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Máscaras De Cristal
Terry Salvini
Una noche de pasión causa estragos en la vida y en la carrera de la hermosa Loreley, joven abogada de New York que está lidiando con un delicado proceso judicial con un desenlace en apariencia evidente. Con tal de descubrir la verdad la mujer decide infiltrarse en un ambiente ambiguo y poco recomendable. Alrededor de la protagonista se mueve diversos personajes: un antiguo amor, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo pero, sobre todo Sonny, un pianista y compositor todavía legado a su propio pasado. Algunos de ellos permanecen fieles a sí mismos, otros se esconden detrás de máscaras de cristal que la rápida y acelerada sucesión de acontecimientos acabará por romper.


Terry Salvini

Máscaras de cristal

Traductora María Acosta
“Máscaras de cristal”
de Terry Salvini


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Máscaras de cristal
Copyright © 2020 Maria Teresa Salvini
Traductora: María Acosta
Aprenderás a tus expensas que a lo largo de tu camino
encontrarás cada día muchas máscaras
y muy pocos rostros.
(Luigi Pirandello)

Nadie puede llevar durante mucho tiempo la máscara
(Séneca)
A mis ex maridos
A mis hijas
A mi compañero.

Prólogo
Loreley emergió de un sueño confuso, la piel empapada de sudor, la boca pastosa y un doloroso latido en las sienes. Las masajeó, intentando explicarse la razón de aquel malestar pero su mente no quería colaborar de ningún modo.
Batió los párpados unas cuantas veces antes de abrirlos del todo. Todo a su alrededor estaba inmerso en la negrura; sólo una pequeña y fastidiosa luz led interrumpía aquella oscuridad: como de costumbre John se había olvidado de apagarla antes de ponerse a dormir.
Se volvió hacia él resoplando, preparada para darle un codazo cuando una duda la hizo tensarse. Miró de nuevo la luz led roja: ¡no estaba enfrente de ella, donde debería estar!
¡Aquel no era el led del televisor!, pensó.
Se esforzó por enfocar algún detalle de la habitación y, cuando sus ojos se habituaron, consiguió entrever las siluetas oscuras de los pocos muebles que había en torno a ella: ninguno le pareció familiar.
¡No estaba en su habitación!
Sintió una respiración más fuerte que las otras, casi un resoplido; la cama se balanceó y comprendió que su novio se acababa de volver hacia su parte. Un fuerte olor a alcohol la desconcertó; él debió haber bebido bastante. Puede que ella también, intuyó unos segundos más tarde.
Se deslizó con lentitud desde debajo de las sábanas pero las piernas no la sostenían y tuvo que sentarse en la cama. Al dolor de cabeza se habían añadido las náuseas.
Necesitó unos cuantos segundos antes de poder levantarse otra vez. Sólo cuanto estuvo segura de poder mantenerse en pie, fue hacia la luz led, convencida de que señalaba la presencia de un interruptor. Lo tocó varias veces. No se encendió nada.
Fue asaltada por otra duda.
Volvió atrás, dio la vuelta la cama y tendió una mano hacia el hombre que parecía sumido en un sueño pesado, acariciándole los cabellos y el rostro para estudiar los rasgos, teniendo cuidado para no despertarlo.
De repente retiró el brazo, el corazón pareció pararse durante un momento, a continuación volvió a latir veloz como nunca lo había hecho.
¿Con quién demonios había acabado en la cama?
Debía marcharse de allí lo más rápido posible, decidió.
¿Dónde había dejado la ropa?
Encontró a tientas las braguitas y el sujetador bajo las sábanas.
Después de un minuto interminable, recuperó también el vestido, que había acabado a los pies de la cama, y el bolso, que estaba allí bien colocado sobre la butaca: el único objeto en su lugar.
Con la mano tendida hacia delante, localizó la puerta del baño y encendió la luz. La imagen que el espejo le mostró la hizo sobresaltarse: los ojos azul claro estaban cercados de negro debido al maquillaje corrido y a las ojeras mientras que el rostro mostraba una palidez desconcertante.
Suspiró: hacía años que no se veía reducida a un estado parecido.
Observó los pequeños envases sobre la estantería al lado del lavabo, las blancas toallas dobladas en el colgador y los dos albornoces inmaculados, cada uno de ellos colocado en su respectivo gancho. De esta manera quedó demostrado que se encontraba en la habitación de un hotel; cómo había acabado allí, sin embargo, no lo recordaba en absoluto.
Se lavó la cara y, después de haberse arreglado de la mejor manera los largos cabellos con el minúsculo peine proporcionado a los clientes, se giró hacia la ventana. Afuera todavía estaba oscuro, no conseguía ver nada, ni siquiera la luna en el cielo, entonces sacó el teléfono móvil del bolso de mano: las cuatro y diez.
Un sonido estridente la advirtió que la batería estaba casi descargada. Se apresuró a bajar el sonido y a activar la localización. El mapa señalaba un punto en el Uptown de Manhattan, en las inmediaciones de Central Park. Estaba cerca de casa, pensó aliviada, un momento antes de que el teléfono móvil se apagase con una ligera vibración.
Lo volvió a poner en su lugar, cerca de un pequeño y redondo estuche de plata: su pastillero. Lo miró fijamente como si en su interior hubiese algo que pudiese ayudarla a reconquistar la lucidez y el justo equilibrio. Una tabla de salvación capaz de detener todas sus sensaciones negativas. Estuvo a punto de cogerlo pero se lo pensó mejor. Quizás también era culpa de aquella debilidad suya si ahora se encontraba en una situación absurda.
Cerró el bolso; mejor dejarlo donde estaba.
Se dio la vuelta y, en cuanto posó la mirada sobre el elegante vestido, apoyado sobre un taburete, le vino a la mente la imagen parpadeante de dos esposos que brindaban por su futuro juntos.
Intentó recordar algo más pero renunció: no tenía tiempo para pensar. Se vistió con rapidez para volver a la habitación.
¡Porras, los zapatos!
Los buscó durante mucho tiempo, en la oscuridad, hasta que tropezó con sus décolleté
. Se tapó la boca y la palabrota que estuvo a punto de escapársele fue contenida a tiempo. Aguantó la respiración, afinando el oído: el ligero roncar del hombre continuaba sin interrupción.
Ella volvió a respirar.
Todavía con los pies descalzos salió sigilosamente de la habitación. Sólo cuando estuvo en el ascensor se volvió a poner los zapatos. Cuando llegó a la recepción hizo que llamasen a un taxi.
Afuera el cielo nocturno tendía al gris oscuro y el aire estaba saturado de humedad, de la misma manera que la calle, en donde todavía circulaban pocos vehículos; dentro de unas horas sería invadida por una miríada de automóviles y de personas con una prisa endiablada por llegar al puesto de trabajo.
También ella esa mañana debía cumplir con su deber, a pesar de las náuseas, el dolor de cabeza y el rostro descompuesto: su carrera no se conciliaba con las ausencias al trabajo.
El taxi llegó en pocos minutos. Con paso vacilante se dirigió hacia la portezuela que el taxista, mientras tanto, le había abierto pero, mientras bajaba de la acera, resbaló en un pequeño charco. Para no acabar en el suelo se agarró al hombre que la sostuvo.
Eh, no. ¡Basta ya de caer en brazos de desconocidos!, dijo para sus adentros liberándose de su sujeción.
Lo vio dar un paso atrás.
―Sólo quería ayudarla a entrar…
Loreley lo observó durante un momento: la luz de la lámpara le devolvía un rostro mofletudo de mirada divertida.
―Puedo sola, gracias ―le respondió brusca.
Con movimientos titubeantes se sentó en el asiento posterior mientras el taxista se colocaba en el asiento del conductor.
―¿Dónde vamos, señorita?
Loreley le dio una dirección, luego, con una mueca de dolor, se pasó una mano por la nuca.
―¿Se encuentra bien? Si quiere la puedo llevar al hospital.
―No, no es necesario. Ya pasará...
―Ha empinado un poco el codo, ¿eh?
Resopló.
―No creo que sea asunto suyo.
―Vale, pero intente no vomitar sobre el asiento o me veré obligado a cobrarle un suplemento…
Loreley le hizo una mueca por medio del espejo retrovisor.
―No sucederá. Sólo tengo un tremendo dolor de cabeza: un par de horas de reposo, un café y volveré a estar como antes.
―Espero que antes sea mucho mejor que ahora. ― comentó irónico el taxista un momento antes de emitir un ruido parecido a una risita contenida con esfuerzo.
―¡Váyase al cuerno!
Si salgo de esta juro que no volveré a hacer nada parecido.

1
Loreley se levantó de la silla y se acercó a la ventana de su oficina. Estaba cansada de estar sentada detrás de un escritorio hojeando sumarios y escribiendo en el ordenador, sobre todo porque dentro de un rato debería ir al tribunal.
Aunque no podía vislumbrar las nubes notaba que pronto volvería a llover; su humor se volvió gris, como el cielo de aquellos dos últimos días, un color que odiaba y la ponía triste.
Permaneció durante mucho tiempo con la mirada fija sobre los grandes ventanales azulados del rascacielos de enfrente, el pensamiento concentrado sobre lo que le había sucedido la noche anterior. Intentaba evocar la secuencia de los hechos pero los recuerdos en su cabeza parecían una vieja película borrosa y arruinada, donde los fotogramas corren veloces para, a continuación, atascarse siempre en el mismo punto.
Tenía bien clara en su mente la ceremonia de boda de su hermano, la comida en el restaurante de un hotel de Manhattan, la música y los brindis, tantos como las atenciones que había sufrido por parte de los hombres allí presentes: eran muchos los rostros nunca vistos antes de la fiesta, a otros los conocía desde hacía tiempo. Entre éstos resaltaba uno en particular que en la últimas horas la atormentaba y ella temía que perteneciese a la persona con la cual había dejado el restaurante para subir a la habitación.
¡Espero que no sea él!
Todavía estaba mirando fijamente el interior de la oficina que se entreveía a través de los cristales del rascacielos de enfrente cuando, un ruido a su espalda, paró el fluir de sus pensamientos.
―Loreley. ¿todavía estás aquí?
Ella se volvió hacia Simon Kilmer, un hombre con la piel tan blanca como sus pocos cabellos.
―Perdona, estaba reflexionando sobre algunas cosas. Voy enseguida.
Se apartó de la ventana y volvió al escritorio, en un rincón de la habitación, para recoger sus notas. Chocó con una carpeta de documentos que, a su vez, fue a dar contra el porta lápices haciéndolo caer. El contenido rodó sobre la superficie de caoba antes de acabar sobre el suelo de mármol.
―¿Qué te pasa hoy? ―le preguntó Simon. ―¿Estás nerviosa por el proceso Desmond? Lo siento pero deberás estar presente en la sala del tribunal ―le dijo en tono autoritario. ―Es lo mínimo que puedes hacer para inducirme a olvidar que has rechazado aceptar el caso. Te la has jugado…
―¡No tiene nada que ver con el proceso! ―lo interrumpió mientras se arrodillaba para recoger bolígrafos y lápices. Durante un instante alzó la mirada e impidió la siguiente pregunta. ―Estate tranquilo, mis problemas sólo afectan a mi vida privada. Y, ahora, por favor, no me hagas más preguntas.
Colocó el porta lápices en su sitio, se quitó las gafas y las metió en el bolso, sin decir nada más.
Kilmer se tocó la mancha oscura del rostro, un antojo apenas visible bajo la blanca barba.
―No tengo intención de ser un entrometido. Pero, se trate de lo que se trate, intenta despejarte y volver a ser activa: estás distraída y pareces agotada. Las fiestas hacen gastar tanta energía… ―Le sonrió, como para hacerle creer que, a lo mejor, había adivinado el problema.
Loreley no respondió a la provocación y esbozó una sonrisa. A pesar de ser tan astuto, aquel hombre realmente no podía haber intuido lo que ella había hecho.
―Seguiré tu consejo.
―Corre, vete, o llegarás cuando ya haya acabado todo. Te lo ruego: hazme saber lo antes posible cómo ha ido. Quiero oírtelo a ti y no a Ethan, ¿entendido?
―¿Tengo elección? Sé perfectamente que, de lo contrario, me lo harás pagar de todas formas ―contestó antes de salir de la habitación.
Cogió un taxi, como era habitual cuando se movía por trabajo.
―Lléveme al 100 Centre Street, lo más rápido posible, por favor ―dijo al taxista, un joven de aspecto asiático de cabello corto y liso.
Recorrieron un par de kilómetros, el vehículo vibró y un ruido anómalo pareció alarmar al conductor.
¿Y ahora qué está pasando? ―se preguntó Loreley.
Maldiciendo su mala suerte el hombre se paró a un lado de la carretera para buscar el punto idóneo donde estacionar, pero perdió unos valiosos minutos antes de conseguir encontrarlo. Abrió la portezuela, salió y dio una vuelta en torno al vehículo, comprobándolo con cuidado.
―¡Esta mañana no doy una a derechas! ―exclamó con un gesto de rabia. ―¡Sólo faltaba el pinchazo de una rueda!
¡Oh, no! Es lo último que necesito, pensó ella saliendo, a su vez, del automóvil.
―¿Cuánto tiempo precisa para cambiarla?.
―Por lo menos un cuarto de hora, señorita.
―¡No me lo puedo permitir! ―la voz sufrió una inesperada subida de tono.
―Lo siento, no depende de mí; lo puede ver incluso usted ―respondió mostrándole el neumático anterior casi deshinchado.
Loreley dio un portazo.
―Dígame cuánto le debo. Rápido, por favor.
―Olvídelo, por lo que parece hoy no es uno de mis días más afortunados.
―Tampoco uno de los míos…
Sacó de la cartera diez dólares y se los tendió al hombre que, mientras tanto, había abierto el maletero para coger el equipo necesario para cambiar la rueda. Lo vio metérselos en el bolsillo sin dudar, agradeciéndoselo con una sonrisa.
Loreley se alejó hasta llegar al cruce con la carretera principal y observó los numerosos automóviles de todos los modelos y colores que pasaban rápidamente a su lado. Cuando identificó un taxi levantó una mano para llamar su atención pero éste siguió derecho sin ni siquiera desacelerar. Vio llegar otro y, con la esperanza de pararlo, enfatizó el gesto que, sin embargo, cayó en el vacío. Probó otra vez: ¡nada que hacer! Aquellos malditos coches amarillos seguían su camino, indiferentes a su drama.
¿Era posible que no hubiese un solo taxi libre?
Lo intentó una última vez, sacudiendo los brazos hasta el punto de sentirse ridícula. ¡nada! Con un suspiro se volvió y regresó donde estaba el taxista.
―Escuche… ¿cuánto tiempo necesita para acabar?
―Algunos minutos, señorita ―le respondió mientras atornillaba uno de los tornillos de la rueda.
―OK. Hagamos lo siguiente. ―Cogió algunos billetes ―si me lleva al tribunal antes de las once éste se convertirá para usted en uno de sus días más afortunados.
El hombre se paró para observar la generosa oferta de su cliente, así que volvió a trabajar con más empeño. En un par de minutos estaba de nuevo al volante con ella, sentada en el asiento posterior, que observaba la pantalla del teléfono móvil contando los segundos que pasaban.
El tráfico intenso a la altura de Hell’s Kitchen frenó la carrera del taxi hasta obligarlo casi a pararse. Ahora ya iban a paso lento. El sonido del claxon mostraba toda la impaciencia de los conductores.
―¿No hay una salida para librarse de este lío? ―preguntó Loreley.
―Lo siento, señorita. ¿No cree que si la hubiese la hubiera cogido?
―¡Me estoy jugando el puesto de trabajo!
―No sabe cuántos clientes suben aquí, cada uno con su propia historia. Algunos se quedan mudos y casi inmóviles, ignorándome durante todo el trayecto mientras que otros son tan nerviosos… como si el asiento les estuviese quemando el trasero. Y hablan mucho, como usted.
Loreley consiguió verlo sonreír desde el espejo retrovisor y se esforzó por devolverle la sonrisa, encajando la mordaz respuesta.
―Pero hay algo que todos tienen en común ―continuó él ―Una prisa infernal por llegar a su destino.
Ella respiró profundamente para calmarse.
―Ya me he excusado, ¿qué más puedo hacer?
―¡Nada! Prefiero los clientes como usted, señorita, a aquellos momificados.
Esta vez Loreley le sonrió más convencida. ¡Con todo el dinero que te he dado!, pensó apoyando a continuación la cabeza sobre el reposacabezas. El habitual dolor detrás de la nuca había disminuido, lo preciso para permitirle trabajar, pero no la había abandonado del todo.
A lo mejor ese era el momento adecuado para recurrir a un analgésico: el médico le había repetido varias veces que lo tomase cuando el dolor no fuese todavía demasiado fuerte y doblar la dosis sólo en el caso de que fuese realmente necesario. La testarudez y sus muchas obligaciones, sin embargo, la habían inducido a actuar de manera aleatoria, con el resultado de que, al cabo de unos años, se encontró con que necesitaba una dosis mayor.
Sacó del bolso la pequeña caja de plata, la abrió, cogió una pastilla y la volvió a cerrar, luego se paró a mirar las dos L de oro brillante grabadas sobre la tapa: un tiempo significaron Lorenz Lehmann, su abuelo; hoy, Loreley Lehmann.
Como temía, llegó al tribunal con retraso. A pesar de que el taxista no hubiese conseguido mantener el pacto, le dejó toda la suma que habían pactado para compensarlo por el hecho de que había debido aguantar todo su nerviosismo.
Subió a la carrera la amplia escalinata de mármol que conducía a la entrada del edificio, con la esperanza de asistir por lo menos al veredicto. Por suerte sabía a dónde ir y no debía perder más tiempo para pedir información; era fácil perderse en aquel ambiente tan vasto si no se conocía mejor que bien.
Incluso antes de entrar en la sala del tribunal comprendió que la sentencia del caso Desmond ya había sido emitida: la puerta estaba abierta y algunas personas estaban saliendo.
¡Maldita sea, demasiado tarde! Cerró la mano en un puño y la batió contra el aire.
Parada en el umbral de la puerta, dio una ojeada rápida al interior: la luz que se filtraba desde las persianas era débil pero suficiente para vislumbrar sobre los rostros de la gente la tensión que aún no había desaparecido; público y jurado estaban dejando sus puestos, de la misma manera que el juez Sanders, una mujer anciana y menuda, que se metió por la puerta del fondo de la sala del tribunal.
Loreley entró, entre el murmullo creciente, para buscar a su colega Ethan Morris. Lo encontró aún de pie al lado de la imputada, Leen Soraya Desmond.
Como si se hubiese dado cuenta de su llegada Ethan se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa forzada. Unos segundos después también Leen se dio la vuelta y sus ojos de forma oriental se contrajeron.
―¡Esto no acabará así, Lehmann! ―le gritó ―¡Antes o después, me vengaré! ―Mientras dos agentes de uniforme se la llevaban, dirigió su atención hacia un hombre moreno que, un poco más allá, estaba observando la escena ―Mi padre no te olvidará y tampoco lo que me has hecho…. ¡Nunca!
―¡Tampoco yo lo olvidaré, Leen! Puedes estar segura ―le respondió él con voz fuerte y determinada.
Realmente intrigada Loreley examinó el objeto, o mejor dicho el sujeto, de tanta acritud y en cuanto lo reconoció se puso tensa, mirándolo fijamente como si estuviese en trance. En su mente, los instantes de la vieja película volvieron a mostrarse de manera fluida, esta vez vívidos, veloces, sin interrupciones.
¡Oh, Dios mío, es él!
―¿Qué te ocurre? ¿Es debido a lo que te ha dicho mi cliente? ―le preguntó Ethan acercándose.
Ella se desabotonó la adherente chaquetita azul que en ese momento le impedía respirar hasta que el pecho se hinchó para dejar entrar el aire en los pulmones.
―No exactamente. Sólo estoy un poco cansada.
El abogado le sonrió, asintiendo.
―Imagino que ayer ha sido una especie de maratón.
―Sí. Y ver hace un momento a esa mujer… ―Miró la puerta por donde Leen acababa de salir ―Bueno… no ha sido en realidad un placer. Además, no he conseguido llegar a tiempo.
―Tranquila. No diré nada a Kilmer de tu retraso, ni a él ni a Sarah. Si vienes a comer conmigo te contaré todo lo que se dijo, de esta manera, en caso de que te sometiese al tercer grado sabrás qué responderle.
―Te lo agradezco. Que sepas que, sin embargo, no he llegado tarde a propósito: el taxi ha tenido un pinchazo.
―Kilmer no te creería pero yo te conozco mejor que él. Ahora vamos a comer: es el único placer que me queda.
El hombre moreno que había tenido un intercambio de palabras con la imputada llegó hasta ellos y los paró en cuanto atravesaron el umbral de la puerta. Loreley aferró el asa del bolso hasta casi clavarse las uñas en la palma de la mano.
―Abogado Morris, le felicito por la óptima defensa pero soy feliz porque no ha sido suficiente para que ganase ―dijo el recién llegado antes de sonreírles mientras ella, por discreción, daba un paso atrás.
―Puedo entenderle, míster Marshall. ―Ethan parecía incómodo.
―Que tenga un buen día, abogado ―dijo el otro, luego posó su mirada en Loreley ―Hasta luego, Lory.
La observó fijamente durante un instante como si quisiese hablar pero todavía no supiese qué decir.
Desbordada por sensaciones y pensamientos contradictorios abrió la boca para responder al saludo: no consiguió pronunciar ni una palabra.
Él le sonrió aunque los ojos de un color parecido al ámbar aparecían serios.
―La próxima vez preferiría que nos viésemos lejos de este lugar ―concluyó. Se volvió de espaldas y se alejó.
Ethan se rascó la nuca afeitada a cero.
―¿Qué te pasa Loreley? Ni siquiera lo has saludado.
―Perdóname… no sé lo que me ha ocurrido.
Lo vio mover la cabeza mientras los ojos expresaban confusión.
―Bueno, está bien, vamos: esta mañana no he desayunado por la tensión y ahora que todo ha acabado me ha vuelto el hambre.

***

Transcurrió una semana durante la cual Loreley se sintió más tranquila y consiguió no pensar demasiado en el problema en que se había metido. Las pocas veces que sucedía, sobre todo cuando estaba sola en la cama, rechazaba aquellos recuerdos, cogía un libro al azar y leía hasta que los ojos se enrojecían por el cansancio y se caía dormida; o miraba documentales de todo tipo en la televisión. Cualquier cosa era buena con tal de concentrar su atención en otra parte.
No recordaba mucho de las horas transcurridas con el amante improvisado de una noche pero, por el contrario, comenzaba a recordar qué había sucedido antes de subir a la habitación con aquel hombre.

Sentada a la mesa de un gran restaurante junto con otros invitados a la boda Loreley estaba picoteando un trozo de tarta de bodas cuando él, con una copa de champán en una mano y una silla en la otra, se había colocado al lado de su amigo Steve, enfrente de ella.
―Todas las personas de esta mesa han encontrado su propia mitad: incluso Hans y Ester lo han conseguido. Quedo yo solo ―había dicho acompañando aquella última frase con un sorbo de champán, como si quisiese felicitarse consigo mismo.
―Te aconsejo que permanezcas soltero todavía por un tiempo ―había sido la respuesta divertida de Steve.
―También yo me lo aconsejo, ¿sabes? Cada día, para no olvidarlo. ¡Nada de compromisos sentimentales en los próximos años: ya he tenido demasiados!
Loreley había sentido una cierta desazón y había bajado los ojos hacia plato, intuyendo que aquel hombre estaba todavía sufriendo por Ester que, sin embargo, parecía una novia muy feliz por su decisión. Durante todo el día él no había dejado traslucir ninguna turbación pero, luego, el champán debió hacerle bajar la guardia.
―Realmente no eres el único soltero sentado en esta mesa… ¿o yo no soy un buen ejemplo? ―le había corregido Lucy, una muchacha rubia con curvas explosivas. ―A diferencia de ti, sin embargo, yo continuó por mi camino, a pesar de todo…
Había remarcado las últimas palabras, como para hacer comprender a qué, o mejor a quién, se refería con aquel a pesar de todo.
―Lo imagino, ¡nunca lo he dudado! ―le había respondido con ironía el hombre.
Una mueca de disgusto había aparecido en el rostro de la joven:
―¡Siempre es mejor que estar lamentándose!
Loreley contuvo con esfuerzo una risita. Aquella Lucy se divertía pinchándolo cada vez que tenía ocasión y él le respondía como podía, considerando que habitualmente no era del tipo que mantenía una actitud irreverente con las mujeres. Por algún motivo la muchacha transformaba sus encuentros en escaramuzas. Ahora ya se había convertido en un ritual, el único modo de comunicación entre ellos, de tal manera que, si hubiesen cambiado esta costumbre, Loreley se hubiera asombrado y a lo mejor incluso desilusionado.
Cuando vio a Lucy alejarse de la mesa para sumergirse en el baile, la atención del hombre había recaído en ella que, después, le había hecho compañía con un par de copas en la sobremesa, olvidándose de no tomar los analgésicos con poca separación de las bebidas alcohólicas.
En aquellos últimos y frenéticos días transcurridos ayudando a Ester en los preparativos de la boda y en discutir con su jefe el caso Desmond, el dolor de la nuca no la había dejado en paz. La guinda del pastel había sucedido dos días antes de la ceremonia: su novio la había telefoneado desde Los Angeles para decirle, como si no tuviese importancia, que no podría estar con ella en la boda. La discusión que se había desencadenado por esto le había acentuado la migraña obligándola a recurrir varias veces a las medicinas.
Todavía había en su mente un vacío, entre el tiempo transcurrido desde que los novios se habían ido del restaurante, seguidos por las aclamaciones festivas de buenos augurios, a cuando se había despertado en plena noche en una habitación en los pisos altos del hotel. Un agujero donde sólo existían unos flashes en los cuales se veía desnuda y aferrada a un hombre de piel bronceada que, con el peso de su cuerpo, la aplastaba contra la cama mientras la acariciaba y la besaba.
Después, la oscuridad absoluta.
De nuevo él que, rodando sobre si mismo, la ponía encima de él, a horcajadas. Recordaba sus ojos felinos que le comunicaban pasión y los labios con una sonrisa socarrona que la invitaban a dejarse llevar por cualquier deseo oculto.
Y otra vez la oscuridad total, seguida de un despertar confuso… y de una inconfesable realidad.

2
¿Qué ocurriría una vez que John volviese a casa? ¿Era realmente necesario confesar algo que ni siquiera ella sabía bien cómo había sucedido? ¿La sinceridad a toda costa era indispensable para mantener viva la convivencia de la mejor manera?
Preguntas que volvieron a atormentarla incluso mientras conducía en medio del tráfico de Manhattan. Preguntas que le sembraban dudas que nunca había tenido antes, haciéndola dudar de sus pocas certidumbres. Después de todo, ella sólo tenía veintiocho años y poca experiencia en las relaciones de pareja para estar segura de tener las respuestas adecuadas.
El sonido del teléfono móvil reclamó su atención. Pulsó una tecla del salpicadero y activó el manos libres.
―Hola, Loreley. ¿Cómo estás?
―¡Davide! ―se regocijó. ―¡Cómo me alegro! Hace tiempo que no sé de ti.
―Sí, es verdad, pero también podrías haberme llamado tú.
―Bueno, estaba muy ocupada y la boda de Hans me ha dejado sin fuerzas. E incluso las ganas de casarme, si John me lo preguntase un día.
Escuchó una breve risotada al otro lado de la línea.
―Siempre la vieja historia de la zorra que no logra coger las uvas...
―¡No me tomes el pelo, venga! Tienes algo que contarme, ¿verdad?
―Sí… algo hay.
―¡No te andes por las ramas!
―Es algo serio y prefiero hablarte de ello personalmente, si no tienes inconveniente...
―Perfecto, también a mí me gustaría pasar un rato juntos.
―Si estás libre nos podríamos ver mañana a primera hora de la tarde, en tu casa.
―¿Digamos a las tres?
―A las tres.
Loreley acabó la conversación recordando con melancolía el rostro delicado y sonriente de Davide. Echaba de menos los días pasados con él, sobre todo en la época de la universidad, y los buenos y despreocupados momentos que le había dado.
Todo pasa y, como sucede a menudo, las cosas más hermosas son también las que menos duran.
Puso el pie en el pedal del freno e imprecó apretando el volante entre las manos: el automóvil delante de ella había frenado de golpe y por un pelo ella no le había embestido.
¡Maldita sea! Habitualmente respetaba la distancia de seguridad. Se quedó inmóvil durante unos segundos, respiró profundamente y en cuando oyó los cláxones de los autos que estaban detrás del suyo, se volvió a poner en marcha.
¡Siempre con prisas, todos! Algunas veces echaba de menos su querido Zurich con su orden y su calma. Tan distinta de la eléctrica y frenética New York.
Una ligera lluvia comenzó a golpear sobre el parabrisas. Resopló: se había olvidado de coger el paraguas. Y sin embargo sabía que en octubre el tiempo era imprevisible.

***

A la tarde siguiente, vestida con unos sencillos pantalones vaqueros y una camiseta de la misma tela y color, Loreley salió de casa. Fuera del portal estaba su amigo Davide esperándola.
En cuanto estuvo cerca de él le echó los brazos al cuello y durante unos segundos no lo dejó moverse.
―¡Qué entusiasmo! ―dijo él estrechándola a su vez.
―Nunca habíamos estado alejados tanto tiempo ―se defendió ella separándose. ―¿A dónde quieres ir?
―Con el hermoso sol de hoy podríamos pasear un poco.
―¡Perfecto!
Loreley se puso la bolsa en bandolera sobre el hombro y lo cogió de la mano pero después, a los pocos pasos, se paró.
―¡Pobre de ti si coges la cartera! ―le dijo levantando el dedo índice ―Esta vez me encargo yo, ¿entendido?
―¡Vaya un esfuerzo para alguien como tú!
―¿Qué quieres insinuar? ―le preguntó con las manos en las caderas. ―Estoy esperando...
―Tus padres son… bueno, no están tan mal.
―Son ricos, puedes decirlo. Pero eso no tiene nada que ver conmigo.
―Olvidemos este discurso y vamos a relajarnos un poco. Cualquier cosa que quieras hacer, por mí está bien.
Davide no quería hacer nada excepcional. Dejaron el coche y caminaron hasta el Corona Park. En aquel día otoñal el parque era poco frecuentado y estaba inmerso en una ligera capa de silencio y de finísima niebla, con hojas alfombrando los pies de los árboles desnudos a medias, que remarcaban el lánguido y nostálgico encanto del otoño, a pesar de la persistente presencia de macizos de flores que iban desde el amarillo intenso hasta el violeta.
Habrían podido escoger pasear en Central Park, más grande y no muy lejos de su casa, en vez de atravesar todo el distrito de Queens pero ella sabía que a Davide no le gustaban los lugares demasiado grandes y multitudinarios. En honor a la verdad, a él ni siquiera le gustaba ir a sitios donde la riqueza y, sobre todo, quien la poseía, mandasen en él, pensó mientras caminaba a su lado. Ella era su única amiga adinerada.
Cuando los músculos de las piernas comenzaron a doler por el cansancio, se sentó en un muro cerca de la Unisphere, un enorme monumento de acero que representaba un globo terrestre. Loreley habló de la boda del hermano y de lo que le había sucedido aquella noche, omitiendo sin embargo el nombre del hombre con el cual había compartido la cama: todavía no se sentía preparada para revelarlo, ni siquiera a su amigo. Él pareció comprenderlo porque evitó preguntárselo, pero sobre su frente había aparecido una arruga que antes no estaba.
―Sé en lo que estás pensando ―dijo ella mirándolo a los ojos azul celeste que parecían reprocharle algo ―Me daría de bofetadas a mí misma. Johnny no merece lo que le he hecho y no sé como salir de ésta sin hacerle daño.
―¿Estás indecisa acerca de si decírselo o no, verdad?
―Tengo miedo de que no me lo perdone. Y también me falta el valor… ―apartó la mirada durante un instante.
―Si te conociese tan bien como yo te conozco se percataría de que tú nunca habrías acabado en aquella cama si hubieras estado sobria.
―¡Lo ves muy fácil!
Davide la observó contrariado.
―No es nunca sencillo. ¿Crees que a mí no me ha costado confesarte mi traición? Tenía un miedo loco de perderte para siempre, incluso como amiga. Pero luego tú has comprendido...
―Me sentí igualmente mal de todas formas, aunque no lo dejé ver demasiado. Durante años no he querido saber nada de muchachos: para mí, en ese momento, sólo importaban los estudios y el patinaje.
Él suspiró.
―Ya ha pasado tiempo desde entonces pero veo que todavía te pones nerviosa cuando hablamos.
Ella movió la cabeza.
―Perdóname, Davide… ―le acarició la mejilla ―No estoy nerviosa por el pasado sino por el presente.
―Ya te he dicho mi opinión.
―Reflexionaré sobre ello, te lo prometo ―lo tranquilizó para acabar con aquella embarazosa conversación.
Mejor buscarme otro.
Lo miró como si sólo en aquel momento se hubiese acordado de algo importante.
―A propósito de confesiones: todavía no me has hablado de la noticia a la que te referías por teléfono. ―Se puso en una posición más cómoda ―Estoy aquí y te aseguro que escucharé cada palabra que digas.
Lo vio tranquilizarse y sonreír.
Davide se sentó a su lado, dejó pasar unos segundos y soltó la feliz noticia.
―Después de tanto tiempo… y tanto buscar, pienso que he encontrado la persona apropiada para mí. Dentro de unos meses quizás nos vayamos a vivir juntos.
Ella abrió los ojos de par en par.
―¡Dios mío, no sabes lo feliz que me haces! ―se regocijó dando palmadas y luego lo abrazó. ―¿Su nombre?
―Se llama Andrea, nos hemos conocido en la clínica: me ha traído a su perro para que lo curase.
―¡Estoy tan contenta! ¿lo sabes’
―¡Gracias! Yo, en cambio, estoy un poco atemorizado.
―Sé lo que se siente, sorbe todo al principio.
―Es por esto por lo que estoy hablando contigo. Quería saber cómo te llevabas con John. Cómo te sentías con él.
―Bueno… puedo decirte que al principio me sentía cohibida y no sabía cómo comportarme. Tenía miedo de que todo lo que hiciese le molestase. Debía mantener la calma, ser comprensiva y tener la mente abierta para aceptar también su manera de actuar y de pensar. Algunas veces deseaban darle de tortas, otras veces abrazarlo. El día anterior daba gracias al cielo por haberlo encontrado y al día siguiente quería no haberlo conocido jamás. En más de una ocasión te parecerá que no consigues soportarlo y añorarás la libertad perdida, pero te aseguro que luego todo se arregla. Basta con quererlo realmente.
―¿Es de esta manera que te has sentido con John? ―la interrumpió él, asombrado.
―Te aseguro que no estoy, para nada, arrepentida.
Mientras respondía se preguntó cómo es que, si no se había arrepentido, no conseguía tener en cuenta lo que le acababa de decir a su amigo, para tranquilizarse también a sí misma.
―Es suficiente. ―Davide rió divertido y la cogió de las manos. ―Ya verás como las cosas se arreglarán también para ti; basta quererlo realmente, ¿no?
―Eres un gran…
Él le tapó la boca.
―Eh, ciertas cosas no se dicen. ―le sonrió ―Ahora es mejor ir a beber algo.
Después de una bebida fresca y una visita rápida al museo de la ciencia y de la tecnología, decidieron que había llegado el momento de buscar un lugar tranquilo donde cenar. Mientras tanto el sol le estaba cediendo el puesto a la luna que dentro de poco aparecería como un disco inmaculado de luz y sombras, a ratos oculto por las nubes.
La cena fue ligera, sólo con dos platos y una pequeña porción de tarta de queso con fruta. Por suerte la temperatura no había bajado tanto como para hacerles desistir de dar una vuelta por las calles de Manhattan y sólo cuando realmente estuvieron cansados se percataron de que ya había pasado la medianoche. Sintiéndose culpable por haberlo retrasado, Loreley decidió hospedar al amigo en su casa: le hacía ilusión estar en su compañía todavía un poco más.
***
Estaba desperezándose en la cama cuando sintió una mano sobre el hombro. Se giró y abrió un poco los párpados: esperaba ver la cara de Davide pero los ojos que en ese momento la estaban observando eran demasiado oscuros para pertenecer a su amigo, que por el contrario los tenía azules.
―¡Johnny! ―se levantó apoyándose sobre los codos ―¿Cuándo has llegado?
―Ayer por la noche te mandé un mensaje: ¿no lo has leído?
―Perdona, no me he dado cuenta.
―¿Demasiado ocupada haciendo otras cosas? Me he cruzado con Davide en la sala. Se estaba marchando.
―Ayer pasamos la tarde juntos y como se había hecho tarde lo he traído a casa. ―se sentó sobre la cama ―Voy a despedirme de él.
―Olvídate. ―la cogió por los hombros. ―Me ha dicho que te salude. Tenía prisa.
Estaba a punto de protestar pero John se inclinó sobre ella y le cerró la boca con un gran beso. Entonces Loreley le pasó un brazo alrededor del cuello y se lo devolvió.
Cuando lo vio apartarse para sacarse con rapidez la ropa, con un único movimiento se sacó la corta camiseta de dormir mostrando de esta manera el cuerpo de piel pálida.
―Quería ducharme pero ahora… ―le dijo él.
Loreley lo examinó con rapidez: los cabellos en desorden y los rasgos del rostro tensos, como de quien hubiese intentando retomar el control de sus sentimientos. Los ojos oscuros parecían exhortarla a tomar rápidamente una decisión. Ella sintió sus labios abrirse con una sonrisa maliciosa mientras los brazos se tendían hacia él, lo aferraban por las solapas de la camisa que se había desabrochado y lo atraía hacia sí.
Aquella mañana seguro que se saltaría el desayuno y quizás incluso el almuerzo pero no le importaba un pimiento: ahora sólo necesitaba a su hombre.

Esperó a que John se durmiese antes de escabullirse de la cama. Se puso una bata de raso negro, cogió el teléfono móvil y bajó la escalera. Se sentó en el sofá e hizo una llamada.
―¡Hola, Loreley! ―la voz de Davide era alegre, como siempre.
―Perdóname por lo de esta mañana...
―No pasa nada. Me he quedado sorprendido al verlo entrar en casa e incluso un poco incómodo, como también lo estaba él, de hecho, y he preferido irme para no molestar. Siento no haber podido despedirme de ti.
―También yo. Pero todavía no sé qué hacer…
―Ya hemos hablado de eso ayer. Estoy convencido que harás lo correcto.
Ella, en cambio, no lo estaba.
―Prométeme que volveremos a vernos lo antes posible.
―Claro. A lo mejor puedes venir tu hasta aquí.
―Lo pensaré, te lo prometo.
―Te tomo la palabra. Ya nos veremos.
―Que tengas un buen domingo, Davide.
No había acabado todavía la conversación cuando reapareció John vistiendo un chándal gris de gimnasia.
―¿Ya levantado? ―creía que se había dormido. ―¿Tus padres están bien?
―Se las apañan. Mamá está con sus achaques habituales pero nada importante.
―¿Y tu hija? Imagino que habrá saltado de alegría al verte.
Él asintió sonriendo.
―Me gustaría que me llevases contigo, un día, para conocerlos.
La sonrisa desapareció rápidamente del rostro de John.
―Salgo un momento a correr, si te parece bien.
Loreley se quedó desilusionada pero se esforzó por no demostrarlo.
―No, ve. ¿Serás capaz incluso de hacer footing? ―le preguntó asombrada por tanta energía residual.
Él volvió a sonreír.
―Pues claro.
―Cuando vuelvas comeremos algo y, si no te has caído al suelo preso de un fallo cardíaco podríamos ir a dar una vuelta.
―Si cocinas tú es más probable que me arriesgue a una intoxicación alimentaria y entonces no iremos a ningún sitio.
Ella cogió un cojín del sofá y se lo lanzó.
John lo esquivó y, riendo, se fue de casa.
Cuando se quedó sola Loreley se fue a la cocina y se puso manos a la obra con los fogones, aunque ya sabía que el resultado no le entusiasmaría.
Había conocido a John en los tiempos de la pasantía. Él estaba con Ethan, que se lo había presentado como un viejo amigo. Su rostro cautivador, los ojos oscuros y su manera de ser, amable y al mismo tiempo descarada, la habían impresionado enseguida; pero no había habido manera de conocerse mejor hasta que lo había visto de nuevo, una tarde, en el aparcamiento cerca del bufete de abogados.
Ella estaba intentando poner en marcha el coche que no quería saber nada de arrancar. Después de algunos intentos inútiles había salido del vehículo con un enfado de mil demonios, jurando casi como un camionero. En ese momento lo había visto: estaba apoyado en el capó posterior del coche, los brazos cruzados y la miraba divertido.
Sin demasiados preámbulos le había preguntado si tenía intención de ayudarla o de permanecer allí quieto disfrutando del espectáculo. Johnny le había tendido la mano como pidiéndole las llaves. Ella lo había mirado fijamente a los ojos y se las había dado, aunque con una cierta reticencia.
En unos pocos minutos el motor había vuelto a retumbar.
―¿Qué puedo hacer para recompensarte? ―había preguntado aliviada.
―Podrías darme tu cuenta bancaria ―le había respondido mientras salía del coche para cederle el puesto del conductor.
―¿O también?
Él había puesto la mirada de quien sabe que ya ha ganado.
―Ven a cenar conmigo esta noche.
Y en ese momento había comenzado su historia.

3
Ethan pasó a su lado casi a la carrera, como si tuviese prisa por dejar el bufete.
―¡Eh, Loreley!
Ella, que estaba hojeando un expediente, se paró y lo miró por encima de las gafas de montura azul. Él llevaba una trenca oscura colgada del brazo y el inevitable sombrero en la mano, señal de que estaba yendo al juzgado o a ver a algún cliente.
―El jefe te quiere ver en el estudio ―le dijo, con una expresión compasiva.
―¿Hay problemas a la vista?
―Ni siquiera yo lo sé, pero cuando me ha pedido que te mandase con él tenía una sonrisita extraña...
―Nada bueno para mí, en fin; ¿qué te apuestas?
―Yo sólo apuesto si estoy seguro de ganar. Ahora debo salir corriendo. Buena suerte ―mientras decía esto le guiñó un ojo y desapareció detrás de la puerta.
Loreley suspiró. Dentro de un rato Kilmer le daría un trabajo fastidioso, pensó mientras iba hacia la oficina al lado de la suya.
Cuando entró lo vio sentado detrás del escritorio, con un traje gris oscuro. Él esbozó una media sonrisa, que más parecía una mueca, mientras le tendía una carpeta de documentos que ella cogió sin quitar la mirada de su rostro.
Cuando leyó las pocas palabras estampadas sobre el papel se puso rabiosa, pero intentó seguir impasible. Ya había escuchado en las noticias el homicidio ocurrido el día anterior, al lado de la residencia de sus padres, y se había quedado muy sorprendida y disgustada debido a su crudeza. Conocía de vista a la familia de la víctima, una matrimonio de empresarios jubilados que tenían una sola hija y sólo el pensar que debería defender a la persona que se la había arrebatado era suficiente para que se le hiciese un nudo en el estómago.
El jefe la miraba severo, casi como retándole.
―¿Por qué me debo ocupar yo de esto?
―Ethan está siguiendo otro caso y Patrick está enfermo. Además, el tío que contactó con nosotros para confiarnos la tarea te quiere justo a ti; se ve que prefiere a las mujeres. ―Dejó escapar una risita pero enseguida se volvió a poner serio. ―Lo siento.
¡No es verdad que lo sientas!
Kilmer se apoyó en el alto respaldo de la butaca, de piel negra, que crujió por su peso.
―Si necesitases ayuda, no dudes en pedírmela ―prosiguió en tono cordial que a ella, sin embargo, le sonó enseguida a falso.
¡Ya podía ir olvidándose!, pensó Loreley. Cerró la carpeta y la mantuvo cogida entre las manos.
―Ven a verme si acabas antes del cierre del bufete, así nos ponemos al día.
¡Como no! ¡Espera sentado! Haría todo lo posible por retrasarse, se dijo mientras asentía con la cabeza.
―Date prisa: tu nuevo cliente te espera.
Con una sonrisa forzada, la misma que él le había reservado cuando había entrado, Loreley dejó la habitación, los hombros derechos y el paso seguro, intentando controlarse; pero tenía unas ganas tremendas de darle una cuantas patadas en su gordo culo.
***
Defender a aquel que ella creía indefendible nunca había estado en su programa, ni lo consideraba una manera de hacer carrera, por lo tanto, la causa que le habían asignado era difícil de digerir. Le hubiera gustado rechazarla pero ya había perdido terreno al abstenerse de defender a Leen Soraya Desmond y no podía volverse atrás otra vez. Kilmer perdería los estribos, cogiendo al vuelo la excusa perfecta para echarla del bufete. Siempre había advertido en él una cierta intolerancia hacia ella pero, en los últimos tiempos, se había intensificado.
Cada vez más, su jefe le exigía un mayor compromiso, más de lo que pretendía de Ethan, y tenía la sospecha de que el motivo era debido al hecho de que ella era una privilegiada por nacimiento, una muchacha que no había debido hacer otra cosa que pedir algo para conseguirlo. Él, en cambio, había sudado para asegurarse una cierta posición y una discreta cuenta bancaria, trabajando duro durante treinta años.
De esta manera, el día anterior, se había visto obligada a aceptar aquella causa ingrata que la había mantenido despierta hasta altas horas de la noche.
¿A qué tecnicismo legal podía apelar para evitar que su asistido acabase sus días en la cárcel? Un hombre de treinta y un años que había golpeado hasta la muerte a su compañera, dejándola agonizante sobre el suelo de casa para, a continuación, irse como si no hubiese ocurrido nada. ¿Cuántos casos parecidos debería ver todavía en las salas de los tribunales? No era su deber juzgarlo pero, ¿cómo podía preparar una buena defensa, basada en una recíproca confianza con su cliente, si ella misma no sentía ningún tipo de empatía por aquel individuo, ningún tipo de comprensión?
A veces se preguntaba si no había cometido un error al escoger la especialidad de penalista. Quizás no era la adecuada, tendría que haberse ocupado de derecho civil; o quizás sólo estaba atravesando un período de confusión, de conflicto con el propio trabajo. Quién sabe…
Se daba cuenta de que, a pesar de todo, para convertirse en una buena abogada debería endurecerse.
En la sala de interrogatorios su cliente había declarado que le había dado sólo un par de bofetadas a la muchacha y no el haberla matado. Antes de salir de casa la había visto tocarse las mejillas, llorando. Estaba viva y enfadada.
Un asesino que se declara inocente, desde luego no era una novedad.
El camarero puso sobre la mesita el café que había pedido, haciendo que Loreley dirigiese la atención al punto en que se había parado: en la página del periódico estaba impreso el artículo de aquel crimen. Figuraban incluso los nombres del acusado y del abogado defensor: el suyo.
¿Qué perverso sentimiento empujaba a un hombre a masacrar a golpes a la mujer que decía que amaba? ¿O a pretender tenerla atada a él a toda costa cuando, en cambio, ella sólo quiere que la dejen libre?
Había escuchado muchas historias análogas a ésta, y otras que seguramente permanecían ocultas, porque las víctimas a menudo sufrían sin reaccionar: la mayor parte de las veces por miedo pero, en algunos casos, por una inclinación a la sumisión. Le volvió a la mente el recuerdo de una amiga de la época de la universidad que se había salvado solamente porque había denunciado a tiempo a su novio y luego había visitado a un psicólogo para salir de su dependencia.
¿Hasta que punto una víctima puede ser considerada sólo víctima y no también un cómplice, dado que acepta sufrir la violencia en silencio? Por suerte las cosas estaban cambiando pero no demasiado rápidamente. Todavía no.
Con un gesto de frustración giró un par de páginas y se paró en cuanto vio un artículo con la imagen de un tipo alto y moreno que salía del teatro al lado de una hermosa mujer de cabello rojo.
Las manos le temblaron. ¡Otra vez él!
Desde que aquel hombre se había arriesgado a morir a manos de su ex mujer, su fama había dado un gran salto hacia delante, dándolo a conocer incluso a gente que nunca lo había visto.
No se paró a leer el pequeño artículo; cerró el periódico y lo tiró sobre la silla vacía a su lado. ¡Al diablo!
Advirtió una absoluta necesidad de descargar la tensión y lo único que conseguía distraerla del trabajo era patinar sobre hielo. Sí, claro, ¿por qué no? Todavía no había ido ese mes.
Acabó de tomar su café, pagó y llamó al taxi para ir a casa y coger lo necesario. Pidió al taxista que la esperase abajo y en menos de una hora estaba en el Chelsea Piers, en el Hudson River Park.
Era justo en ese lugar donde se había puesto por primera vez las cuchillas en los pies. Recordaba bien aquel día porque había probado qué significaba caer y tener que levantarse a pesar del miedo.
Se había enamorado a primera vista de aquel deporte y se había convertido en una óptima patinadora. Había ganado algunos campeonatos locales pero, después, a causa de la universidad, se había visto obligada a acabar con el deporte profesional. Volver a patinar no había sido fácil porque el terror por caerse otra vez de mala manera la había bloqueado y había necesitado bastantes meses para conseguir regresar al hielo.
Pero aquella batalla la había ganado.
Después de vestirse con un chándal totalmente adherente, de tejido elástico negro e impermeable, Loreley comenzó a entrelazar y fijar los cordones de la bota alrededor de los ganchos. Todavía no había terminado con la aburrida pero importante operación cuando el teléfono móvil que usaba para el trabajo sonó.
Las ganas de no responder eran tales que, antes de sacarlo de la mochila, se quedó escuchando la Danza del Sable de Khachaturian durante unos segundos. Hubiera querido dejarlo sonar hasta que se parase pero el nuevo caso requería que ella estuviese disponible todo el día.
Miró la pantalla: era un número desconocido.
―¡Hola, Loreley! ¿Molesto? ¿Estás trabajando?
―No, no… ―Intentó comprender a quién pertenecía aquella voz masculina; no quería hacer el ridículo pero en aquel momento no conseguía relacionarla con nadie que conociese.
―Si tienes una hora libre, querría hablarte. La última vez que nos hemos visto no ha sido posible.
―La verdad estoy ocupada y…. ―se paró. ―¿Sonny?
Pronunció aquel nombre echando todo el aire que tenía en los pulmones.
―Perdona, di por descontado que me habías reconocido.
―Nunca hemos hablado por teléfono, tu voz parece un poco distinta.
Hubo un pequeño silencio incómodo, luego él volvió a hablar:
―Quizás me he equivocado al llamarte.
―¡No! Es que me has cogido desprevenida. Estoy en la pista de patinaje de Chelsea Park.
Nunca le había dado su número. Vaya, pero él había llamado al del trabajo que se podía encontrar incluso en Internet.
―¿Estás acompañada?
―No, estoy sola ―le respondió, arrepintiéndose enseguida. Si quería evitar a aquel hombre habría debido decir otra cosa.
―Entonces puedo ir a donde estás, si te apetece. No estoy muy lejos de Chelsea: en veinte minutos podría estar allí.
Loreley reflexionó un poco. Antes o después ocurriría: mejor quitarse el peso de encima lo antes posible y poner fin a lo de aquella noche, de esta manera podría continuar con su vida de siempre.
―Tendrás que alquilar los patines porque yo ya estoy entrando en la pista ―si no sabía patinar, verlo sufrir un poco la divertiría.
―Ya lo había entendido. Llego enseguida.
Con los cabellos cogidos en una cola de caballo y la protección de plástico azul en las cuchillas Loreley salió del vestuario y se dirigió hacia la pista.
Sonrió satisfecha al observar que hacía poco había sido pulida pero había esperado que hubiese menos gente, sobre todo menos niños, que le producían aprensión. Precisamente había sido para evitar embestir a uno de ellos que había caído al suelo. El consiguiente traumatismo craneal y en las vértebras cervicales le había disminuido el sentido de la orientación y, aunque ya estaba curada desde hacía tiempo, los dolores detrás del cuello todavía se dejaban notar.
Se quitó el protector de las cuchillas y se deslizó ligera sobre el manto inmaculado durante unos minutos dejándose llevar por la música. El frío que sentía llegar desde los pies ascendía y le envolvía el cuerpo pero, para ella, era un abrazo placentero, a veces electrizante y otras relajante.
Comenzó con unos ejercicios de calentamiento y se deleitó con algunos pasos entrecruzados y figuras sencillas y, sólo cuando se sintió segura, comenzó a intentar los saltos: desde los más sencillos a los saltos Flip y Lutz, hasta lanzarse a intentar un doble Axel que, sin embargo, le salió inseguro y renunció a probar de nuevo. Acabó con algunos trompos de alta y baja intensidad.
No fue más allá para no arriesgarse a hacerse daño.
Las notas de la música se volvieron suaves, lentas, casi como si quisiesen acariciarla. Ella se impulsó, echó el busto hacia delante, tensó la pierna de atrás hasta llevar el pie un poco más arriba de la cabeza y extendió los brazos a la altura de los hombros, asumiendo la figura del ángel. Levantó el rostro y dejó que su cuerpo se deslizase por la pista, decidido y delicado al mismo tiempo.
Sentía el aire fresco rozándole la piel del rostro y levantarle la larga cola de caballo rubia. Cerró los párpados y advirtió un torbellino de sensaciones que parecían llevarla hacia la nada, hacia una quietud infinita.
De repente se dio cuenta de las personas que había a su alrededor, con las que podría haber chocado, y abrió los ojos de par en par. Sintió una mano acariciar la suya, todavía extendida rozando el aire circundante. Se volvió, enderezándose sobre si misma y devolviendo el pie levantado al suelo.
―¡Ah, ya has llegado!
―No quería interrumpirte ―le dijo Sonny, que casi había aparecido como por arte de magia a su lado. Vistiendo un pesado gabán, bufanda y gorro de lana, patinaba intentando mantener su misma velocidad.
Loreley redujo la velocidad.
―No te excuses, soy yo la que no debería hacer ciertas cosas en una pista con toda esta gente.
Habitualmente iba a patinar en horarios en los que sabía que encontraría muy pocos patinadores pero aquella tarde no había conseguido respetar aquella lógica cautela.
Un chavalito pasó como una flecha a su lado, casi tocándola, y ella se inclinó en sentido contrario, acercándose a Sonny que le puso una mano en la espalda para protegerla.
―No nos quedemos aquí o nos van a arrollar ―dijo él mirando a su alrededor.
―Yo preferiría que no nos parásemos de ninguna manera…
Mientras decía esto Loreley aceleró hasta dejar al hombre a su espalda y llegar hasta la parte opuesta de la pista donde los grandes ventanales ofrecían un hermoso panorama del Hudson River y del puerto donde se encontraba el centro deportivo.
Sonny la vio realizar el slalom para superar a los patinadores que se encontraban de camino. Hubiera podido alcanzarla perfectamente en unos pocos segundos pero prefirió no seguirla. Estaba claro que estaba intentando retrasar el momento en que debían aclarar las cosas entre ellos y no quería presionarla.
¿Qué le diría a Loreley? ¿Qué no le había gustado hacer sexo con ella? ¿Lo creería? Ni siquiera lo creía él. Aunque no recordaba con pelos y señales todo lo que había ocurrido, sabía que no había desfogado jamás de esta manera sus bajos instintos como aquella noche; quizás porque no estaba demasiado sobrio pero esto ahora ya no importaba demasiado. Lo que más le preocupaba era algo bien distinto.
¡Entre todas las mujeres presentes en la boda justo tuvo que llevarse a la cama a la hermana de Hans!
Había bebido pero no tanto como para no comprender quién era la mujer que estaba conduciendo a su habitación. Y ¿por qué precisamente ella? Si Hans se enteraba no creería que había sido una coincidencia; no, lo habría acusado de haberlo hecho a propósito.
Encogió los hombros. ¿A quién le importa?
Loreley era adulta. Había sido consciente, borracha pero consciente, y también partícipe. Nadie hubiera podido condenarlo y él se equivocaba al crearse problemas, sobre todo porque ella se había ido a hurtadillas de la habitación del hotel sin ni siquiera esperar a que él se despertase, sin decirle una palabra.
Aquella mañana le había costado reconstruir todo lo sucedido, en un primer momento había sentido alivio porque aquella muchacha se había volatilizado, evitando de esta manera tener que dar y recibir explicaciones, pero luego se había dicho que siempre quedaría algo pendiente hasta que no hablasen.
Se detuvo en el borde de la pista y esperó a que ella se acercase para hacer aparecer una hermosa sonrisa.
―¿Desde hace cuántos años patinas? ―le preguntó,
―Comencé con el patinaje artístico cuando tenía cinco años pero lo abandoné en el primer año de universidad. De vez en cuando vengo aquí para distraerme y moverme un poco. No es saludable estar sentado durante horas en un bufete o en un tribunal. Y además, me gusta demasiado patinar. ¿Y tú?
―Yo jugaba al hockey cuando era poco más que un chaval. Lo he dejado hace mucho tiempo para dedicarme a la música.
―Viéndote nadie lo diría.
―Creo que es como con las bicicletas: vuelves a cogerla después de mucho tiempo y parece que sólo la hayas montado hace unos días. Ahora sería mejor que nos fuésemos a hablar a otro sitio; quizás a beber algo, aquí en el bar.

4
Con la mochila en la espalda Loreley se dirigió hacia la salida del centro deportivo donde sabía que Sonny la estaba esperando. Se había dado una ducha rápida y había soltado el cabello.
Recorrió el pasillo, devolvió las llaves de la taquilla en recepción y volvió al enorme vestíbulo, en que los colores predominantes eran el amarillo, el azul y el rojo. Allí se paró.
Sonny estaba en una situación embarazosa con dos jóvenes que le estaban pidiendo que les pusiese un autógrafo en sus patines. Una muchacha pretendía sacarse un selfie con él. Alguien lo había reconocido, incluso sin su cola de caballo baja detrás de la nuca, con el gorro de lana y una bufanda que le cubría la perilla. Al invitarlo a ir a la pista de patinaje no había tenido en cuenta que, después de los últimos acontecimientos, el rostro de Sonny había sido publicado muchas veces en las revistas y los periódicos.
¡Es lo último que necesito!
Si hubiese salido de allí con él habría corrido el riesgo de que un fan los inmortalizase juntos y al día siguiente se hubiera visto en las redes sociales, con un montón de alusiones sobre una posible relación. Puede que incluso Johnny se lo hubiese creído, es lo último que quería.
Reflexionó durante unos segundos, luego, impulsada por el deseo de escapar, se unió al grupito de personas que estaban emprendiendo la salida. Antes de cerrar la puerta de cristal que daba al exterior se giró hacia Sonny que ahora la estaba mirando confuso y con un rotulador en la mano que había usado para los autógrafos.
La morenita que estaba a su lado reclamó su atención indicándole una superficie del patín sobre la que debería firmar, pero él la ignoró: continuaba mirando fijamente a Loreley.
Ella movió apenas la cabeza.
¡Lo siento Sonny! Le dijo moviendo apenas los labios y abriendo los brazos. Otra vez será. Luego salió a paso rápido y no se paró hasta que no estuvo a una distancia prudente del edificio azul y rojo.
Caminó por el muelle y se paró en un pequeño parque al lado del centro deportivo, el Hudson River Park, aunque la jornada no era muy apropiada para un paseo: gruesos nubarrones recubrían el cielo, anunciando un aguacero. Sentía el aire húmedo pero no le importaba empaparse.
Todavía estaba confundida por el encuentro con Sonny. Continuaba repitiéndose que debía olvidar lo que había sucedido entre ellos y seguir con su vida de siempre, pero no lo conseguía.
De todas formas, apreciaba demasiado a Sonny para arriesgarse a perderlo a causa de una estúpida aventura de borracha; debía apresurarse a ponerse a cubierto antes de que fuese demasiado tarde. ¿Pero qué podía hacer?
Se sentó en un banco para descansar las piernas. Sonrió moviendo la cabeza: Sonny seguramente se alejaría de ella después de su comportamiento. Se había esforzado, había estado bien dispuesto a aclarar las cosas con ella, pero la suerte había decidido que no era el momento apropiado.
Cruzó el umbral de casa cuando eran las seis y se encontró con el silencio absoluto. En el sofá con chaiselongue, donde habitualmente por la noche encontraba a Johnny tumbado, todavía estaban bien colocados los cojines. Lo llamó en voz alta. Al no recibir ninguna respuesta fue a comprobar que él no hubiese ido a trabajar al estudio: cada vez que se encerraba allí se aislaba del resto del mundo. Encendió la luz pero todo estaba como lo había dejado por la mañana, incluso la sudadera tirada sobre el apoya brazos de la butaca. También estaba vacío el dormitorio.
Aún no había vuelto.
Recogió un par de calcetines negros de Johnny del suelo y los dejó en el cesto de la ropa sucia: el vicio de dejarlos esparcidos por la habitación nunca se le pasaría.
Después de haberse puesto el delantal fue a la cocina para intentar preparar una cena que se pudiese considerar como tal. Cogió del frigorífico el pescado y quitó las escamas debajo del agua corriente para que no se esparciesen por todas partes, como le había enseñado Mira, su asistenta, que aquel fin de semana estaba con su familia. Loreley quería aprovechar su ausencia para pasar una velada sola con su compañero, como en los primeros días de su relación. Peló algunas patatas, las cortó en trocitos y las puso en la bandeja junto al pescado, esperando que no saliera un puré o se le quemara.
Después de haber puesto todo en el horno, se dio una ducha rápida, se puso la ropa interior con encaje y las medias con liga de silicona, y se vistió con un corto vestido azul con el borde en diagonal. Peinó los cabellos, llevando los de delante hacia la nuca, y los recogió con un pasador muy elaborado. Terminó con un poco de maquillaje.
Puso la mesa con esmero, poniendo en el centro un pequeño envase de vidrio con una vela encendida en su interior.
El tiempo pasaba pero Johnny seguía sin aparecer. Lo esperó con paciencia. La cena se estaba enfriando y la vela se había consumido hasta la mitad.
A las ocho le llegó un mensaje al teléfono móvil:
No me esperes, como fuera con Ethan.
Suspiró: a menudo salía con Ethan después de cenar, una vez a la semana para no perder su amistad, como le decía para justificar sus veladas con él. Esperó que esa excepción no se convirtiese en una constante. Ni siquiera se había molestado en llamar antes de que se pusiese a cocinar, cosa que él sabía que le costaba hacer.
Debía resignarse a comer sola. Se sintió desilusionada: para una vez que le parecía que había conseguido preparar un plato decente Johnny no estaba allí para apreciarlo.
No perdió el tiempo en recoger la mesa: puso el pescado con las patatas en un contenedor que metió en el frigorífico y se fue a la cama. Realmente estaba cansada, todavía debía recuperar el sueño perdido la noche anterior estudiando el caso Wallace.
A la mañana siguiente vio a su lado a Johnny que dormía mientras roncaba; le sucedía cuando por la noche bebía demasiado. Era extraño que no lo hubiese oído entrar.
¡Quién sabe a qué hora había vuelto!
Miró el reloj: las nueve y media. Apartó la colcha y escuchó a Johnny refunfuñar una imprecación mientras se giraba para la otra parte: el sábado él no trabajaba y si quería dormir era libre de hacerlo.
Loreley se puso la bata azul de raso, se puso el cabello hacia arriba y después de haberse refrescado la cara se fue a la cocina. Aquella mañana se sentía lenta de movimientos, como si todavía estuviese bajo los efectos del sueño. Y sin embargo había dormido demasiado aquella noche. Necesitaba un montón de café que la despertase del todo.
Estaba a punto de echárselo en la taza cuando sintió una presencia a su espalda.
Se volvió y vio a Johnny; los cabellos cortos estaba echados hacia delante y los ojos mostraban la esclerótica enrojecida y estaban rodeados por unas evidentes ojeras que revelaban insomnio.
―¿Me echas también a mí un poco? ―le preguntó rascándose la mejilla por la barba recién salida.
―No pensaba que te fueses a levantar todavía.
Lo sintió murmurar algo incomprensible pero evito hacérselo repetir. A veces se despertaba de mal humor y esa mañana debía ser una de esas porque, además de tener una expresión seria, no le había dado ni siquiera el habitual beso de buenos días.
Johnny bebió el café de pie y posó la taza en la mesa de mala manera.
―¿Qué quieres comer? ―le preguntó ella mirándolo perpleja.
―No tengo hambre.
―¿Pero puede saberse que te ocurre esta mañana? ―le preguntó cruzando los brazos y parándose enfrente de él.
―Asuntos de trabajo.
―¿Lo puedo saber?
―Sé que no me dejarás en paz hasta que no te lo diga ―se rascó detrás del cuello. ―Debo trabajar en un proyecto pero para hacerlo es mejor ver el lugar en persona.
―¿Dónde está el problema?
Él hizo un ruido que parecía más una risa sarcástica.
―¿Dónde está el problema...? ―repitió irritado. ―El problema es que el sitio está en París.
Loreley lo miró alarmada.
―¿París? No me dirás que tienes que irte otra vez.
―No es seguro, pero hay buenas probabilidades de que deba ir allí. Y no tengo ganas de volver a viajar en un plazo tan corto desde la última vez.
―¿Cuándo lo sabrás seguro?
―Antes del miércoles. Si es cómo pienso, deberé marcharme el próximo fin de semana.
―¿Hace cuánto tiempo que volviste de California? Ni siquiera tres semanas… ¡y te vas otra vez!
―Los Ángeles no tiene nada que ver con el trabajo, lo sabes. ¡Ya estoy bastante cansado, no te pongas tú también pesada!
Loreley intentó mantener la calma.
―Me pongo el chándal y me voy a correr: necesito relajarme ―le dijo él con un pie ya fuera de la cocina.
―Yo, mientras tanto, preparo algo: tengo hambre y a lo mejor cuando vuelvas de correr también tú la tendrás.
Johnny se dirigió hacia el dormitorio y Loreley se concentró en hacer el desayuno. ¿Cómo se hacían las tortitas? Ah, sí: huevos, harina, azúcar… y algo más. ¡Cáspita, no se acordaba exactamente! Cogió el teléfono móvil e hizo una búsqueda en Internet y después de unos minutos encontró la receta. La leyó rápidamente y se puso manos a la obra enseguida.
Mientras tostaba el pan oyó el sonido de su teléfono móvil privado. Apagó la tostadora y corrió a responder. Al reconocer enseguida la voz del interlocutor dio un salto de alegría.
―Hola, guapa. ¿Me echabas de menos?
―Hans, ¿cómo estás? ¿Dónde te encuentras? ―se sentó en el taburete al lado de la encimera de la cocina.
―Estoy bien, tranquila. Ester y yo hemos vuelto a casa.
―¿De verdad? ¡Ya era hora!
Imaginó que él estaba sonriendo.
―No seas envidiosa...
―No lo soy. ¿Y Ester dónde está?
―A mi lado, te manda un saludo.
―De mi parte. Estoy contenta de que estéis de nuevo en la ciudad.
―Nosotros un poco menos, pero no pasa nada. Te he llamado para decirte que mamá querría que fuésemos a comer con ella mañana. Le gustaría vernos a todos juntos.
―Si por ti va bien yo no tengo ningún problema: se lo digo a Johnny y ya te avisaré.
―Espero verte mañana.
―Yo también. ¡Hasta luego!
Todavía con el teléfono móvil en la mano Loreley comenzó a pensar en cómo decir a Johnny lo de la invitación. A él, el sábado le gustaba dar una vuelta con la moto y el domingo ver los partidos de fútbol americano. En dos años de convivencia las veces que sus padres lo habían visto se podían contar con los dedos de una mano: sus casas estaban sólo separadas por Central Park, en su lado más corto. No sería nada fácil convencerlo para que aceptase la invitación.
Quedó confirmado cuanto había imaginado, necesitó todo su talento diplomático y las mañas de abogado para convencer a Johnny que la acompañase. Lo presionó con el hecho de que Hans y Ester se habían quedado desilusionados por su ausencia en la boda y que lo mínimo que podía hacer para remediar aquella falta sería asistir al almuerzo que sus padres habían organizado por el regreso a casa de los recién casados.
―¿Quieres hacerme sentir culpable por algo que no ha dependido de mí?
―Te estoy sugiriendo cómo actuar para no herir los sentimientos de mi familia.
Lo vio resoplar y levantarse de la mesa.
―¡Vale! Pero lo hago sólo por ti ―le dijo apuntándole con un dedo. ―Tienes suerte de que esta semana no juegan los Gigants…
Loreley se acercó a él y lo abrazó con ímpetu, luego levantó la mano a su espalda e hizo una V con los dedos índice y medio: ¡Viva!
―¡Gracias! Pídeme todo lo que quieras y te contentaré.

***

Al día siguiente, a las nueve en punto, Loreley estaba agarrada a Johnny, sentada detrás en su moto de gran cilindrada, para una carrera por las calles de New York: a esa hora, un domingo y lejos de Manhattan, había poco tráfico.
― Pídeme todo lo que quieras y te contentaré, le había dicho el día anterior, tendría que haber imaginado que la propuesta sería una vuelta en moto. Además, sabía cuánto odiaba ella las dos ruedas y había sospechado que con aquella vuelta había querido obligarla a devolverle el favor.
Odiaba el casco integral porque le pegoteaba los cabellos en la cabeza y en el cuello arruinándole el peinado. A veces le parecía que no respiraba bien y esto la ponía nerviosa hasta el punto de hacer oscilar la moto. Aunque Johnny le había recomendado que acompañase con el cuerpo el movimiento de la moto durante las curvas, en vez de contrarrestarlo, para ella no era nada fácil.
Pasaron casi tres horas antes de que aquella tortura terminase. Cuando Loreley puso los pies en el suelo le pareció que levitaba.
Faltaban diez minutos para el mediodía. Se fue a casa para una ducha rápida, renunciando a vestirse de tiros largos: se puso un par de pantalones vaqueros, un suéter azul gris claro y un par de botines de gamuza.
John subió a casa cuando ella ya estaba preparada. Él ni siquiera se duchó: iban ya retrasados. Se quitó el abrigo y se puso otro más elegante y se cambió los zapatos.
Con el coche de Loreley cortaron por el parque y llegaron a la parte opuesta, en el East Side de Manhattan.
Fue Hans el que les abrió la puerta.
Loreley lo abrazó.
―Hola, hermanazo.
―¡Eh! Que no he faltado tanto de casa ―dijo dejándose apretujar.
―¿A qué viene toda esa sensiblería? ―refunfuñó Albert, el padre ―Llegáis tarde y tengo hambre. Sabes que no aguanto esperar para comer.
―Es culpa mía. La he llevado a dar una vuelta en moto y se nos ha hecho tarde ―intervino John.
―¿Cómo? ―Albert parecía enfadado ―¿Cómo has podido llevar sobre ese aparato infernal a mi niña? ―resopló. Su imponente estatura sobrepasaba al joven haciéndole parecer un alfeñique en comparación.
Loreley levantó la mirada hacia el cielo.
―Johnny, mi padre odia las motos más que yo.
―De alguien tenías que haberlo sacado ―le susurró él con una mueca de disgusto. ―He tenido mucho cuidado y no he corrido ―se defendió.
Ellen Lehmann se acercó al marido.
―Siempre el mismo cascarrabias ―le reprochó con un tono que parecía poner freno, a duras penas, a la irritación ―Venid a comer, vamos, que ya está todo preparado ―añadió a continuación sonriendo a los huéspedes.
Pasado el inicial malhumor las conversaciones entre los jóvenes fueron alegres y tranquilas mientras que entre los dueños de la casa parecían haberse reducido a algunas frases de cortesía.
Loreley, de vez en cuando, desplazaba la mirada desde su madre a su padre, y la sensación de tensión que advertía en ellos contribuía a quitarle el apetito. Johnny, en cambio, comía sin hacer demasiados miramientos, como hacía también en casa. Ella intentaba ir a su ritmo y al final se encontraba con una piedra en el estómago; esta vez, sin embargo, picoteó y rechazó el dulce.
Y a pesar de todo el estómago le molestaba. Unas pocas horas antes incluso había tenido una sensación de náusea. Quizás había sido el viaje en moto.
En cuanto acabaron de comer levantaron las copas para brindar por la vuelta de los esposos. Al tintineo de los vasos siguió un beso de la pareja festejada.
―Soy feliz por ti ―dijo Loreley cuando salió con su cuñada a la terraza cerrada por grandes ventanales: en todo su alrededor una ornamentación de plantas de hoja perenne llegaba hasta el techo. Los hombres se habían sentado en el sofá del salón para hacer acopio de bebidas de alta graduación.
―Yo también lo soy. Verás cómo pronto te llegará el momento.
―No lo espero con ansia, te lo aseguro. Y él, de todas formas, no tiene intención de volverse a casar; ¡no en breve, al menos!
―¿Quién ha hablado de John? Me refería a un hipotético hombre desconocido.
―¡Ester, por favor!
―¡Venga, bromeaba! Sin embargo es verdad que podrías encontrar a alguien más dispuesto que él a comprometerse.
―De momento no pienso todavía en dar el gran paso.
―Cuando te encuentres delante del hombre justo conseguirás hacer lo mismo que he hecho yo.
―¡Te veo muy convencida! Yo ahora debo pensar en mi carrera, todavía en rodaje. ―Sentía angustia al pensar en formar una familia con un montón de niños antes de que el trabajo despegase.
―A propósito, ¿qué tal te va con ese tío que estás defendiendo? He leído en los periódicos…
―Bueno, estamos diseñando una línea de defensa que disminuya los años de la posible condena. Los hechos dicen que ha sido él y, por lo tanto, parece ser que irá a la cárcel, pero debo encontrar una laguna jurídica para conseguir que se quede lo menos posible.
―Bastaría un pacto para llegar al objetivo ―comentó la otra ―¿O me equivoco? Lo he visto hacer en algunas películas.
Loreley sonrió.
―No quieren saber nada de eso. Peter Wallace no consigue todavía creer que su Lindsay esté muerta. Afirma que sólo le dio unas bofetadas y que cuando se fue ella todavía estaba viva y perfectamente. Las pruebas, sin embargo, lo contradicen. Sólo he hablado una vez con él para intentar saber algo más pero me pareció que me estrellaba contra un muro de silencio y reticencia.
―No te será fácil conocer la verdad si él no está dispuesto a colaborar.
―¿Te importa si cambiamos de tema? Me gustaría evitar pensar en el trabajo esta noche.
―No me importa en absoluto.
Ester levantó la mirada hacia el trocito de cielo que se entreveía más allá de los altos edificios enfrente de ellas.
Hubo un instante de silencio en el que Loreley observó el hermoso perfil de su cuñada, los largos cabellos oscuros sueltos sobre la espalda, la mirada perdida allá arriba, pensando quién sabe en qué. No sabiendo qué más decir, sacó el primer tema que le vino a la cabeza.
―¿Echas de menos tu ciudad? ―le preguntó.
Ester tuvo un ligero sobresalto.
―No… bueno, no sabría decirte. De vez en cuando aparecen imágenes, escenas que me la hacen recordar, pero no siento su nostalgia, no hasta el punto de querer volver a toda costa. En compensación, echo de menos a mi hermano, aunque recuerdo muy pocas cosas de él. ―Hizo una pequeña pausa, durante la cual se enrolló una pequeña porción de cabellos alrededor del dedo índice ―Querría volver a verlo pero no sé dónde está, ni cómo ha acabado.
―En cualquier sitio tiene que haber una pista.
―Sólo la nota que dejó a Hans antes de desaparecer, en la que decía que quería encomendarme a él.
¿Una nota para Hans escrita por Jack?, se preguntó perpleja.
Hans no le había dicho nada de esto a ella. Nunca había comprendido el motivo que había empujado a Jack a irse tan deprisa y ya había transcurrido más de un año desde que había sucedido.
―Hagamos algo bueno: vamos a darles la lata a nuestros hombres, allí en el salón ―propuso Ester.

***

Cuando salió del ambiente templado de la oficina, el aire fresco de octubre la despertó del embotamiento en el que se encontraba desde hacía unas horas: aquella mañana se había levantado con una náusea que le había hecho saltarse la comida. Era probable que estuviese enfermando, quizás fuese aquel malestar que precede a la gripe auténtica.
Levantó la mirada: unas nubes amenazadoras oscurecían el cielo de la tarde y los árboles desnudos parecían escuálidas prolongaciones del suelo vuelto hacia lo alto. El viento fuerte la obligó a cerrar la chaqueta y a anudarse mejor la bufanda de seda alrededor del cuello. No le gustaba el invierno, a no ser por Navidad y las divertidas jornadas de patinaje sobre el hielo.
Llegó con prisa hasta un taxi que, un poco más adelante, estaba dejando a un cliente, e hizo que la llevase a casa. En cuanto abrió la puerta sintió el olor de comida. Se quitó el abrigo y lo apoyó en el sofá junto con el bolso, luego se asomó a la cocina. Mira, con su acostumbrado uniforme azul y un delantal blanco estaba preparando la mesa.
―¿Tienes hambre? ―le preguntó la asistenta volviéndose para mirarla: los pequeños ojos azul celeste sonreían, así como los labios sutiles y delicados.
Loreley había querido que la tutease: odiaba las formalidades y las reverencias, ya las tenía que soportar en el tribunal.
―A decir verdad, no mucha. ¿Ha vuelto Johnny?
―Está encerrado en el estudio. La cena casi está lista.
―Voy a avisarle.
Necesitó un poco de tiempo para sacarlo de la mesa de dibujo pero luego Johnny devoró un enorme bistec a la plancha y una cantidad de verduras que ella habría consumido en dos comidas.
Llegado a un punto Loreley apartó su plato con un gesto de disgusto: no entendía porqué ver a Johnny comer mucho, aquella noche le molestaba tanto.
Se levantó excusándose y se dirigió al baño para darse una ducha. Cuando el calor del agua la relajó, dejando espacio libre para los pensamientos, ya no se resistió. Divagó durante bastante tiempo en el pasado, en la época de la universidad, con Davide, el primer encuentro con Johnny y su futuro con él. Un futuro a largo plazo… Convertirse en una auténtica familia.
¿Qué diablos estaba pensando?
Johnny nunca le había dado a entender que quisiese crear una con ella. Ya había tenido una esposa y había escapado de ella después de unos cuantos años. Durante el matrimonio había traído al mundo incluso una hija, de la que hablaba poco, a diferencia de tantos padres que...
Interrumpió aquella secuencia de pensamientos con un escalofrío. Abrió la boca de par en par y el agua acabó en la garganta. Tosió para echarla fuera mientras cerraba el grifo. Fueron necesarios unos segundos interminables antes de que volviese a respirar bien.
Se apoyó en la pared de baldosas mientras se apartaba del rostro el cabello mojado. Aquel día debía volver a tomar la píldora y no le había venido nada. ¿Cómo era posible?
Había leído en algún sitio que, con algún tipo de anticonceptivos, podía suceder que el flujo disminuyese hasta desaparecer. Sí, debía ser esto.
¿Y si algo no había ido como debiera?, se preguntó escurriéndose los cabellos con gesto nervioso.
Aquella duda la puso tan intranquila que la indujo a secarse con rapidez y vestirse de nuevo. No podía esperar a mañana y quedarse con la incertidumbre o esa noche no pegaría ojo.
Una vez preparada dijo a Johnny que había olvidado comprar los habituales analgésicos y salió a la carrera.
En pocos minutos llegó a la farmacia cercana, en la otra parte de la calle. Entró y pidió un test de embarazo: era absurdo que se preocupase tanto pero sabía que podía haber un margen de error.
Cuando volvió a casa encontró a Johnny tumbado sobre el sofá concentrado en ver un partido de fútbol americano; ella aprovechó el momento para desnudarse y encerrarse en el baño sin ser molestada: nadie podría arrancar a Johnny de allí, ni siquiera la perspectiva de muchas horas de sexo desenfrenado.
Siguió las instrucciones que venían en el envase y esperó el resultado. Habría debido hacer el test por la mañana, al hacerlo por la noche se arriesgaba, como mucho, a tener un resultado negativo, nunca un falso positivo. En ese caso, habría repetido la prueba al día siguiente.
Sentada en el taburete se imaginó las posibles reacciones de Johnny si el resultado fuese positivo. Nunca habían hablado de boda, imagínate de tener hijos. Sería un duro golpe para ambos.
Miró el reloj, luego el indicador del test...

5
El test había dado positivo. Justo como temía.
¿Cómo diablos había sucedido? ¿Dónde se había equivocado?, se preguntó mientras envolvía el bastoncillo en un pañuelo de papel para tirarlo a la basura.
Salió del baño después de unos cuantos minutos. Se sentía como si le hubieran suministrado una dosis fuerte de sedantes. No fue con Johnny al salón: no quería correr el riesgo de que se percatase del estado en que se encontraba y necesitaba reflexionar antes de hablar con él.
Se dirigió al dormitorio, en la otra parte de la casa. Terminó de desvestirse, cogió el pijama de debajo de la almohada y se lo puso con movimientos parecidos a los de un autómata. Se dio cuenta de que se había colocado el pantalón al revés, no le importó gran cosa colocárselo como debía.
Al escuchar unos pasos se dio la vuelta, dando la espalda a la puerta.
―¿Ya te metes en la cama? ―le preguntó Johnny.
―Estoy muy cansada. ¿Te importa? ―fingió que buscaba algo en el interior del cajón de la mesilla de noche para que él no notase su turbación.
―No, para nada… yo vengo en cuanto acabe el partido, ahora están en el descanso.
Lo oyó acercarse todavía más y se puso una máscara de impasibilidad en el rostro, la misma que ponía en el tribunal.
―Perfecto. ―cerró el cajón después de haber cogido un paquete de pañuelos de papel que no necesitaba.
John la abrazó desde atrás, estrechándole la cintura.
―Venga, métete en la cama ―le dijo ―Ya me encargo de apagar todas las luces y cerrar las ventanas.
Ella giró la cabeza para fulminarlo con la mirada.
―¿Por qué me estás mirando de esa manera? ―le preguntó.
―Tú odias hacer estas cosas, siempre las debo hacer yo.
Lo vio sonreír.
―Dado que tú te vas a dormir y yo debo salir, me esforzaré y lo haré.
―¿Vas a salir con Ethan?
―Como siempre. Pero no te preocupes, esta vez no llegaré tarde.
El hombre dejó de abrazarla y, después de darle un ligero beso en la sien, abandonó la estancia.
Loreley se metió bajo las sábanas pero le costó conciliar el sueño. Era la primera vez que se sentía contenta de que Johnny saliese sin ella por la noche. Aún no se había recuperado de lo que había ocurrido en la boda de Hans que ya estaba metida en algo que le venía grande. Ninguno de los dos había considerado traer un niño al mundo, no en este momento.

***

Dos días después, Loreley todavía no había decidido informar a Johnny que sería padre por segunda vez. Quería mantener para ella ese secreto, aunque en un atisbo de racionalidad se prometió a sí misma decírselo lo antes posible, con la esperanza de que no reaccionase mal.
No conseguía procesar que se había quedado embarazada a pesar de todas las precauciones. En casa no hacía otra cosa que pensar en ello; sólo cuando estaba en la oficina conseguía tener un respiro: el trabajo la tenía ocupada, dándole un poco de tregua.
Aquel miércoles por la mañana se encontraba en la sala del tribunal con su asistido, Peter Wallace.
Loreley había visto imputados nerviosos, arrepentidos, preocupados, atemorizados o incluso complacidos de sí mismos, pero nunca le había ocurrido ver una expresión tan indiferente en uno de ellos. Para su defendido era como si aquello que estaba ocurriendo a su alrededor no fuese con él. Estaba allí, sentado a su lado, con los ojos fijos mirando hacia adelante, sin reparar en nada concreto, las manos cruzadas en una pose más propia del interior de una iglesia que de la sala de un tribunal.
Loreley había conocido al juez Henry Palmer durante las prácticas de pasante y lo estimaba por su humanidad que, sin embargo, no dejaba transparentar por sus ojos semi escondidos por los caídos párpados superiores y los labios sutiles siempre cerrados. Raramente lo veía sonreír durante una audiencia. A ojo de buen cubero debía haber engordado al menos una decena de quilos desde la última vez que lo había visto: ahora su panza presionaba el borde del estrado. Ni siquiera la toga conseguía enmascararla.
El juez se ajustó las gafas sobre la nariz antes de formular la pregunta esperada.
―¿Cómo se declara su cliente?
La voz sonó alta, un poco ronca, como si acabase de recuperarse de un dolor de garganta.
Ella se volvió hacia Peter Wallace, que no se movió ni un centímetro. El único detalle que le hizo comprender que estuviese vivo fue un ligero movimiento, apenas perceptible, en la mandíbula bien modelada.
―Inocente, Su Señoría. Mi cliente no tiene antecedentes penales, siempre ha llevado una vida tranquila y el crimen por el que es imputado aún está por demostrar. Las pruebas a su cargo se basan solamente en un testimonio poco fiable. Pido la libertad condicional.
―Fiscal… ―dijo el juez, invitándolo a hablar.
―El imputado no tiene antecedentes penales, es verdad, pero como ya se ha probado tiene una naturaleza agresiva: siempre hay una primera vez para cualquier acción. Además, podría abandonar el Estado, su familia tiene medios para ayudarle. Solicito que la petición de la defensa sea rechazada.
Después de una atenta reflexión el juez decidió:
―La libertad condicional es denegada.
El golpe seco del mazo puso fin a la audiencia.
Esta vez su cliente se giró hacia ella mostrando unos ojos verdes carentes de luz.
―Lo siento.
―Yo no he sido. Sé que nadie me cree; ni siquiera usted, abogada.
No había humildad en el tono ni autocompasión, pero tampoco arrogancia. Lo vio apartarse de los ojos un pequeño mechón de cabellos rizados, de color rojo Tiziano.
―Hasta luego, abogada Lehmann ―se despidió de ella un momento antes de que los agentes se acercasen para escoltarlo fuera de la sala del tribunal.
Ella se alejó rápidamente: otro acusado y su abogado defensor acababan de entrar y estaban a punto de coger su puesto.
Una vez que llegó a casa Loreley se tiró en el sofá sin ni siquiera quitarse los zapatos. Había trabajado como el resto de los días pero se sentía más cansada de lo normal. Incluso el olor del popurrí que impregnaba el aire le parecía más fuerte de lo habitual. Torció la nariz.
Cuando poco tiempo después entró John, ella lo saludó desde el sofá levantando una mano: estaba demasiado cómoda para ponerse en pie e ir a su encuentro.
―¿Estás bien? ―le preguntó él acercándose. ―Ni siquiera te has cambiado.
―Estoy cansada en estos últimos tiempos, lo sabes.
Él se sacó el gabán, lo tiró sobre el apoya brazos del sofá y, después de sacarse los zapatos, se sentó a su lado.
―¿Por qué no te coges unos días?
―No puedo.
Johnny arrugó la frente.
―¿Debido al caso del que te estás ocupando?
―Sí, claro.
―Tomarte un fin de semana no afectará en nada a tu cliente mientras que a ti sólo te beneficiará.
―No sé si es el momento...
―¿Ni siquiera si te pidiese venir conmigo a París este fin de semana?
Loreley abrió los ojos de par en par.
―¡Cuando viajas por trabajo nunca me pides que vaya contigo!
―Sé que adoras París y que hace mucho que no vas. Realmente te veo muy mal y no me gusta.
―Bueno, entonces podría pensarlo un poco ―le dijo mientas con una caricia le apartaba unos cabellos de la frente.
John le sonrió:
―¿Pensarlo un poco?
Loreley reflexionó rápidamente: debería hablar con él, antes o después, y no podía dejar pasar más tiempo si no quería que empeorase la situación. Quizás París era la ocasión y el lugar adecuado para aquel género de revelaciones.
―Vale. Nada de pensarlo: la respuesta es sí, iré contigo.
―Salimos el viernes por la mañana, al amanecer. Y no es una forma de hablar. Así que habla con tu jefe y pídele que te dé libre hasta el lunes. París no está a la vuelta de la esquina.
Tendría que trabajar duro para que Kilmer digiriese su ausencia.
Bueno, le daba igual, ¡estaba en su derecho!

***

¡París! La ciudad del amor por antonomasia y antiguo refugio de artistas de todo tipo: eran las frases que Loreley estaba leyendo en un folleto del hotel.
Lo volvió a poner donde estaba, sobre su mesita de noche color marfil. Quién sabe si aquella ciudad les ayudaría, a ella y a John, a consolidar el sentimiento que los mantenía juntos. Lo esperaba con toda su alma.
Se dirigió a la puerta francesa de madera blanca y la abrió, asomándose al pequeño balcón con la balaustrada de hierro forjado. Estaba en el cuarto piso de un encantador hotel de estilo modernista en el centro de la ciudad, en el bulevar que se introduce en Rue de Rivoli, la calle que flanquea el museo del Louvre.
El sol se había puesto hacía horas pero el aire no era tan húmedo y fresco como imaginaba que pudiese ser en aquella época del año. Observó la plaza arbolada de abajo, con los bancos diseminados, donde se exhibía una fuente de mármol. Sobre la acera se extendía una fila de bicicletas de alquiler mientras que un poco más allá discurría la calle, a esa hora poco transitada, con sus numerosas tiendas.
En cuanto entró en la habitación Johnny se tiró sobre la cama para recuperarse del cansancio del vuelo. Ella había conseguido dormirse en el avión y, aparte de la náusea, se sentía bien y con unas ganas enormes de dar una vuelta por la ciudad.
―Vuelve adentro, estás haciendo que entre el aire frío ―protestó Johnny llevando la manta hasta el mentón.
Loreley suspiró. No había ninguna esperanza de que él pudiese ver aquel sitio con sus mismos ojos, pensó cerrando las ventanas. En el tiempo que le llevó sacar los vestidos de la maleta y colocarlos en el armario Johnny ya se había dormido. Así que cogió un libro que había llevado con ella, se tumbó en la cama y comenzó a leer.
Después de un cuarto de hora lo cerró con un bufido.¡Perfecto! Él podía continuar durmiendo pero ella no tenía ganas de estar encerrada en el hotel escuchándolo roncar. Se puso la camisa, cogió el bolso y abrió la puerta.
―¿A dónde vas?
Loreley se paró.
―A dar un paseo en el bulevar. Quería dejarte reposar en paz…
Johnny se incorporó apoyándose en un codo.
―Ven conmigo. Quiero celebrar el primer día en París a mi manera.
―¡Entonces no estás tan cansado!
Pronunció las palabras lentamente mientras se acercaba a él al tiempo que se desabotonada la camisa con movimientos que dejaban entrever sus intenciones. Lanzó la ropa sobre la otomana para pasar, a continuación, a la falda que, en cambio, dejó que se deslizase a lo largo de las piernas.
―Ocúpate tú del resto. ―le dijo cubriendo la distancia que les separaba hasta que estuvo tan cerca que sintió su respiración sobre ella.
Johnny alargó la mano y en unos pocos segundos ella quedó desnuda delante de sus ojos que la miraban con deseo.
Aquella noche la sorprendió extendiéndose en los preliminares como sabía que le gustaba. Fue una de las pocas veces en las que Loreley se sintió colmada de atenciones.
Si él la amaba, quizás no reaccionaría mal ante la noticia de tener un niño. Quizás era sólo que ella se preocupaba demasiado por las cosas o tendía a exagerarlas. Por difícil que fuera se encontró pensando en una vida con él y con su hijo. ¿Pero por qué había ocurrido precisamente en ese momento, tan pronto?

***

A la mañana siguiente, cuando John la dejó para ir a discutir del proyecto de trabajo con una empresa de construcción, Loreley decidió ir al Museo del Louvre. Ya lo había visitado algunos años atrás pero no había sido posible verlo todo.
Pasó horas explorando las salas, subiendo y bajando las escaleras para conseguir encontrar unas obras expuestas que le interesaban, parándose de vez en cuando para descansar.
A última hora de la tarde fue de compras por las tiendas del Boulevard de Sebastopol: pocas cosas, dado que en la maleta no le cabrían demasiadas.
Al atardecer, cuando se volvieron a ver, Johnny le propuso ir a la Torre Eiffel. Lograron llegar hasta los alrededores del monumento y pasearon por la Promenade, de manera que pudiesen admirar aquel tramo de la ribera del Sena con el sol desapareciendo en una explosión de rojo y naranja detrás de las casas mientras se encendían las primeras luces de la noche.
A lo lejos, la parte superior de la torre sobresalía por encima de los árboles. Cuando llegaron al pie de ella, la imponente estructura de metal estaba completamente iluminada.
Loreley observó la fila de personas delante de la taquilla y escuchó a John refunfuñar:
―¡Mira cuánta gente hay para ir hasta la cima! ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
―No, si a ti no te apetece ―le respondió, intentando en vano no exteriorizar su desilusión.
―Vale, te contentaré una vez más.
Estaba haciendo lo imposible por complacerla, pensó ella.
―Quizás debería hacerte sonreír más a menudo: te brillan los ojos.
Habría querido demostrarle cuánto había apreciado aquellas palabras, en cambio le dio un fugaz beso: había demasiadas miradas alrededor.
Después de una hora llegaron a la terraza panorámica. Vista desde lo alto París era de una belleza indescriptible, con las luces que se multiplicaban a medida que transcurrían los minutos, creando luminosas geometrías entremezcladas con salpicaduras de minúsculos puntos luminosos.
El aire fresco de la noche provocó en Loreley un ligero escalofrío que, quizás, no era debido a la fría brisa sino a la consciencia de que había llegado el momento de desvelarle el secreto.
Miró a su alrededor y observó una frase roja escrita sobre sus cabezas: Bar y Champaña, leyó.
―¿Y si bebemos algo? ―le propuso.
Él siguió la dirección de su mirada y sonrió:
―Es una idea fantástica.
Podía ser un error hablarle de un tema tan delicado en un lugar público pero aquella era una ocasión particular y ella no quería desaprovecharla. Lo debía intentar. Era todo tan perfecto.
A la segunda copa de champaña decidió darle la tan temida noticia. Respiró hondo mientras sentía el latido veloz de la arteria del cuello: ¡Coraje… ten fe!
―Johnny, debo decirte una cosa, es importante.
Él posó la copa sobre la mesa:
―Te escucho.
―En estos últimos meses mi atención ha estado concentrada en el trabajo; lo sabes, ¿verdad?
―¿A dónde quieres llegar?
―Bueno, sabes…
―¡Qué difícil era!
―Loreley, ¿qué te pasa? ―él comenzaba a ponerse nervioso. Cambió de posición.
―Estoy embarazada ―le dijo.
Había intentado adivinar infinidad de veces cuál sería su reacción. Se había imaginado de todo pero no que se echase a reír.
―Esto es realmente gracioso. No conseguirás atemorizarme. No me lo trago.
¿Atemorizarle? Se quedó desconcertada. Los pensamientos se cruzaban unos con otros y no consiguió pronunciar una palabra más pero la expresión de la cara debía ser elocuente, porque él se puso a reír.
―Tú tomas la píldora, ¡no puedes estar embarazada! No bromees con esto.
―No estoy bromeando.
―¿Has dejado de tomarla sin decírmelo? ¿Sin preguntar mi opinión? ―le preguntó en voz alta.
―No es de esa manera. No te alteres, baja el tono… ―le suplicó casi susurrando.
―¡Ahora entiendo tu comportamiento de estos últimos días!
―Intenta calmarte, ¡te lo suplico!
―¿Cómo puedes pretender que permanezca tranquilo después de haberme puesto contra la pared? ―su mirada parecía manifestar desprecio ―¿Cómo has podido hacerme semejante putada?
Empezó a marcharse pero ella lo paró agarrándolo por el brazo. Él, a su vez, detuvo su mano apretándole la muñeca:
―No me toques… ―le advirtió. Luego la soltó y sin añadir nada más la dejó plantada en el local.
Todavía incrédula ella lo observó emprender la salida del bar con paso rígido y veloz. Desde su punto de vista no podía no darle la razón pero ella no lo había hecho adrede, esto debía servir de algo.
Desilusionada pagó la cuenta y se marchó hacia el ascensor.
Durante el descenso de la Torre lanzó una última mirada a la ciudad que estaba debajo de ella, con el corazón batiéndole tanto que parecía querer salir del pecho.
Apoyó la frente sobre la pared de vidrio y cerró los ojos. Al sentir que comenzaban a salir las lágrimas batió los párpados para intentar echarlas para atrás. Por suerte la gente parecía demasiado ocupada gozando del panorama para prestarle atención.
Esperaba que Johnny estuviese esperándola abajo pero no lo encontró.
Ni siquiera había tenido tiempo de poner los pies en el suelo cuando, de repente, unos destellos la indujeron a mirar hacia lo alto: la Torre Eiffel, ya iluminada, se acababa de encender con otras luces brillantes e intermitentes, como las de un grandioso y reluciente árbol de navidad. Parecía como si quisiese incitarla a no perder el ánimo. Era una invitación a sonreír; y lo consiguió, aunque sólo por un instante.
Durante el trayecto de regreso llamó a John y le envió más de un mensaje al teléfono móvil pero él no respondió. En cuanto llegó al hotel encontró la habitación vacía, como ya había imaginado.
Mantuvo el teléfono móvil cerca de ella.
Finalmente, intuyendo que no regresaría esa noche, sintió la necesidad de escuchar una voz amiga. Llamó a Davide y, por segunda vez, dio la noticia del bebé en camino.
Su amigo se quedó sin palabras. Desde la otra parte de la línea se escuchaba sólo a un gato que maullaba.
―¡Eh, Davide, di algo!
―¡Dios mío, Loreley! ¿Y me lo dices así, por teléfono?
―No tengo otra manera de hacerlo. ¿No te parece? ―en ese momento necesitaba sus reconfortantes abrazos virtuales no sus reproches.
―Estoy contento por el feliz evento, pero no por la situación en la que te encuentras ahora… ¡Santo cielo, tenías que habérmelo dicho antes de irte: te hubieras ahorrado quedarte sola afrontando todo esto!
―Me parecía una buena idea, pero ahora ya está hecho.
―No te precipites en tus conclusiones ―le aconsejó él ―A veces las primeras reacciones son desproporcionadas con respecto a lo que se siente cuando se tiene tiempo para reflexionar. ¡Cierto, será un cambio tremendo!
―Me hubiera esperado de todo pero no quedarme embarazada. No estaba preparada para esto y creo que aún no lo estoy ―respondió ella, cansada de la amargura que sentía ―Me he tomado un tiempo para… ―se paró. Si ella misma había necesitado unos días para aceptar la noticia, ¿por qué pretendía que para John debería ser distinto? ―Vale, lo he entendido: esperaré un poco antes de tomar su no como definitivo.
―Ahora vete a dormir y mantenme al corriente, por favor.
―Claro, lo haré. Buenas noches. ―estaba a punto de colgar pero escuchó la voz del amigo llamándola.
―Espera, Loreley. ¡Felicidades por el niño!

6
Estaba todavía medio dormida cuando oyó que la puerta de la habitación se abría. Cerró los ojos y permaneció inmóvil.
A través de las pestañas vio a John que abría el armario, sacaba las pocas cosas que se había traído y luego las metía en el bolsón.
Se movía furtivo como un ladrón. Se estaba marchando.
Su corazón cambió el ritmo y le pareció que no quería volver a latir de manera regular. Respiró profundamente y, en cuanto aquella desagradable sensación cesó, se sacó de encima las mantas y bajó de la cama, decidida a enfrentarse a él. No podía permitirle irse de esta manera, con la convicción de que ella lo hubiese engañado.
Él se volvió a mirarla.
―Voy a la cita con el arquitecto Morel, luego me vuelvo a New York… solo. Tú acaba tu fin de semana ―le dijo taladrándola con la mirada.
―¡Deja de actuar así! Ni siquiera me has dejado hablar cuando estábamos en la Torre Eiffel.
―No tengo ganas de escucharte tampoco ahora. Eres una abogada: si consigues manipular a un jurado para salvar a un cliente, imaginemos qué dirás para salvarte a ti misma.
―¡Ese es un golpe bajo!
―¿Y el tuyo cómo lo definirías? ―señaló el vientre de ella.
No era fácil discutir en aquellas condiciones pero debía intentarlo.
―No lo he hecho adrede. Nunca he dejado de tomar la píldora, ¡debes creerme!
―Perdona, pero no lo consigo.
John cogió su pequeño equipaje, se dirigió hacia la puerta y salió de la habitación sin dignarse a mirarla.
Loreley se quedó inmóvil durante unos segundos. Tendría que haberlo mandado al diablo y decirle que ya se ocuparía ella del niño, pero tenía que intentar convencerlo de su propia sinceridad antes de llegar tan lejos; porque estando así las cosas, si aquel hombre no merecía tener un hijo, su hijo, en cambio, merecía tener un padre. Quizás un día cambiase de idea: le había pasado a otros hombres el cambiar de opinión después de haber visto a su propio hijo. El tribunal le había enseñado que, en algunos casos, era necesario dejar de lado el orgullo.
No, si existía aunque fuese sólo una mínima esperanza, ella sentía que debería hacer siquiera un intento para enderezar las cosas.
Se puso los pantalones vaqueros, un suéter y los botines, cogió el abrigo y se fue corriendo.
El ascensor cercano a la habitación estaba ocupado y también el de enfrente tenía la luz en rojo.
Debía coger las escaleras. Si descendía lo suficientemente rápido conseguiría alcanzarlo antes de que él tuviese tiempo de coger un taxi.
Cuarto piso.
Escalones, rellano, escalones.
Tercer piso.
Escalones, rellano, escalones.
Más rápido, más rápido…
Segundo piso.
Escalones, rellano, vacío…
Le faltó el apoyo a un pie y los sucesivos escalones se le vinieron encima. Lanzó un grito de terror.
Un dolor insoportable, luego un torbellino de sombras oscuras la engulló en la nada.
***
El ligero escozor del brazo y el dolor en el lomo le hicieron despertar poco a poco de la niebla oscura de los sentidos. No conseguía abrir los ojos.
―Miss Lehmann… ¿me oye?
Las palabras habían sido pronunciadas en un pésimo inglés, con un fuerte acento extranjero, y la voz femenina parecía llegar desde muy lejos.
De su boca salieron algunas sílabas sin sentido. La lengua estaba pegada al paladar y los labios secos. Se limitó a asentir con la cabeza.
―Se está recuperando. Podéis llevarla a planta. ―Ahora era un hombre el que hablaba pero esta vez en un perfecto francés. Loreley agradeció a su padre el haberla obligado a aprender aquella lengua cuando todavía vivían en Zurich.
Se puso tensa: ¿dónde se encontraba? La pregunta quedó suspendida en el breve silencio que vino a continuación, hasta que algunos recuerdos confusos le asaltaron con la violencia de un mazo. La ambulancia, las urgencias, la visita del médico… y luego nada.
¡Estaba en un hospital!
Tuvo un fuerte temblor.
Alguien intentó que estuviese quieta pero ella no conseguía controlar los intensos escalofríos que le agitaban el cuerpo.
―Creo que es una reacción al estrés del trauma ―escuchó decir.
¿Qué le habían hecho?, se preguntó presa de una terrible sospecha. Quería saber pero no conseguía preguntar. Los dientes le batían con la fuerza de un martillo neumático y el corazón parecía como si quisiese ganarle en velocidad; era como si tuviese un avispero en la cabeza. Se obligó a calmarse, respirando hondo varias veces.
―Muy bien… así. No tenga miedo.
De nuevo aquella voz masculina tan tranquilizadora.
―Doctor, le espera el profesor Leyrac en la sala dos.
Una mujer se había entrometido.
―Sí, voy enseguida. Llevad a la habitación a miss Lehmann ―repitió el hombre.
Loreley advirtió que se alejaban. La débil torpeza que todavía le envolvía la mente estaba desvaneciéndose. Unos segundos más y consiguió abrir los ojos.
Lo primero que enfocó fueron las puertas de un gran ascensor que se cerraban, luego la silueta de una mujer en bata blanca que se disponía a pulsar un botón.
Poco después, desde la camilla la transportaron a una cama.
―Mañana estará mejor ―la tranquilizó la enfermera mientras colocaba el gotero en el mástil.
―Mi niño… ―consiguió decir tocándose el vientre.

***

Loreley se despertó con dificultad. A pesar de que ya era bien entrada la mañana, todavía tenía sueño: aquella noche le había sido imposible dormir tranquilamente, entre timbres que sonaban con insistencia, pasos apresurados por los pasillos, voces que susurraban y luces encendidas.
Una mano se posó sobre su brazo. Era una enfermera.
―Miss Lehmann, debe venir conmigo; el doctor querría hablarle. Sabe, por el alta.
―¡Oh! ¡Voy, entonces!
―El médico le explicará todo. ―Se inclinó para ayudarla a bajar de la cama.
Aunque tenía la cabeza dolorida y la rodilla hinchada, Loreley rechazó su ayuda y, cojeando, la siguió.
Mientras estaban de camino oyó una discusión que provenía de una habitación del pasillo.
―No lo entiendo, debe haber sido una confusión…
―Doctora Duval, le había pedido que tuviese bajo control los resultados de los análisis, en particular el valor de los hCG; observo que falta precisamente esto.
Era una voz que ella ya había escuchado.
―Aquí… entre aquí, señora ―le dijo la enfermera, señalando la puerta entreabierta de la habitación de la que salían las voces. Luego la abrió de par en par para facilitarle el paso.
Un olor a desinfectante flotaba en la salita. La persona sentada en el escritorio ni siquiera levantó los ojos de los folios que estaba examinando; Loreley notó sólo sus cabellos cortos y oscuros, los anchos hombros debajo de la bata blanca y las manos de piel dorada. La figura de aquel médico le provocó una cierta inquietud, a diferencia de su voz, que en cambio conseguía tranquilizarla.
La joven doctora rubia, que estaba de pie al lado de ella, le lanzó una rápida ojeada y luego la invitó a sentarse.
―Miss Lehmann, parece ser que sus condiciones de salud son buenas y… ―le dijo, ésta última, en un inglés apenas comprensible.
―Por desgracia nos falta todavía un análisis ―la interrumpió el otro. ―Puede volver a casa, miss Lehmann. En cuanto tengamos los resultados los podremos en su expediente ―continuó el hombre alzando el rostro y posando la mirada sobre Loreley.
Sólo entonces ella pudo ver sus rasgos, los ojos azules oscuros, como el cielo al atardecer.
―Si hubiese novedades se lo comunicaremos: déjenos su correo electrónico y… Miss Lehmann ¿le sucede algo?
―¡¿Jack?! ¿Jack Leroy? ―gritó Loreley.
―¿Perdone, cómo dice?
Ella lo miró, sin poder decir nada. ¡Dios mío, se parece a él! Era idéntico al hermano de Ester, con barba…
El médico se levantó con una expresión preocupada y se acercó a ella, luego se volvió hacia la colega.
―Llame al doctor Julies.
―Enseguida, doctor Legrand ―le dijo ella levantando el auricular del teléfono.
¿Doctor Legrand? ¡Mira qué era estúpida!, pensó Loreley, desilusionada. Jack hablaba un inglés perfecto, aquel desconocido se las apañaba, cierto, pero su pronunciación de las vocales era cerrada, la erre arrastrada y el acento más dulce.
Al intuir su preocupación lo paró:
―Estoy bien, se lo aseguro. Me pareció solamente que ya le había visto….que lo conociese, en suma; pero me he equivocado.
―Entonces podemos proceder con el alta ―volvió a sentarse, cogió la pluma que la doctora le pasó y garabateó algo en un par de folios ―¿Puede avisar a alguien para que venga a recogerla?
Loreley se puso tensa, cerró los puños y bajó la mirada sobre el grupo de expedientes color pastel a un lado del escritorio.
―Miss Lehmann… ―volvió a llamarla él.
Ella levantó de nuevo los ojos y se encontró con los de aquel hombre que la observaban atentos; intentó asumir una actitud más distendida.
―¿Ha venido a París sola? ¿Hay alguien aquí que pueda ayudarla?
Ella pensó en Johnny pero desterró enseguida aquella idea. Quizás ya estaba en New York. Se ajustó un mechón de cabellos detrás de la oreja.
―Hace poco que me ha dicho que puedo marcharme. No necesito nada ni a nadie ―afirmó con tono decidido.
Vio aparecer en su rostro una expresión entre la sorpresa y el escepticismo. Mentir a una persona con una mirada tan intensa e inteligente no era para nada fácil. La posición de defensa que había asumido la estaba traicionando. Pero, después de todo, ¿no le correspondía a ella decidir sobre si misma?
―Le aseguro que estoy diciendo la verdad. No tengo nadie con quien contactar y puedo arreglármelas sola.
Transcurrieron unos segundos de silencio.
―Perfecto, será dada de alta como hemos establecido ―dijo el doctor. ―Mientras tanto le prescribo la terapia que deberá hacer en casa.
Le tendió la mano para entregarle un par de folios.
Ella los cogió y los dobló sin ni siquiera darles una ojeada. Quería escapar lo antes posible de aquella situación que la molestaba.
―Por suerte no ha habido consecuencias y el niño está bien, pero permanezca por lo menos un par de días en reposo ―prosiguió él. ―En cuanto a los puntos en la cabeza se los podrán quitar dentro de una semana en cualquier hospital. Y mantenga la rodillera durante unos catorce días o como máximo veinte.
―Claro, lo haré.
―Sería mejor que usted volviese aquí para un reconocimiento antes de que se marche: es una precaución que le aconsejo.
―Lo pensaré. Debería hablar también con el seguro médico. Le doy las gracias, doctor Legrand ―se despidió mientras se levantaba sosteniéndose en el apoya brazos de la silla. Miró al otro médico:
―Doctora…
Se esforzó por sonreír, despidiéndose con un movimiento de cabeza, a continuación se volvió para abandonar la enfermería con la mente que parecía vacía de todo tipo de pensamiento, pero con la rabia que nunca hubiera creído sentir hacia John y hacia si misma.
En ese estado emotivo bajó el umbral de atención y apoyó el peso sobre la pierna equivocada. Tendió los brazos hacia delante en busca de un punto de apoyo, pero éstos golpearon un recipiente de metal en forma de haba que se desplomó al suelo con un gran estrépito, vertiendo el contenido.
Con la rodilla sana y las palmas de las manos en el suelo, Loreley miró el daño producido, no sabiendo si reír o llorar.
Sintió a su espalda dos manos fuertes que la ayudaron a levantarse, mientras un enfermero se apresuraba a volver a poner en orden jeringuillas, tubos de pomada, gasas y tijeras en el contenedor.
―¿Todo bien, miss Lehmann? ―le preguntó Legrand.
―Sí, no ha ocurrido nada. Gracias, doctor, he olvidado que me había dañado la pierna: siempre he sido un poco torpe. Ahora puede reírse, si quiere ―bromeó.
El rostro del médico se tranquilizó y los labios se abrieron con una sonrisa.

7
Loreley se puso un par de pantalones vaqueros, un jersey de cuello alto, un abrigo de tejido impermeable y un par de botines de tacón bajo. Cubrió la cabeza con una boina de lana peinada, a fin de esconder el apósito, y se cubrió el cuello con una bufanda de la misma tela.
Después de haber comprobado que no se había olvidado nada en el baño y en la habitación, descendió al vestíbulo y pagó la cuenta del hotel dejando en depósito el equipaje, para ir al hospital libre de peso. Tenía cinco horas todavía para someterse al reconocimiento, recoger las maletas y llegar al aeropuerto.
Hizo que llamasen a un taxi y lo esperó sentada en la butaca.

Para estar segura de poder enfrentarse al viaje de regreso se había quedado más tiempo del previsto en el hotel, donde había intentado superar el aburrimiento leyendo y mirando la televisión. Salía de la estancia sólo para bajar al restaurante. El personal se había comportando de manera amable con ella: de vez en cuando la camarera llamaba a su puerta para preguntar si necesitaba algo.
En esos días había recibido dos llamadas. La primera había sido de Davide, que le había preguntado si había alguna novedad sobre ella y su novio. Cuando le había contado la fuga de Johnny y el accidente, él se había quedado al principio sin palabras; luego, había tenido un ataque de ira que había desfogado en coloridos insultos, seguidos por una serie de consejos.
Le había también ordenado que se quedase en la habitación calentita y segura, ¡como si ella hubiese querido sumergirse en la movida, con la rodilla todavía hinchada! Después de aquella regañina le había prometido que iría a buscarla al aeropuerto.
La segunda llamada, en cambio, era de una enfermera que le había comunicado el resultado del examen que faltaba, aconsejándole que fuese a una revisión antes de volver a su país. Dado que ya había cambiado el vuelo para el día siguiente Loreley enseguida había reservado cita para el mismo día de la partida.

La llegada del taxi puso fin al discurrir de aquellos breves recuerdos sobre sus últimos días en París. Loreley entró en el vehículo fulminando con la mirada al conductor, molesta por la larga espera.
―Lléveme al Hospital Sant Louis, por favor. ―se colocó en el asiento. ―Si en Manhattan tuviese que esperar tanto para coger un taxi, llegaría antes a la oficina a pie ―pensó en voz alta.
―¡Entonces, hágalo! ―le dijo el taxista molesto, en un inglés no muy correcto, con el vehículo todavía parado en el borde de la acera. Se volvió a mirarla con una media sonrisa ―¿Sabe? Sólo queda a un par de kilómetros.
Ella ni pestañeó. ―Lo habría hecho pero voy al hospital. ¿Esto no le sugiere nada?
Lo pensaba en serio. Si no hubiese sido por la rodilla todavía fastidiada hubiese ido realmente a pie, de esta forma habría aprovechado para darse un buen paseo, después de cuatro días en la cama.
El taxista movió la cabeza, luego volvió a poner el coche en el carril. Loreley se apoyó en el respaldo intentando calmarse, cada vez que se ponía de malhumor en un taxi la tomaba con quien conducía, era consciente de ello; pero más media hora de espera era realmente demasiado.
¡Venir a París para sufrir todo esto!
Seguramente Kilmer se estaba riendo, se dijo, pensando en la llamada que le había hecho al día siguiente de su alta en el hospital.
En cuanto llegó a la recepción pidió ser recibida por el doctor Legrand que, sin embargo, aquella mañana estaba ocupado en planta; según la enfermera debería contentarse con el de turno pero ella no tenía ninguna intención de dejarse tocar por las manos de otro hombre.
Insistió en su petición hasta que, ante tanta obstinación, la empleada de cabellos cobrizos y las gafas con la cadenita no hizo un intento por contentarla o por quitársela de en medio: le dijo que preguntaría al doctor su disponibilidad para un reconocimiento privado si estaba dispuesto a pagarlo. Loreley no se lo pensó dos veces para enarbolar la tarjeta de crédito.
Fue obligada a esperar más de una hora pero, finalmente, el doctor Legrand encontró tiempo para recibirla.
Después de haberle curado la herida de la cabeza la hizo sentar en su estudio, un lugar más acogedor que el frío consultorio en que la había recibido y más adecuado para una conversación privada.
―Hoy se va, entonces, miss Lehmann.
―París es una ciudad estupenda pero no veo la hora de volver a New York, después de esto… ―señaló el apósito en el lado derecho de la cabeza, sobre la oreja.
―Lo imagino. Hace tiempo que me prometo a mi mismo volver a su ciudad pero al final voy siempre a otro sitio, a lugares más cercanos; no consigo coger bastantes días de asueto para permitirme un viaje tan largo. ―cruzó las piernas y se apoyó en el respaldo de la silla. ―Debería organizarme mejor con el trabajo, para tener por lo menos, de esta manera, una semana para disfrutar de las vacaciones.
―Bueno, si viene, dígamelo. Estaré feliz de volverlo a ver y de poderle mostrarle algunas vistas interesantes y poco conocidas para corresponder a su disponibilidad.
Él sonrió y Loreley volvió a pensar, por enésima vez, que realmente se parecía mucho a Jack Leroy.
Abrió el bolso y sacó de la cartera un pequeño cartón rectangular impreso.
―Esta es mi tarjeta de visita con el correo electrónico y el número del teléfono móvil del trabajo. El personal ya lo tiene pero, para evitar que usted lo deba buscar… ―cogió un bolígrafo negro de encima del escritorio, giró la tarjeta y escribió el número. ―Aquí está. Llámeme cuando quiera: en el caso de que no le responda enseguida, deje un mensaje y le llamaré.
Él alargó la mano, cogió el trozo de papel y leyó el encabezamiento mientras levantaba una ceja.
―Así que usted es abogada.
―Sí, penalista.
Legrand metió la tarjeta en el bolsillo de la bata.
―Si tuviera que ir a New York tendré en cuenta su oferta.
Cogió el sobre blanco que había al lado del expediente de urgencias y extrajo un folio.
―Miss Lehmann, vayamos al grano: las hCG están dentro de los parámetros normales, aunque son un poco altas. Dado que su embarazo está en sus comienzos no necesita correr enseguida al médico, sobre todo ahora que le hemos hecho los análisis y que son todos normales; dentro de un mes, cuando comience con los controles de rutina lleve con usted también esto. ―Le dio el folio.
Loreley lo metió de nuevo en el sobre y a continuación en el bolso.
―A decir verdad tengo ya una cita: para la próxima semana. Un poco pronto, lo sé, pero querría tener respuestas a algunas preguntas.
―Si puedo ayudarla, yo...
―Claro que podría pero temo robarle demasiado tiempo a sus pacientes.
―Hagamos lo siguiente ―le respondió dando una ojeada al reloj de pared ―dentro de una hora es mi descanso para comer. ―Enderezó la espalda y avanzó hacia ella ―si quiere, podemos hablar sobre esto mientras comemos algo: ¿qué le parece?
Loreley hizo sus cálculos: faltaban unas tres horas para la salida del avión, por lo tanto conseguiría cogerlo si no se extendía hablando.
―Es una excelente idea. Si a usted le parece bien a mí también. Prometo ser concisa.
***
Sentada en el asiento del avión, con un vaso de té en la mano, Loreley reflexionaba sobre lo que le había dicho el doctor Legrand. El hecho de que ella se hubiese quedado embarazada a pesar de que hubiese tomado regularmente la píldora, podía ser debido a distintos motivos. El mes anterior había estado enferma algunos días con el estómago revuelto. Como consecuencia el médico le había prescrito unos desinfectantes intestinales; sin hablar de los analgésicos que a menudo tomaba para el dolor de cabeza. Todo esto podía haber causado la mala absorción de las hormonas que contenían las píldoras, con la consiguiente alteración de la actividad anticonceptiva.
Ahora todo tenía sentido. Hacérselo comprender a Johnny, sin embargo, no iba a ser nada fácil. Pero ¿él merecía una explicación después de su comportamiento en París? Con razón o sin ella no habría debido reaccionar de tan mala manera y dejarla sola.
¿Qué confianza podía tener en un hombre que en vez de afrontar la situación huye?
Llevó el vaso de té a la boca pero un ligero movimiento del avión la sobresaltó y un poco de té se vertió sobre el suéter.
¡Porras, estaba más torpe que nunca! Se secó con la servilleta de papel que la asistente de vuelo le había dado junto con la bebida y los pensamientos recomenzaron en donde habían sido interrumpidos.
En los últimos tiempos también ella había tenido un comportamiento parecido: ¿no se había escapado, por lo menos dos veces, de Sonny? ¿Había tenido agallas para confesar a Johnny lo que había sucedido entre ella y aquel hombre?
Apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y suspiró. Debía tomar algunas decisiones importantes: con respecto al embarazo, con respecto a su relación con John y con respecto al asunto pendiente con Sonny. No podía esperar continuar por ese camino y culpar a los demás. A menudo había oído decir que las mentiras traen otras mentiras hasta que ya no se sabe cómo gestionarlas. ¡Y finalmente se queda uno con el culo al aire!
Giró la cabeza hacia la ventanilla, miró hacia abajo pero no consiguió vislumbrar la tierra.
Todavía faltaba mucho para llegar al aeropuerto JFK donde encontraría a Davide esperándola: él siempre mantenía sus promesas. Con aquel pensamiento y aquella sonrisa en los labios se hundió en un largo y pesado sueño.
Fue despertada sólo por la voz del auxiliar de vuelo que avisaba del inminente aterrizaje e invitaba a los pasajeros a abrocharse los cinturones de seguridad. ¡Realmente había dormido mucho! En esos momentos se sintió extrañamente serena a pesar de lo que había sucedido.
Con gran alivio sus pies tocaron el suelo americano. Soportaba de mala manera el estar encerrada en una caja de metal durante todo ese tiempo: en esto era casi como John.
Fuera del aeropuerto, el cambio de temperatura la obligó a pararse para abrochar bien el cuello del abrigo encima de la bufanda y ponerse el sombrero. Ante el estruendo del motor de un avión levantó la mirada: el cielo mostraba un color azul oscuro con alguna estría anaranjada, como atestiguando que el sol se acababa de poner. Las luces del avión desaparecieron en el interior de una nube oscura.
Algunas personas caminaban rápido para coger los taxis en fila a lo largo de la marquesina mientras que otras miraban a su alrededor buscando algo o a alguien. Más o menos como ella que buscaba a su amigo Davide, por cierto.
Lo vio en la acera de enfrente. En cuanto sus miradas se cruzaron él le sonrió y atravesó la carretera para ir a su encuentro, con sus largas piernas arqueadas que tanto la hacían sonreír cada vez que se paraba a observarlas.
Alzó la mano para saludarlo, feliz de tenerlo como amigo. A decir verdad, en la época de la universidad, cuando se divertían juntos, lo hubiera escogido incluso como futuro marido, si no hubiese sido por un pequeño detalle: finalmente él había comprendido que le atraían más los hombres.
***
Volver a una casa vacía nunca es placentero pero para Loreley fue como recibir un puñetazo en el estómago. No sólo no estaba John, como ya imaginaba, sino que se había llevado la mayor parte de sus efectos personales.
El vestidor había sido vaciado a medias: sólo había dejado los trajes de verano. En los muebles del baño no había nada más que lo suyo, aparte de una maquinilla de afeitar desechable, ya inutilizable.
Comprobó todo el apartamento de arriba abajo, abriendo las ventanas para renovar el aire a pesar de que afuera hiciese un frío de mil demonios. Buscó otros indicios que le pudiesen sugerir lo que había hecho John en su ausencia pero poco había que comprender: él volvería sólo para recoger el resto de sus cosas.
Vació la maleta trolley, puso la ropa sucia a lavar y se dio una ducha sin mojar el pelo para evitar empapar la venda. Todavía faltaban tres días antes de que debiese ir al médico para que le sacasen los puntos. Dio una ojeada a la rodilla y observó que la hinchazón había disminuido y la asimetría entre la derecha y la izquierda apenas se notaba. El dolor lo sentía si apretaba el dedo contra la rótula, en caso contrario percibía sólo una sensación de calor y entumecimiento de la piel.
En vez de volverse a vestir se puso una túnica de pesado raso rojo oscuro y se tiró en el sofá para descansar.
En la sala todo parecía inmutable: la mesita redonda de madera blanca, encima una bandeja con velas perfumadas de diversas formas; la vitrina llena de vasos de cristal y de platos de la época victoriana; las repisas con los libros, los adornos comprados en distintos mercadillos de antigüedades; un espejo con el marco de madera découpage; la chimenea de ladrillos con las paredes de vidrio y el mueble bar con los altos taburetes.
Cada cosa era perfecta y estaba en su sitio habitual.
Ella, en cambio, comenzaba a sentir una cierta desazón, un sentimiento de no pertenencia. Había cogido aquel loft en alquiler junto con John y, sin él llenándolo con su presencia, no lo sentía ni siquiera suyo. Dividían los gastos por la mitad pero ahora ella debería pagar todo y no estaba muy segura de podérselo permitir sin menoscabar el fondo fiduciario que le había dado su padre cuando se había ido de casa, algunos años atrás.
Se había prometido a si misma no coger ni un dólar de aquella cuenta: quería apañárselas sola. Para estar segura, sin embargo, debía dejar aquel apartamento y coger otro más pequeño en una zona menos costosa. Antes de ir a una agencia debía estar segura de qué rumbo tomaría su relación con John: quería darle tiempo para reflexionar y volver atrás para no arrepentirse un día de no haberlo intentado, y para dar a su hijo lo que le correspondía por derecho: una familia y el amor de sus dos padres.
Un rugido al estómago le hizo comprender que debía comer algo, pero en el estado emotivo en el que se encontraba no le apetecía ponerse a cocinar. Mira habría podido prepararle algo bueno si hubiese estado en casa. Le había concedido otro día de asueto para tener tiempo para reflexionar sobre qué hacer, porque no sabía qué se habría encontrando al volver a casa.
Lo lamentaría mucho si un día se veía obligada a decirle que debía buscar otro trabajo. Se había encariñado con aquella mujer tan trabajadora, la de los mil recursos; confiaba mucho en ella y despedirla sería una gran pérdida. También Mira parecía muy comprometida con ella: a menudo le decía que nunca la habían tratado tan bien como en aquella casa y que nunca querría dejarla. ¡Pobre Mira!
Se tocó el vientre. Rió con un sonido agudo, discontinuo, nervioso, hasta que aquel reír se transformó en un llanto que liberó la tensión de aquellos días haciéndola caer en un letargo mental.
El sonido agudo de su teléfono móvil le recordó que tenía que cargarlo. Con gestos lentos se levantó, lo cogió y lo conectó a la toma de corriente; a continuación, intentó dormirse pero no lo consiguió.
Entonces decidió llamar a Hans; necesitaba escuchar una voz familiar. Le sucedía cada vez que se sentía baja de moral, a diferencia de John que, en cambio, se encerraba en sí mismo.
John… ¡siempre en su cabeza!
Con gestos nerviosos marcó el número.
―Loreley, ¿cómo estás? ¿Te has divertido en París? ―le preguntó el hermano.
―Pues claro que me he divertido… ―patinó sobre la última sílaba y se aclaró la voz.
―¿Seguro que todo va bien?
―Hace poco que me he despertado y todavía me siento atontada. ¿Ester y tú qué tal lo habéis pasado?
―Bien. Yo todavía estoy en la oficina mientras que ella está con mamá.
―A propósito de Ester, sabes, en París he conocido a una persona ―dudó, ¿era importante decírselo? Quizás no, pero ¿por qué no hacerlo? ―Verás, esta persona que he conocido, al primer golpe de vista lo he confundido con Jack, el hermano de Ester.
Desde la otra parte de la línea cayó el silencio.
―¿Hans, estás ahí?
―Te he oído.
―Perdona, haz como si no te hubiese dicho nada.
―Déjate de excusas y dime quién es ese tío.
―Lo he conocido cuando estaba en el hospital y… ―se bloqueó. ¡Maldita sea! No quería hablarle de la caída.
―¿Pero qué estás diciendo? ¿Qué ha ocurrido?
―Nada grave. ¡Estoy bien, de verdad! ―tiró un mechón de cabellos detrás de la oreja para escuchar mejor.
―¡Dime la verdad! ―insistió Hans con voz brusca.
Cuando él usaba aquel tono significaba que no pararía hasta que no recibiese una respuesta convincente.
―Tropecé en las escaleras del hotel, en París, pero no me he hecho mucho daño, por suerte: sólo una rodilla hinchada y unos puntos en la cabeza.
―Paso a verte.
―Ahora no. Todavía me tengo que recuperar del viaje ―sólo faltaba que viniese a visitarle: notaría la ausencia de Johnny.
―Iré más tarde, así tendrás todo el tiempo para reposar.
―Necesito estar en paz. ¡No insistas! Y te aviso, si vienes de todas formas: no te abro.
Transcurrieron unos segundos de silencio.
―De acuerdo, pero nos vemos entre semana, ¿entendido?
―Digamos que mejor voy yo a verte, con frecuencia paso cerca de donde vives. De esta manera también veré a Ester.
―A ella le encantará, seguro. Ahora háblame de ese hombre: has dicho que lo has conocido en el hospital. ¿Es un médico?
―Es el que me ha puesto los puntos. Y repito: este tío es el vivo retrato de Jack con barba; cuando, a continuación, lo he escuchado hablar me he dicho que no podía ser él: su inglés no es perfecto como el del otro y el acento es francés. Además el personal del hospital se dirigía a él como el doctor Jacques Legrand. Así que está claro que no puede ser tu cuñado. Me miraba como si fuera una desconocida.
―Realmente extrañas las sorpresas de la vida…
Loreley tuvo la impresión de advertir en la voz del hermano también un algo de preocupación, además de perplejidad.
―También yo lo he pensado.
―Por favor no le digas a Ester lo que me acabas de decir. Le ha costado mucho tiempo aceptar la desaparición de la única persona que le quedaba de su familia.
―¡Pues claro que no! Tranquilo.
―¿Y John?
―Está bien, mucho mejor que yo. En este momento está en el trabajo. ―estaba convencida.
―Salúdalo de mi parte. Debo dejarte, perdona: dentro de unos minutos tengo una reunión. Avisa también a mamá que estás en casa e intenta reposar.
Un poco más de reposo y para volver a caminar bien necesitaría de la fisioterapia, pensó resoplando.
―Mañana tengo que volver al bufete o Kilmer me despide de verdad.
―Intenta mantenerte firme con él, no te dejes atemorizar. Nos vemos entre semana.

8
Sonny cerró el piano y colocó folio y lápiz sobre la superficie del instrumento; la nueva composición requería mucha concentración y en esos últimos días escaseaba.
Se levantó de la banqueta, salió del estudio y abrió la puerta francesa del salón para ir al jardín: necesitaba aire fresco para despejarse.
Desde que había vuelto a ver a Loreley, en la pista de patinaje, pensaba a menudo en ella y, a pesar de que intentaba centrarse en el trabajo, no conseguía apartar de su cabeza las imágenes de aquel rostro de rara belleza nórdica y de esa única vez juntos. Le había ocurrido otras veces estar con una mujer una sola noche y luego dormir tranquilo; no comprendía por qué con Loreley debía ser distinto, pensó mientras oía un taconeo.
Vio a la gobernanta, una mujer de mediana edad y con el rostro enjuto, acercársele enarbolando una vestimenta gris.
―¡Mister Marshall, ahí fuera hace frío! Póngase esta chaqueta ―le dijo en cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para entregársela.
―Gracias, estoy bien así.
―Cogerá un resfriado si lleva puesta sólo una camisa… ¡y además medio desabotonada! ―se colgó en el brazo la chaqueta y le abrochó los primeros botones de la camisa.
Él la paró.
―Louise, no soy un niño. Sé lo que hago.
Una ráfaga de viento levantó del suelo un montón de hojas secas: algunas acabaron entre los cabellos de la mujer que, molesta, intentó sacárselas de encima.
―¿No ve qué tiempo hace? ¡Dentro de poco caerá un aguacero! Déjeme hacer. ―Lo miró con decisión, con sus ojos oscuros hundidos.
Sonny le quitó la chaqueta del brazo y la apoyó abierta sobre los hombros. Sabía que no se iría hasta que no se cubriera. La diligencia de la gobernanta a veces era irritante como la picadura de un mosquito pero se había encariñado con él y parecía que no había otra manera para demostrarle su afecto sino tenerlo siempre vigilado.
Cuando Louise volvió a sus labores Sonny reprendió su paseo por el sendero que lo llevaría hasta la fuente.
La observó desde una cierta distancia, concentrándose sobre los dos saltos de agua: el primero se elevaba para luego curvarse y caer en el estanque que había debajo; el segundo, en cambio, descendía desde aquella a la tierra con sutiles chorros en cascada.
―Ester. Las cascadas y fuentes le encantan… ―murmuró.
La voz traicionaba el sufrimiento que todavía sentía.
Movió la cabeza: ¿Por qué pensar de nuevo en aquella mujer? Ella había escogido y ahora era feliz con Hans; esto le aliviaba el dolor de haberla perdido. Se le escapó una sonrisa amarga. No podía perder lo que nunca había poseído.
―Si no fuese por él, ahora Ester estaría aquí, conmigo, en esta casa y…
Desechó con un gesto de la mano aquellas palabras molestas. ¡Basta ya! Debía dirigir la atención hacia otra cosa o hacia otra persona. Por ejemplo una muchacha con largos cabellos rubios y los ojos azules.
Loreley volvió a ocupar sus pensamientos, que se agitaron buscando un orden lógico propio, mientras las imágenes se volvían por momentos más nítidas, a ratos desenfocadas, siguiendo los recuerdos de aquella única noche pasada con ella. Sintió el deseo de tenerla allí, aunque sólo fuese para tener una pequeña charla, a lo mejor delante de una copa de champaña. Pero esa muchacha siempre se le escapaba, no parecía dispuesta a querer volverlo a ver. El pensamiento de que se hubiese arrepentido de entregarse a él no hacía que se sintiese en paz consigo mismo.
¡Al diablo! Las dos únicas mujeres que había amado sólo le habían traído problemas y dolor: no estaba interesado en añadir una tercera.
―¡Hola, Sonny! ―le saludó una voz femenina a su espalda.
Se le escapó una ligera sonrisa antes de girarse.
―Hola, Lucy. ¿Cómo es que has venido hasta aquí?
El condado de Nassau estaba bastante lejos de Manhattan.
―¡Qué acogida tan calurosa! No te esfuerces demasiado en abrazarme, no querría arrugarte el traje. Pero yo no me enfado y te lo demuestro enseguida ―sin sacarle los ojos de encima, agitó una mano en el aire, como llamando la atención de alguien.
Sonny volvió la mirada hacia su espalda y vio a la gobernanta dirigirse hacia ellos con una botella y dos copas apoyadas sobre una bandeja. Frunció el ceño.
―Veo que Louise ha estado ocupada en la bodega.
―No te enfades: sabes que tengo un cierto ascendente sobre ella.
Lucy era la única que conseguía suavizar el carácter rígido y severo de la mujer.
―Aún no comprendo el motivo…
En cuanto Louise estuvo al lado de ellos Lucy cogió el champaña.
―Te toca destáparlo ―le dijo entregándoselo.
―Por lo que parece mi paseo ya ha terminado ―comentó cogiendo la botella.
―¡Estás de malhumor! Louise me había avisado. ¡Y yo que me había puesto elegante! ―se puso de morros.
Sonny la observó. Llevaba puesto un corto vestido azul elegante que dejaba adivinar las curvas generosas de los senos y la línea sinuosa de las caderas. Los cabellos estaban recogidos en la nuca con un moño flojo: ella era hermosa, sí, pero él la conocía desde que era pequeña y continuaba viéndola como la hermanita de su amigo Paul.
―Perdóname, estoy nervioso. Si has venido hasta aquí y has querido champaña debe haber un motivo concreto. ¿Por qué debemos brindar esta vez?
―De hecho, es así. ―se apoderó de las copas y, después de que Louise se retirase, prosiguió. ―¿Te acuerdas de la audición que debía hacer en el teatro?
―Claro que me acuerdo. ¿Qué tal?
―La he hecho… ¡y me han cogido!
El abrió los ojos como platos, asombrado.
―¡No me lo puedo creer!
―¡Ah, muchas gracias! Tú sí que sabes cómo hacer que me sienta orgullosa de mí misma.
―¿Por qué no terminamos con esto y nos concedemos una pausa? ―resopló.
―He venido aquí para celebrar mi nuevo y único trabajo y querría que estuvieras feliz por mí.
―Me habías dicho que ahora te habías puesto a estudiar pero no te había creído. Y en cambio me has demostrado que, cuando quieres, sabes ser inteligente. Me alegro por ti.
La vio sonreír.
―¡Gracias!
Sonny vertió el champaña en dos copas que ella sostenía en las manos, luego cogió una de ellas.
―Entonces, enhorabuena por tu carrera en el teatro.
Hicieron tintinear el cristal y bebieron en silencio.
Fue Lucy la que volvió a hablar.
―Lo sabes, estaba harta de verme con la parálisis en la cara de sonreír horas y horas delante de una máquina fotográfica. Mucho mejor declamar y tener un contacto directo con la gente.
―No puedo no darte la razón.
Ella le pidió que le rellenase la copa. La vació de un sorbo y se la tendió otra vez.
Sonny la observó beber con gusto y arrugó la frente.
―Espero que estés controlando el alcohol. Hace poco que te he visto comenzar a beber.
―No te preocupes, además no bebo tanto. Y, sobre todo, no me convertiré en alguien como tu ex-esposa Leen, si es lo que temes: no estoy tan desesperada.
―¡Bien, eso espero!
―Como ves yo sigo adelante, y además bien; eres tú quien todavía está apegado al pasado. ¿Cuándo conseguirás liberarte de todo lo que te ha sucedido? Has cambiado con respecto al último año, es verdad, pero no querría que estuvieses redirigiendo tu vida hacia algo equivocado y nocivo para ti mismo.
―¿Pero qué estás diciendo? ―le preguntó enojado.
―¿Lo ves? Ahora a mí me gustaría replicarte, pero hoy me siento demasiado feliz para tener ganas de pelear. Y ahora estoy seria.
―Te prefiero como eras hace un rato.
Ella hinchó las mejillas y dejó salir el aire.
―Escucha: ¿te acuerdas lo que me dijiste la noche en que Ester debía irse a New York y yo te acusé de no estar lo suficientemente enamorado de ella porque te habías resignado a dejarla ir sin luchar?
Sonny frunció los ojos y buscó en su mente aquellas horas nefastas. Había sido poco antes de que Leen intentase matarlo. Lucy había llegado por detrás de él llevándole algo de beber, justo como había hecho poco antes.
―No. En este momento no me acuerdo.
―Me dijiste: Tengo como una espina clavada en el corazón. Un dolor sutil, persistente, que no me deja en paz, pero con el que deberé convivir no sé hasta cuándo. Sólo estoy más preparado que tú para soportarlo.
―¡Felicidades, qué memoria!
―No podría esperar trabajar en el teatro si no la tuviese. Y aquella respuesta se me quedó grabada en el alma. Pero volvamos al asunto: Sólo estoy más preparado que tú para soportarlo. ¿Te expresarías de nuevo así? Me parece que estoy reaccionado mejor que tú al dolor.
―¿¡De verdad!? ¿Y qué te lo hace pensar?
―El hecho de que yo estoy intentando mejorarme a mí misma mientras que tú sólo estás empeorando.
―Bueno, es fácil mejorar cuando se parte de abajo...―se interrumpió. ¡Maldita sea!
La frase se le había escapado. Esta vez le había golpeado en su punto débil: la autoestima.
Sintió que la amiga contenía la respiración.
―Perdóname Lucy, no quería ser tan ofensivo, de verdad… ―se apresuró a decir poniéndole una mano sobre el brazo.
Ella bajó la mirada hacia la copa que tenía entre los dedos, como si estuviese contemplando las burbujas que desde el fondo subían a la superficie, a continuación volvió a mirarlo a la cara, con los ojos brillantes:
―Hasta hace muy poco no me habrías dicho una crueldad semejante. Yo quizás, sí, pero tú no. ¿Esto no te dice nada?
Sonny suspiró:
―Me dice que quizás sea mejor interrumpir esta conversación y volvernos a ver en un momento más idóneo. Hoy, por lo que parece, no estoy de humor y suelto frases desafortunadas; es por esto que hubiera preferido que me hubieses llamado en vez de aparecer de manera improvisada. Aunque me haga feliz verte hay momentos en que es mejor que me quede solo. Lo que no significa que no te aprecie. ―sonrió.
Lucy le cogió el vaso y la botella de las manos.
―¡Perfecto! La próxima vez que nos veamos entonces asegúrate de traerme tú el champaña: qué ocasión buena tendrás para celebrar, no consigo imaginarla, ahora, pero se trate de lo que se trate, estaré contenta de compartilo contigo.
Giró sobre los tacones y lo dejó plantado allí, en el jardín, al lado de la fuente.

Lucy dejó la botella y las copas en el mueble bar del salón, luego, con una sonrisa forzada, se despidió de Louise que la precedió para abrirle la puerta de casa; cuando subió al coche la sonrisa se apagó para dejar a los ojos la libertad de expresar sus emociones con las lágrimas.
Ya no sabía qué más hacer. Los intentos por hacer salir a Sonny de aquella apatía escondida detrás de un comportamiento inadecuado e incoherente con respecto a cómo era anteriormente, se revelaban siempre inútiles. Desde hacía tiempo que ya no era él.
Todo había comenzado cuando había descubierto que su prometida Leen, luego convertida en esposa, lo había traicionado con Hans. A continuación, mientras asistía a su decadencia hacia el alcoholismo y los juegos de azar, aquel descenso había proseguido, culminando el día en que su niña perdió la vida en un accidente de tráfico, justo a causa de aquella mujer que, en vez de protegerla como habría debido hacer una madre, la había arrastrado con ella a la ruina.
La llegada de Ester a la vida de Sonny había empeorado la situación.
Más de lo que estaba haciendo por aquel hombre, Lucy no podía hacer más. Se había acercado a él porque, compartiendo la misma pena, se encontraron saliendo juntos a menudo para ayudarse mutuamente a superar la propria crisis. Pero Sonny no quería o no conseguía olvidar. No es que ella se hubiese olvidado de haberse enamorado del hermano de Ester, todo lo contrario; pero intentaba pensar en eso lo menos posible y seguir adelante, sin que el pasado la atrapase como un pez en la red.
Jack ni siquiera se había despedido de ella antes de desaparecer de su vida: estaba claro que para él no importaba lo bastante. ¡Es más, ni lo más mínimo!
Ella, en cambio, por primera vez en su joven vida, se había enamorado en serio.
―Jack, estés donde estés… ―dijo en voz alta ―¡jódete! ―gritó a continuación apretando el pie contra el acelerador.

9
Detrás del escritorio, con el bolígrafo en la mano, Loreley telefoneó al médico y fijó una cita para la última semana del mes. Como le había dicho Legrand, era inútil apresurarse pero por lo menos se lo había quitado de encima. Dibujó una gran cruz en el calendario para tener siempre presente el día de la consulta y apuntó la fecha también en la agenda del teléfono móvil. A continuación abrió el correo electrónico: mucho correo comercial, publicidad, un par del trabajo, dos del banco y la última… ¡del doctor Jacques Legrand!
Pulsó dos veces sobre él.

Saludos miss Lehmann:
Me tomo la libertad de escribirle para saber cómo va su convalecencia. ¿Cómo está la herida de la cabeza? ¿Y la rodilla? Mantenga la rodillera hasta que se deshinche del todo y no sienta ya dolor al apoyar el peso en la pierna.
Estoy reflexionando acerca del hecho de tomarme unos días de vacaciones en el extranjero. ¡Quién sabe! Espero que su oferta sea todavía válida.
Jacques Legrand

Sonrió. Podía suceder cualquier cosa.
―¿Buenas noticias? ―le preguntó Sarah, entrando en su estancia.
Loreley levantó la mirada del ordenador. La secretaria la estaba mirando parada en el umbral de la puerta, un expediente apretado contra el pecho que parecía más grande que ella, menuda y grácil.
―¿Qué me traes?
Sarah bajó la mirada a los folios que tenía en la mano.
―¡Oh, no! Esto es para el jefe. He visto que sonreías y sentí curiosidad; en esta última época se te ve hacerlo raramente.
―No es un buen período ―le confesó.
―Ya me había dado cuenta, Ethan está preocupado por ti.
Loreley se sintió escrutada por aquellos ojos tan oscuros que le costaba distinguir la pupila del iris. Siguió un momento de silencio.
―Si necesitas que te ayude, estoy aquí… ―le dijo la amiga, colocándose mejor en la nariz las grandes gafas de lectura.
―Gracias, lo tendré en cuenta.
Cuando Sarah salió, Loreley se relajó sobre el respaldo de la butaca. Por las palabras de la secretaria sospechó que Ethan estuviese al corriente de la situación entre John y ella. Quizás sabía incluso dónde se encontraba. Le sacaría esa información a toda costa; pero debía pillarlo cuando estuviese a solas.
Tuvo la ocasión de hablar con él cara a cara al día siguiente. Acaba de entrar para enseñarle el artículo del New York Times, donde se hablaba del caso Wallace: la opinión pública parecía que ya lo había condenado, imponiéndole la máxima pena posible, ya antes de comenzar el juicio.
Al leer la noticia movió la cabeza. Si incluso ella, en el fondo, lo condenaba, ¿cómo podía esperar que aquel hombre fuese creído por un jurado? Le correspondía a ella defenderlo y no lo estaba haciendo de la manera adecuada ni con el espíritu justo.
Decidió que iría a hablar con la familia Wallace para obtener el máximo de información sobre la vida y la personalidad de Peter. Sí, debía escarbar en su vida.
―Loreley, ¿me oyes? ―le preguntó Ethan de pie delante del escritorio.
Ella cerró el periódico y se lo devolvió.
―Perdona, me he distraído leyendo el artículo.
―Te estaba diciendo que si quieres que te ayude con este caso, lo haré.
―Eres muy amable pero tú ya tienes bastante que hacer y quiero hacerlo yo misma.
En la mirada del hombre leyó un mensaje insistente de indulgencia, mezclado con compasión, que la hizo sentirse incómoda. Se levantó de la butaca y lo abordó, apoyándose en el borde del escritorio con los brazos cruzados.
―En vez de mirarme de esa manera ¿por qué no me dices lo que estás realmente pensando?
―No te entiendo.
―Venga, sabes perfectamente que John se ha ido de casa… y a lo mejor conoces también el motivo ―estaba forzando la mano pero no tenía elección si quería sacarle algo.
Lo vio rascarse la cabeza, un gesto que repetía cada vez que se sentía en dificultades.
―¡Vamos, Ethan! Te lo suplico.
El hombre suspiró.
―¿Qué quieres que te diga? No sé qué pensar y no me corresponde juzgarlo: tengo tantos problemas como tú con respecto a mi vida sentimental, y ya me llega.
―¿Hablas de tu mujer? ¿Cuánto tiempo más vas a permitir que tu ex mujer use a vuestro hijo como medio para chantajearte? No debes dejárselo hacer más.
―¡Si fuese tan fácil! Si no tengo cuidado en cómo me comporto con Stephany y a lo que le digo, me arriesgo a hacer sufrir a Lukas. Y a mí también. Tengo miedo de que se lo lleve de New York para volver a su ciudad.
―No cedas. No le des más dinero, te está desangrando. Intenta decirle que haga lo que quiera: me gustaría ver si se va de aquí. ¿Y para hacer qué?
Lo vio mover la cabeza y quedarse en silencio. Sintió lástima de él y dejó el tema.
―¿Sabes que Johnny me ha abandonado en París, dejándome sola? ―le señaló la herida en la cabeza. ―Esta me la he hecho por correr detrás de él. Me he caído por las escaleras.
―Me había preguntado cómo te había hecho daño, en efecto.
―Kilmer lo sabía. Pero ahora volvamos al tema que me interesa más en este momento: Johnny se ha ido de casa sin ni siquiera llamarme para informarme de sus intenciones o para darme la posibilidad de defenderme. ―se puso las manos en las caderas. ―¿Sabes qué te digo? ¡No sé si merece una explicación, o incluso si es justo darle una segunda oportunidad para enmendar su comportamiento!
―Nada es justo en todo esto y yo no tengo ganas de ponerme de parte de ninguno de los dos ―apretó los labios y respiró profundamente. ―Escucha, os aprecio a ambos y me hace daño veros así. Tampoco él está bien, te lo aseguro. Lo siento pero no puedo decirte otra cosa; habla con John.
―¿Y cómo hago para hablarle si ni siquiera sé dónde encontrarlo?
Ethan no respondió enseguida: pareció medir las baldosas del suelo con pequeños pasos nerviosos, delante y atrás, las manos en los bolsillos, hasta que se paró de nuevo enfrente de ella mirándola directamente a los ojos.
―John está en Los Ángeles.
―¡Gracias Ethan!
―¡Buena suerte!
***

La casa de los Wallace era una construcción de tres pisos de ladrillo rojo en la calle setenta y uno, cerca del cruce con la West End Avenue. Loreley no tenía ni que coger el coche para llegar allí porque estaba a poco más de doscientos metros de su propio edificio. Desde la oficina había ido a casa para refrescarse y cambiarse la camisa del traje chaqueta antes de ir a ver a los padres de su cliente.
La señora que le abrió la puerta la miró como si estuviese molesta y Loreley comprendió que el hijo no la había avisado de su llegada. Sólo después de haberse presentado y haberle explicado el motivo de su visita consiguió verla sonreír y entrar.
El salón en el que fue recibida tenía un mobiliario sobrio que parecía antiguo: ningún vestigio de extravagancia, ni siquiera en los colores de la tapicería o en cualquier objeto. Todo parecía en su lugar, en un orden casi maniático.
La dueña de la casa la hizo sentar en un sofá de terciopelo color crema, con una fila de cojines a juego apoyados en el respaldo.
―¿Puedo invitarle a un té, miss Lehmann? ―le preguntó la señora mientras se quedaba en pie, la postura rígida.
Loreley la examinó: vestido negro, un poco más abajo de la rodilla, zapatos décolleté con tacón de altura media y cabellos lisos castaños recogidos en la nuca. No llevaba nada de maquillaje pero parecía preparada para salir. ¡Y deprisa! Lo confirmaban su manera de actuar impaciente.
―No, gracias, señora Wallace, está bien así.
Escuchó abrirse la cerradura de la puerta de entrada y luego unos pasos. Poco después, un muchacho alto y delgado apareció en el umbral. Por su aspecto aparentaba unos treinta años y se parecía a la señora Wallace. No parecía, de hecho, el hermano de Peter, que debía semejarse al padre.
Se volvió hacia Loreley:
―Buenos días, abogada Lehmann. Espero que no haya tenido que esperar demasiado. ―Le estrechó la mano.
―Michael, ¿has hecho adrede lo de no decirme nada? ―se entrometió la madre ―¿Qué me ocultas?
El muchacho alzó los ojos hacia arriba.
―He estado ocupado y he olvidado avisarte. Ahora no comiences a ver intrigas por todas partes.
La madre lo fulminó con la mirada.
―No creía que tuvieses que salir justo ahora.
La señora Wallace parecía poco convencida pero el hijo no se descompuso.
―¡Perfecto! ―se volvió hacia Loreley. ―Un placer haber conocido a la abogada de mi hijo. Siento no haber ido al juicio pero no faltaré a la próxima audiencia. Ahora debo marcharme: como ha podido ver tengo un compromiso ―le dijo despidiéndose.
Loreley se volvió a sentar en el sofá mientras Michael cogió una silla tapizada y se sentó delante de ella.
―Perdone. Mi madre tiene sus paranoias.
―Hubiera preferido hablar también con la señora, me parece que ya se lo había dicho.
El muchacho cruzó los brazos sobre el pecho y las piernas.
―Es mejor dejar a mi madre fuera de esta conversación.
Loreley frunció el ceño.
―¿Y por qué razón?
―Verá, ella es una mujer muy firme en sus convicciones y con un fuerte sentido de la moral, o de lo que entiende con esta palabra. Digamos, en fin, que es un poco quisquillosa. Para ella Peter es un vago, sólo capaz de crear problemas.
―¿En serio?
―Sí, todo depende de qué cosa espera una madre de su hijo: la mía siempre ha pretendido mucho. Pero debo admitir que, esta vez, el problema que ha creado Peter es realmente enorme, más grande que él… y que nosotros.
―¿Usted qué relación tiene con su hermano?
―Bueno, cuando éramos pequeños Peter se comportaba conmigo como si yo fuese el que robaba la atención de mamá y por despecho me daba pellizcos, tanto que la ponía nerviosa con mi llanto; o a escondidas se bebía la leche de mi biberón que mamá me dejaba en la mano una vez que me había convertido en bastante grande como para sostenerlo yo solo. De vez en cuando, cuando era joven, rompía un objeto y me echaba la culpa, para conseguir que ella me riñese.
―Todos esos son comportamientos que forman parte de un cuadro familiar común: el hermano mayor muy celoso del menor y atemorizado por el hecho de que los padres puedan querer más al pequeño que a él.
―Sí, es verdad, pero a Peter estos comportamientos lo exasperaban. A pesar de los desprecios sufridos era mi ídolo. Intentaba imitarlo en todo: en el modo de vestirse, de peinarse, de relacionarse con las muchachas…
Se paró como para reflexionar, luego movió la cabeza mientras sonreía.
―Él sí que se lo sabían montar: tenía un modo de comportarse que iba más allá de la belleza exterior, ¡ya un punto por si misma! Pero intentar ser como mi hermano no funcionaba conmigo. Le envidiaba y con el tiempo incluso le he cogido rencor por esto. Como represalia hacia él intentaba ser el primero de clase en la escuela, venciendo de esta manera mi pereza a estudiar y descubriendo que conseguía fácilmente tener buenas notas, que hasta ese momento habían sido malas. Había alcanzado mi objetivo: mis padres me elogiaban a mí y le humillaban a él por sus notas mediocres. Es horrible, lo sé, y no estoy orgulloso de aquella época. Hacía tiempo que no pensaba en ello.
¡Qué suerte que era el hermano menor adorado! Durante la adolescencia el que era celoso, además de envidioso, parecía que había sido Michael, pensó Loreley colocándose mejor en los cojines. No sabía, sin embargo, a dónde quería ir a parar aquel muchacho.
―¿Y su hermano cómo reaccionaba?
―Peter en esos casos prefería no decir nada: era la única forma de respeto que tenía por nuestros padres. Aguantaba los sermones en silencio pero cuando volvíamos a estar solos, se enojaba: “Mamá y papá no llegan a comprender que yo, a diferencia de ti, no me quiero marchitar entre los muros de una universidad” ―decía. “Si te apetece estudiar, hazlo: será bueno para ti. Yo quiero crear y vivir al aire libre”―Era el planteamiento que de vez en cuando repetía después de la habitual discusión sobre la escuela.
―Así que no había comprendido que usted se esforzaba por tener buenas notas para vengarse de él.
―No, no lo creo, nunca me ha dicho nada al respecto.
―Peter no quería ir a la universidad: ¿qué hacía entonces?
―Mi hermano poseía el estro de un artista y pintaba. Y no solamente sobre tela, también en la pavimentación de las calles y sobre los muros de los edificios. Es raro, sin embargo, que la pintura te dé para comer: mamá y papá no hacían otra cosa que repetírselo pero a él le daba lo mismo y nunca se esforzó por cambiar las cosas. Decía que, por una parte, le convenía: yo les servía para canalizar todas sus expectativas, de esta manera él podía escoger libremente su camino.
Si era verdad que de pequeño Peter sufría de unos celos insanos hacia su hermano menor, no estaba claro que los hubiese tenido también de mayor. Debía insistir sobre este punto. Por el momento de él sólo había comprendido que poseía un carácter en desacuerdo con la maldad y el instinto violento que haría falta para golpear hasta la muerte a una mujer.
―Por lo que me ha dicho, Peter de pequeño sentía muchos celos hacia usted: ¿fue así también en los años sucesivos? ¿Le ha puesto las manos encima? Y con respecto a las muchachas, ¿ha manifestado alguna vez un exceso de cólera?
Loreley vio a Michael levantarse y dirigirse hacia el local de al lado. Desapareció tras una puerta y volvió a aparecer con una botella de whisky y un par de vasos:
―¿Quiere un poco? ―le preguntó. ―Quizás a una señora como usted sería mejor invitarla a una copa de champaña…
Loreley dudó: no estaba habituada a tomar bebidas alcohólicas de alta graduación con el estómago vacío y en su estado tampoco podía permitírselo.
―Beba usted.
Él no se lo hizo repetir. Se sirvió dos dedos de whisky en el vaso y bebió un sorbo; a continuación se sentó otra vez delante de ella.
―Sabía que llegaríamos a estas preguntas ―Vació el vaso de un trago y lo volvió a llenar ―Quiero ser sincero hasta el final con usted, abogada. En fin, Peter era celoso y posesivo en sus relaciones con las chicas, lo debo reconocer, pero la única vez que se ha visto envuelto en algo violento a causa de una de ellas ha sido sólo para defenderla, no para agredirla. En cuanto a mí, he recibido de él un par de puñetazos, más que merecidos, por otra parte. Necesitaba una buena lección pero mi padre no estaba, así que se encargó él.
―¿Qué había hecho mal?
Michael apartó la mirada.
―Peter había encontrado una bolsita de cocaína en mi cajón. Sé lo que está pensando pero no era un cocainómano. La droga me la había dado un compañero de universidad; por temor a probarla la había puesto aparte, esperando encontrar el coraje para hacerlo. He corrido un gran riesgo: aquel muchacho había esperado que me gustase tanto que me habría convertido en su esclavo y se la compraría sólo a él, como luego me ha explicado Peter. Mi hermano me salvó el culo haciéndola desaparecer y no diciéndole nada a mis padres; pero esa vez no consiguió tener quietas las manos… sólo por mi bien, para que aprendiese la lección.
―¿La cosa acabó aquí?
―Sí, claro. Es por este motivo que no quería que mamá estuviese en la conversación: no hubiera podido ser tan sincero. Usted no la conoce.
―Me he hecho una ligera idea.
―Esa ligera idea la multiplique por lo menos por tres.
Loreley asintió.
―Volvamos con Peter.
―No tengo nada más que decirle acerca de él. Poco después conoció a Lindsay y se fue de casa.
―¿Cómo eran las relaciones entre ellos?
―Por lo que yo sé, eran buenas. Alguna discusión, sí… ¿quién no discute? Es verdad, en los últimos tiempos lo veía un poco tenso, pero creo que era por motivos económicos.
―¿Lindsay tenía a alguien que le rondaba?
Michael se recolocó en la silla.
―No creo, sin embargo ella era muy reservada y hablaba poco de sí misma. Nunca me ha parecido del tipo que se deja llevar por la pasión.
Loreley lo vio observar el reloj de péndulo apoyado en la pared, una pieza de anticuario, y entendió que había llegado la hora de despedirse.
Se levantó del sofá.
―Bien, ya no le molesto más. Gracias por el tiempo que me ha dedicado.
Cogió el bolso y el abrigo y salió.

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