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Las Quimeras De Emma
Isabelle B. Tremblay
Emma se recupera con dificultades de su última relación sentimental. Durante un viaje de negocios fuera del país, conoce a dos hombres: Ian, un artista bohemio y Gabriel, un médico más bien cartesiano.
Después de una cita fallida con el artista, de cruza con el médico en circunstancias insólitas y se deja tentar por una aventura sin compromiso. Ian llega a su corazón por ser un ser libre, mientras que Gabriel hace que se sienta segura con su carácter estable y pragmático. Después del viaje de negocios, Emma vuelve a su casa, decidida a retomar su vida normal. Es entonces cuando se da cuenta de que desgraciadamente ha intercambiado su teléfono con el de Gabriel y descubre las repercusiones de esta aventura que ella creía efímera y sin consecuencias… Emma deberá entonces ahondar en sus heridas más profundas para liberarse por fin de ellas. ¿Y si las apariencias no engañasen? ¿Y si, a pesar de toda esta historia, el amor se encontrase realmente al final del camino?

Isabelle B. Tremblay

LAS QUIMERAS dE Emma
Autora: Tremblay, Isabelle B.
Título original: Les chimères d’Emma
Diseño de la cubierta: Isabelle Tremblay
Maquetación: Isabelle Tremblay
Correctora del texto original: Odile Maltais
Traductora del texto original: Maria Cotela Dalmau
Revisión lingüística del texto original: Jacinthe Giguère, Ginette Bédard

Marca editorial: Isabelle B. Tremblay
Depósito legal - Bibliothèque et Archives nationales du Québec, 2019.
Depósito legal - Bibliothèque et Archives nationales du Canada, 2019.
Copyright © 2019 Isabelle B. Tremblay
Todos los derechos reservados para todos los países y todas las lenguas.
Este libro es una ficción. Toda referencia a acontecimientos históricos, comportamientos de personas o lugares reales es utilizado de forma ficticia. El resto de los nombres, personajes, lugares y acontecimientos provienen de la imaginación de la autora, y toda semejanza con personajes vivos o pasados es totalmente fortuita. Los errores que puedan subsistir son responsabilidad de la autora.
De la misma autora
Médium malgré moi, Éditions Le Dauphin Blanc, 2017
Messages de l’univers, 2018
Passeur d’âmes, Éditions Le Dauphin Blanc, 2019
Le prince charmant est une pute, pas un crapaud, 2019
Les chemins de l’âme, Éditions Le Dauphin Blanc, 2019
Las heridas son importantes para comprender a un individuo. Cada una de ellas marca el alma hasta el punto de modelarla, darle una forma propia.
Sólo hace falta rozar esas cicatrices para comprenderlo todo sobre ella.

Thierry Cohen
Para todas esas personas heridas…
CAPÍTULO 1 —
EL BALÓN Y EL JUGADOR

Emma se quedó allí. De pie. En silencio, admiraba las olas que venían a morir a la orilla. Luego, llevó su atención al horizonte y a lo infinito del océano. La arena, de un blanco inmaculado, le cosquilleaba los dedos de los pies mientras dejaba que los rayos del Sol acariciaran su piel, bajo un cielo sin nubes. Una ligera brisa hacía bailar su largo pelo castaño que había soltado sobre sus hombros. Un recuerdo de su infancia le vino a la cabeza. El de su primer viaje al mar, que había hecho con su familia. Esbozó una sonrisa. Feliz. En ese mismo instante, Emma hubiera podido afirmar, sin lugar a duda, que había alcanzado la cima de la felicidad. Una dicha que la había evitado las últimas semanas.
—¿Sabías que el fenómeno de las mareas se debe a la fuerza gravitacional entre la Tierra y la Luna? Esta reacción tiende a acercar a los dos planetas, pero se compensa con la atracción centrífuga…
Sin querer, Emma dejó escapar un gran suspiro de exasperación. El precioso instante no había durado más que unos segundos. Sin quererlo ni saberlo, Alice lo había arruinado. Emma le lanzó una mirada que parecía decirle que se marchara, pero afortunadamente la joven no parecía haberse dado cuenta. Ya se sentía incluso culpable por haberlo hecho.
Emma hizo un esfuerzo y le mostró su más bella sonrisa. Su cabeza le dictaba ser amable, ya que iban a pasar tres días juntas. Charlotte y Elvie se unirían también a la estancia en este hotel de Nueva Jersey. Para ella, Alice era todavía una completa desconocida y, a fuerza de observar a la joven, había notado que sentía una inmensa necesidad de llenar los silencios largos.
—Lo ignoraba. Gracias por la información —le respondió.
Emma pasó distraídamente su dedo por la arena para dibujar un corazón atravesado por una flecha.
—¿Sabías que la cantidad de peces…?
—Ya vale, Alice. No creo que Emma tenga muchas ganas de escuchar esto —la cortó tajante Charlotte.
Emma no había oído llegar a su mejor amiga. Alice parecía molesta por su comentario, pero no dijo nada. Prefirió excusarse e ir a pasear en la dirección opuesta a la que había llegado Charlotte.
—Creo que la has ofendido —susurró Emma.
—No es mi culpa si ella habla demasiado. Tampoco soy responsable de la manera cómo encaja lo que tengo que decirle —respondió Charlotte sentándose a su lado.
—Deberías disculparte y pedirle que vuelva.
—¿Y luego qué? Hay que ponerle límites a Alice. Si no, vamos a tener que escuchar la enciclopedia al completo y, te lo aseguro, no quieres eso.
Emma volvió a suspirar, pero no encontró nada que responder. Era un ser obstinado y sabía que insistir no iba a servir de nada. Era ese mismo defecto el que le había permitido llegar dónde había llegado en el plano profesional. Era una persona resuelta.
Charlotte sacó sus gafas de sol de su gran bolso de mano y las colocó sobre su nariz. También posó su mano sobre su agenda personal para comprobar el horario de los próximos días.
—¿Dónde está Elvie?
—Todavía está hablando por teléfono con su novio. Están tan enganchados el uno al otro que me pregunto cómo la ha dejado venir sin él —respondió Charlotte juntando sus dedos índice y medio para explicar la fusión que vivían los dos, apoyando así la teoría de la dependencia afectiva de la joven pareja.
—¡Está claro que tú, tú no puedes entender lo que es el amor!
—¡Oh no! No empieces con eso. No tengo ganas de escuchar otra vez la misma canción. Siempre repites la misma cantinela —la cortó Charlotte, y siguió—: ¿Estás contenta de estar con nosotras?
Emma, que seguía con la mirada fija en un punto imaginario en el horizonte, se volvió hacia su amiga y le sonrió.
—No podría haber elegido un mejor momento. Estoy entre dos contratos. ¿Cómo te las has arreglado para que tu jefa se tragase que soy indispensable para ti? Creía que te las arreglabas bastante bien en inglés desde que tomas clases con el Señor Wilson.
—Te necesito de verdad. Mi inglés no es lo bastante bueno para las entrevistas, así que es necesario que me asistas si me atranco con el idioma de Shakespeare. Por lo demás, las clases particulares con el Señor Wilson son geniales. Me dice que debería tener mucha más confianza en mí misma.
Emma se echó a reír.
—¿Tú? ¿Falta de confianza? Pfff… Resulta bastante ridículo cuando se te conoce.
Charlotte Riopel escribía para Style Magazine desde hacía al menos dos años. Una profesión que había elegido desde la adolescencia. Tenía una admiración sin límites por Anna Wintour, la célebre redactora en jefe de Vogue. Trabajaba duro para ascender profesionalmente y sabía bien que la vida no le iba a regalar nada por el simple pensamiento mágico, así que se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo.
Emma y ella se habían conocido en la universidad. Habían sido compañeras de piso durante sus estudios. Charlotte había estudiado comunicación, mientras que Emma cursó traducción. A pesar de sus personalidades completamente opuestas, habían desarrollado una bonita y franca amistad duradera.
—¿Qué tal te va con el Señor Wilson, te gusta?
—Es realmente extraordinario. Sabe ser paciente conmigo, ¡que no es poco! Gracias por habérmelo recomendado. Le adoro.
Charlotte apretó su cola de caballo y ajustó su camisón azul. Observaba un grupo de hombres que jugaban a vóley-playa un poco más allá. Era más fuerte que ella, sus ojos se sentían instintivamente atraídos hacia ellos. Alice ya estaba volviendo, cuando Emma se levantó y tomó la palabra.
—¿Tienes el plan para los tres próximos días?
—No en detalle. Tengo el mío, para mis entrevistas. Tenemos cada una nuestro propio horario. Comprobaré el tuyo. Candice debería llegar esta noche temprano y, créeme, estará muy contenta de dictarnos lo que hay que hacer. A ti incluida.
Candice Rose era la editora, la redactora en jefe y la fundadora de Style Magazine. La jefa de Charlotte, Elvie y Alice. Y la que firmaba el cheque del contrato de Emma. Persona ambiciosa y calculadora, gestionaba la revista con mano de hierro. Se había labrado una sólida reputación y su publicación había adquirido notoriedad rápidamente y con los años había logrado una buena posición.
Emma la encontraba fría y autoritaria, pero se mostraba muy profesional. Sabía, en cambio, que era una gran fuente de inspiración para su mejor amiga: Candice Rose había triunfado magistralmente.
—¿Por qué no ha tomado el mismo avión que nosotras? —preguntó Emma con curiosidad.
—¿Por qué se iba a rebajar a nuestro nivel? —bromeó Charlotte arrojando un puñado de arena a los pies de su amiga.
— Candice tenía una reunión importante esta mañana. Ha cogido otro vuelo —replicó Alice.
Charlotte le hizo una mueca a Alice.
—Mi respuesta era mucho más divertida, especie de aguafiestas.
Alice sacó la lengua para devolverle una mueca. Emma dio la espalda al océano, dando la cara a Charlotte.
— Tengo hambre. Busquemos un pequeño restaurante agradable…
Emma no había tenido tiempo de terminar su frase cuando sintió un dolor en las cervicales y dio cuatro pasos forzados hacia su amiga, tratando al mismo tiempo de mantener el equilibrio y no caerse. Charlotte ahogaba las carcajadas que subían por su garganta. Se levantó, agarró el balón de voleibol blanco que había golpeado a Emma y vio a un hombre, casi demasiado guapo como para ser real, acercándose a su pequeño grupo. No llevaba más que un bañador color crema. Su torso desnudo y musculoso estaba dorado por el sol.
—¡Lo siento tanto! ¡De veras que lo siento! —dijo el chico en inglés.
Emma se dio la vuelta, frotándose todavía detrás de la cabeza, visiblemente enojada. Sonrió tontamente al ver al asaltante que se había dirigido a ella. Tomó un momento para examinar su rostro, que encontró particularmente simétrico y muy atractivo. Le recordaba vagamente a un actor de una serie para adolescentes que estaba de moda. Le turbaron sus grandes ojos verdes, expresivos, casi seductores, bajo dos cejas bien pobladas. Sus cabellos, de un castaño oscuro, caían sobre la base de su cuello, desordenados, y llevaba una ligera barba de dos o tres días que rodeaba su sonrisa blanca, casi perfecta.
—Esto… estoy bien… —balbuceó Emma que sentía enrojecer sus mejillas como el día en el que su falda se había levantado al pasar por encima de una rejilla de ventilación, en una calle abarrotada de Nueva York.
Él se acercó a Emma hasta estar a sólo unos centímetros de ella. Le tendió su mano para estrechar la suya.
—Ian Mark —dijo él.
—Emma Tyler —respondió Emma, apretando su mano.
No conseguía apartar la mano, dándose cuenta de que él la sostenía más tiempo de lo conveniente. Él le dedicó una gran sonrisa.
—No estaba realmente apuntando a tu cabeza, ¿sabes? —dijo él, agarrando el balón que Charlotte le había lanzado.
—Ya me lo imagino…
—Hola Ian, yo soy Charlotte Riopel, y ella es Alice Chayer.
Ian dirigió una sonrisa a las dos jóvenes antes de dar un apretón de manos a cada una, pero se apresuró a volver su atención hacia Emma, que seguía escrutándolo. No era capaz de apartar la mirada. Ian retomó la palabra dirigiéndose a Emma, ignorando las otras dos.
—Esta noche, mi amigo Ryan toca en el Ocean Bar. Está a unos minutos a pie de aquí. ¿Te gustaría venir? Aprovecharía para pagarte una copa y así pedirte disculpas por haberte golpeado con el balón. Estáis todas invitadas, por supuesto —añadió.
—No sé cómo pinta nuestra noche, pero no lo descarto —respondió ella dejando de frotarse detrás de la cabeza.
Ian sonrió y echó un último vistazo a Emma. Le guiñó el ojo, lo cual la hizo enrojecer de nuevo.
—Será un honor cruzarse con usted, Miss Emma Tyler.
Luego, se volvió hacia sus amigos que parecían esperarle impacientes, a él y a su balón. Emma le siguió con la mirada. Su corazón latía a toda velocidad. El hombre le gustaba. Tenía la impresión de que era recíproco. ¿Un flechazo? No sabía si era posible, pero era consciente de que le gustaría volver a verle. Era seductor, cierto, pero era más que eso. La seducía la vibración que él emanaba. Bajo su mirada, se sentía viva. Hacía ya varios meses que esto no le pasaba.
—¿Has visto al Apolo este? ¡Está claro que yo no le haría un feo!¡Y el cuerpo que tiene… uf! —exclamó Charlotte dando un codazo a Emma en las costillas.
—Ya está bien, no digas más. Para ti, los hombres son como trozos de carne.
—¡Ahí está lo bueno, amiga mía!
***
Emma miraba su propio reflejo en el minúsculo espejo del baño. Se había decidido, después de largos minutos de reflexión, por un seductor vestido blanco corte túnica con un estampado de grandes flores rosas. Su piel estaba ligeramente enrojecida, como resultado de la falta de protector solar durante la cena en la terraza del restaurante del hotel. Su maquillaje era suave y discreto. Una delgada línea de lápiz negro resaltaba su mirada de un verde profundo. Sus ojos eran el único parecido físico que guardaba con su madre y del que estaba orgullosa. Había dibujado una línea un poco más gruesa encima de su ojo para poner en valor el contorno, que encontraba demasiado pequeño. También se había aplicado un poco de rímel sobre sus largas pestañas. Había elegido un bálsamo rosa pálido y brillante para sus labios porque le recordaba el color preferido de su abuela. También dejó su cabello castaño suelto.
—¿Te vienes? —gritó Charlotte, que esperaba al otro lado de la puerta cerrada.
—¡Ya estoy! —replicó Emma ajustándose el vestido por última vez.
Abrió la puerta y se puso frente a su mejor amiga que llevaba unas mallas negras bajo una túnica de un rojo vivo muy ancha. Charlotte también había optado por un maquillaje discreto. Aun así, había dado un toque brumoso y misterioso a sus ojos color avellana aplicando una sombra negra. Sus cabellos castaños estaban despeinados. Emma siempre le había visto un aire de femme fatale. Le envidiaba la confianza que tenía cuando se acercaba al sexo opuesto. Atraía los hombres, como otros coleccionan sellos. Estaban locos por ella y, en el momento en el que entraba en algún sitio, todas las miradas se dirigían hacia ella. Despertaba admiración en algunas mujeres, mientras que otras la temían. Emanaba un magnetismo increíble, y Emma debía confesar que la admiraba por ello. Aunque ella era guapa, no poseía la seguridad de su mejor amiga. Al contrario que Charlotte, ella no tenía la dicha de poder elegir con qué hombre se iría al final de la noche.
Por esta razón, le había parecido extraño que Ian le prestara tanta atención. Estaba convencida de que era la culpabilidad que sentía por haberla golpeado con el balón la que había provocado la invitación.
—¡Guau! ¡Estás guapísima! —exclamó Charlotte haciendo voltear a su amiga con su mano.
—¡No tanto como tú!
Charlotte le guiñó el ojo y se puso también a girar sobre ella misma. Hacía este movimiento desde la infancia. Su tía, que la cuidaba al salir de la escuela hasta que llegaban sus padres, le dejaba jugar en su armario para “hacer desfiles de moda”. Siempre se divertía dando vueltas sobre ella misma para imitar a las modelos de pasarela.
—Elvie y Alice no vienen. Había pensado en dejarle una nota a Candice en la recepción para invitarla, ahora bien, no me la imagino en un bar de playa con su eterno traje de alta costura.
Emma le lanzó una mirada asesina.
—No. Para nada. Se la ve tan soberbia y austera. Me da miedo —confesó Emma.
—Yo ya me he preguntado si conoce la definición del verbo divertirse. Hasta estoy convencida de que su hijo debe concertar una cita para verla.
—¡Qué triste!
Emma soltó un suspiro y fue a sentarse en la cama. Se puso a jugar febrilmente con los bajos de su vestido. Este tic, lo había heredado de su padre que siempre jugaba con la punta de su camisa. Era un hombre nervioso por naturaleza y ella sabía que repetía su gesto cada vez que se encontraba en un momento en el que la tensión estaba al máximo. Aun así, estaba contenta de parecerse a él más que a esa madre que les había cobardemente abandonado, a su hermano, a su hermana y a ella, hacía ya mucho tiempo.
Fue en la primavera de sus ocho años. El día después de su cumpleaños. No le gustaba recordar ese momento. Era la época en la que la mujer que debería haber sido su referente femenino en la vida había abandonado la casa. Se había marchado del domicilio familiar de manera vergonzosa, dejando una simple nota de despedida que su padre había tirado a la basura. La niña que era en ese momento había cogido el papel arrugado de la papelera. Lo había plegado cuidadosamente y escondido en su caja de secretos.
—¿Crees que esto es una buena idea? —preguntó Emma.
—¿Esto qué?
—¿Esta noche? Ir a ver a este tío. Este desconocido.
—¡Sí! Una idea excelente, diría yo. Y sé en quién estás pensando. Patrick. SE ACABÓ. Te dejó por una estudiante de policía que parece más un chico que una chica. Quién sabe, quizás sea un hombre.
Patrick Vinet era el exnovio de Emma. Informático de profesión, vivía todavía con su madre. Después de unos años saliendo juntos, ella quería pasar a la etapa de la cohabitación, pero él no. Estaba feliz como una perdiz en casa de su madre. Vivía a cuerpo de rey y no estaba dispuesto a cambiar eso. Había roto con ella para irse con otra mujer.
—¿Es necesario que me recuerdes cada vez lo que me hizo?
—No tengo elección. Siempre le das vueltas a la misma historia. Te irá bien ver gente nueva. Divertirte, reírte. ¿Y por qué no una pequeña aventura sin compromiso?
—¿Y si es un asesino en serie?
—Morir entre los brazos de un dios griego, no es un mal final…
Emma esbozó una pequeña sonrisa, mientras que Charlotte rompió a reír. Cogió su bolso que estaba sobre la mesita de noche y se adelantó a Charlotte para salir de la habitación y dirigirse al pasillo, muy estrecho, y luego al ascensor. Estaba contenta de haber obtenido este nuevo contrato con la revista y de pasar tiempo con su amiga, incluso en la esfera profesional. Ninguna de las dos había tenido la oportunidad de quedar a menudo durante las últimas semanas. Charlotte tenía una agenda bastante ocupada, mientras que la de Emma era más flexible. Trabajaba por su cuenta desde su pequeño apartamento o desde el café debajo de su piso, dependiendo de su estado de ánimo.
No se relacionaba con mucha gente desde su ruptura con Patrick. Su círculo de amigos no era muy grande, pero aún tenía algunos compañeros de universidad con quien podía salir de vez en cuando para cambiar las ideas y ver otra cosa que su salón.
Charlotte pulsó el botón del ascensor para ir a la planta baja. La puerta se abrió casi de inmediato. Las dos jóvenes sonrieron educadamente al hombre y a la mujer que se encontraban dentro del ascensor.
—¿No parezco muy…desesperada? —susurró Emma.
—¡No! Él te ha invitado. Nosotros respondemos a su invitación. Para ya de dudar, me pones nerviosa —respondió Charlotte recolocando una mecha de pelo rebelde detrás de su oreja.
El hombre se volvió hacia ellas y les dedicó una gran sonrisa, revelando una hilera de dientes muy rectas y muy blancas. A Emma le hizo gracia, porque le hizo pensar en un anuncio que había visto por la televisión el día anterior.
—¿Sois quebequesas? —dijo él apartando una pelusa invisible de su impecable traje negro y con un francés casi sin acento.
—Sí —respondieron las jóvenes al unísono.
—Es bastante raro escuchar hablar francés por aquí, pero os voy a confesar que se agradece. Gabriel Jones. Vivo en Montreal —dijo presentándose.
—¡Qué pequeño es el mundo! —respondió Charlotte estudiando al hombre de la cabeza a los pies.
—Nosotras también vivimos en Montreal, ¡qué coincidencia! —añadió Emma sonriendo tímidamente.
—Un sabio dijo una vez que no hay casualidades, sólo encuentros —replicó el hombre haciendo un guiño cómplice a la joven.
Emma observó al hombre y lo encontró, a primera vista, muy atractivo. No hubiera podido compararlo con Ian, porque se trataba de dos tipos completamente distintos. Gabriel debía de medir alrededor de 1 metro 80. Su mirada era azul claro y poseía un brillo particular. Su larga nariz hacía una ligera curva. La joven se imaginó que se lo había fracturado durante un partido de hockey. Su sonrisa era franca y parecía sincera. Iba bien afeitado. Sus cabellos eran negros y ondulados, peinados un poco a la ligera. Se mostraba muy jovial y simpático. Era fácil de ver que estaba acostumbrado a hablar con desconocidos y socializar. No tuvieron tiempo de presentarse antes de que el ascensor hiciera una parada en el cuarto piso y el hombre se dirigiera a la salida.
—Seguramente volveremos a vernos. ¡Que paséis una bonita velada, señoritas! —dijo antes de que la puerta volviera a cerrarse frente a él.
—¿Qué? —murmuró Charlotte, que podía leer la mirada expresiva que le lanzaba su amiga.
—¡Este era realmente…guau!
—Sí, pero se le ve demasiado serio.
CAPÍTULO 2 — NOCHE INOLvIDABLE

Charlotte empujó la puerta del bar, precediendo a Emma que se mantenía en un segundo plano. El sitio era acogedor, pero no estaba tan lleno como ella hubiera imaginado. Era un pequeño local a pie de playa, situado a unos pocos pasos de su hotel. Había una barra al fondo de la sala frente a la cual algunas personas estaban sentadas, y un camarero estaba instalado detrás, preparando bebidas y cócteles de todo tipo. Emma reconoció a Ian, de pie, cerveza en mano, que hablaba con un grupo de personas. Puso su mano sobre el brazo de Charlotte para mostrarle dónde se encontraba el joven. Su amiga reconoció algunas de las caras que habían estado presentes durante la partida de voleibol de la tarde.
La música, muy alta, la tocaba un grupo formado por tres hombres: el cantante, el guitarrista y el teclista. También había una batería, pero no había nadie sentado detrás que tocara el instrumento. Charlotte se fue hacia el bar para pedir dos cosmopolitans, mientras Emma escogía una mesa apartada. Aprovechó para observar a Ian.
Llevaba un pantalón tejano azul oscuro que estaba roto en lugares estratégicos. También vestía una camiseta blanca con la inscripción Born To Be Wild, cosa que la hizo sonreír. Se imaginó que era seguramente el tipo de hombre nacido para ser libre e independiente de los demás. Una especie de intuición. Lo encontraba particularmente guapo y atractivo. Llevaba sobre la cabeza una pequeña boina gris que le daba un estilo un poco bohemio y cierto aire de poeta. Ian parecía absorto por la historia que estaba explicando a sus amigos. Gesticulaba mucho y sus brazos hacían grandes movimientos circulares.
—Ve a hablar con él —dijo Charlotte, posando las dos copas que llevaba en las manos sobre la mesa.
—No. Quizás ni se acuerda de mí.
—¡Ve a decirle que sus tejanos le hacen un culito de muerte!
Emma respondió con una carcajada al comentario de su amiga.
—¿Es así como lo harías tú?
—Para nada. Yo le diría: ¿En tu casa o en la mía? No me ando con rodeos. Cuando un hombre me gusta, voy directa al grano.
—Me cuesta imaginar que puedas hacer eso.
—¿Quieres verme en acción?
—No, gracias. Te creo. No hace falta que me hagas un espectáculo…
—¿Qué espectáculo? —preguntó una voz grave detrás de ellas.
Emma titubeó al darse cuenta de que Ian estaba a su lado. Él le dedicó una gran sonrisa y saludó a Charlotte con la cabeza. Llevaba una lata de cerveza en la mano.
—¿Entiendes el francés? —preguntó directamente Charlotte.
—Mi tía vive en Westmount desde hace unos 20 años. Mi madre tuvo la maravillosa idea de mandarme allí durante el verano cuando era niño, para aprender francés y ampliar mi cultura. Lo entiendo mejor que lo hablo. Falta de práctica —respondió Ian.
Sus ojos no dejaban de mirar a Emma. Estaba totalmente hipnotizado por la joven. Sólo tenía ojos para ella. Decidió tomar la silla a la derecha de Charlotte, la que estaba colocada frente a Emma. Ian no podía explicarse la atracción que sentía hacia ella. Era más fuerte que él. Charlotte rompió el silencio que se había instalado.
—¿Vuelves a Quebec de vez en cuando?
—No tengo muchos motivos para volver, a decir verdad —dijo él clavando su mirada en la de Emma que escuchaba sin decir palabra.
—Te puedo dar un millón de razones para venir más a menudo. ¿Vives en Nueva Jersey?
— No. Mi ciudad, es Nueva York. La llevo tatuada en mi corazón. Disfruté mis visitas a Montreal de todos modos. Una ciudad animada en mis recuerdos.
—Hay coincidencias realmente curiosas en la vida. Nos hemos encontrado a un hombre de Montreal en el ascensor del hotel hace un momento —dijo Emma acariciando su copa con las puntas de sus dedos.
Ian seguía devorando a Emma con la mirada. Charlotte no era una ingenua y sentía la tensión que había entre él y su amiga. Se dijo a sí misma que era el momento de dejar a la pareja sola. Bebió de un solo trago lo que quedaba en su copa, y luego se levantó.
La banda se puso a tocar una canción que le hizo pensar por un momento en un antiguo amante que la escuchaba a menudo en la época en la que compartían la misma cama. Sonrió al pensar en el bailoteo ridículo, que se suponía que debía impresionarla. Habían roto al cabo de unas semanas. Él quería comprometerse, mientras que Charlotte no quería dar ese paso.
—Voy a pedirme otra copa y luego daré la vuelta al bar para buscar amigos —dijo levantándose.
Emma le lanzó una mirada que le suplicaba que no la dejara sola con Ian, pero la ignoró por completo y se fue en dirección a la barra. Ian le propuso a Emma ir a pasear por la playa y ella aceptó. Había luna llena y su reflejo se extendía sobre el océano, azul como la noche. Era una noche muy agradable. Hacía calor, pero no era sofocante como recordaba haber experimentado los últimos veranos. A pesar de la puesta de sol, la oscuridad no era fresca. Reinaba una ligera humedad que calentaba el aire. Ian cogió instintivamente la mano de Emma que no le evitó ni retiró la mano ante su gesto. De hecho, le parecía casi natural sentir su mano con la suya, aunque fueran completos desconocidos.
—¿A qué te dedicas? Háblame de ti —, dijo Emma de repente para cortar el silencio mientras seguía avanzando por la arena.
Ian estaba muy cerca de ella. Ella inspiró y respiró su olor. Era una fragancia especiada y a la vez dulce que llenaba su nariz de delicia. Se sentía atraída por él. Impulsivamente. Sin control alguno, su cuerpo iba hacia él, mientras que su mente lo rechazaba. Una lucha feroz tenía lugar en lo más profundo de su ser.
Charlotte le repetía con frecuencia que pensaba demasiado y que no disfrutaba lo suficiente del momento presente. Le decía a menudo además esa frase llena de sentido: “¡Sólo se vive una vez! ¡Carpe diem!” Emma sabía que llevaba razón, pero estaba arraigado en ella. No poseía la impulsividad de su amiga. Necesitaba actuar como ella esta noche y comportarse sin pensar en las consecuencias al día siguiente. Quizás era el lugar lo que le daba ganas de hacer locuras, no lo sabía. De todos modos, siempre había sido un poco demasiado seria; era un hecho.
—Mi vida no es nada interesante. Pinto. Quiero decir que expongo mis pinturas en una pequeña galería de Brooklyn, pero no soy conocido. Soy una persona non grata. Vivo en Nueva York, en un gran loft cerca de Times Square. Hago pintura abstracta, pero me gano la vida pintando casas. Es irónico cuando uno lo piensa. Soy un artista fracasado. Háblame de ti, Emma. Me tienes intrigado.
—Yo no soy ninguna artista. Tengo un recorrido bastante convencional. Hice estudios de traducción y me gano la vida traduciendo libros del inglés al francés o a la inversa. Nada que sea muy creativo. Nada súper apasionante tampoco. Vivo en un pequeño piso sobre la zona del Plateau por el que pago el doble de lo que vale por la superficie que tiene. Tengo un compañero con el que comparto el territorio, Barney, mi gato siamés. Ahí lo tienes, un resumen de mi vida.
Ella se rio al hablar de su fiel amigo de cuatro patas. Ian sonrió también. Absorbía sus palabras con asiduidad. Se dejaba seducir fácilmente por las mujeres. Las amaba a todas, sin excepción. Las rubias, las pelirrojas, las morenas, las negras, las bajitas, las altas, las flacas, las gordas. Sin embargo, la que tenía delante poseía algo que había buscado desde siempre. No conseguía definir exactamente lo que llegaba a despertar en él. Estaba lúcido y sabía que era más que una atracción física. No tenía intención de acostarse con ella una noche y olvidarla al día siguiente. Quería aprender a conocerla. Poseerla, tanto en cuerpo como en alma.
—¿Tienes novio?
Emma se ruborizó y apartó los ojos.
—No. Nadie.
Su respuesta le alivió. Dejó de andar y le propuso a Emma que se sentaran un momento delante del mar para admirar las estrellas, y disfrutar del momento presente. Emma se sentó primero. La arena se colaba en sus zapatos de tacón y bajo su vestido, haciendo la posición incómoda.
Esta sensación le recordó a la época en la que su padre trabajaba en una cantera en su ciudad natal. La había llevado allí, junto con su hermano Tommy y su hermana Lizzie, y se habían divertido entre las pilas de arena. Ella se hundió demasiado en la arena y su padre había tenido que interrumpir su trabajo para ir a sacarla, bajo los gritos de Lizzie, totalmente aterrorizada, mientras que Tommy se hacía el valiente intentando ayudar a su padre. Billy Tyler la regañó por haberle desobedecido, cuando les había prohibido jugar allí tan sólo unos minutos antes. Era la última vez que había osado hacerse la rebelde. Su padre era un trozo de pan, pero cuando levantaba la voz, se hacía escuchar.
Y entonces, Emma pensó en Charlotte a quien había dejado sola en el bar y se sintió culpable. La sensación desapareció rápidamente en cuanto se acordó de todas las veces en las que su mejor amiga le había hecho lo mismo. Estaba bien con Ian. “Quizás no sea un asesino en serie después de todo”, pensó con una sonrisa.
—Estoy contento de saber que no hay nadie —, dijo él al cabo de un rato.
—¿Ah sí? —respondió Emma mirando el perfil del joven.
—Tengo la impresión de conocerte de toda la vida desde el momento en el que te he golpeado con ese estúpido balón y he venido a pedirte disculpas.
Hizo una pausa y volvió su cara hacia la joven antes de continuar:
—No quiero que me tomes por un psicópata. Nuestro encuentro es todavía reciente. Sin embargo, contigo, me siento como un barco que vuelve a su puerto. No puedo explicarlo. No llego a comprender lo que siento cuando estoy contigo. Cuando te has vuelto hacia mí esta tarde, y te he visto por primera vez… estaba… necesitaba volver a verte. Hablar contigo. Conocerte.
Emma había aguantado su respiración intentando asimilar todo lo que Ian acababa de decirle. Deseaba responderle lo mismo, pero no le salían las palabras. Se quedaban atrapadas en su garganta. Era demasiado rápido para ella. Nunca había conocido a un hombre que hablara tan libremente de sus emociones y debía admitir que lo encontraba particularmente vibrante y ligeramente aterrador al mismo tiempo. Su timidez legendaria era un impedimento para poder expresarse.
—Yo me siento bien contigo. También.
Es todo lo que consiguió responder. Ian inclinó su cabeza hacia su compañera y acercó su rostro al de ella. Dudó un instante, pero su boca cubrió la de Emma casi de inmediato. Emma se estremeció de deseo cuando los labios de Ian tocaron los suyos. Su lengua se abrió paso tímidamente para acariciar la de él. Tenía un sabor a cerveza, mezclado con menta. Era agradable y dulce. La mano de Ian acariciaba ahora la mejilla de la joven. Ella encontró este gesto tierno.
Emma compartía los mismos sentimientos que el joven. También tenía la impresión de haberle encontrado y de conocerle desde hacía mucho tiempo. Se atrevió a preguntarse si era esto lo que la gente llamaba almas gemelas. Dos almas que habían sido separadas durante su encarnación y que tenían la misión de volver a encontrarse. Seguidamente puso freno a su imaginación. Sus almas se habían encontrado, pero ella sentía que todo iba demasiado rápido. No era más que un beso y hacía tiempo que nadie la había besado así. Todos sus sentidos estaban alerta. Ian la estrechaba con más ansia y sus caricias se volvían más atrevidas. Ella le animó. Entonces, sus manos se posaron en su cintura. Emma acabó por frenarle suavemente.
—No voy a acostarme contigo esta noche —dijo Emma en voz baja, pero con firmeza.
Ian estaba decepcionado, pero hizo como si nada. Veía que sería en vano. Acarició los cabellos de la joven. La encontraba hermosa y tenía unas ganas irresistibles de perderse en sus ojos verdes. El efecto que esta mujer le causaba era mucho más que físico. Emma se acercó de nuevo a Ian y tomó la iniciativa de besarle. Podría tener una aventura con Ian. Sería fácil. Pero no era propio de ella y sabía que se iba a arrepentir. Era Charlotte la experta en ligues de una sola noche. No ella. Aun así, se sentía tentada de torpedear sus principios. Sólo una vez.
• Tengo ganas de saberlo todo sobre ti, Emma. Por completo. Totalmente.
—Bien. ¿Por dónde empiezo?
***
Charlotte escogió uno de los taburetes de la barra para sentarse. Cogió su teléfono y le escribió un breve mensaje a su amiga para decirle que iba a volver al hotel y animarla a sacar partido de su paseo con su príncipe azul americano. Por una vez, era ella la que había conseguido una cita con un hombre.
— Señorita Riopel, ¿no es así? —preguntó una persona detrás de ella, en francés.
Charlotte levantó la cabeza y reconoció a Gabriel, el hombre del ascensor. Iba un poco “demasiado bien vestido” en comparación con el resto de la gente que se encontraba en el establecimiento, pero no parecía importarle lo más mínimo. Ella sonrió e inclinó la cabeza ligeramente hacia la izquierda.
—¡Gabriel Jones! ¡Desde luego, qué pequeño es el mundo! —respondió Charlotte riéndose.
—Muy pequeño. Y, lo que es más, ¡no la he seguido! —bromeó él, levantando las manos en su defensa.
—¡Por suerte! No me hubiera gustado sentirme acosada —replicó ella riéndose de nuevo.
Emma tenía razón. Era un hombre muy seductor. Sobre todo cuando sonreía, tenía un carisma impresionante del que ella sospechaba que no era consciente. Él le preguntó si podía sentarse en el taburete vacío que estaba a su lado y ella aceptó de buen grado. Le iría bien un poco de compañía y, sobre todo, alguien que hablara la misma lengua que ella.
—¿Tu amiga te ha abandonado?
—No. Está con el hombre que le dio cita esta noche. Creo que están paseando por la playa o haciendo otra cosa —respondió ella guiñando el ojo a Gabriel.
Él sonrió comprendiendo la alusión que acababa de hacer la joven. Encontraba a Charlotte muy divertida y era particularmente refrescante, después de haber pasado dos días con colegas médicos que hablaban de temas delicados propios de su profesión. Charlotte observó de lejos el cantante del grupo que avanzaba hacia ellos.
—¿Estás aquí por negocios o por placer? —preguntó Gabriel después de pedir una cerveza.
—Negocios. Soy redactora de Style Magazine. ¿Y tú? ¿Placer?
Él se rio. Ella le lanzó una mirada divertida.
—No. Trabajo. Si estuviera aquí por placer, no tendría un aire tan serio como ahora, con mi traje de entierra muertos.
Charlotte hizo la forma de una O con su boca, sorprendida por lo que él acababa de decir. No conseguía esconder sus emociones casi nunca, tan expresiva como era.
—¿Eres embalsamador?
Nunca hubiera imaginado que él pudiera tener una profesión tan morbosa.
—No. Médico. Prefiero ayudar a los vivos. Siempre es más tranquilizante para el alma salvar una vida. ¿Piensas realmente que tengo pinta de entierra muertos?
Charlotte puso su puño sobre su barbilla y le observó unos segundos, con aire pensativo.
—Sólo un aspecto demasiado serio, diría yo.
Una mano se posó sobre el hombro de Charlotte. Ella se giró y vio al cantante del grupo, que había estado sobre el escenario desde el principio de la velada, y que se dirigió a ella.
—Hola, yo soy Ryan.
Sus ojos castaños, casi negros, buscaban los de Charlotte, que le evitaban.
—Y yo, soy “no me interesa”, respondió ella en seguida dándole la espalda para volverse hacia Gabriel, con quien conversaba.
El joven soltó una risa nerviosa. Poco acostumbrado a que le mandaran a paseo de esta manera. Le picó la curiosidad y de repente encontró la situación excitante.
—Soy el amigo de Ian. Tú eres Charlotte, ¿no?
—Sí, esa soy yo. Escucha Bryan…
—Ryan. No Bryan…
— Da igual, estoy hablando con este señor, aquí presente. Un caballero de mi ciudad. Encuentro realmente maleducado de tu parte que interrumpas nuestra conversación —explicó ella, con un inglés macarrónico que Ryan encontraba atractivo.
Gabriel contemplaba la escena, tratando de disimular la sonrisa que aparecía, a su pesar, sobre su rostro. No obstante, permanecía mudo. No quería involucrarse en esta historia. Encontraba a Charlotte muy interesante y creía que era una pena que este individuo hubiera interrumpido su conversación.
—Me voy a ir pronto —dijo Gabriel, viendo que el músico insistía.
—Apenas has empezado tu cerveza —le hizo notar Charlotte señalando con el dedo la botella del hombre.
—No quiero que haya líos…
Charlotte se echó a reír. No conocía a Ryan ni tenía ganas de conocerle. Estaba convencida de que Ian le había pedido a su amigo que le hiciera compañía mientras, seguramente, él intentaba seducir a su mejor amiga. Y Charlotte no necesitaba para nada que le hicieran compañía. Era ella quien elegía los hombres con los que salía. Para nada eran ellos quienes la escogían. Le gustaba convencerse de eso. Era una mujer orgullosa, y lo sabía. Estaba en su derecho.
Había decidido, después de su primera relación amorosa, alrededor de los catorce años, que ningún hombre le iba a hacer daño nunca más. Se comportaría como ellos, aunque la mayor parte del sexo femenino condenara su actitud y sus maneras. Sentía que, más allá de esta promesa, tenía un bloqueo y se protegía del amor.
—No le debo nada a este tipo, puesto que no le conozco —dijo Charlotte después de que Ryan hubiera dado media vuelta.
—¡Una mujer con carácter y que sabe exactamente lo que quiere! ¡Bravo! —exclamó Gabriel.
Charlotte puso su codo encima de la barra y apoyó su barbilla sobre la palma de su mano mientras miraba fijamente a Gabriel en silencio. Al cabo de unos instantes, él se puso a reír, incómodo.
—Es la primera vez que conozco a un médico que no es viejo ni aburrido. Así pues, intento recordarme a mí misma que es posible encontrar médicos jóvenes como en Anatomía de Grey —le soltó Charlotte antes de echarse a reír.
Era superior a ella, le encantaba seducir. No importaba quién fuera la víctima.
—Voy a tomarlo como un cumplido. Deberías pasar más a menudo por el hospital, no sólo trabajan conmigo tipos en edad de jubilarse—respondió él jugando con su botella.
—¡No! No me gusta nada la idea... Evito los hospitales cuando no estoy enferma, están llenos de microbios.
—La cita de tu amiga, ¿es alguien a quien conocía de antes? —preguntó Gabriel con curiosidad para desviar la conversación.
Charlotte levantó la mirada hacia su compañero improvisado, su intuición había hablado. Su interés por Emma le había picado la curiosidad. Se preguntó si la pregunta era realmente desinteresada, ya que, de todos los temas posibles, era su mejor amiga el que estaba sobre la mesa.
—No, le hemos conocido esta tarde, en la playa...
—¿Ya es prudente dejar que se pasee sola con un desconocido?
Charlotte le guiñó el ojo a Gabriel, haciendo girar su copa y el hielo que había en el fondo, y luego clavó su mirada en la del médico.
—Tengo la clara impresión que estáis hechos el uno para el otro vosotros dos… Ella no ha parado de comerme la cabeza con que podía tratarse de un asesino en serie…
—¿Y ha ido de todas formas?
— Quizás le he dado un empujoncito... además, se tiene que vivir el momento presente. ¡Carpe Diem! Eso es todo.
Gabriel bebió de un trago el resto de su botella y se levantó. Había decidido volver al hotel. Tenía que levantarse temprano por la mañana. Aunque estaba acostumbrado a dormir poco, era más razonable aprovechar el momento para descansar.
—¿Queréis que os acompañe al hotel? —le preguntó él educadamente.
—¿Por qué no? —respondió Charlotte.
capítulo 3 — cita ausente

Un rayo de sol se había abierto paso entre las cortinas de la habitación de hotel. Charlotte abrió un ojo, luego el otro. Miró la cama al lado de la suya para asegurarse de que su amiga había vuelto sana y salva de su escapada con Ian, pero la cama no estaba deshecha. Se sentó inmediatamente sobre el colchón cuando lo vio vacío. Emma había pasado la noche fuera. Emma, la tierna, la romántica, la tímida, no había vuelto para dormir. Charlotte imaginó que debía sacar un crucifijo y ponerlo en la pared, ya que esto era un acontecimiento fuera de lo común. No pudo reprimir la sonrisa que le cosquilleaba los labios.
Eran las seis de la mañana. Era bastante temprano, pero sabía que Elvie y Alice ya debían de estar en la playa para la sesión de fotos prevista al amanecer. Pensó en la noche anterior. Gabriel y ella habían reído mucho durante el camino de vuelta. Había apreciado el rato que había pasado con el médico. En ningún momento había tenido la intención de tener una aventura con él, aunque no había habido insinuaciones ni de un lado ni del otro. Se habían comportado como dos buenos amigos y eso le había gustado.
Ayer por la noche, las dos amigas habían, inconscientemente, en el transcurso de la velada, intercambiado sus papeles. Charlotte se había dormido con lo puesto y decidió darse una ducha, esperando que su compañera volviera pronto y que Ian no fuera, a fin de cuentas, el asesino en serie que Emma había insinuado y, especialmente, temido antes de salir.
Emma le dio al botón del ascensor y entró mientras se abrían las puertas. Su vestido estaba arrugado, sus zapatos estaban llenos de arena fina y su cabeza rebosaba de recuerdos de la noche anterior con Ian. Habían pasado parte de la noche hablando, besándose y descubriéndose. Se habían dormido uno en los brazos del otro hasta que un vigilante, durante su ronda matutina, los encontró y los despertó. Ian había respetado la decisión de la joven y no habían hecho el amor.
Mientras el ascensor continuaba su ascenso, acarició sus labios hinchados con su dedo índice, recordando la sensación que los de Ian le habían provocado. Miró su reloj. Eran las seis y media. Charlotte debía de estar preocupada. Su primera entrevista era al otro lado de la ciudad y se acordó de que tenían que salir pronto. Tendría que darse una ducha, y comprarse un café o una bebida energética para poder aguantar toda la jornada. A pesar de sentirse todavía en una nube, se daba cuenta de que su cuerpo necesitaba descansar…
Al detenerse el ascensor en su piso, dio un salto cuando las puertas se abrieron ante Gabriel Jones, que llevaba un pantalón de jogging negro y una camiseta blanca de manga corta. Había creído que era imposible cruzarse con alguien a estas horas de la mañana, excepto quizás el personal del establecimiento. Él le dedicó una sonrisa y esperó a que ella saliera antes de entrar en la cabina. Le deseó que tuviera un magnífico día. Gabriel salía a correr, una costumbre que había adquirido durante su época universitaria para ayudarle a concentrarse en clase y liberar el estrés que tenía que soportar en época de exámenes.
Emma se dirigió a su habitación dando saltitos, sujetando ahora sus zapatos de tacón con su mano izquierda. Redujo su velocidad cuando se dio cuenta de que la puerta de la habitación estaba abierta. Reconoció la voz de Charlotte que hablaba con otra voz grave y cálida, con un ligero acento británico. Llegó a la conclusión de que era Candice Rose. La jefa de su amiga. El pánico la invadió en seguida, en cuanto se dio cuenta de la impresión que debía dar. La mujer adivinaría de inmediato que había pasado la noche fuera.
—Estaré con vosotras esta mañana —dijo Candice.
—¿No te fías de mí? —respondió Charlotte poniéndose en guardia.
—No es eso. Tú lo sabes bien. Quiero ver cómo funciona todo en la práctica —se defendió Candice.
Emma aprovechó este momento para entrar en la habitación y observó a las dos mujeres que habían tenido el reflejo de mirar en su dirección en el momento en el que hizo su aparición. Candice se puso a examinar a la joven de la cabeza a los pies. Su mirada se posó sobre su cintura, sobre sus piernas y, durante un breve instante, sobre su pecho. Emma tuvo la impresión de ser juzgada por un momento. No le gustaba la cosa, pero no dijo nada. Sabía que había cometido un error y no quería echar más leña al fuego sin motivo. Además, se sentía «de clase baja» con su ropa toda arrugada de la noche anterior frente a esta mujer que tenía aires de ricachona. Charlotte rompió el silencio.
—¡Ahí estás! Candice nos acompañará esta mañana. Ve a darte una ducha, te esperaremos para ir a almorzar.
—¿La noche ha sido complicada? —preguntó Candice que no había apartado los ojos de Emma y la voz de la cual no mostraba ninguna emoción.
Emma no hubiera sabido decir si estaba enfadada o era sarcástica. Prefería permanecer en silencio y mirarla durante un instante. Era una mujer hermosa que debía de ser mucho más joven de lo que parecía en realidad. Iba sobriamente vestida, pero con gusto, y llevaba nombres de grandes marcas que Emma no podría pagarse con su sueldo actual. Sus cabellos eran rubios y caían a capas sobre sus hombros. Nada de mechas locas o cabellos rebeldes. Llevaba una blusa blanca con un único botón desabrochado arriba, bajo una chaqueta de traje negra, y hasta llevaba una corbata. Su pantalón era negro, estilo traje, para completar su look andrógino que era al mismo tiempo muy femenino. Emma había tenido pocas ocasiones de cruzarse con Candice; sin embargo, cada vez, le hacía pensar en una abogada por su aspecto profesional y distante.
—Me doy prisa —farfulló Emma cogiendo un pantalón y una camisa de su maleta.
Candice siguió a Emma con la mirada mientras ella se dirigía hacia el baño sin dejar de escuchar a Charlotte que le explicaba el itinerario de la mañana. Comprendía que la joven debía de haber pasado la noche fuera y seguramente acompañada. Sus ojos estaban ojerosos, cansados, su vestido estaba arrugado y manchado de arena mientras que sus cabellos estaban despeinados. Al contrario de lo que la gente podía pensar, no era fácil engañarla ni era estúpida. Observaba mucho a la gente y, por su lenguaje corporal, era capaz de adivinar quiénes eran. Candice había vivido mucho. Había visto en seguida que Charlotte no era una santa y que coleccionaba hombres y aventuras. Durante una gala benéfica, un socio de negocios de su marido se había ido de la lengua, sin conocer el vínculo que unía a las dos mujeres. A ella le había hecho gracia el detalle. Era su vida privada después de todo y no tenía ningún derecho a opinar sobre esa parte de su vida. Bueno, siempre y cuando eso no afectara la revista. Para ella era cuestión de honor separar las dos esferas de la vida.
—Si tu vienes, Emma podría quedarse aquí. Puedes ayudarme con mi inglés si me equivoco… —propuso Charlotte de pronto.
—No. No la he traído aquí para pagarle un viaje de placer y para que se pase las noches ligando y los días durmiendo. Y tampoco estoy aquí para llevarte de la mano, Charlotte. Quiero observar a Emma trabajando. Quiero ver en quién invierto mi dinero.
Charlotte le dedicó una sonrisa a su jefa. Estaba totalmente en lo cierto, aunque tenía una manera de expresarse que no dejaba lugar a la interpretación. Su tono no era para nada suave. Decía la verdad sin tapujos. Un rasgo de la personalidad que Charlotte también poseía y que, a veces, podía provocar choques entre las dos. Cogió su bolso y metió dentro su grabadora, su cuaderno y dos bolígrafos. Candice observaba a su redactora con satisfacción.
Las dos tenían varios puntos en común. Estaba bien no tener que soportar gritos y lágrimas cada vez que decía lo que pensaba o que subía la voz. Candice no se andaba con rodeos y era siempre expeditiva. También apreciaba a Charlotte por sus cualidades, como su ambición, su franqueza y su impulsividad, que le recordaban sus propios comienzos. Estaba ya muy al fondo de su memoria y había llovido mucho desde entonces. Ella tenía defectos, entre los cuales el de ser demasiado dura con la joven, porque quería que llegara casi a la perfección. Charlotte tenía talento de verdad y Candice esperaba verla triunfar sin auto sabotearse, como había visto hacerlo tantas veces a sus antiguas redactoras.
Emma terminó saliendo de la ducha al cabo de unos diez minutos. Estaba fresca como una rosa y se había maquillado sobriamente. Encontró a las dos mujeres que seguían hablando de su estancia.
—¿Espero que serás capaz aguantar todo el día? —preguntó Candice mientras cogía su bolso que había dejado encima de la cama.
—Vamos a pedirle un buen café solo, y ya verás, va a aguantar —replicó Charlotte por Emma.
—Creo que está capacitada para responder ella misma, ¿a menos que sea muda?
—Estoy en plena forma. No voy a decepcionaros, Señora Rose.
***
Fue el teléfono lo que despertó a Ian. Entreabrió los ojos y vio que eran ya las tres de la tarde. Recogió el aparato, que había dejado de sonar y se dio cuenta de que tenía una llamada perdida de Lilly Murphy. Con la mente un poco espesa, cogió su paquete de cigarrillos y se acordó de que estaba en la habitación de invitados de la casa de verano de los padres de Ryan. Sacó un cigarrillo del paquete que estaba al lado de su teléfono móvil y lo encendió después de haberse acercado a la ventana. Pensó por un momento en Emma y sonrió tontamente, luego su sonrisa desapareció en cuanto pensó en Lilly. Ian inspiró el humo de su cigarrillo y marcó el número de la joven para devolverle la llamada.
—Soy yo, Lilly, ¿qué pasa? —preguntó cuando una voz de mujer respondió después del segundo tono.
—Lo mismo te pregunto. Intento contactarte desde ayer por la noche.
La inquietud presente en su voz había dejado paso a la cólera.
—¿Ha pasado algo grave?
Ian suspiró y se puso a observar una grieta en el pavimento de madera blanca que recubría el suelo.
—No. No volviste ayer por la noche. No me has llamado para informarme ni me has mandado un mensaje. Tu jefe ha dejado un mensaje, porque te estaba buscando, imagínate. ¿Cómo crees que me he sentido?
—Me he cogido el día libre. Me quedé despierto hasta tarde y bebí un poco. He preferido dormir en casa de Ryan...
—Por lo general, cuando uno se coge el día de fiesta, hace una llamada a su jefe para avisarle. Corres el riesgo de perder tu trabajo otra vez. Podrías haberme avisado al menos, es lo mínimo. Me he preocupado por nada.
—Lilly, te pido disculpas de verdad. Tienes razón, me he comportado mal y debería haberte avisado. Ya sabes cómo soy, querida. Voy a llamar a Jeff para explicarle la situación. Lo entenderá. Y deja de preocuparte por mí y por mi trabajo. Todo va a ir bien. Jeff es un viejo amigo. Nos conocemos desde hace años.
La joven suspiró.
—¿Cuándo piensas volver?
—Mañana. O quizás al día siguiente. No lo sé, Lilly.
Ella sabía que quejarse no serviría de nada y colgó después de hacerle prometer que la volvería a llamar. Ian abrió la ventana y tiró la colilla. Se puso unos tejanos y bajó al piso de abajo. Se encontró a Ryan en la terraza, en la parte trasera de la casa, que daba al océano.
—¿Entonces, ayer por la noche? —preguntó Ryan con un guiño.
—Fue mágico.
—¿Has llegado hasta el final con ella? ¿La chica valía la pena?
Ian escogió una silla que estaba frente a su amigo y le miró, con una sonrisita.
—¿Eso cambiaría algo en tu vida?
Ryan se echó a reír.
—¡¿No has conseguido hacértela?!
— Esta chica, es más que eso. Tiene algo que no consigo entender. Que me atrae. Se trata de una maldita historia del corazón. El sexo pasa a un segundo plano. Como una fusión o algo así…
Ryan no paraba de reír mientras Ian escribía un mensaje a Emma, proponiéndole que se encontraran por la noche en el Ocean Bar, como la noche anterior. Estaba febril, pero seguro de volver a verla. La energía que corría entre los dos era innegable.
—Y Lilly, ¿qué haces con ella?
***
Emma había podido descansar un poco, a última hora de la tarde, a pesar de una jornada cargada de entrevistas con directivos y gente conocida del mundo de la moda. Le había impresionado conocer a todos esos personajes pintorescos. No había tenido que tratar mucho con Candice y se había contentado con seguir a Charlotte como un perrito faldero.
Había recibido el mensaje de Ian y le esperaba desde hacía ya veinticinco minutos en el Ocean Bar, como le había indicado. Estaba ansiosa y con ganas de volver a verle. Su corazón latía a toda velocidad. El sitio estaba mucho más animado que la noche anterior y había tenido que abrirse camino entre la gente para llegar hasta la barra. Ya no se acordaba de la última vez que había sentido tantos nervios, hacía mucho tiempo. Consultaba su teléfono con regularidad para comprobar si Ian le había escrito a propósito de su retraso.
Al cabo de cuarenta minutos, comprendió que le había dado plantón. Su mirada estaba ahora enturbiada por las lágrimas que intentaba retener en vano. Estaba decepcionada y dio una vuelta por el local para asegurarse de que él no estuviera allí. Sabía que era inmaduro tener ganas de llorar por esto. Se tragó sus lágrimas cuando vio a Candice que estaba sola en una mesa. Se la reconocía fácilmente, ya que su imagen no cuadraba con la de la mayoría de la gente del local. Era mayor que la media y su estilo era un poco demasiado arreglado, comparado con el de las personas en bermudas, faldas y camisetas de tirantes. Dudaba entre ir a saludarla o seguir sentada y hacer como que no la había visto. La mujer la aterraba. Tenía un temperamento con el que le era difícil tratar.
Después de unos diez minutos largos, Emma se rindió a la triste evidencia de que Ian no llegaría nunca, aunque ella esperara lo contrario. Estaba enfadada, pero sobre todo decepcionada por haberse dejado engañar por un apuesto donjuán que de todos modos no iba a volver a ver en cuanto volviera a Quebec. Aun así, estaba contenta de no haber cedido a sus impulsos y a sus deseos. Decidió entonces ir a saludar a Candice que todavía estaba sola en su mesa. Había un vaso medio lleno delante de ella y algunos otros vasos vacíos también sobre la mesa. Por un instante se preguntó si era posible que se hubiera bebido todo eso ya que la noche era aún joven. A pesar de su porte y elegancia, casi soberbia, sus ojos parecían confusos y muy cansados.
—Buenas noches, Señora Rose, ¿me puedo sentar? —le pidió Emma apoyando las dos manos sobre la silla que estaba delante de Candice.
Candice ofreció una sonrisa cálida a Emma, mucho más expresiva que de costumbre, lo cual alertó a Emma sobre una posible embriaguez. Luego, estudió a Emma de la cabeza a los pies, como hacía siempre. Sus ojos se detuvieron más tiempo sobre su cuerpo.
—Por supuesto señorita —, respondió Candice, con voz pastosa y ojos vidriosos.
Fue al oírla hablar que Emma pudo confirmar que estaba borracha. Primero se sorprendió, ya que Candice era a pesar de todo una persona obsesionada por el poder y el control, pero comprendió de inmediato que cada persona tiene sus propias debilidades.
—¿Estáis sola? —preguntó Emma.
—La soledad es mi mejor amiga. ¿Qué hace una mujer tan hermosa como tú sin un caballero? ¿Tu amante de ayer te ha abandonado?
Emma se sorprendió de nuevo por la familiaridad de su comentario.
—Quiero aclarar que no he vivido una noche de sexo apasionado, como usted parece imaginar. Y sí, habíamos quedado, pero no se ha presentado.
—Los hombres son siempre así de fiables. ¡Crap!1
Emma no pudo retener su suspiro. Le dirigió una sonrisa forzada a Candice que bebió de un trago el bourbon que quedaba en el fondo de su vaso.
—Tendría seguramente una buena razón —, replicó Emma encogiéndose de hombros.
De hecho, intentaba convencerse a sí misma.
—Nadie tendrá jamás una buena razón para faltarte al respeto. Métete esto en la cabeza —, respondió Candice señalando su cabeza con su dedo índice.
Emma se sobresaltó al oír el tono que la mujer había usado y sintió un ligero malestar. Aprovechó el momento para excusarse.
—Voy a volver al hotel. Voy a descansar para mañana…
—Quédate un ratito más. ¿Quieres una copa? Te invito. ¿Qué bebes?
Candice levantó la mano para llamar a uno de los camareros. Emma jugaba con sus dedos sobre la mesa y se sintió obligada a quedarse. Sentía lástima por la mujer que tenía delante. También tenía miedo de que le pudiera pasar algo en su estado, si se quedaba sola.
Emma indicó al camarero que quería vino tinto, mientras que Candice pidió otro bourbon con hielo. La mujer se puso a examinar a Emma de nuevo. Le recordaba vagamente a alguien de su pasado que había significado mucho para ella. Parecía frágil, pero de ella emanaba una cierta fuerza. Las personas como Emma fascinaban a Candice. Creía que era una debilidad dejar ver la vulnerabilidad de una. Emma se sentía aún incómoda por ser observada así. Se sentía demasiado intimidada como para para preguntarle sus motivos o para lanzar un tema de conversación cualquiera. Y entonces, se arriesgó a hacerle una pregunta, ya que se dijo a sí misma que iban a pasarse el resto de la noche mirándose si ella no rompía el silencio.
—¿Habéis pasado un buen día?
—Como otro cualquiera. ¿Tú has podido dormir un poco? —preguntó Candice eludiendo el tema con un gesto de la mano.
— Sabe usted, no es mi estilo pasar la noche fuera, más bien es Charl…
Emma se puso la mano delante de la boca y paró su frase en seco, dándose cuenta de que iba a revelar el comportamiento íntimo de Charlotte. Dar ese tipo de detalles sobre su mejor amiga no servía de nada y era aún más insensato dárselos a la persona que la contrataba profesionalmente. Sintió que le invadía un sentimiento de culpabilidad. Candice se moría de la risa. La sinceridad que se desprendía de su risa desestabilizó a Emma. Le daba una nueva cara a la mujer dura que ella conocía y suavizaba los rasgos especialmente fríos e intratables que normalmente la caracterizaban.
—Está bien, Emma, no voy a revelar tu pequeño secreto. Sé mucho más sobre Charlotte de lo que ella pueda imaginar. No has hecho más que confirmar lo que ya creía y lo que había oído entre bastidores.
—Debería haberme callado. No quiero que esto pueda cambiar la imagen que tiene de ella.
Candice sonrió y puso su mano sobre la de la joven quien se irguió al contacto y retiró la suya inmediatamente. Emma tenía muchas dificultades con la proximidad física de las personas. Candice notó su gesto de retirada, pero prefirió no decir nada al respecto.
—Charlotte tiene mucho carácter. Va a llegar muy lejos, en fin, siempre que su debilidad por los hombres no se convierta en un problema.
—Me sorprendería. Los hombres están como sobre asientos eyectables con ella.
Emma se mordió la lengua. Se dio cuenta de que había vuelto a hablar demasiado en cuanto vio una sonrisa dibujarse en los labios de Candice. No hacía más que meter la pata y prefirió callarse. Candice, a pesar de los efectos del alcohol, se había dado cuenta de su malestar e intentó cambiar de tema.
—¿Siempre has vivido en Montreal?
—No. Nací en un bonito pueblo de la región de Beauce, muy cerca de la frontera americana. Mi padre es americano.
• ¿A qué se dedican tus padres?
—Mi padre trabaja en una pescadería. Mi madre nos abandonó cuando yo era pequeña. Ya no es parte de mi vida.
A Emma no le gustaba hablar de su familia. Habitualmente se limitaba a responder de forma breve a las preguntas que a menudo le hacían. Sin añadir detalles innecesarios. Desvió la conversación interesándose por Candice y sus orígenes.
Ésta no se había enterado de nada de lo bebida que estaba. Candice se puso entonces a explicarle que una leyenda urbana había aparecido acerca de su nacimiento. Ella jamás la había negado. Algunos habían exagerado la historia llegando a decir que tenía sangre real. Hasta decían que sus ancestros descendían directamente de una princesa, pero era todo falso. Candice venía de una familia humilde de un pueblo costero de Inglaterra. No había estudiado en Oxford, sino que había hecho cursos de comunicación por correspondencia. Candice había conocido a su marido, Nicolas Campeau, no en una recepción de la alta sociedad a la cual los dos estaban invitados, sino mientras servía bebidas en un bar dónde él había venido a celebrar la firma de un contrato importante con un cliente de la zona. Él la había seducido, le había prometido que no saldría de allí sin ella. Ella había terminado cediendo, sin saber que se trataba de un hombre de negocios influyente en su país de origen. Estaba muy contenta de abandonar su pueblucho dejado de la mano de Dios y de vivir por fin la vida que se había inventado. Candice se había marchado sin pensarlo y no se había imaginado que ese hombre sería aún su marido muchos años más tarde. Su monólogo se volvió rápidamente inconexo, por lo que Emma le propuso que se marcharan y volvieran al hotel.
CAPÍTULO 4 – EL ASCENSOR

Candice andaba dando tumbos, sostenida por Emma que la ayudaba a avanzar. Se preguntó por un instante en qué berenjenal se había metido queriendo hacerse la bienhechora. No se había atrevido a mandar un mensaje a su mejor amiga para que viniera con ella al rescate. No quería que Charlotte viera el espectáculo desolador que le ofrecía su jefa. La joven le había confesado con anterioridad que tenía una cierta admiración por Candice, y no quería arruinar la imagen que debía tener de ella. Además, por el orgullo de Candice, sabía que era preferible que ninguna de sus empleadas pudiera verla en un estado tan lamentable.
Emma había llamado a un taxi para volver al hotel, aunque este estuviera cerca. Había tenido que soportar todas las etapas de embriaguez de Candice. Le había hablado, casi en estado depresivo, sobre sus hijos que habían ido por el mal camino. También le había hablado de su marido que la engañaba, sin ni siquiera esconderse, con mujeres más jóvenes que él, y que tenía una aventura amorosa con una de sus asistentas. Candice temía que terminara dejándola por esa “puta”, como ella la había llamado. Emma no se hubiese podido imaginar ni por un segundo que la noche se terminara así, haciendo de psicóloga improvisada para una rica mujer de negocios. Sentía simpatía por esta mujer que, detrás de un grueso caparazón, escondía una persona herida, lastimada y que tenía una vida complicada, a pesar de todo el dinero que poseía.
Candice se había mostrado tal y como era. Con toda su vulnerabilidad y sin sutilezas. Emma no podía hacer más que respetar esta osadía, animada por el alcohol. La embriaguez se había convertido en una muleta para Candice. Una forma como cualquier otra de escapar de la realidad que se volvía demasiado difícil. Bajo esa fachada fría y fuerte se escondía un alma herida. Una mujer con una sed irremediable por ser amada. ¿Y quién no necesitaba serlo? Emma la primera. No obstante, como esta mujer que llevaba una máscara para alejar a la gente, ella hacía todo lo posible para que las personas no se acercaran demasiado. Charlotte era una de las únicas que aceptaba en su pequeño círculo. No daba ninguna relación por sentado.
—¿Cuál es el número de su habitación? —preguntó Emma entrando en el ascensor.
— Esto… wait a minute. It’s… ho… I think…
Candice, apoyada sobre Emma, rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta electrónica que le entregó. Emma vio que no estaba en el mismo piso que ella y marcó el número correcto que correspondía al piso de la habitación de Candice. Arrastró a Candice por el pasillo hasta el número 349 y metió la tarjeta en la cerradura. Cuando abrió la puerta, constató que el lugar se parecía más a una suite que a la habitación minúscula que ella y Charlotte compartían. Debería haber imaginado que, con sus medios económicos y su estatus, podía permitirse el lujo.
—Ya ha llegado a su destino —dijo Emma con voz suave, empujando a Candice dentro de la habitación.
—Muchas gracias —murmuró la mujer.
—¿Estará bien?
La mujer le dedicó una sonrisa a Emma, y luego la tomó entre sus brazos y la presionó contra ella durante unos segundos antes de darle un beso en la mejilla y alejarse. Su aliento apestaba a alcohol, lo que hizo estremecer a Emma.
—Todo OK, Emma —acabó por responder mientras encontraba la dirección de la cama, impecablemente hecha, para tumbarse sobre ella, completamente vestida.
Emma se acercó para asegurarse por última vez de que la mujer estaba bien, pero ya estaba roncando. Tiró de uno de los edredones y lo puso sobre Candice, que entreabrió los ojos por unos segundos antes de volverlos a cerrar, con una sonrisa en los labios. Emma fue a dejar el bolso de Candice sobre una butaca situada en la esquina de la habitación. Se dirigió seguidamente hacia la salida y apagó la luz antes de marcharse de allí enseguida. Se apoyó contra la pared después de haber marcado el número de su piso. La puerta se cerró, y ella cerró los ojos hasta que el ascensor se paró para dejar entrar a Gabriel Jones. A pesar del cansancio visible en su rostro, le dirigió una calurosa sonrisa a Emma.
—Las dos quebequesas, ¿verdad? —dijo con una pequeña sonrisa que hizo que la joven se derritiera.
Emma asintió con la cabeza y le ofreció una sonrisa. Se acordaba de ella y hasta le había dirigido la palabra, a diferencia de lo que había pasado durante su breve encuentro de la mañana. Estaba emocionada.
—¿Gran fiesta? —preguntó ella tímidamente sin dejar de sonreírle.
—Sí. ¿Quién lo hubiera dicho, que un seminario sería más agotador aún que hacer veinticuatro horas en urgencias? —replicó él, con tono burlón.
—¿Eres médico?
Él iba a responder cuando el ascensor hizo un ruido extraño y se paró de golpe en su descenso. Emma fue propulsada sin querer hacia Gabriel y lo empujó involuntariamente contra la pared a su izquierda. Farfulló unas disculpas, respirando de paso la fragancia fresca y viva que él desprendía, muy agradable a su olfato. Su olor le hizo recordar la imagen de un profesor de francés de secundaria que llevaba un perfume similar y del que había estado encaprichada un tiempo. Emma se separó rápidamente del hombre. Confundida.
—¿Estás bien? —preguntó él preocupado.
—Sí, sorprendida, pero estoy bien. Creo que el ascensor nos ha abandonado —, respondió Emma sonrojándose.
Gabriel cogió el teléfono rojo de emergencia y marcó el número de servicio para avisar de la avería. Intercambió algunas frases, y después colgó.
—Creo que corremos el riesgo de pasar un rato largo juntos —dijo antes de continuar—, era alguien nuevo en la recepción y parecía completamente perdido. Va a llamar para tener una asistencia inmediata.
Emma respiró lentamente. Intentaba estar mantener la calma a pesar del pánico que crecía en ella. Estar en un lugar cerrado y sin salida la ponía un poco nerviosa.
—Con suerte, quizás sólo sea una pequeña avería...
— Eso espero. Tengo que coger un avión muy temprano mañana por la mañana para volver a casa. No es que no esté contento de estar atrapado aquí con una joven tan encantadora —dijo Gabriel con una sonrisa cautivadora.
Emma se rio sin querer por su comentario, pero prefirió guardar silencio. Se imaginó, vista su vivacidad, que era un mujeriego. Todavía se sentía incómoda por estar atrapada en un espacio sin ventanas y sin ninguna salida posible. Imitó a Gabriel cuando este decidió sentarse en el suelo y usar su teléfono para consultar sus correos. Emma oyó el sonido del suyo y se puso a rebuscar en el fondo de su bolso para encontrarlo, sacando de paso algunos elementos extraños que no eran habituales en el bolso de una mujer, bajo la mirada divertida de su compañero. Cuando, finalmente, puso la mano sobre su móvil, vio un mensaje de texto que le había dejado Ian y que leyó a toda prisa. “Lo siento por esta noche. Una emergencia. Estaba pensando en ti. Besos”. Emma hizo una mueca sin darse cuenta.
—¿Malas noticias?
—No, para nada. Alguien que me ha dado plantón y que me pide disculpas.
—Más vale tarde que nunca, supongo. No es muy amable dejar colgado a alguien.
Emma mantuvo su mirada en Gabriel. Le resultaba muy agradable y, al contrario que Ian, parecía un tipo mucho más serio. Vestía un elegante traje negro. Se había desabrochado los tres primeros botones de su camisa y había desecho su pajarita. Una señal muy clara de que su fiesta había terminado. Emma observó un momento la pequeña cicatriz que tenía en la frente. Una línea recta, horizontal, por encima de su ojo izquierdo. Se preguntó realmente cómo había podido hacérsela. Supuso que había sido probablemente jugando a hockey. Lo cual le pareció gracioso, ya que no sabía ni si a él le interesaba este deporte ni si lo había practicado. Emma sentía una gran felicidad al inventarse historias. No es que habitara un mundo paralelo, pero estaba en su personalidad el inventarse cuentos que acababa plasmando sobre papel. Sólo por el placer de inventarse anécdotas y de crear personajes más vivos que en la realidad.
—Creo en las segundas oportunidades —contestó Emma volviendo su mirada hacia su teléfono para leer el segundo mensaje que había recibido.
—Yo también creo en ellas. La vida a menudo nos brinda más de una oportunidad, pero habitualmente, es la gente la que no sabe utilizarlas —respondió él. Entonces decidió cambiar de tema —: ¿cómo está la señorita Riopel?
Puso su teléfono a su lado.
—¿Charlotte?
Emma sintió una pequeña pizca de celos en su interior. Aunque estaba acostumbrada. Los hombres se acordaban constantemente de Charlotte. Le pedían habitualmente su número, si tenían la mínima oportunidad, o si estaba saliendo con alguien. Aunque quería mucho a su mejor amiga, a veces resultaba fastidioso. Le hubiera gustado despertar el interés de los hombres tanto como ella. No obstante, era consciente de que su amiga desprendía un aura de sexo, de placer sin complicaciones, y era a menudo todo lo que un hombre normal y corriente quería. En ese aspecto, ella siempre ganaba. Emma también sabía que la fuerza de Charlotte podía ser una debilidad. Personalmente ella era más reservada, más discreta, pero buscaba relaciones más serias y no competía sobre el número de amantes que pasaban por su cama.
—Sí, Charlotte. Pasamos un rato muy agradable juntos ayer por la noche. Consiguió hacerme reír con su vivacidad y su humor...
Emma suspiró y puso su teléfono a su lado, alzando la mirada hacia Gabriel. Él esperaba, observándola minuciosamente.
—Supongo que está bien. Al menos, estaba bien la última vez que hablamos. ¿Quieres que te dé su número, supongo?
Emma sabía que Charlotte aceptaba los números, pero daba raras veces el suyo.
Las palabras habían salido de un modo expeditivo, sin que ella pudiera filtrarlos de antemano. Gabriel tenía un aire perplejo y fijó su mirada, ahora divertida, en la de su compañera de ascensor. Comprendió fácilmente que había tocado una fibra sensible, sin querer.
—Es muy amable de tu parte, pero no. Cuando quiero el número de una mujer, se lo pido directamente. No soy ningún adolescente, las mujeres no me dan miedo. ¿Tienes novio?
Gabriel observó a Emma más intensamente. Sonrió cuando su mirada se posó sobre su boca, ligeramente carnosa, que hacía una graciosa mueca enfurruñada. Comprendió que estaba causada por la irritación de haberle preguntado por Charlotte. Había preguntado educadamente para entablar una conversación entre dos desconocidos obligados a compartir un espacio tan minúsculo. Aunque las dos mujeres eran muy amigas, había podido adivinar que existía una mínima rivalidad entre ellas. Charlotte había conseguido despertar su interés la noche anterior, pero encontraba a Emma mucho más atractiva e interesante. Tenía un aspecto misterioso y serio que se correspondía mucho más a su propia naturaleza. Desprendía algo más profundo, menos superficial, que le incitaba a querer saber más sobre ella. También parecía que su personalidad era más cercana a la suya que la de Charlotte.
—No, no tengo novio.
—¿Qué edad tienes?
Emma rio brevemente. Gabriel no pudo evitar comparar su risa con una dulce melodía.
—¿No sabes que no se debe preguntar esto a una dama? — reaccionó ella fingiendo severidad.
—Soy realmente imperdonable. También es que soy muy curioso —dijo él levantando las dos manos en el aire y bromeando.
—¿Qué edad tienes tu?
—Treinta-y-nueve primaveras bien contadas.
El teléfono de Gabriel sonó en aquél mismo instante y respondió al segundo tono. Se puso a hablar en inglés y Emma se levantó para que no pareciera que escuchaba la conversación. Era casi inevitable en un espacio tan pequeño. Él colgó al cabo de dos minutos. Gabriel, hombre como era, dejó que sus ojos se posaran sobre las nalgas bien redondeadas de la mujer y sobre la cintura delgada y bien definida. Se imaginó perfectamente sus manos posándose sobre la curva de sus caderas, pero apartó rápidamente las imágenes de su cabeza. Estaba cansado y no era de su estilo dejarse llevar por ese tipo de pensamientos en este contexto. Esto no le impidió admirar el pecho de la joven, realzado por el cuello en V de la camiseta que llevaba puesta.
—Hace un momento, ¿decías que eres médico?
—Sí, soy especialista del corazón —respondió apartando la mirada.
Le incomodaba el contexto. Emma no le dejaba indiferente y tenía miedo de que ella pudiera adivinar el efecto que le provocaba. Se levantó y volvió al teléfono de emergencia para obtener un seguimiento de la situación. Su mano rozó la de Emma cuando pasó a su lado y se sintió turbado en lo más profundo de su ser. Emma le miró y se imaginó por un instante deslizar sus dedos por sus cabellos espesos. El deseo de ser Charlotte, por una noche, se hizo más fuerte. Una aventura sin compromiso durante un viaje de negocios. ¿Por qué se ponía tantas barreras? No lo sabía. Gabriel había colgado el teléfono de manera brusca y parecía irritado. Levantó la mirada hacia ella y le dio explicaciones, visiblemente intentando tranquilizarla.
—Todavía no consiguen volver a poner el ascensor en marcha. Dicen que hay un fallo mecánico fuera de su control. Van a hacer lo que puedan, pero vamos a estar a oscuras. Van a cortar la electricidad mientras envían a alguien para hacer las comprobaciones necesarias.
—¡Menuda suerte! —masculló Emma volviéndose a sentar y cogiendo su teléfono para escribir a Charlotte y explicarle la situación.
Gabriel se instaló al lado de la joven, la mirada todavía fija en ella, aunque ahora la luz se hubiera ido y estuvieran a oscuras. Su móvil vibró en su bolsillo y lo sacó para ponerlo a su lado. Su manó rozó de nuevo la de Emma que había hecho lo mismo con el suyo. Respiraban al unísono. Gabriel tomó la iniciativa, arriesgándose a hacer un gesto de acercamiento. Puso su mano sobre la de Emma y ella la apretó en lugar de apartarla. Sentía su rostro acercándose al suyo. Gabriel se detuvo a unos centímetros de su cara, como si esperara su permiso, y entonces besó a la joven que no opuso ninguna resistencia. Ella respondió a su beso con ardor. Con pasión. El momento era mágico. Emma había olvidado completamente a Ian y a Charlotte. Había olvidado donde estaba. Simplemente disfrutaba el momento presente. Carpe Diem. El presente que la vida le ofrecía. El beso que Gabriel le daba no podía compararse a nada que hubiera vivido antes. Emma aspiró el olor de Gabriel mientras este besaba su cuello, provocándole miles de cosquilleos en el bajo de su vientre. Todo su ser hervía de euforia y tenía la clara impresión de que el tiempo se había detenido. El único ruido que podía oír era el latido de sus corazones que tenían el mismo ritmo.
Emma no podía buscar su mirada en la oscuridad, pero sonrió como si pudiera verla. La situación era excitante. Podía comprender la emoción que vivía Charlotte. Se acordó de Pierrot Lafortune, un antiguo compañero de clase con quien había hecho el amor en la parte trasera de su coche, en el aparcamiento de un centro comercial, a altas horas de la noche. Debía tener 18 años. Fue el único momento de su vida en el que había corrido el riesgo de ser descubierta. Pero no era nada comparado con este momento. El éxtasis estaba en su apogeo, ya no era dueña de ella misma. Llevó toda su atención hacia Gabriel y sus caricias, por encima de su ropa, que le provocaban los más intensos escalofríos. Gimió cuando él pasó su mano por debajo de su jersey y rozó su vientre con las puntas de los dedos. Gabriel hacía subir la tensión y sabía que acariciar su piel, tan suave, le ayudaba en su tarea. La respiración de Emma se aceleró radicalmente en cuanto él deslizó sus dedos bajo su pantalón, lentamente, tanteando tímidamente en busca de un punto sensible para ella.
Emma comenzó a desabrochar el pantalón de su compañero y a abrir su cremallera, sin dejar de besarle apasionadamente. Titubeaba en sus movimientos. Torpemente, consiguió su objetivo. Se levantó un poco en el momento en el que él bajó su pantalón y sus braguitas con una mano más hábil que la suya.
—¿Te sientes bien? ¿Estás de acuerdo? —murmuró Gabriel mirando a la joven muy de cerca.
Ninguno de los dos veía bien al otro en una oscuridad casi total. Esto hacía la situación aún más excitante, ya que debían utilizar otras opciones, a cual más apetecible, para darse placer y descubrirse. Gabriel podía distinguir ligeramente su silueta, pero nada más que eso, de lo oscuro que estaba. Con la electricidad totalmente cortada, no tenían elección por el momento, y quizás era mejor así para esta experiencia nueva para ambos.
El tiempo se había detenido. Gabriel se comportaba como el niño que una vez había sido. Parecía tan lejos ahora. Estaba en un ascensor, en los brazos de una hermosa desconocida que había conocido por casualidad en este mismo ascensor. Una mujer que encontraba demasiado buena para él. Que parecía llevar en su interior una vulnerabilidad y una fuerza que le perturbaban. Raras veces había sido un amante, sino más bien un romántico enamorado. No entendía lo que estaba pasando ni le importaba. Los últimos meses habían sido duros para él en el plano sentimental, y no pensaba que hubiera podido conocer una pasión más a menudo descrita en los libros que había leído que vivida en sus propias carnes.
—Todo es perfecto —respondió ella sonriendo.
Si ella hubiera podido mirarse en un espejo, el reflejo que este le habría devuelto le hubiera mostrado un rostro seguramente sonrojado por la excitación del momento. Gabriel buscó en los bolsillos de su pantalón, luego sacó su cartera. Buscaba un preservativo. Era más bien difícil en la oscuridad total y tuvo la idea de coger su teléfono para iluminar un poco su campo de búsqueda.
Emma, a su lado, acariciaba la parte inferior de su espalda y sus nalgas, mientras besaba su hombro. No estaba ni siquiera seguro de si tenía un condón, pero una sonrisa apareció en su rostro en cuanto encontró lo que buscaba. Desafortunadamente, su sonrisa se desvaneció igual de rápido cuando vio la fecha de caducidad indicada sobre el envoltorio.
—Mierda —resopló en inglés
Emma se inclinó, cogió su bolso y rebuscó directamente en un pequeño bolsillo cerrado por dos botones en el fondo, para sacar un preservativo que tendió a Gabriel. Siempre los llevaba consigo. Sonrió pensando en los preservativos caducados de su amante, que revelaban su falta de experiencia en ligues de una sola noche. Gabriel cogió el que ella le ofrecía y le ayudó a levantarse. Tomó su boca en la suya mientras acariciaba su pecho y su cintura. Empujó a Emma suavemente contra la pared y se puso el preservativo. Emma se giró, dándole la espalda, apoyándose firmemente contra el tabique mientras que Gabriel puso sus dos manos alrededor de las caderas de la joven que sostenía con firmeza, y entonces la penetró apasionadamente de un solo golpe. Los dos amantes se unieron desde entonces en una pasión efímera que quedaría probablemente marcada en cada una de sus memorias.
Emma y Gabriel se habían abandonado a sus deseos, saliendo de su zona de confort. Por una noche, se habían convertido en lo contrario de lo que eran habitualmente, y era perfecto así. Se entregaron el uno al otro sin la promesa de un mañana. Emma dejó que Gabriel la dominara y guiara el baile durante un rato. Sus manos expertas se pasearon un poco por todo su cuerpo, descubriendo lugares aún inexplorados y haciendo nacer en ella sensaciones que jamás había conocido. Se perdió en los brazos reconfortantes y protectores de su amante. Eliminaba todos los pensamientos que le venían en relación con lo que iba a pasar, para concentrarse en el aquí y ahora.
En cuanto a Gabriel, había encontrado en Emma lo que probablemente había estado buscando durante toda su vida: un refugio. Sabía que no podía esperar nada de esta aventura, pero tenía la impresión de haber encontrado una parte de sí mismo que había perdido hacía mucho tiempo. Se sentía como un barco que volvía a su puerto después de una interminable ausencia. Emma representaba el faro que le guiaba y le permitía volver a amarrarse. Sus ganas de mar le habían abandonado y no deseaba más que una cosa, allí, en seguida: echar el ancla.

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