emborracha nunca.
Me preguntaba cómo Norma, una simple empleada de la fundación, podía saber todas esas cosas. ¿Tal vez a través de su marido?
La respuesta me llegó después de unos minutos. En cuanto volví a entrar en el apartamento, se me acerco rápidamente Liza Huppert, la esposa del general, que me tomó del brazo y me alejó de Norma y me llevó, casi a la fuerza, a la mesa de la bebida.
Al ser la mujer pariente cercana del dueño de la casa, la seguí, aunque fuera a regañadientes, por respeto a nuestro anfitrión.
—¿Es Norma una buena ayudante, señor Velli? —me preguntó en un mal italiano—. ¿Ya le ha enseñado la ciudad?
Asentí mecánicamente con la cabeza.
—Hable en su idioma, señora Huppert, sé inglés. Sí, Norma Miniver me ha resultado muy útil.
Quién sabe con qué cara lo dije. Solo sé que la mujer mostró una sonrisa no muy agradable y, con muy poca educación, me dijo:
—¡Cuidado, dulce poeta! ¿No será que ustedes dos…?
—No —desmentí secamente—. Me ha servido de gran ayuda, eso es todo —Le miré fijamente a los ojos durante un par de segundos, con reprobación: ¿cómo se atrevía?
—Ah —Pareció relajarse, sin mostrar haber percibido mi expresión y, tras lanzar ese sonoro ah, luego me entregó con ambas manos una de las copas de la mesa, la única que contenía una bebida verde que olía a menta y romero, y retuvo la copa y mi mano derecha entre las suyas por un momento, con la evidente intención de acercarse a mí. Luego tomó para ella una copa llena de un vino espumoso rosado y se la bebió de un solo trago—. Sí, pobre chica, ¡no ha tenido suerte! —volvió a decir mostrando en la cara una conmoción ambigua, sin saber esconder su sadismo.
Me molesté y entendí que me había enamorado de Norma.
Le lancé una mirada instintivamente.
Liza Huppert siguió mi mirada y, con una sonrisa amplia y apretándome fuerte la mano libre de la copa, me susurró:
—Sí, pobrecilla: el anterior marido era muy rico, pero después de unos pocos años estaba acabada y cerca de la ruina y el suicidio. Gracias a los amigos Valente, le encontraron un puesto en la fundación y es mejor para ella que quiera conservarlo aun después del nuevo matrimonio.
Me quedé de piedra.
Impertérrita, añadió:
—¿Es posible que no hubiera descubierto, pobre ingenua, las tendencias del marido? Y, aun así, parece que en realidad no sabía absolutamente nada hasta que un día, llegando de forma inesperada su estudio, ¡vaya desprevenido ese pintor!, ¡en su apartamento y sobre su propio piano!, Norma le sorprendió desnudo con un joven y una joven desnudos como él: el maridito y la guarra estaban mordiéndose, él sobre ella con su cosa incrustada en su trasero, mientras a su vez estaba sodomizando al joven: una porquería bisexual.

Las palabras eran de dura condena, pero Liza las había pronunciado con una expresión en el rostro obscenamente lúbrica y no pude no pensar que ella saboreaba al mismo tiempo la idea de formar parte de una troika similar. Le pregunté:
—Perdóneme, ¿cómo ha sabido esos detalles escabrosos? No creo que Norma fuese por ahí contando los detalles…
—… Pero, amor mío, ¡claro que fue! Norma contaba los hechos con detalle a cualquiera de nosotros con los que se encontraba. Esa pobre chica estaba enfadada con el marido y quería vengarse.
No me quedé convencido. Fastidiado, posé la copa, de la que aún no había bebido, y, tratando de sonreírle amablemente, le susurré:
—Perdóneme —y me alejé.
Advertí que «Caimán» Crispy se acercaba a la mesa y, mientras empezaba a hablar con Liza, sin saber que había sido mi copa, la tomaba y comenzaba a beber el líquido verde.
Se me acercó Lines:
—Quiero hablar con usted. ¿Vamos allí?
Hizo que me sentara en la única silla de su estudio doméstico, abarrotado de libros y manuscritos que ocultaban el pequeño escritorio estilo Carlos X en el que se había sentado y desbordaban las dos librerías de estilo Imperio.
—Muchas veces trabajo aquí en lugar de en el despacho. Para otros géneros, no, pero la poesía prefiero leerla yo antes y aquí la puedo disfrutar más tranquilo. También yo he publicado algún poemario y, conociendo bastante bien siete idiomas, incluido el italiano, puedo valorar textos extranjeros en su lengua original.
Sonreí complaciente.
Él cambió de tema, tuteándome:
—Ranier, ¿cómo no me has propuesto traducir y publicar aquí tu último libro de poemas?
Me quedé estupefacto:
—¿Mi último libro? —No había publicado nada más, aparte de la novela fallida.
—Hablo de tus Poesías del amor sereno que has publicado en Suiza.
El título me resultaba desconocido.
—No entiendo.
—… Pero sí. ¡Ese que eran todo sonetos! Espera que me acuerdo de algunos de memoria —Y me recitó uno.
Me quedé de piedra: se trataba de los versos que había compuesto para Tartaglia Fioretti, cuya propiedad intelectual ya no me pertenecía. ¿Publicado con mi nombre?

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