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El Aroma De Los Días
Chiara Cesetti
Desde los inicios del siglo XX hasta la posguerra de la II Guerra Mundial se desarrolla la historia de la familia Barrieri, de sus cuatro hijos y de todos los personajes que, en el bien y en el mal, están a su alrededor. La I Guerra Mundial, el duro trabajo en el campo, las epidemias, el fascismo, las fugas al extranjero de los expatriados y una sociedad que cambia a veces de manera violenta y cruda, hacen de marco a una serie de acontecimientos que arrastran al lector a una síntesis fundamental de nuestra historia de la que nuestros protagonistas saldrán cambiados. Los hombres que viven su rebelión con valentía y determinación son acompañados por figuras de mujeres fuertes que saben dar lo mejor de sí mismas en los momentos más difíciles. Es el aroma de los días que no deja nada como era antes.
Novela coral, relata las vicisitudes de una familia en el transcurso de tres generaciones, desde comienzos del siglo XX hasta la posguerra de la II Guerra Mundial. En la primera parte se cuenta la historia del matrimonio entre Giulia y Giovanni Barrieri. Nacen cuatro hijos, tan distintos de carácter como lo suelen ser los hijos entre ellos. A pesar de los acontecimientos históricos en que se ven involucrados (la primera guerra mundial, la gripe española, el nacimiento del fascismo) crecen en la serenidad familiar, bajo la mirada vigilante y preocupada de una madre fuerte y prudente mientras el fascismo, lentamente, impregna la vida cotidiana.
Las dos guerras europeas y el fascismo conforman el marco de la historia de los Barrieri y de quienes están a su alrededor, ya sean malvados o buenos, desde el doctor Marinucci hasta Lucio, un jornalero de la familia. Las personas que se relacionan con los Barrieri se convertirán en un elemento fundamental para los acontecimientos que les afectan en un período tan difícil como la primera mitad del siglo XX. Una página de nuestra historia no demasiado conocida, sobre todo con respecto a la zona geográfica en la que se mueven los protagonistas: la Tuscia.

Chiara Cesetti
El Aroma De Los Días

Chiara Cesetti

El aroma de los días

Traductora: María Acosta

Copyright © 2020 – Chiara Cesetti
A Renato, Claudia, Leo
por la paciencia, el amor y la ternura

… tú sabes que la novela siempre me ha seducido porque es un recipiente dentro del cual puedo derramar al mismo tiempo realidad y fantasía, dialéctica y poesía, ideas y sentimientos. Tú sabes que me seduce porque en su mezcla de realidad y fantasía, dialéctica y poesía, ideas y sentimientos, permite facilitar una verdad más auténtica que la auténtica verdad. Una  verdad reinventada, universalizada, en la cual cada uno se identifica y se reconoce. La novela no prescinde jamás del Hombre. Cualquier historia que cuente la novela y en cualquier parte del tiempo y del espacio en que se desarrolle la historia, la novela habla sobre los hombres.
Oriana Fallaci

No estaba allí
debo volver atrás
atrás hasta el principio
quitando las telas opacas, una a una, hasta llegar aquí, contigo, ahora
Giulia

Primera parte

Capítulo I Giovanni y Giulia
―¡Gracias a Dios! Ha terminado
–¡Qué noche, qué noche!
Las dos mujeres se movían nerviosas intentando poner orden entre los objetos esparcidos por la cocina. Se paraban de vez en cuando sin motivo, arrugando con nerviosismo el delantal con las manos o apartando de los ojos un invisible mechón de cabellos.
–Es un milagro que haya acabado bien.
–¡Qué va! No es un milagro ―. La voz del doctor Marinucci les hizo volverse de golpe hacia la puerta. ―No es un milagro, Ada, Ha sido un parto largo pero no arriesgado. Giulia ha sufrido pero se recuperará enseguida y el niño está sano y es fuerte. Y ahora, ¡preparadme un buen café! ―dijo batiendo las manos.
La sonrisa del médico deshizo en un instante la tensión y por primera vez Ada y María comenzaron a saborear la esperada alegría que es el nacimiento de un niño.
Desde la ventana entró el primer rayo de sol.

El invierno había sido largo, casi interminable, pero el día en que nació Antonio un templado sol prometía una reposada primavera.
Las preocupaciones de la noche habían dado paso a la satisfacción por el jubiloso acontecimiento. A los ruidos inquietos de las horas precedentes les había sucedido un silencioso respetuoso por las fatigas vividas por la madre. Ahora Giulia reposaba al lado del niño de cabellos y ojos oscuros.
El pequeño tenía la forma ancha de los ojos de ella y el color oscuro del padre. Los minúsculos labios fuertemente cerrados en una mueca sin expresión le daban el aspecto dudoso de quien, totalmente indefenso, ha caído sin quererlo en un lugar desconocido. Giovanni tenía miedo de tocarlo.
Estaba envuelto en mantas, bien fajado, abrigado por una de las innumerables colchas de lana que las tías habían confeccionado para él.
–Cógelo en brazos ―le dijo Giulia.
–No, no. Es tan pequeño ―respondía mientras miraba con temor la pequeña cabeza que colgaba todavía inerte. Ella reía por su miedo y haciendo cosquillas en el mentón del niño conseguía ya arrancarle una sonrisa.
Era una mujer bastante pequeña de estatura, con un cuerpo bien proporcionado que la hacía parecer más alta de lo que era en realidad. En el rostro, no especialmente hermoso, encuadrados por espesas cejas, resaltaban luminosos sus ojos color avellana en los que la vivacidad se veía contenida, a duras penas, por el esfuerzo de reflexionar antes de hablar. Se transparentaba a través de su persona una solidez de las propias convicciones que le hacían de escudo contra las dificultades cotidianas y, a pesar de que todavía era muy joven, tenía la silenciosa capacidad de conquistar su lugar en cualquier circunstancia.
Giovanni, en cambio, era alto, casi poderoso, y era, según decían todos, un hombre hermoso. No pocos se habían asombrado cuando había pedido a Giulia casarse con él pero sólo porque no sabían leer en su alma. La había conocido en casa de un pariente común y enseguida había sentido en aquella pequeña mujer algo que no encontraría en ninguna otra. Por su parte, Giulia, había experimentado una fuerte atracción, bien disimulada en presencia de los otros, pero que le llenaba el alma y, a veces, de manera repentina e incontrolable, desbordaba en las miradas que posaba sobre él.
Se habían casado pocos meses después de su encuentro, el doce de mayo del año 1906. En las fotos de la boda la esposa era sólo un poco más baja que el marido porque quien hizo el retrato insistió en subirla a un pequeño taburete.
Se habían ido a vivir con la familia de Giovanni: el padre y las dos hermanas solteras, Ada y María, en una casa en las afueras del pueblo.
Al principio Giulia se sentía observada y juzgada: diariamente debía superar un examen ante los ojos de los nuevos parientes. Comprendió enseguida cuáles eran los límites de cada uno y luchó silenciosamente para conquistar su espacio.
De esta manera, día tras días, entre las palabras no dichas que se materializaban en pequeños gestos mudos, las rápidas alusiones de las miradas y las preocupaciones cotidianas, cada uno modificó un poco su manera de actuar y la casa aguantó la presencia de tres mujeres.
Las cuñadas aprendieron enseguida que los silencios de Giulia eran muy locuaces y comenzaron a temer sus opiniones, sin que, por otra parte, pudieran culparla de nada, dado que no recibían ni la más pequeña descortesía por su parte. Y mientras las dos hermanas intercambiaban sus impresiones y manifestaban su descontento, Giulia ni siquiera le mostraba sus pequeños temores al marido. Giovanni no se dio cuenta de las pequeñas luchas subterráneas que ocurrían entre los muros domésticos y por la noche podía gozar de la cálida presencia de ella sin preocupaciones, cada vez más consciente y casi asombrado por la fuerza íntima de su pequeña mujer.
Pocos meses más tarde el viejo Antonio Barrieri murió serenamente en su cama. Se dieron cuenta las hijas por la mañana cuando, como de costumbre, subieron a su habitación para llevarle el desayuno.
El dolor fue mitigado por la convicción de que el anciano señor se había marchado sin sufrir, con la satisfacción de saber que pronto tendría un heredero. Desde hacía ya unos años había dejado por completo la hacienda en manos del hijo y las cosas, también después de su muerte, continuaron exactamente como antes.
La casa era grande, una de las más grandes del pueblo, circundada por terrenos propiedad de la familia. Con dos pisos, con las ventanas del desván permanentemente cerradas, el gran portón de la entrada coronado por el balcón con la balaustrada de pequeñas columnas grises, dominaba el valle hasta el río que delimitaba la propiedad. A la derecha, más abajo, estaba el bosque, donde los animales pastaban libres: caballos, vacas, cerdos que eran cuidados y vendidos, porque los Barrieri, además de ser labriegos, eran tratantes de ganado.
El nacimiento del pequeño Antonio convirtió a Giulia en patrona absoluta de la casa. Las tías estaban ya preparadas para ceder el cetro a las manos de quien había dado a la familia el fruto precioso de su femineidad. Aquella maternidad que a ellas le había sido negada, les había hecho reconocer la indiscutible superioridad: se sometían al pequeño que dormía tranquilamente arriba y, en consecuencia, a su madre. Por su parte la joven mujer no dio nunca la impresión de aprovecharse de su condición y silenciosamente, con el tiempo, ordenó y guió la vida de la casa según sus deseos.
Durante los siguientes cinco años nacieron otros tres hijos: Clara, Agnese y Luciano, y se necesitó la ayuda de todos.
Clara era igual que el padre. El cabello negro y rizado, la piel dorada y luminosa, los ojos de un indefinido verde oscuro y el porte erguido habían hecho siempre de ella una hermosísima criatura.
De su actitud resaltaba un control y una inflexibilidad que ponía freno a cualquier pelea con ella. La madre, cuando la miraba, pedía al cielo que en la vida hiciese siempre las elecciones justas, porque sabía que nadie conseguiría disuadirla de sus ideas. Ni siquiera para ella era fácil llegar hasta el fondo del alma de su hija. A veces, con aprensión, en medio de una discusión, la veía aislarse en sus pensamientos, excluirse voluntariamente de las conversaciones y seguir su sentimiento escondido, para luego volver, con esfuerzo, por si misma y participar en la conversación. Casi como creándose una coartada con respecto a los otros, para no ser interrogada sobre su silencio.
Una tarde, tenía poco más de tres años, estaban todos sentados alrededor de la mesa para cenar. La cocina estaba bien iluminada y calentada por el fuego de la gran chimenea. La habitación se comunicaba con un amplio vestíbulo oscuro en el fondo del cual había una puerta de entrada de la casa y a mitad del pasillo la escalera llevaba a las habitaciones de arriba. Todos estaban en torno a la mesa. La niña, silenciosa como de costumbre, estaba sentada con la espalda vuelta hacia la entrada. De repente emitió un grito y bajó de la silla.
–¿Qué pasa? ¿Qué sucede?
Giovanni la cogió enseguida en los brazos aterrado mientras que ella continuaba gritando aferrada al cuello del padre.
–¿Qué has visto?
Corrieron todos a la entrada. Todo estaba tranquilo.
–No hay nada, mira, no hay nada, ¿ves?
La estancia iluminada estaba vacía.
Se esforzaron en estar cerca de ella y consolarla, para convencerla de que no había sucedido nada y nada podía ocurrir. No atendía a razones y continuaba temblando y llorando desconsolada por aquella sombra que había aparecido de repente en su alma. Luego, cuando se dio cuenta de que muchos, demasiados, compartían su inquietud, se liberó del abrazo del padre, se sentó tranquilamente en su puesto y continuó comiendo dejándolos a todos asombrados porque, sin utilizar las palabras que todavía no sabía, con su comportamiento compuesto y silencioso parecía decir a todos Perdonadme y no os preocupéis, esto son cosas mías y ya me ocupo yo. Ahora, os pido que me ignoréis.
Nunca había tenido problemas con la madre. Intuía su actitud y no quería contradecirla. De ella poseía, la aparente y natural tranquilidad de modales y el dominio de sus emociones, pero también la profunda certeza de su comportamiento, fruto de elecciones meditadas con la consciencia de deber asumir las consecuencias. Eran, en el carácter, muy parecidas, pero nunca le había mostrado una particular adhesión, como si de ella hubiese recibido todo desde el momento del nacimiento y entre ellas no hubiese nada más que descubrir.
Fascinada por el padre, sus ojos se iluminaban con una profunda emoción cuando lo veía, feliz de poder estar sobre sus rodillas o sobre sus hombros, casi tan alta como para dominar el mundo.
–Cláclá, ven aquí –le decía él por la noche antes de ir a la mesa. Y mientras las mujeres acababan de preparar la cena, en invierno, cerca de la chimenea, entre los aromas familiares que se confundían en la casa al final de la jornada, o en verano, debajo del porche en que se mezclaban los olores de la tierra y los de los animales, Giovanni la ponía a caballito sobre sus piernas y la hacía volar, sostenida por las fuertes manos de él.
–¡Oplá, oplá!
Eran raros los momentos en que se la sentía reír fuerte. Cuando, al final del juego, después del último vuelo, el más alto, él la tomaba en brazos, casi sin aliento, olfateaba profundamente el olor de su chaqueta de trabajo y la risa permanecía durante mucho tiempo en sus ojos.
A su fiesta se unía también Antonio, pero no se divertía tanto como ella. En ciertos momentos sentía que era casi un intruso y, advirtiendo un ligero malestar, se alejaba para volver a sus ocupaciones anteriores o para hacer de espectador de sus diversiones. Giovanni, al pasar a su lado, le acariciaba la cabeza o le cogía el mentón entre los dedos y lo movía con vigor. –¡Eh, jovencito! –decía.
Antonio, Antonino, no tenía el carácter de la hermana. Vivía su infancia de manera más tranquila mirando a su alrededor con más incertidumbre, buscando consuelo en las atenciones que le prodigaban su madre y sus tías. Aunque Clara tenía dos años menos, cuando estaban juntos era ella la que tomaba las decisiones y él, de buena gana, se sometía, sin mucha resistencia.
Era la niña la que mandaba en sus juegos.
–Hacemos como que tú eres el papá, llegas a caballo y yo te preparo la cena. Imaginemos que este es mi jardín y tu me vienes a buscar…
Antonino seguía las indicaciones, contento de estar en su compañía sin que surgiesen peleas. Físicamente, más menudo que la hermana, tenía unos grandes ojos oscuros, a veces un poco temerosos, que miraban a su alrededor felices de poder recibir el consenso de la familia. Dócil y reservado, no ponía barreras entre sus peticiones de afecto y el deseo de los adultos de concedérselo. Se dejaba querer sin complicaciones.
Por la madre sentía una auténtica adoración, ampliamente correspondida por ella. Cuando estaban juntos Giulia salía de su reserva y los ojos, más bien severos, sólo a él reservaban destellos de infinita dulzura.
Con el padre no estaba nunca completamente cómodo. A pesar de que Giovanni no fuese un hombre rudo, se sentía un poco atemorizado por su presencia y se refugiaba, con mayor facilidad, entre los brazos de la mujeres de la casa.
Con tres años de diferencia nacieron los gemelos : Agnese y Luciano.
Para Giulia, los últimos meses del nuevo embarazo, fueron un auténtico tormento: la panza se había convertido en enorme y aquel fue uno de los veranos más calurosos y más largos de los últimos años. Tenía las piernas siempre hinchadas y le costaba mucho moverse. Ada y María intentaban que reposase lo más posible y estaban secretamente felices de poder sustituirla incluso en su rol de madre. A pesar de que Giulia no se lamentaba demasiado todos estaban preocupados por ella. Giovanni, sobre todo en los últimos tiempos, volvía a casa a mitad de la mañana o durante las primeras horas de la tarde para preguntar cómo se sentía. A menudo la encontraba tumbada en la cama, en la penumbra de su dormitorio, apoyada en dos almohadas para intentar respirar con menos dificultad.
Cuando finalmente llegó el día del parto, el 18 de septiembre, el doctor Marinucci no la dejó ni un momento y durante toda la noche siguió el parto con preocupación.
A las diez de la mañana nacieron los dos gemelos: pequeños y violáceos, mostraban las señales del difícil parto y parecían demasiado débiles, pero la niña comenzó a llorar de manera decidida y se calmó enseguida cuando la acercaron al seno, succionando con inesperada energía la leche materna. El pequeño, en cambio, se cansaba muy pronto y sus comidas eran muy largas y agotadoras. En cuanto fue posible sus tías comenzaron a preparar para él las papillas de leche, azúcar y aceite, que pudiesen añadirse a su alimentación y dejar reposar a la madre, exhausta por una lactancia que se prolongaba durante horas.
Superados los primeros meses Agnese se convirtió en una niña robusta y hambrienta, muy semejante al padre en su físico vigoroso.
Giulia, por su parte, después de los primeros días de enorme cansancio, fue feliz al sentirse liberada de aquel peso que le impedía moverse y, a pesar de todo el trabajo, en poco tiempo volvió a estar serena y a redescubrir la alegría de ocuparse de la familia. Las tías ahora eran indispensables para la marcha de la casa. Cada una de ellas, finalmente, había encontrado su papel en el engranaje haciendo de esta manera que desapareciese toda tensión subterránea.
El médico había desaconsejado nuevos embarazos y entre los dos cónyuges no se habló más de tener otros niños.

Capítulo II  Mayo de 1915
Giulia, como cada mañana, se levantó pronto, incluso antes de que amaneciese. Le gustaba moverse por la casa silenciosa, en camisón, con los cabellos recogidos en una trenza desaliñada. Gozaba con aquellos pocos instantes de soledad, parada delante de la ventana que daba al largo camino arbolado, con la luz que comenzaba a filtrarse y prometía el sol de mayo. Ordenaba de esta manera sus pensamientos antes de cerrarlos en un cajón secreto del que no sabía si durante la jornada de trabajo tendría tiempo para hacerlos salir.
Con cuidado de no despertar a nadie, con gestos medidos, preparaba el fuego en  la cocina al lado de la gran chimenea y comenzaba a calentar la leche para todos.
–¿Ya levantada?
La voz de Giovanni, casi en un susurro, no la cogía de sorpresa. Lo esperaba. Era de esta manera todas las mañanas. Las palabras eran siempre las mismas, su manera de saludarla con aquella pizca de ternura y reconocimiento que no se manifestaba de otra manera.
Un sonrisa apenas esbozada fruncía los labios de Giulia. Sin volverse, respondía.
–¿Dónde vas hoy, al campo más allá del bosque?
–Sí, debemos comenzar con la siega del heno.
–¿Vuelves para comer o te quedas hasta la tarde?
–Me quedo, les he dicho a los hombres que comenzaremos la siega y no quiero dejarles solos.
–Entonces, te preparo algo…
Las palabras apenas susurradas para no romper la intimidad preciosa de aquellos raros momentos, acompañaban los gestos tranquilos de Giulia: cogió una sartén del colgador de la pared, los huevos de la cesta de mimbre apoyada en el anaquel y cocinó una tortilla amarilla y gruesa. Cortó dos gruesas rodajas de pan de la ancha bolla guardada en la alacena y las llenó con la tortilla, las envolvió en una servilleta blanca y las colocó dentro de una fiambrera de metal que servía de contenedor. El aroma se esparció por la cocina mezclándose con el de la leche calentada y disipó el aire adormecedor de la mañana.
–Buenos días…
María había entrado en la habitación, ya vestida y peinada, preparada para una jornada de trabajo. Era una mujer alta y delgada con el cabello oscuro y liso, recogido en un moño detrás de la nuca. Había superado los cuarenta y negaba su femineidad dentro de vestidos de casa, anchos y cómodos. Silenciosa como lo había sido su padre no tenía, sin embargo, el mismo temperamento decidido. Sus gestos y miradas un poco fugitivos revelaban una timidez que le había hecho renunciar a una vida familiar propia. No le habían faltado las oportunidades para casarse. Un joven del pueblo le habían demostrado su interés muchas veces pero ella no había querido saber nada y todo había terminado así. De todos modos, era difícil llegar al fondo de sus pensamientos. Giovanni, las veces que pensaba en ella, estaba convencido de que estuviese enamorada en silencio de alguien con el que no podría casarse y este amor, secreto e inconfesable, le había quedado dentro sin desaparecer totalmente. Había vivido su juventud sin luchar por su felicidad, convencida de haber hecho la elección justa, contenta de la vida protegida que pasaba en familia.
Apoyado en los cristales de la ventana todavía cerrada Giovanni miraba a lo lejos, a los límites del bosque donde dentro de un momento saldría el sol. El cielo estaba luminoso y verdoso, con anchas nubes sutiles un poco más oscuras, privas de espesor.
–El tiempo se presenta bueno –dijo sin esperar respuesta
–¿Vas al campo más allá del bosque? –preguntó María
–Sí, comienzo con la tarea del heno
–Es el momento, estamos ya a finales de mayo…
–En realidad, incluso vamos retrasados… pero con la lluvia de esta estación…
–Nadie ha comenzado
–Cómo se podía comenzar con un tiempo de este tipo –concluyó Giovanni yendo hacia la salida.
Giulia lo siguió al pasillo con la fiambrera en la mano y allí, antes de separarse, a escondidas de los otros, se intercambiaron una mirada llena de entendimiento. Se fue arriba y, desde la habitación, sintió los ruidos en el cobertizo donde Giovanni le colocaba la carreta al caballo. Poco después escuchó el ligero trote y el crujido de la gravilla bajo las ruedas.
Era casi mediodía cuando una figura familiar apareció al fondo del camino. Se acercaba casi corriendo, agitando los brazos para llamar la atención y gritando a todo pulmón Giovanni, Giovanni… Giulia…
Era Rodolfo, el tío Rudi, hermano de Giulia. El querido tío Rudi. Los sobrinos lo adoraban y verlo llegar era un placer. Charlatán como era los divertía con sus juegos ruidosos. Sobre todo Antonino lo esperaba con ansia porque, alejado de la mirada atenta de las mujeres, al estar solos en la carreta, Rudi fustigaba ligeramente al caballo que iniciaba un trote veloz. La calesa saltaba alegre sobre la carretera y el niño reía por aquella pequeña fuga prohibida. Se paraban debajo de la gran morera a los márgenes del campo arado y allí, de pie, gritando Alé, alé, Rudi golpeaba con la fusta las ramas del árbol. Caían sobre su cabeza una lluvia de pequeños frutos negros que manchaban inexorablemente los trajes. Antonino sabía que el tío lo defendería de cualquier reprimenda y disfrutaba en plena libertad aquella fiesta.
Aquella no era su manera de proceder normal: gritaba desde lejos, agitaba el sombrero y parecía que estaba sin aliento. Giulia corrió afuera con el corazón en un puño. Era su único hermano, algunos años más joven que ella, extrovertido hasta el punto de conseguir que se le perdonase todo, incluso cuando, con sus ligerezas, se encontraba con que tenía necesidad de que le ayudasen. Había comenzado a ir a la facultad de Derecho de Roma pero más que estudiar había vivido de manera alegre y despreocupada los dos años que la familia le había concedido. Dado que de exámenes ni se hablaba, había vuelto y ahora trabajaba en las oficinas del Ayuntamiento, contentándose con un pequeño estipendio que nunca le llegaba. Después de la muerte de los padres vivía solo en la casa paterna, en el centro del pueblo, pero era a Giulia a quien se dirigía para cualquier contingencia. Ella no conseguía nunca reñirle bastante, consciente y a menudo secretamente divertida por aquellas compras a veces superfluas, inocentes rarezas a las que no se podía resistir.
–Sólo se vive una vez, querido Giovanni –decía con alegría al cuñado –¿No creerás que eres inmortal?
Nadie era capaz de contradecirle y cada vez que lo veían llegar era siempre con una pizca de divertida curiosidad.
Alcanzó jadeante la puerta de casa agitando un periódico.
–… Giovanni… ¿está Giovanni…? –gritaba.
–Gracias a Dios, no está aquí por él –pensó Giulia.
–¿Qué sucede, se puede saber qué sucede? –consiguió al fin preguntar, libre del ansia que la había dejado sin aliento.
Rudi se dejó caer en una de las sillas del porche y con una sonrisa radiante que le iluminaba el rostro, le puso debajo de los ojos la primera página del periódico.
–¡Estamos en guerra! ¡Desde esta noche estamos en guerra!
Giulia ojeó rápidamente el titular: Italia ha declarado la guerra a Austro-Hungría. Ciudadanos, la suerte está echada: ¡debemos vencer!
–Rudi, ¿qué significa?
–Significa que Italia, finalmente, ha declarado la guerra a Austria, recuperaremos nuestras tierras.
–¿Significa que deberéis ir al frente? –dijo Giulia mientras la sangre se le escapaba de sus mejillas.
Tuvo que apoyarse en el hombro del hermano porque, de repente, todo a su alrededor se había vuelto incoloro y las piernas ya no la sostenían.
–Hace meses que se combate en Europa, ya era hora de que también nosotros hiciésemos nuestra parte. Será una guerra breve, ya verás, breve y victoriosa.
–¡Tío Rudi! –la voz feliz de Antonino los hizo girarse hacia la puerta mientras que el niño se dirigía corriendo hacia él. Rudi lo levantó, lo cogió en brazos y comenzó a saltar cantando:
–¡Venceremos, venceremos, hay guerra y venceremos…
Mientras, al fondo del camino una nube de polvo blanca anunciaba que en la calesa también Giovanni estaba volviendo a casa a toda prisa.

Capítulo III 1917
La guerra que, según Rudi, habría sido breve, duraba ya más de dos años, ni breve, ni fácil, ni victoriosa. Nada de la espléndida aventura a la que muchos se habían dirigido con entusiasmo sino una campaña distinta de cualquier otra, dolorosa y difícil, donde se combatía con armas desconocidas y mortíferas contra las cuales no servía afilar los sables. Muchos jóvenes había ido voluntarios, muchos habían sido llamado y en el campo eran las mujeres las que sacaban adelante los trabajos, incluso los más pesados. En verano, antes del amanecer, se las veía llegar en grupos desde los pueblos vecinos, con la cabeza cubierta por grandes pañuelos blancos, como un tejado a dos aguas, para cubrir la cara de los rayos despiadados del sol y, bajo el sol, trabajaban todo el día segando la mies y ordenando los haces con largos cordeles.
El momento de la comida era un alivio. Cuando el calor de la maremma[1 - Nota del traductor: Amplia región geográfica que comprende parte del Lazio y de la Toscana.] se convertía en implacable se paraba el trabajo y el descanso, aunque fuese pequeña, era una liberación. Sentadas en el suelo o sobre gavillas consumían la comida que había sido distribuido y muchas escondían el pan en los grandes bolsillos de los delantales porque, por la noche, en casa, había niños pequeños y si los que ya eran un poco grandes estaban ya trabajando, los más pequeños tenían hambre. Terminada la estación los campos eran abandonados, entonces se veían grupos de mujeres y de niños que con los sacos atados en bandolera recogían de la tierra las espigas caídas.
Tantas espigas, tanto grano, tanta harina, tanto pan.
Pan.
Pan para ellas y para los hijos y para los viejos que ya no trabajaban.
Pan que los hombres no llevaban a casa porque estaban atrapados en el Carso[2 - Nota del traductor: Región alpina teatro de violentas batallas durante la I Guerra Mundial.].
Y así era en invierno, acabada la temporada de la aceituna. En primer lugar la recogida en los árboles para el patrón, luego, si el patrón lo permitía, las que estaban en el suelo, para ellos, para extraer algún litro de valioso aceite.
Cuando estalló la guerra Rudi se había enrolado voluntario pero Giovanni se había quedado en casa. Sus treinta y cinco años y la posición de cabeza de familia le había ahorrado ir al frente. En los últimos dos años la situación económica de la familia Barrieri incluso había mejorado. El ejército pedía grandes cantidades de caballos y de víveres y él había duplicado su ganado, muchas tierras que se habían quedado sin cultivar, por culpa de la falta de mano de obra, habían sido vendidas y Giovanni había comprado sin especular que, si podía, era uno de esos que ayudaba a los demás, no se aprovechaba de las desgracias ajenas. En casa, en ciertos períodos del año, cuando las labores del campo estaban paradas y la gente no sabía cómo ganarse la vida, se producía un peregrinaje de mujeres que llegaban ofreciendo servicios de todo tipo, llevando como regalo un cesto de achicoria o de frutos del bosque, esperando recibir algo a cambio.
Giulia, María y Ada conocían a aquellas mujeres, conocían su historia y no dejaban nunca de mandarlas de vuelta con lo necesario para la cena. Antes de aceptar muchas, como bromeando, decían que habían venido por si acaso se necesitase hacer algún trabajo pero ya antes de recibir el pequeño regalo lo agradecían con los ojos porque las palabras que lo acompañaban no era de caridad y no envilecían:
–Has llegado en el momento justo, acababa de preparar esto ―decían entregando un paquete ―Tómalo que he hecho muchos de estos y se estropeará.
–Regalar sin humillar ―recomendaba Giovanni ―porque la humillación es más triste que la miseria ―y esto lo habían aprendido las tres mujeres de casa.
Esa mañana Ada se había despertado con el habitual dolor de cabeza. Ocurría a menudo y cuando sucedía la única cura era permanecer en la cama, en la oscuridad, en silencio durante unas horas hasta que lentamente el dolor disminuía y, sólo entonces, un poco atontada y pálida, podía levantarse.
El doctor Marinucci, el anciano médico de cabecera, había siempre atribuido la causa de esto a alteraciones de tipo nervioso.
–Son los nervios, no es grave. Ada es una mujer fuerte y robusta. Tendría que haberse casado…
Y, en cambio, también ella se había quedado en casa con el padre y la hermana mayor. Era más joven que María sólo dos años y su aspecto era menos resignado. Más cerca de la delgadez el de ella, su cuerpo resultaba casi regordete, más femenino, con el pecho impetuoso sostenido por un busto que le afinaba la cintura y le pronunciaba las caderas redondas.
Se movía por la casa con energía, a veces excesiva, que en los arrebatos de actividad hacía intuir una agitación incontrolable y una especie de descontento nunca adormecido del todo. En estos días era capaz de trabajar durante horas sin cansarse, limpiaba la casa de arriba a abajo, lavaba cortinas y mantas, restregaba con empeño manchas endurecidas desde hacía años. Por su parte era muy generosa. Era capaz de arrebatos de afecto tales de quitar la respiración a los niños cuando los estrechaba en un abrazo robusto contra su seno suave y los sofocaba a besos. Antonino reía a más no poder, Clara intentaba huir a la tortura y los más pequeños, Agnese y Luciano, se quedaban asombrados, suspendidos entre la risa y el lloro, todavía vacilantes sobre si aquel pequeño sufrimiento valía la pena de ser sufrido.
El primer día de noviembre fue gris y el sol no era más que una luz opaca detrás de una nube un poco más clara que las otras. María estaba todavía en la cama y Ada, superado lo peor, estaba indecisa si levantarse o no. La casa, extrañamente silenciosa, la hizo decidirse y bajar. Antonino y Clara estaban ya en la escuela y las voces de los más pequeños no se oían.
Se levantó y se visitó. En la cocina el fuego estaba ya encendido para quitar la humedad del ambiente. Giovanni estaba vestido para trabajar y estaba sentado con los brazos apoyados delante del periódico abierto. Giulia estaba enfrente de él, pálida. El rostro, habitualmente severo pero no ceñudo, estaba surcado por una arruga sobre la frente que indicaba una profunda preocupación. Los ojos, como ausentes, perseguían un pensamiento lejano. María se movía silenciosa, empeñada en preparar algo para comer para los pequeños que, sentados en el suelo, parloteaban entre ellos en voz baja, sumisos a la atmósfera preocupada que envolvía la habitación. Ada, parada en el umbral de la puerta, apareció de repente en el interior de aquel ambiente insólito.
–¿Qué ha sucedido?
–¿Cómo estás, Ada, estás mejor? ―preguntó Giulia pidiéndose a sí misma un esfuerzo para salir de sus pensamientos.
–Sí, estoy mejor. ¿Ha sucedido algo?
–… es que las cosas no mejoran… ―dijo Giovanni.
–¿Qué cosas…?
–La guerra… las noticias de la guerra no son buenas… Ha escrito Rudi…
–¿Rudi… qué dice… desde dónde ha escrito…? ¿Cómo está? ―Ada apoyó las manos cerradas en un puño sobre el estómago y su voz tenía ahora un tono de temor.
–Ha escrito desde el frente ―respondió Giulia que, volviendo con sus pensamientos al presente, parecía que había recuperado el dominio de sí misma ―Dice que ha combatido en Caporetto y que está en un hospital de campaña… por lo menos hasta hace diez días, cuando la carta fue escrita… toma, lee..
Ada cogió los folios en los que la escritura de Rudi, habitualmente de letras grandes y desunidas, aparecía vacilante y medio caída. Comenzó a leer en silencio y rápidamente.
Queridos Giulia y demás:
Como veis soy capaz de escribir así que no os preocupéis por mí.
Estoy ingresado en el hospital de campaña de… porque durante una acción fui herido en un hombro, por suerte no es muy grave. Lo que he vivido junto con mis compañeros en los últimos meses no es casi nada en comparación a lo ocurrido en los últimos días. Espero que hayáis recibido mis cartas anteriores. Si es así conocéis la situación en la que nos hemos visto obligados a vivir desde hace meses: nuestra casa son las trincheras, estos agujeros en los que el barro llega hasta las rodillas, sin posibilidad de salir sino es para combatir al enemigo que está cerca de nosotros. Hace frío, mucho frío y a vosotros os lo puedo decir: tengo miedo. Miedo cuando consigo dormir un poco y me despiertan los estallidos de las bombas que caen cerca, miedo cuando hay que avanzar y mis bersaglieri[3 - Nota del traductor: cuerpo militar italiano de infantería con los típicos sombreros emplumados, en tiempos especializados en el tiro y la carrera rápida, hoy trabajan en colaboración con las unidades acorazadas. Una especie de francotirador.] me miran con ojos asustados, sin expresión, casi indiferentes por su suerte, miedo cuando mi compañero Tornieri me cayó cerca con el vientre destrozado que se le veía el interior y me implora que lo ayude, no con las palabras, que ya no puede, sino con los ojos, y yo lo observaba llorando y de esta manera comprende que no puedo hacer nada y que lo debo abandonar porque hay que seguir adelante, así que avanzo sin ver porque las lágrimas me ofuscan todo y rezo, sólo un momento, rezo para que Tornieri, con el que un momento antes estaba hablando, muera lo antes posible. Rezo para que muera, tan joven y lejos de su casa, que había aprendido a conocer por sus conversaciones, sin nadie cerca. ¡No, no, no de esta manera! Entonces vuelvo atrás casi sin tiempo para estrechar su mano sucia de lodo y de sangre y él parece que me sonríe y muere a mi lado sin ni siquiera un lamento sólo un pequeño gemido, y deja de existir.
Tengo miedo porque no sé qué pasará mañana y siento terror a que sea como hoy o quizás peor.
La noche del 24 de octubre estábamos dentro de una trinchera en la sella di Lucio[4 - Nota del traductor: Valle en la región de Friuli-Venezia-Giulia]  a la espera del ataque de las fuerzas enemigas. Es noche cerrada, llueve a chorros y estamos inmersos en la niebla. Hacia las dos comienza el primer fuego, cada vez más intenso, cada vez más intenso. Durante horas el fuego continúa y los cañonazos son tan densos que al amanecer el terreno estaba devastado por profundos agujeros, tan próximos que los hombres saltan dentro para protegerse durante el avance. Porque la orden es la de defender la posición y así se debe hacer, mientras que los agujeros en los que se salta para protegerse están llenas de cadáveres y de hombres retorcidos por el ansia de respirar, asfixiados por el gas.
La noche es interminable. Avanzamos unas decenas de metros pero cuando parece que la posición se ha consolidado los enemigos aparecen enfrente de nosotros, preparados para un asalto. Reúno a mis hombres, ahora ya son tan pocos que veo inútil toda tentativa de resistencia, sin embargo se combate, se avanza sin pensar, luego nos replegamos de nuevo, de nuevo sobre los cadáveres de los compañeros muertos. Y de repente, de este infierno no recuerdo nada, a no ser un calor que del hombro desciende hasta el brazo y un vértigo casi placentero que ya no me deja escuchar los ruidos del miedo.
Me desperté en un hospital y aquí me han puesto al corriente de la tragedia que ha conmocionado a nuestro ejército y he sabido de esta retirada que ha destruido todos nuestros esfuerzos de estos años.
Yo estoy mejor y no debéis preocuparos por mí.
Ahora esta guerra ya no me da ni miedo. Es como si la derrota me hubiese hecho consciente de que, ahora, después de tantos sufrimientos, es todavía más necesario defender nuestro país para no convertir en inútil el sacrificio de tantos compañeros. Espero que acabe pronto y que pronto podré volver con vosotros pero no ante de haber cumplido con mi deber.
Dad un beso a los niños. Parra vosotros un abrazo.
Vuestro Rudi.

María levantó los ojos de la carta y miró con consternación a Giovanni.
–¿Rudi está herido?¿… Estamos perdiendo la guerra?
Las noticias llegaban a casa sólo por los periódicos que Giovanni compraba siempre cuando había algo especialmente importante y aquel día en primera página se mostraban perfectamente los comunicados sobre la retirada de nuestra línea y la sustitución en el Comando Supremo del general Cadorna por el general Díaz.
–Pienso que sí ―respondió preocupado ―Está yendo peor de como podíamos imaginar.
Las palabras, finalmente dichas, fueron acogidas en silencio, casi como certificando los pensamientos de todos ellos. Ahora, cada tarea cotidiana se veía como un peso que soportar y un alivio al mismo tiempo, un modo para deberse mover y sacarse de encima la angustia de horas interminables.

Capítulo IV Agnese y Luciano
Los gemelos, como eran llamados en la familia, habían cumplido cinco años. Para todos eran los gemelos y no sólo porque lo eran sino porque estaban unidos el uno a la otra de aquella manera que parecía no haberse disuelto desde su nacimiento.
–Los gemelos no han comido
–Los gemelos tienen fiebre
–Mira dónde están los gemelos
Nunca nadie los llamaba por su nombre. La diferencia de edad con los hermanos mayores los había convertido en un núcleo cerrado y, sobre todo desde que los mayores iban a la escuela, transcurrían sus días constantemente juntos, completándose en una simbiosis que, a veces, los aislaba tanto que se olvidaban casi de ellos. Raramente se les sentía pelear y en el intercambio de juguetes o en los roles que se atribuían era difícil que surgiese una disputa.
–Haz esto
–No, hazlo tú.
–Vale, entonces lo hago yo
O
–Yo ahora juego con esto
–Y yo con esto, luego nos los cambiamos
Cualquier compromiso, con tal de estar juntos. Y no porque, habitando un poco en las afueras del pueblo, no tuviesen otros compañeros de juegos. Los labriegos a menudo traían a sus hijos con ellos y éstos, aunque intimidados, se quedaban en casa junto con ellos pero, sobre todo, porque para los dos era fácil comunicarse incluso sin palabras, sin necesidad de muchas explicaciones. Todo era más sencillo.
De los gemelos la más robusta era Agnese. Lo había sido desde el nacimiento y también al crecer había mantenido su corpulencia. Era una niña alegre pero no ruidosa, con grandes ojos oscuros que se iluminaban cuando sonreía y casi desaparecían escondidos por las mejillas mofletudas si reía de corazón. Más que con su muñeca le gustaba jugar más con la que había sido de Clara porque pertenecía a la hermana mayor que había renunciado a ella sin arrepentirse. Por su cumpleaños el padre le había traído de la feria del pueblo un cochecito, en todo igual al que realmente había sido suyo. Ahora la pequeña mamá cuidaba a su niña llevándola de paseo por el porche, cubierta con una pequeña colcha amarilla que la tía María había confeccionado para ella y mientras paseaba sentía que todo era perfecto: una casa, una mamá, una niña y el papá que la esperaba.
El papá era siempre y en cualquier caso, Luciano. Su papel era el de volver a caballo con un corcel de madera, el de comer en una mesa donde todo era muy bueno y el de volver al trabajo, siempre a caballo, al trote o al galope, según las ocasiones. Un papel que resultaba bastante marginal en la marcha cotidiana de su casa, en la que las tareas más exigentes las llevaba a cabo la patrona. Mientras que ella limpiaba, cocinaba, paseaba, para él quedaban unos tiempos muertos que no sabía cómo llenar y entonces:
–¿Ahora qué hago? ―decía.
–Tú trabajas la tierra.
Y él venga a sachar con un bastoncito. Poco tiempo después el labriego se aburría y volvía a casa diciendo que ahora debían dibujar y de esta forma venían abandonadas de inmediato la cocina con las cacerolas sobre el fuego y la pobre muñeca, era abandonada sola en medio del porche.
El tiempo transcurrido en dibujar volaba, sobre todo para él. En esa actividad era Agnese la que preguntaba:
–¿Y ahora?
Sin levantar los ojos del folio, tumbado en el suelo o arrodillado en una silla demasiado cerca de la mesa, Luciano le daba indicaciones y consejos.
Era un niño alto, bastante delgado, parecido, digamos, a la tía María. Su físico era el opuesto al de Agnese y los cabellos, oscuros y lisos, cortados mucho en la nuca, formaban delante una especie de coma que los hacia ir hacia arriba y  caer en un mechón rebelde sobre la frente. El rostro no estaba tan dispuesto a la sonrisa como el de la gemela. No tenía un aspecto gruñón, en cambio sí un interés por todo lo que le rodeaba y una manera particular de comprender las situaciones manteniendo un cierto distanciamiento. Con Agnese había momentos en los que parecía depender totalmente de ella, otros en los que era la pequeña quien se confiaba al hermano, y este equilibrio, creado de manera tan natural, los volvía a ambos seguros y, para su edad, bastante independientes.
Había otro niño que era a menudo su compañero de juegos: Andrea, el hijo de Lucia.
Lucia era una mujer joven que los Barrieri conocían bien. Hacía poco que había superado los veinte años pero desde hacía seis o siete trabajaba en sus campos junto con su padre. La madre había muerto en el momento del parto; padre e hija, desde ese momento, se habían quedado huérfanos, perdidos en un mundo que a ellos no les había concedido mucho y que parecía prometerles todavía menos. Lucia había crecido más que en su casa en las de sus vecinas que la cuidaban, unas un día, otras otro día, apiadadas por sus condiciones de miseria y desorden. El padre era un hombre bueno, sencillo, gran trabajador, nacido en un mundo en el que el trabajar mucho apenas permitía para sobrevivir. Salía al amanecer y volvía después de la caída del sol y por la noche no conseguía llevar a cabo todas las tareas de una mujer que no ya no estaba. Su casa estaba en la planta baja, un largo pasillo que cogía la luz sólo desde la puerta de entrada y, al fondo, separado por una cortina, estaba el dormitorio de matrimonio. Las noches de invierno eran largas y frías y la chimenea a menudo estaba apagada. En cuanto caía la oscuridad, antes de tener que encender una vela, se iban a dormir, de esta manera la comida se reducía a una al día y el hambre se sentiría sólo por la mañana. El colchón de hojas secas crujía con cada movimiento. El cuerpecillo de Lucia, agarrado al del padre, se quedaba quieto, aplastado por la manta pesada y allí, finalmente, se sentía en casa.
En cuanto fue capaz de seguirlo fue con él al campo. No fue ni un sólo día a la escuela y nadie se preocupó jamás por ella. Fueron los Barrieri la primera familia para la que trabajó y con ella se había quedado, creciendo en sus campos año tras año.
La primera vez que entró en la gran casa tenía unos siete años. Debía coger el agua para llevar a los hombres que trabajaban cerca de allí. Aquella casa siempre la había visto desde fuera, de varios pisos, con las cortinas en las ventanas y la gran puerta de entrada. Casi le parecía un castillo. En el pueblo no había otra tan hermosa. Se acercó tímida con el fiasco recubierto de tallos de mijo para que el agua se mantuviese fresca. Se quedó quieta, dudando si empujar la puerta semiabierta o tocar golpeando aquel grueso anillo de hierro que terminaba con una cabeza de león. Desde la penumbra del pasillo apareció una señora alta, severa, que abriendo de par en par la puerta se encontró delante.
–¿Qué haces aquí?
La mujer se había inclinado hacia ella, le había puesto una mano sobre la cabeza y  así tan cerca su rostro se había iluminado con una sonrisa que había hecho desaparecer la rigidez anterior. El corazón de Lucia, hasta hacía poco un potrillo enloquecido, con aquel contacto se calmó un poco. Manteniendo los ojos bajos y adelantando el fiasco consiguió decir:
–El agua…
A María aquel ser asustado le produjo ternura.
–¿Cómo te llamas?
–Lucia ―la cabeza continuaba inclinada y las palabras casi susurradas.
–Entra ―le dijo empujándola despacio hacia la entrada. ―Lucia, ¿qué más?
La pequeña se quedó en silencio.
–¿Tu mamá cómo se llama?
Siempre con la cabeza inclinada la niña seguía sin responder. María la guiaba hacia la cocina manteniendo una mano sobre la espalda. A través del pequeño delantal podía sentir todos los huesos.
–¿Y tú papá, tu papá cómo se llama?
–Adolfo…
Comprendió quién era la Lucia de aquel Adolfo que había perdido la mujer demasiado pronto y que aquella niña había crecido en la miseria y la soledad. Llenó el fiasco de agua,
–¿Estás segura que te las apañarás para llevarla? Es pesada…
–Sí, sí ―la voz casi no se oía.
–¿Quieres comer una manzana?
Siempre con el mentón que casi le tocaba el pecho la pequeña dijo no con la cabeza.
–Entonces métela en el bolsillo, la comerás después ―y diciendo esto se la metió en el bolsillo del largo delantal.
–Es más, toma dos, de esta manera podrás dar una de ellas a quien te parezca.
La volvió a acompañar hacia la salida y la vio irse corriendo, como liberada de un peso a pesar del fiasco apoyado en la cadera.
Tan novedosa había sido aquella aventura que Lucia ni siquiera había visto la cocina en la que había entrado. En cuanto estuvo sola la sangre comenzó a latir velozmente en las venas y a colorear el rostro mientras un sentimiento de placer la invadía. Mientras corría sentía las dos manzanas batirle contra las piernas y con la mano libre las tocaba teniendo cuidado para no perderlas. Llegó jadeante, dejó el fiasco cerca de su padre sin decir palabra y se alejó unos pasos. Cogió una manzana, la frotó contra la manga hasta convertirla en brillante y preciosa y a pequeños bocados se la comió como si hubiera sido la manzana de oro de Paris.
Desde ese día era Lucia la que se ofrecía para hacer los pequeños recados a la gran casa y poco a poco comenzó a levantar la mirada cuando se dirigían a ella. Más tarde fueron los Barrieri mismos, si necesitaban ayuda, la llamaban.
Más tarde se casó y nació Andrea y todo pareció distinto. Pero la guerra, de repente primer año, cuando llegó una postal que fue Giulia la que la había leído por ella, le quitó aquella ilusión para siempre. Ahora estaba de nuevo sola trabajando para vivir, para ella misma y para aquel niño que todavía la tenía anclada a la vida. Y los Barrieri acogieron a Andrea siempre con afecto y mientras la madre trabajaba en la casa o en los campos, el niño a menudo estaba con ellos y tomaba la merienda con los gemelos, comiendo grandes rodajas de pan con mermelada.

Capítulo V Antonino y Clara
A pesar de la maternidad Giulia no había engordado y su cuerpo, pequeño y bien proporcionado, había mantenido un aspecto juvenil, adquiriendo una madurez de rasgos y di movimientos que a los ojos de Giovanni la convertían en todavía más hermosa. Más que su aspecto, lo que amaba de ella era el aplomo de los gestos y las palabras, casi una dignidad que no era nunca monotonía o desapego sino una innata capacidad  para dar la debida importancia a las situaciones y comprender el momento en el que hablar o deber callar. Era las cualidades que desde el inicio había intuido y que ahora, conociéndola mejor, la convertían en única. Se fiaba de sus juicios y por la noche, finalmente solos en su habitación, mientras contaba con todo lujo de detalles su trabajo, ella lo escuchaba atenta y Giovanni se sentía capaz de compartir un peso. La parte secreta de Giulia estaba escondida muy adentro y se mostraba sólo por ciertas miradas intensas y distantes que desaparecían con un destello repentino de un objeto no visto, como si por un instante hubiese retenido, en un lugar íntimo y remoto, pensamientos intraducibles a los otros. Aquel imperceptible sobresalto, al principio casi atemorizó a Giovanni, luego se había sentido celoso porque intuía que un lugar sepultado en el alma de ella  le estaba prohibido, lejano e inalcanzable. Había renunciado a preguntar ¿En qué piensas?, esperando que aquel sobresalto pasase tan de repente como había surgido, un paréntesis del que se sentía dolorosamente excluido, breve inciso de soledad plenamente compensado por la Giulia que aparecía poco después.
Aquella parte de su carácter que habría podido ser tan propenso al desasosiego, había sido atenuado por la vitalidad y el brío de Giovanni. En los tiempos en que el amor de una mujer era medido por la dedicación y la sumisión a un hombre, Giulia había sentido enseguida por él una fortísima atracción física que la había hecho descubrir la pasión todavía incipiente y reprimida de su cuerpo. Al principio de su noviazgo, cuando lo veía llegar desde lejos, sentía las piernas temblar nerviosas y el esfuerzo para dominarse la dejaba sin palabras. Experimentaba casi una sensación de incomodidad cuando pensaba en él, consciente como era de que este sentimiento tan nuevo escapaba a su control y la convertía en más frágil. Después de la boda sus noches enseguida estuvieron desprovistas de cualquier tipo de vergüenza. Felices de gozar el uno del otro sin reservas, guardaban durante el día, a los ojos de la familia, un secreto inconfesable, escondido en el rostro severo de ella y apenas perceptible en los gestos y las miradas de Giovanni.
Giulia sabía que había transmitido a Clara mucho de sí misma, intuía sus pensamientos que, desde joven, había conseguido controlar. Los percibía extenderse incontenibles en la intimidad de aquella adolescente a la que le costaba dominarlos y se encerraba en silencios imperceptibles, casi hostiles. Cuando se dio cuenta de la predilección de Clara por el padre, con alivio había delegado en él el estar en contacto con el alma de la hija, tomando para ella el rol de mera observadora. Esta propensión era compartida secretamente por Giovanni, aunque nunca había surgido de manera racional, y era un gozo, porque con él Clara conseguía abandonarse a juegos infantiles sin la necesidad de esconder aquella inquietudes que él había aprendido a comprender y respetar en Giulia. Clara recibía de su proximidad el calmante para sus ansiedades, no se sentía observada como ocurría con la madre, ni en parte incomprendida como con las tías. Podía ser únicamente Clara, en la sencillez de sus silencios y en la lejanía de sus pensamientos.
La tranquilidad de Antonino era, por el contrario, la felicidad de Giulia. Sociable y afectuoso había hecho brotar todo el instinto maternal de las mujeres de la familia.  Era fácil mimarlo y besarle hasta casi no dejarle respirar. No se resistía a los abrazos que lo estrechaban y reía de la misma manera en que se escuchaba a Clara sólo en sus juegos con el papá. Era por Antonino que Giulia abandonaba cada ocupación, cada pensamiento escondido que hubiese podido alterar la serenidad de aquellos momentos juntos. Lo observaba jugar con la hermana y lo sentía, no más débil, sino consciente de la mayor fuerza de ella, sereno en su papel. Esto hacía que lo amase infinitamente, tanto como para acercarse para darle una caricia fugitiva que habría levantado sospechas en Clara pero que a la que él correspondía con una mirada de gratitud.
Al crecer Antonino mantuvo la tranquilidad que lo había distinguido desde siempre y demostraba más amor por la vida del campo.
Siempre había sido voluntarioso. Durante las vacaciones de verano y los días de fiesta ayudaba en el campo. Se levantaba por la mañana temprano, antes del amanecer, contento de poder compartir con el padre los primeros momentos de soledad de la casa, casi como buscando con él una complicidad sin trabas. Todavía un niño se interesaba por el desarrollo de los trabajos y por los turnos de las bestias que se llevarían a los campos. Creciendo se había alejado de los juegos con Clara que, por su parte, cada vez permanecía más tiempo en su habitación leyendo, apartada de aquellos trabajos femeninos que las tías habían intentado, inútilmente, enseñarle.
A Antonino le gustaban sobre todo los caballos que los Barrieri criaban en estado salvaje, en el bosque. En el momento de la doma, la manada de animales era llevada a campo abierto y encerrada en un recinto; no se habría perdido ese espectáculo por nada del mundo. Semanas antes comenzaba a pedir a su padre que le dejase faltar a la escuela para asistir a ese evento. Giovanni consentía de buena gana, complacido por esta pasión, pero no lo demostraba porque…
–… antes de nada la escuela… pero por esta vez ―y sonreía para sus adentros por la doble alegría del hijo: un día de vacaciones y el espectáculo de la doma.
La doma ocurría habitualmente en mayo. Las mañanas eran todavía frescas, luminosas, con aquella claridad que prometía ya el verano. Los hombres, montados en sus caballos con una larga pértiga de madera en la mano y una gruesa cuerda colgando del hombro, calzaban robustas botas y vestían anchas chaparreras de cuero. Con los primeros rayos de sol se dirigían en fila hacia el bosque, silenciosos y preparados para una jornada de trabajo distinta de las otras, animados por un desafío en el que no existía la incertidumbre del resultado sino la destreza del hombre, para demostrarla a sí mismos y a los otros. Casi una fiesta.
Antonino la noche anterior no pegaba ojo, nervioso y atento a los ruidos de la casa, preocupado por si se olvidaban de él. Antes del amanecer ya estaba preparado. Bajaba a la cocina con el estómago cerrado por la agitación y no conseguía comer nada. Giulia preparaba para los hombres la comida para llevar y añadía alguna cosa para él.
–… para comer dentro de un rato ―le decía.
Veía al hijo radiante a la espera de aquel día y se alegraba por él. Antonino se movía en aquellas primeras horas de la mañana, casi las últimas de la noche, con energía, ansioso por salir. Con los ojos incitaba al padre para que se diese prisa, a levantarse de la mesa, a no perder tanto tiempo. Cuando Giovanni, después de haber acabado separaba apenas la silla de la mesa él ya estaba fuera de la puerta. Lo precedía en cada uno de sus movimientos. Giulia sonreía mirándolo y, antes de que se alejasen, no conseguía contener unas últimas palabras.
–Ten cuidado… ―una recomendación dirigida al hijo que también subrayaba otras mil al padre ―Te lo ruego, mira que no corra riesgos, si va a caballo haz que monte el más dócil, no lo mandes solo… ―y otras que podría haber añadido y que no era necesario formular. Sabía que a Giovanni no le gustaba que las repitiese como si fuese un inconsciente que habría dejado correr al muchacho riesgos inútiles. Les bastaba una mirada para decírselo todo.
Escuchaba preparar la carreta y en la oscuridad que comenzaba a aclararse los veía alejarse juntos. Oía a Giovanni incitar en voz baja al caballo y el ruido tan familiar del trote sobre la gravilla del camino. Observaba desde detrás de las ventanas sus figuras sentadas juntas en el pequeño asiento, hasta que desaparecían en la luz incierta. Todavía sentía dudas durante unos momentos, incluso cuando ya no los veía o no ya no quedaba más que el eco de aquellos ruidos, manteniendo una satisfacción que la colmaba y de la que era difícil sustraerse para comenzar una jornada a la espera de su regreso.
En el campo los hombres ya estaban preparados y esperaban para partir todos juntos. Giovanni y Antonino los seguían con la carreta. En cuanto el hijo fue bastante grande le preparó un caballo… el más anciano, el más tranquilo… como quería Giulia y el muchacho se marchaba al bosque con los otros.
Ya habían pasado unos años desde la primera vez pero para Antonino siempre era como la primera. Sobre el caballo, que con el tiempo había cambiado por un joven mestizo brioso y robusto, tenía siempre la sensación de dominar el mundo. Sentía los músculos tensos y poderosos de la bestia controlados por el agarre de sus muslos y en el trote ligero percibía su fuerza contenida. Su cuerpo absorbía la vitalidad del animal que seguía con destreza las órdenes apenas indicadas por el movimiento de las bridas. Se hablaba poco en aquellas primeras horas de la mañana, las palabras necesarias que no podían ser sustituidas por gestos. Durante el trayecto, que desde el campo conducía al bosque, el caballo no necesitaba ser guiado, caminaba primero y los demás iban detrás, en fila india, con la marcha de quien no tiene prisa y sabe dónde tiene que ir. El caballista se movía al ritmo del animal cubierto por el negro y pesado manto de vaquero y disfrutaba del aire fresco y los colores del alba. Cuando el campo abierto dejaba el puesto al bosque, el sendero se hacía estrecho y tortuoso entre los arbustos de madroño, mirto y romero. Las ramas más bajas de los árboles rozaban a los hombres que se las apañaban alejándolos o bajando el cuello sobre el animal. Dispersados en varias direcciones congregaban a los caballos salvajes y los conducían al punto del que habían partido. Allí comenzaría la doma.
Los jóvenes potros ,que seguían a un animal más viejo que reconocían como líder, recorrían el trayecto estimulados y guiados por los gritos de los vaqueros. El aire se animaba de relinchos y de voces y los caballos salían en pequeñas manadas del monte, desorientados, atemorizados por los reclamos y por el toque decidido de los bastones, girando alrededor de un jefe de manada en el que buscaban seguridad, los grandes ojos húmedos inquietos y las hermosas cabezas que sacudían nerviosas las crines. En cuanto estaban fuera del bosque los hombres los reunían en una única manada. Con silbidos y voces los guiaban al interior de un gran recinto y los potros advertían que aquellas vallas los aprisionarían para una vida distinta, donde acababa la libertad y los juegos entre compañeros, donde se acababa el bosque y comenzaba el campo. Llegados a ese punto estaban los vaqueros que comenzaban su juego y uno a uno los potros eran llevados hacia un recinto más pequeño y comenzaba la doma.
De pequeño Antonino se apoyaba sobre la valla y observaba asombrado al joven animal que era obligado a correr en redondo. Los hombres lanzaban las cuerdas alrededor del cuello del potro impaciente, atemorizado y furioso hasta que le abandonaban las fuerzas. Derrotado, con los ojos casi fuera de las órbitas y el manto brillante de sudor, cedía a la habilidad de los hombres y se sometía a su poder. En esos momentos Antonino sentía un vago sentimiento de tristeza, como si aquel ser primitivo hubiese perdido su virginidad, forzado a abandonar la parte de naturaleza pura que vivía en él, para entrar a formar parte de un mundo de reglas al que, inicialmente, no había sido destinado.
Aquella jornada permanecía por mucho tiempo en los ojos del niño y al volver a casa describía entusiasmado las maravillas del recorrido a la madre y a las tías. Giulia sonreía complacida por su entusiasmo, Clara no entendía de dónde venía tanto emoción y los gemelos ni siquiera prestaban atención.

Capítulo VI Rudi en el hospital
Cómo había llegado al hospital, Rudi no lo sabía. Se hallaba en una cama, con el hombro vendado y dolorido, rodeado por otros soldados heridos.
La primera impresión que tuvo cuando consiguió abrir los ojos fue la náusea que desde el estómago subía hasta la garganta dándole la sensación de deber vomitar a cada momento, sin conseguirlo. No distinguía lo que tenía alrededor. Sentía cada ruido como lejano y fastidioso, el cual era rechazado por la mente todavía ofuscada por el éter. Luego, poco a poco, afloraron los gemidos y los lamentos de los que estaban en torno a él. Soñó que se encontraba en una trinchera donde, dentro del lodo que se pegaba a los zapatos y convertía cada movimiento en difícil, también era difícil mover los brazos. Cada gesto provocaba un dolor atroz y el hedor de los cadáveres que desde hacía días, inmóviles, con los rostros deshechos por la putrefacción y los cuerpos descompuestos sobre los que se resbalaba con cada paso, le atenazaba el estómago.
–Dios, hazme salir de aquí, hazme salir de vivo de este infierno ―pensaba.
Los párpados pesados intentaban rebelarse al resplandor apenas surgido desde una realidad distinta a aquella a la que no conseguía anclarse. Los ojos abiertos como platos estaban inmóviles, fijos en el vacío y no veían si no aquello que la mente recordaba. Se hundía de nuevo en aquellas imágenes terribles de sus recuerdos y en los movimientos descompuestos del sueño, el dolor en el hombro era insoportable.
Se despertó del todo, bañado de sudor, exhausto por el dolor y sus visiones. Sintió una mano fresca apoyada sobre la frente y durante unos minutos no consiguió hablar, aterrorizado por la idea que el sueño fuese eso y que pudiese desvanecerse en un instante, dejándolo hundirse otra vez en la terrible realidad anterior. Lentamente fue consciente de ello y sin abrir los ojos preguntó:
–¿Dónde estoy?
–En un hospital.
Era la voz de un hombre.
–¿Por qué estoy aquí?
–Estás de vacaciones.
Rudi permaneció indiferente a la ironía.
–¿Estoy enfermo?
–Claro que estás enfermo. Te enfermaba el aire del frente y han pensado en darte una recompensa. Parecen malvados pero son buenos nuestros comandantes.
Abrió los ojos.
–Tengo sed
–Espera ―respondió el otro.
Chasqueó los dedos y dijo en voz alta:
–Camarera ―dijo. ―Una copa de champaña para el señor…
Se acercó una mujer de la Cruz Roja. Rudi comenzaba a tomar conciencia del lugar en el que se había despertado. Vio el rostro de la muchacha acercarse al suyo y escuchó las palabras de una mujer joven
–¿Cómo se siente? ¿Necesita algo?
Antes de que pudiese responder su vecino continuó por él.
–El señor necesita urgentemente beber algo fuerte. Ha pedido champaña de la mejor añada. Enseguida, antes de que se levante y se vaya sin pagar la cuenta.
–¡Qué afortunado es que siempre tiene ganas de bromear! ―respondió sonriendo la joven.
–Tengo sed ―repitió Rudi.
La de la Cruz Roja se alejó para traerle un vaso de agua.
Cuando consiguió mirar alrededor se encontró con una habitación larga y estrecha, un gran pasillo en el que habían sido colocados de la mejor manera unas camas, tres o cuatro camillas y numerosos colchones apoyados en el suelo. Sobre cada uno de ellos estaba tumbado un herido. Había quien dormía, quien se lamentaba en un duermevela aterrador de miedo y de dolor, quien tosía hasta escupir los pulmones, quien estaba despierto y con los ojos abiertos de par en par y vacíos, mirando a su alrededor sin ver nada de lo que le circundaba.
–Bienvenido entre los vivos.
La voz del joven había abandonado el tono burlón. Se acercó hasta que fue enfocado por los ojos de Rudi que lo observaba en silencio, incrédulo por encontrarse fuera de sus anteriores pesadillas.
–Me llamo Fosco Frizmaier ―dijo alargando una mano grande y sólida.
Era un joven alto y muy delgado, con un uniforme andrajoso que llevaba encima y que, no obstante la delgadez conseguía que le colgase por todas partes, era demasiado corto. Las manos descarnadas eran elegantes con dedos largos y uñas redondas cortadas con cuidado. Las muñecas que salían de las mangas de la camisa eran huesudos pero robustos, de la misma manera que los hombros, un poco inclinados hacia delante, que sin embargo tenían una estructura vigorosa. Los cabellos largos, rubios y lisos, caían desordenados sobre la frente demasiado alta y encuadraban el rostro iluminado por unos ojos vivaces y atentos que la vida todavía no había domado, a pesar de que los años de guerra habían hecho de todo para conseguirlo. Caminaba apoyado en una muleta y el esfuerzo para sostenerse sobre una sola pierna le hacía encorvar todavía más los hombros.
Rudi lo miró sin responder a su saludo.
Frizmaier, moviendo velozmente la mano delante de los ojos, dijo riendo.
–¿Estás ahí? ¿Paso más tarde?
Rudi, finalmente, sonrió.
Fosco había sido herido en una rodillas durante un combate contra los austro-húngaros.
–Una lucha casi entre parientes ―decía dado que su abuelo había nacido en Viena y se había mudado muy joven a Milano. Era un enviado de guerra de un periódico que tenía la sede en la ciudad y lo que le ponía como una fiera era el haberse dejado pillar por una bala cuando nunca jamás había disparado un tiro.
–¡Malditos boches, ni siquiera saben disparar, de otra forma hubieran dejado fuera de combate a alguien más peligroso que yo. Así han eliminado una pluma, no una bayoneta!
En la habitación era casi imposible reposar ya fuera de día como de noche. Desde el frente llegaban continuamente nuevos heridos. Las jóvenes de la Cruz Roja trabajaban sin tregua al lado de los médicos que se alternaban para ejecutar las intervenciones con lo que tenían a mano. Muchos de los que traían al hospital eran muchachos muy jóvenes, destrozados por las bombas o dominados por un estado de terror que no conseguían vencer.
Alguno gritaba Mamá, mamá, ayúdame hasta que tenía voz. Luego el grito se convertía en un suspiro, un resoplido. La invocación que debería llegar lejos era recogida por aquellas jóvenes mujeres que acariciaban los rostros y mantenían con dulzura entre sus manos las suyas, pronunciando palabras que hubieran dicho las madres. Hasta que el resoplido se apagaba y el apretón convulso de los dedos se aflojaba con la última ilusión de haber sido acariciados por la tierna mano de la madre.
Era la otra cara de la trinchera, aquella donde la guerra podía quedar sólo interrumpida o acabar para siempre. Después de unos días Rudi comenzó a encontrarse mejor. El dolor del hombro había disminuido y aunque todavía estaba bastante débil comenzó a levantarse y a caminar. Fosco estaba todavía convaleciente pero la rodilla no quería saber nada de funcionar. Si intentaba doblarla sentía unas punzadas que lo inmovilizaban. Debido al dolor fruncía la frente y entornaba los ojos hasta que los convertía en dos ranuras, siseando con rabia.
–¡Malditos boches! ―y encendía un cigarrillo.
Fumaba a menudo, en pie, apoyado en la muleta. Con el cigarrillo entre los dedos  recuperaba su actitud despreocupada, conteniendo la amargura y la preocupación en un ángulo escondido pero no del todo invisible de su mirada. Siempre tenía cigarrillos y los ofrecía a todos los que le pedían unas caladas.
Sentados sobre la misma cama Fosco y Rudi tuvieron tiempo de conocerse. Rudi contó cosas de él, de su pueblo, de sus sobrinos y lo hizo con la nostalgia de quien saborea cuán importantes son las cosas que antes dábamos por descontadas. Fosco escuchaba con la curiosidad de quien descubre la tranquila vida de provincia y preguntaba sobre Giulia y Giovanni, Ada y Maria como si los conociese. Luego habló de su vida en el periódico, de su familia tan distinta, de sus viajes detrás de un padre embajador. Rudi escuchaba lo que el compañero decía con la curiosidad de quien abre una ventana sobre un paisaje completamente nuevo. El mundo que les rodeaba desaparecía por lo menos durante el tiempo que duraban las conversaciones. La guerra, el dolor, el terror que leían en los ojos de los compañeros se perdían, lejanos de las conversaciones que los  hacían retroceder en el tiempo, cuando no había nada de esto. Hablaron de mujeres, de cómo las habían conocido, de aquellas que habían creído amar al menos un poco y de aquellas con las que habían hecho el amor. De cómo ahora, el cuerpo de una mujer, su piel cálida , sutil y lisa, habría saciado la sed de sus sentidos y de cómo habrían sanado enseguida después de haber hecho el amor con ella. Luego, en el primer momento de silencio que transcurría entre los pensamientos y las palabras, la realidad reaparecía y el hedor de los cuerpos, la voces de dolor que los rodeaban volvían a existir y los desanimaban con prepotencia para anclarles a la vida real.

Capítulo VII Rudi en casa
Dos semanas después Rudi salió del hospital con un mes de permiso. Fosco fue dado de alta y había intentado convencerlo para que se quedase en su casa, en Milano. La propuesta era tentadora pero el deseo de escaparse a la tranquilidad de su tierra era demasiado fuerte, como si volviendo pudiese liberarse de la carga de inquietudes que le oprimían el pecho y respirar con la ligereza que había olvidado. Acordaron que antes de acabar el permiso se quedaría en Milano durante unos días.
A Fosco la rodilla continuaba doliéndole. Antes de irse había regalado todos los cigarrillos a los muchachos que quedaban y apoyándose en la muleta, todavía cojeando, se había despedido de las muchachas de la Cruz Roja más jóvenes besando a cada una en la mejilla. Aprovechando su proximidad y la espontaneidad con que se abandonaban a aquel gesto de despedida, las había estrechado contra él y había apoyado sus labios en los suyos, dejándolas desconcertadas y divertidas.
–Esto para que os acordéis de mí. Cuando acabe la guerra venid a buscarme a Milano.
Inclinando ligeramente la cabeza había liberado sus manos, mantenidas en un apretón más amigable que una simple despedida.
–Hasta pronto ―había susurrado mirándolas a los ojos.
En el umbral de la puerta, volviéndose hacia atrás, levantó la muleta hacia lo alto y girándose hacia todos gritó.
–¡Memento gaudere semper!
Muchos no lo habían entendido, quien podía lo había despedido con cordialidad y Rudi había reído por aquel augurio tan fuera de lugar.
Después de unos días también él fue dado de alta. En el bolsillo el permiso y en el hombro bueno la mochila con las pocas cosas que poseía. Llegó a Verona a bordo de un camión militar S.P.A. 8000 destinado al transporte de municiones que iba de aquí para allá desde el frente a la retaguardia y allí cogió el tren hasta Orte. Intentaba tener el brazo en cabestrillo lo más inmóvil posible, pero sentía que repercutían en la herida los saltos del camión. El joven conductor recorría las carreteras accidentadas y llenas de agujeros con el entusiasmo de los veinte años. A pesar de que le había pedido continuamente que corriese menos y disminuía la velocidad por un par de kilómetros, luego, sin darse cuenta, volvía a lo de antes. Más de una vez Rudi dijo palabrotas y temió desmayarse de dolor. El viaje en tren le pareció, en comparación, tranquilísimo.
Llegó una mañana de lluvia helada, se incrustó en la cabeza el gorro para protegerse del aguacero y esperó una media hora a que llegase el autobús para Viterbo. Sentado en el banco de madera de la estación sintió que el frío le llegaba hasta los huesos. En el vehículo casi vacío subió junto con él una mujer anciana vestida de negro, el rostro demacrado y sin expresión, los ojos hundidos escondidos detrás de una telaraña de arrugas. Puesto en el brazo llevaba un gran pañuelo recogido en las cuatro puntas, del que salían las hojas de una coliflor y el olor fuerte del queso. Se sentó enfrente con los ojos bajos, absorta quién sabe en qué pensamientos. Rudi se encontró pensando en ella y a quién iba dirigido aquel grueso fardo: ¿a un hijo que vivía en otra ciudad? … no… no habría tenido un aire tan triste… quizás a alguien a quien era necesario pedir un favor… quizás a quien podía hacer volver a casa a aquel hijo lejos desde hacía años… o quizás a un doctor de ciudad al que no se podía pagar los honorarios con dinero…
Desde la ventanilla veía el campo que costeaba la carretera. Las tierras oscuras impregnadas de agua y los árboles desnudos recordaban que estaban en pleno otoño. En el pueblo era el momento de la recogida de las aceitunas y aquella lluvia pararía el trabajo durante días. Por primera vez después de casi tres años se dio cuenta de que no pensaba en su vida, en su dolor, en su miedo. Se sintió proyectado fuera de sí mismo y  al percatarse de esto comprendió que era feliz por el solo hecho de haber olvidado su cuerpo empapado y aterido, los gemidos de los compañeros y el olor a éter que cubría el de la muerte. Miró hacia el bosque oscuro que desfilaba delante de sus ojos, reconoció el olor húmedo de la madera mojada y se apoderó de aquella parte de si mismo antes sumergida por el ímpetu de la juventud, luego del dolor, y que ahora sentía descubrir por primera vez.
Con una carta había avisado a Giovanni de su llegada. Cuando descendió en Viterbo vio que le estaba esperando. No lo reconoció, cubierto como estaba por un gran abrigo negro y con un sombrero ancho para resguardarse de la lluvia. Luego cruzaron  sus miradas y le sonrió. Fue entonces cuando él lo vio. Ni siquiera Giovanni lo había reconocido. Se había acercado después de darse cuenta de que era el único militar que descendía y se había encontrado delante de un hombre joven, delgado y pálido, que miraba a su alrededor casi temeroso, cansado y torpe de movimientos, cuya mirada había perdido la brillantez de la juventud. Sólo después de haberlo mirado fijamente más atentamente había visto la sonrisa dolorosa iluminar los rasgos del muchacho que había partido vivaz años antes. Se acercaron y finalmente se abrazaron, el cuerpo robusto de Giovanni, apenas engordado en aquellos años, y el demacrado de Rudi.
–¡Ya era hora, has llegado! ―exclamó alegre escondiendo sus impresiones.
–Sí, finalmente en casa.
–Te están esperando todos, non ven la hora de volverte a ver. Hace días que te esperamos…
–También a mí las últimas horas no me pasaban…
–Tienes un aire cansado…
–Sí, estoy cansado. El viaje ha sido interminable.
–Tengo la carreta ahí fuera. Ten, ponte la capota, hoy hace frío. Giulia te manda algo para llevarte a la boca. Pensó que no habrías comido en todo el viaje.
Giulia.
Rudi sonrió al pensar en Giulia, tan responsable y segura, en su sentido práctico que emergía en cada ocasión. Era verdad, no había comido desde hacía horas y hasta ese momento no le había hecho ni caso, habituado como estaba a las privaciones de la trinchera. El perfume que salía del contenedor despertó de repente su apetito y, sentado sobre la carreta al lado del cuñado, lo primero que hizo fue abrir el recipiente de metal y saciarse.
El viaje duraría unas dos horas. En el camino de tierra batida las piedras hacían saltar el vehículo y Rudi no conseguía esconder alguna mueca de dolor.
–¿Cómo estás? ―le preguntaba Giovanni, pesaroso por su aspecto de sufrimiento.
–No te preocupes, perfecto, en cuanto lleguemos a casa pasará todo.
Los dos caballos, mojados por la lluvia y por el sudor, trotaban sin necesidad de ser guiados. Conocían el camino por haberlo hecho muchas veces cuando se desplazaban a las ferias y la vuelta era siempre más alegre que la ida, sobre todo en los períodos en los que la inclemencia del tiempo hacía desear el calor del establo.
Giovanni habría querido averiguar muchas cosas pero viéndole cansado se limitó a preguntar lo indispensable. El mismo Rudi, en cuanto estuvo seguro de cómo se encontraba la familia, prefirió el silencio.
Llegaron a la hora de comer.
El primero que vio la carreta que entraba en el camino fue Antonino. Desde hacía unas horas iba de aquí para allá, entre la puerta y la ventana de la cocina, en unas eternas idas y venidas que ponían nerviosos a todos. Había insistido para que el padre lo llevase con él pero Giovanni ni había querido saber nada de eso y él no había hecho otra cosa que engañar al tiempo esperando, de alguna forma, al tiempo su vuelta.
Las mujeres, desde la mañana, se habían puesto en acción para preparar lo mejor de sus manjares. Giulia escondía ansia y agitación en un silencio ocupado que le hacía comprobar sin ningún motivo las cacerolas en el fuego y volver continuamente la mirada a la ventana, sabiendo que la hora en que llegarían todavía estaba lejos.
–¡Ahí están, ahí están! ―la voz de Antonino resonó alegre y todos corrieron hacia la puerta de entrada.
Los niños, en un abrir y cerrar de ojos, salieron al exterior y saltaron alrededor de la carreta antes incluso de que se parase totalmente. Ada y María salieron al porche y Giulia se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, casi como queriendo asegurarse de que fuese él realmente, antes de correr  a su encuentro.
–Despacio, despacio ―Giovanni intentaba calmarlos y salvar a Rudi de sus efusiones.
–Tened cuidado, el tío está herido, tened cuidado…
Rudi se había inclinado y no se substraía a sus abrazos, aunque intentando defender el hombro dolorido.
–Antonino, eres ya un hombre… Clara… ven aquí, dame un beso… y vosotros dos, os habéis convertido en unos jovencitos.
Cuando el entusiasmo se calmó consiguió, por fin, saludar a Ada y María.
Giulia se había acercado y lo miraba fijamente sin decir una palabra. Bastó poco para intuir como la felicidad del hermano estaba ofuscada por un velo de inquietud, enraizada en él hasta el punto de disipar su habitual despreocupación. Rudi estaba muy delgado y su aspecto era el de un hombre joven que sufría, en el que resurgía una alegría sincera pero provisional, como si hubiese dejado en un lugar lejano las raíces de la frivolidad.
–¡Giulia! ―en cuanto se liberó de los brazos que lo rodeaban se acercó a ella y se estrecharon con fuerza sin hablar.
Los días que transcurrió en casa pasaron rápidamente, rodeado por las atenciones de los adultos y por el afecto de los niños. A pesar del baño caliente, la cena abundante y el perfume olvidado de las sábanas frescas recién lavadas, la primera noche no consiguió liberarse del cansancio mortal que lo oprimía. Con los ojos cerrados, inmerso en el silencio de la oscuridad de la habitación, intentaba gozar de aquella paz pero enseguida el vacío se llenaba con los ruidos y los gritos, los gemidos y el fango, hasta que el rostro putrefacto de un compañero caído lo sobresaltaba con la sensación de caerse en un pozo. Bañado de sudor abría los ojos de par en par y se encontraba atenazado a las mantas intentando parar aquel descenso destructivo, con el hombro dolorido por el esfuerzo de aferrarse a un punto de apoyo. Jadeaba fatigosamente e intentaba calmar los latidos del corazón esperando no haber gritado y no haber despertado a alguien.
Al alba escuchó los primeros ruidos suaves de la casa. La luz que se filtraba desde las ventanas lo ayudó a expulsar las visiones de la noche y finalmente consiguió dormirse. Se volvió a despertar cuando los muchachos mayores ya habían vuelto de la escuela y todos lo estaban esperando para comer.
Día tras día reponía las fuerzas y recobraba su color natural. Giulia lo observaba con atención cuando él no la miraba, anhelante por tirar abajo aquel muro involuntario que la separaba dolorosamente de él, en busca de una grieta que pudiese hacerla penetrar en su alma turbada e inquieta. Rudi sentía aquella mirada introducirse en sus silencios e imaginaba con dolor su preocupación. Fingía no darse cuenta de nada hasta que conseguía sacársela de encima y participar en la vida cotidiana, dejando en ella la esperanza de que antes o después todo pasaría y que sólo era necesario esperar.
El físico joven le ayudó a reponerse enseguida y de su rostro parecieron desaparecer los signos del sufrimiento más profundo. Después de tres semanas comunicó que se iría anticipadamente para quedarse algunos días en casa de un amigo antes de volver al batallón.

Capítulo VIII Rudi y Fosco en Milano
Fosco lo esperaba en la estación central. Apoyado en el estribo del tren Rudi vio la figura desgarbada de él que sobrepasaba la multitud y repasaba con los ojos las ventanillas de los vagones.
–¡Fosco! ―gritó mientras agitaba la mano.
El amigo se giró y sonriendo levantó el bastón en señal de saludo.
Su forma de caminar era todavía deficiente.
–Viejo pirata, pensaba que ya no venías. Estoy contento de verte aquí. ¿Cómo estás? ¿En casa están todos bien?
–Sí, gracias… ¿y tú? ¿Cuándo tirarás este trozo de palo? ¿O se ha convertido en un signo de distinción…? me apuesto los que sea a que así eres más interesante.
–¡Justo,tengo a mis pies todas las bellezas de Milano, sobre todo las casadas!
–¿No hay nada para mí?
–Tranquilo, te dejo alguna.
Se fueron hacia la salida dándose golpecitos sobre la espalda y riendo como quien desde hace tiempo espera verse, mientras la fría noche de primeros de diciembre se iluminada lentamente con las farolas de las calles.
Fosco vivía solo. La casa, en el corazón de la ciudad vieja, era un pequeño apartamento de tres habitaciones, tapizado de libros y revistas esparcidas por todas partes, en un desorden no querido pero que estaba de acuerdo con su propietario. A pesar de las protestas insistentes para dejarle el dormitorio, a él le bastaría con el sofá del estudio en el que dormía  a menudo hasta la mañana.
–¿Cuanto te puedes quedar? ―le dijo.
–Pocos días, dentro de una semana me debo presentar en el cuartel
–Yo no vuelvo más… ―dijo en tono serio ―la pierna me duele todavía… no creo que vuelva a ser como antes… ¡malditos boches! ―la afirmación, ahora ya habitual, tenía el  poder de alejar los pensamientos más tristes y devolverle la sonrisa.
–Es tarde, vamos a cenar. Hay un sitio justo aquí abajo. Con la cocina soy un desastre.
La zona de la cocina era, realmente, pura desolación y Rudi, que no despreciaba una buena comida, apoyó la idea con decisión.
La trattoria estaba cerca de casa, al dar la vuelta a la esquina. Un pequeño local en el que se respiraba un placentero aire familiar. Se sentaron en una mesa al lado de la pared. Rudi observó los cuadros colgados de los muros: dibujos, caricaturas, autógrafos, tan numerosos que casi la cubrían totalmente.
–Los dejan los pintores para cancelar sus deudas ―explicó Fosco. ―Totò, el propietario, no se lamenta, dice que antes o después alguno se convertirá en famoso y con su cuadro pagará también por los otros.
–¡Es fantástico Totò!
–Es simpático pero no te creas, como buen napolitano sabe lo que se hace. ¿Te gusta el estofado? No lo preparan nada mal.
Totò había subido los dos escalones que separaban la cocina de la sala y había aparecido en el umbral de la puerta.
–Buenos días, licenciado[5 - Nota del traductor: En italiano el título Dottore es parecido a Licenciado.] ―dijo volviéndose hacia Fosco.
El tono amigable se adaptaba perfectamente a su figura corpulenta. La cabeza redonda y casi sin cuello estaba derecha y atenta, encuadrada por cabellos un poco largos, negros y rizados. Los ojos, grandes y además oscuros, con un vistazo habían atravesado toda la sala y se habían parado en ellos. Era verdad, el aspecto astuto que revelaba el sentido práctico el comerciante, suscitaba simpatía porque no estaba escondido sino que se revelaba abiertamente.
Fosco respondió en tono también familiar.
–Buenos días, Totò, hoy hay un amigo conmigo. Lo habitual, para dos, y vino tinto, ¡del bueno, eh!
–¡Cómo no! ―respondió el tabernero riendo y volvió a bajar.
Se había sentado manteniendo la pierna rígida apoyada en el bastón puesto de través. Durante toda la cena, en la que comió poco pero en compensación bebió bastante, habló del trabajo con el que se había reincorporado a la redacción y con la esperanza de poder volver a trabajar de enviado especial. Dijo que estaba intentando escribir los recuerdos de lo que había visto y vivido y que, junto con los artículos expedidos al periódico durante la permanencia en el frente, querría recopilar en un libro.
Los cuatro días que Rudi estuvo en Milano los ocuparon visitando la ciudad. El amigo le mostraba los rincones escondidos a la mayoría, ligados a recuerdos personales, a eventos trágicos o curiosos. Era un buen conversador, agudo y vivaz, al que se escuchaba con atención y curiosidad. Rudi se sentía en plena sintonía con su visión aparentemente despreocupada del mundo. Había comprendido como bastaba mirar más allá de aquella fachada para detectar el deseo de conocer y analizar los acontecimientos, una capacidad de trabajar hasta la extenuación sometiendo a esta necesidad cualquier exigencia personal.
Hablaron de los últimos acontecimientos de la guerra, de los horrores que habían conocido y Fosco reafirmó con pasión las razones que lo habían llevado a defender la no intervención en una empresa que costaba tantos sacrificios.
Se despidieron en la estación. Fosco parecía más sereno como si en aquellos cuatro días hubiese podido aligerar la mente de visiones y palabras demasiado tiempo contenidas. Rudi, por su parte, ocultaba la clara conciencia de haber descubierto un territorio ignorado y de haber conocido al guía justo para introducirse en él.

Capítulo IX 1918
De vuelta a su batallón Rudi fue empleado en la retaguardia, ya no en el frente. Desde allí la guerra le pareció menos horrible.
Después de aquel terrible 24 de octubre de 1917 cuando los austro-húngaros atravesaron las líneas italianas e invadido Friuli, tuvieron lugar distintos acontecimientos. El 9 de noviembre Cardona había dejado el puesto al general Armando Díaz. Lo que más hacía temer por la suerte de la guerra era la situación de Rusia, donde el 8 de noviembre los bolcheviques había tomado el poder y ahora se preparaban a firmar el armisticio para controlar mejor sus luchas internas. Un problema enorme para la Triple Alianza con la paz de Brest-Litovsk, el 3 de marzo de 1918, que veía retirarse de sus fuerzas al ejército ruso.
Se temía lo peor. Fueron llamados a las armas los chicos del 99. Quien había nacido en diciembre de aquel año no había cumplido todavía los 18 años.
El nuevo mando italiano intentaba reorganizarse con rapidez. En el frente las tropas resistían valerosamente soportando el inmenso embate de los enemigos.
La última y decisiva ofensiva comenzó en el monte Grappa el 24 de octubre del 18 y el 3 de noviembre el ejército italiano, victorioso, estaba en Trento. A las seis de la tarde en Villa Giusti fue firmado el armisticio.
El 4 de noviembre Italia conoció la noticia por los periódicos:

La bandera tricolor en Trento y Trieste
Cuartel General, 3 de noviembre (19 horas)
Nuestras tropas han ocupado Trento y han desembarcado en Trieste. La bandera tricolor italiana ondea sobre el Castello del Buon Consiglio y sobre la Torre di San Giusto. Patrullas avanzadas de caballería han entrado en Udine.
Firmado A. Díaz

Aquel lunes, todos los italianos leyeron o hicieron que les leyesen una y otra vez el boletín de guerra número 1278, mandado por el Cuartel General:

La guerra contra Austria-Hungría que, bajo la guía de S.M. el Rey-Duce Supremo, el ejército italiano, inferior en número y por medios, comenzó el 24 de mayo de 1915 y con fe inquebrantable y valor tenaz condujo de manera interrumpida y durísima durante 41 meses, ha sido vencida.
La gigantesca batalla comenzada el 24 del último mes de octubre y en la cual tomaban parte 51 divisiones italianas, tres británicas, dos francesas, una checoslovaca, y un regimiento americano contra 73 divisiones austro-húngaras ha terminado.
El meteórico y esperado avance del 29 cuerpo de la Armada sobre Trento, bloqueando los caminos de la retirada a los ejércitos enemigos del Trentino a occidente por las tropas de la séptima armada y a oriente por las de la primera, sexta y cuarta, ha determinado ayer la debacle total del frente adversario.
Desde el Brenta al Torre el empuje irresistible de la 12º, de la 8ª y de la 10ª armada y de las divisiones de caballería empujan cada vez más atrás al enemigo que huye.
En la llanura S.A.R el Duca de Aosta, avanza rápidamente a la cabeza de su invicta tercera armada, anhelante por volver sobre las posiciones que ella, ya victoriosamente, había conquistado y nunca había perdido.
El ejército austro-húngaro esta vencido: ha sufrido pérdidas gravísimas en la tozuda resistencia de los primeros días de lucha y en la persecución; ha perdido cantidades ingentes de material de todo tipo y casi enteramente sus almacenes y los depósitos; ha dejado hasta ahora en nuestras manos más o menos 300 mil prisioneros y el entero Estado Mayor y no menos de 5 mil cañones.
Los restos de lo que fue uno de los más potentes ejércitos del mundo remontan en desorden y sin esperanza los valles que habían descendido con orgullosa seguridad.
Firmado A. Díaz

Acababa una larga pesadilla.
Giovanni había vuelto precipitadamente del pueblo después de haber comprado el periódico y ahora, rodeado por las mujeres y sentado a la mesa de la cocina, con la voz que de vez en cuando se le rompía, leía en voz alta las noticias de las últimas horas.
María estrujaba el delantal con un gesto nervioso y susurraba, Demos gracias a Dios, ¡finalmente todo ha acabado! , Ada  mantenía las manos sobre el pecho, casi como para contener su corazón que latía tan rápido que le impedía hablar.
Giulia, en pie detrás de Giovanni, con los ojos ávidos recorría en silencio las líneas que él leía en voz alta, deseosa de llegar al final de la página.
–Rudi vuelve a casa, todos vuelven a casa ―repetía casi para sí misma. La última carta era de dos meses atrás y la había tranquilizado sobre su estado de salud. Podría por fin abrazarlo y volver a la vida cotidiana.
Giovanni acabó de leer con los ojos húmedos.
–Voy al pueblo. Están organizando un desfile para celebrar la victoria. Llevo a los niños conmigo.
–Sólo a Antonino y Clara, no a los pequeños ―dijo alarmada Giulia.
–Es un día memorable, lo recordaremos siempre. ¿Por qué no dejarlos ir? Estará todo el pueblo…
–Justo ―rebatió ―podrían perderse.
–Yo voy encantada ―dijo Ada, a quien el nudo en la garganta, al desaparecer, dejó el puesto a una agitación que la había temblar y que sabía que sólo descargaría moviéndose.
–¿Y vosotras? ―dijo Giovanni volviéndose hacia las otras.
–Yo prefiero quedarme en casa ―respondió Giulia.
–También yo ―se unió María.
Justo el tiempo de prepararse y subieron a la carreta. Los niños sentían en el aire la emoción de los adultos y enarbolaban banderines de papel que los gemelos habían coloreado, se apisonaron en el asiento sentándose unos sobre otros. Se dirigieron festivos al pueblo, donde todos habían bajado a la calle y donde la banda entonaba tanto la Marcha Real como Fratelli d’Italia.
Llegaron justo a tiempo para ver la llegada del desfile. Clara y Antonino bajaron de la calesa y escaparon bajo el palco improvisado en el que las autoridades, por turnos, celebraban la hazaña de las tropas italianas. La banda musical insertaba himnos patrióticos entre una y otra intervención. Todos aplaudían al sonido altisonante de las palabras Patria e Italia.
Ser libres de corretear en medio de la multitud emocionaba a los más pequeños que corrían y gritaban entre la tolerancia general. Los ancianos veterano enarbolaban las banderas y las mujeres se abrazaban felices. Agnese y Lucia hubieran querido seguir a sus hermanos, pero las manos de Ada los mantenían firmemente sujetos y a menudo su figura oronda se tambaleaba cuando uno tiraba de una parte y el otro de la otra. Hasta que, con un tirón volvía todo a su orden. Giovanni se había alejado y discutía animadamente en el centro de la plaza con un grupo de hombres.
Cuando el desfile terminó en una multitud vociferante, Ada se acercó a él y le pidió volver a casa. Se sentía cansada y el aire fresco y húmedo de noviembre la había convencido para volver a pesar de que las celebraciones continuaban, preocupada porque los más pequeños pudieran enfermar. Volvieron a casa entre las protestas y el descontento de los más jóvenes para los cuales la jornada debería haber sido infinita.
Ada sentía un fuerte dolor de cabeza y dijo que se iría a la cama mientras que cada uno de ellos tenía, a su manera, una montaña de cosas que contar.
A la mañana siguiente no se levantó, el dolor de cabeza había empeorado y también tenía un poco de fiebre. Prohibieron a los muchachos que entrasen en su habitación, pidiéndoles que no hiciesen mucho ruido. Estaban acostumbrados a escuchar, No hagáis ruido, la tía Ada está enferma, y ese día escogían ocupaciones menos animadas.
En los días sucesivos las condiciones de la enferma empeoraron. La fiebre había aumentado y se quejaba de dolores en las articulaciones. Los escalofríos la estremecían y ninguna manta conseguía que entrase en calor.
Hicieron venir al médico. Después de haberla visto el doctor Marinucci bajó a la cocina con aire preocupado.
–Giovanni, lo siento, temo que sea la gripe española ―dijo desconsolado ―Pensaba que la epidemia ya había pasado, que lo peor había acabado, pero todavía hay algunos enfermos en el pueblo y creo que Ada sea uno de estos.
La noticia, temida por todos, los dejó sin palabras.
–¿La gripe española? ¿Está seguro, doctor?
–Me temo que sí. He visto muchos casos similares.
–¿Qué podemos hacer? ―preguntó Giovanni suspirando.
–Dadle quinina por la mañana y por la noche. Esperemos que no sea tan virulenta como al principio.
–¿Y los niños? ―preguntó Giulia.
–Es inútil llevarlos a otro sitio. La posibilidad del contagio está por todas partes. Intentad mantenerlos alejados de la tía y ventilad a menudo las habitaciones. No se puede hacer más. Mañana vendré a verla de nuevo.
Acompañado por Giovanni el doctor se dirigió hacia la salida dejando a las mujeres con su silencio.
–Lo sabes mejor que yo ―le dijo cuando estuvieron en el umbral ―no se puede esperar mucho. En estos últimos tiempos he visto morir en pocos días a gente muy joven que rebosaba salud. Esta es la última tragedia de la guerra. Quizás ha sido justo esta la guerra que hemos combatido en casa. Valor. Nos vemos mañana.
Se despidieron con un apretón de manos. A Giovanni se le había encogido el corazón por la preocupación. Marinucci lo había visto nacer a él y a sus hijos, era un viejo médico que había desarrollado su trabajo con dignidad, sufriendo con los medios limitados que la medicina ponía a su disposición. En aquellas pocas palabras habían aflorado el cansancio y la desesperación de quien no consigue ya soportar la carga de tanto dolor que, sumado al lastre de los años, estaban convirtiéndose en un fardo tan pesado que le obligaría a jubilarse.
La epidemia había sido terrible y había golpeado por igual niños, jóvenes y ancianos. Habían muerto en el pueblo tanto que no había cajas para enterrarlos y los cadáveres eran llevados al cementerio en un carro y depositados bajo tierra. Se había abatido como algo horrible y oscuro sobre la población ya duramente castigada por los años de guerra. Familias enteras habían sido diezmadas. Sólo algunas semanas antes habían muerto, en el arco de pocos días, dos hermanas muy jóvenes y el dolor de la madre, entre otros muchos, había conmocionado a todos los ciudadanos.
La mente de Giovanni fue atravesada por estos pensamientos y su peso pareció recaer de repente sobre sus hombros. Luchó consigo mismo para intentar alejarlos y recuperar un poco de esperanza que le permitiese volver a entrar en casa y difundir un poco de ésta entre los otros.

Capítulo X Ada
Los días siguientes estuvieron repletos del ir y venir de las mujeres que se turnaban para asistir a la enferma.
Las condiciones de Ada empeoraban. La fiebre muy alta no le daba tregua y en poco tiempo su hermoso cuerpo se había consumido tanto como para no ser reconocido. Habían llamado a Lucia para que ayudase en casa. Se ocupaba de los más pequeños mandándoles a menudo fuera, aunque los días días eran demasiado fríos. Si Antonino y Clara, conscientes de lo que estaba sucediendo, se movían silenciosos entre los adultos, los gemelos intentaban enseguida sacarse de encima la tristeza que advertían dentro de los muros de casa. Bastaba que saliesen para volver a su vitalidad y despreocupación. A ellos se les unía Andrea ya que la madre, no teniendo a nadie con quien dejarlo, lo llevaba consigo cuando iba con los Barrieri, y esto se convertía en motivo de vivacidad adicional. Por la noche, más cansados de lo normal por los juegos al aire libre, eran mandados a dormir más temprano.
Durante la noche las mujeres se alternaban en el lecho de la enferma. Intentaban aliviar su sufrimiento poniendo en la frente paños húmedos. La fiebre la devoraba y en los últimos dos días los estertores de su respiración parecían expandirse por el aire, agigantase y llenar toda la casa. La muerte de Ada dejó el tremendo vacío de las muertes inesperadas y un sentimiento de incredulidad. El hecho, tan imprevisto y trágico, obligó a los adultos a convivir con el pensamiento de la precariedad de la existencia. Este sentimiento, unido al cansancio y a la consternación, vaciaba sus cuerpos de toda energía. Giovanni daba vueltas por la casa sin decidirse a volver a trabajar, María pareció en pocos días envejecer años, silenciosa y muy delgada en su vestido negro. Giulia, de repente, había tomado el toro por los cuernos y se había encerrado en un silencio doloroso y eficiente. Cuando comprendió que no había nada más que hacer, había cambiado inmediatamente de actitud. Sin tener en cuenta ningún tipo de consideración, a la que, a hechos consumados, tendría todo el tiempo para dedicarse, organizó la vida de la familia de manera que pudiesen sobrevivir todos de la mejor manera a aquellos días de tempestad. Hablaba muy poco e incansablemente, día y noche, siguió cada instante de la enfermedad. María y los otros seguían sus órdenes, como marineros que, en situación de peligro, reconocen en el capitán, no a aquel que da las órdenes, sino al único en que poder confiar completamente.
Los chicos habían reaccionado de distinta manera ante la noticia de la muerte. Antonino había llorado mucho y, perdido en su dolor, se había refugiado muchas veces entre los brazos de la madre y de la tía. Nunca había entrado en la habitación de la enferma y tampoco ahora, después de muerta, quería verla. Clara se había quedado casi apartada. No preguntaba nada. Miraba a su alrededor cada vez más silenciosa, que se encerraba todas las tardes en su habitación, olvidada por todos, para salir sólo cuando el hermano iba a verla para buscar compañía y consuelo, y juntos bajaban a comer.  A la pregunta del padre de si quería despedirse por última vez de la tía, había respondido que sí. Con él de la mano se había acercado al lecho en el que el cuerpo de tía Ada reposaba ya sin vida, vestida como la había visto en los días de fiesta, con el chal negro en la cabeza y el  rosario entre las manos. La observó durante un rato y pensó que parecía de cera, la nariz delgada y el cuerpo suave, siempre dispuesto para un abrazo cálido, ahora rígido y hostil. Advirtió su alejamiento y Giovanni sintió que la mano encerrada en la suya era recorrida por un ligero temblor nervioso. Le rodeó los hombros y la acercó  hacia él, intentando protegerla de aquel dolor que por primera vez, sin lágrimas, le rompía el alma. La hizo salir de la habitación manteniéndola apoyada a su pierna y ella pudo advertir el olor cálido que la consolaba imperceptiblemente.

Capítulo XI Preocupaciones
En el funeral no había mucha gente. El miedo al contagio flotaba en el aire y muchos debían volver de la guerra. En la iglesia, sentadas en los primeros bancos estaban sobre todo las mujeres, vestidas de negro con grandes pañuelos oscuros que cubrían sus cabellos. Unos poco hombres permanecían en el fondo, en pie, con los sombreros en la mano. Antes de que el féretro saliese de casa había vuelto Rudi. Se había enterado de la noticia a través de Fosco, con quien se había hospedado los días siguientes al fin de la guerra. Se había marchado enseguida y el amigo no había querido dejarlo solo así que lo había acompañado hasta Viterbo.
Giulia se lo encontró en el umbral de la puerta.
–Rudi… has llegado a tiempo…
–Giulia…
Se abrazaron con fuerza, en silencio y durante un instante ella pensó que aquel ya no era el muchacho que había partido unos años antes.
–He traído conmigo a Fosco… estaba en su casa… fue allí donde el ejército me ha comunicado la noticia… había dejado su dirección…
–Has hecho bien… no sabíamos cómo encontrarte y…
–Giovanni…
Rudi se acercó al cuñado que estaba bajando las escaleras de las habitaciones y se intercambiaron un apretón de manos que no necesitaba de las palabras.
–¿Los niños y María están bien?
–Sí, están bien ―respondió Giulia ―Ya se han ido a la iglesia. Queríamos evitar que vieran…
–Es mejor así, es mejor así… Perdona, Giovanni, no te he presentado todavía a Fosco Frizmaier…
Un poco alejado Fosco observaba la escena de la que era espectador, a la espera de poder formar parte de ella. Bien abrigado en su gran gabán negro parecía todavía más alto y más delgado. El apretón de la mano delgada en el momento de la presentación le pareció a Giovanni vigoroso y sincero. Giulia advirtió su mirada indagadora cuando se inclinó hacia ella para saludarle.
En la iglesia los sobrinos habrían querido estar con Rudi y a Antonino se le había escapado una sonrisa y un brillo de alegría le había atravesado los ojos. Había sido suficiente la mirada elocuente de la tía para disuadirlo de hacer nada más.
Por la noche se reencontraron todos a la mesa. Extenuados por el dolor y las fatigas de una larga jornada los niños fueron enseguida a la cama. Los tres hombres permanecieron sentados hablando mientras Giulia y María ponían en orden la cocina.
Fosco había estado silencioso durante buena parte de la cena, casi arrepentido de haberse querido confundir en aquel sufrimiento tan privado pero Rudi y Giovanni habían conseguido incluirlo en su conversación y sólo entonces, también Giulia, había parado de estudiarlo. Durante toda la comida había sentido una pequeña incomodidad cada vez que intuía su mirada posarse en cada uno de ellos, una violación inconsciente de la intimidad familiar. Advertía, no sólo la curiosidad normal de un extraño sino también el deseo de penetrar a fondo en cada uno de ellos, casi como pidiendo confirmación de una convicción precedente.
María tenía un color terroso y el vestido negro resaltaba la palidez violácea del rostro. Se había quedado encerrada en sí misma, aislada de los otros, buscando con los ojos a la cuñada para que le diese instrucciones de cómo comportarse. Nada de lo que se dijo pudo atravesar su dolor.
–Nos vamos arriba, si no os importa .
Había sido Giulia la que había hablado por las dos. Fosco se levantó para despedirlas y todos les desearon una buena noche después de días y días de fatiga.
En cuanto los hombres se quedaron solos en la gran cocina, ahora ya silenciosa, el tono de la conversación cambió, como si hasta ese momento hubiesen querido evitar a las mujeres el peso de sus preocupaciones.
Después de unos minutos de silencio, casi en voz baja, Giovanni dijo:
–¿Qué se dice en Milano sobre este armisticio?
–Bueno… por ahora hay sólo entusiasmo por el fin de la guerra ―respondió Rudi.
–Sí, es verdad. En Villa Giusti ha terminado una larga pesadilla.
–Debemos prepararnos para grandes cambios ―dijo Fosco
–¿En qué sentido? ¿Qué cambios? ¿No hemos vivido ya bastantes? ―Giovanni se había dirigido al joven que, de repente, se había convertido en más atento y serio.
–No volveremos a ser ya los mismos. No hablo de nosotros que hemos vivido la guerra en las trincheras, sino de toda la sociedad.
–Y yo que había pensado que había ido a liberar Trento y Trieste… ―dijo con tranquilidad Rudi.
–Tú, como tantos otros muchachos ―respondió Giovanni, casi como queriendo consolarlo.
–Nadie, la haya querido o no, habría pensado nunca en una guerra de tan vastas proporciones. Nunca había ocurrido nada así en la historia. Millones de muertos… millones… pensadlo, millones de muertos y de inválidos ―Fosco parecía que estaba hablando consigo mismo,. ―Los Estados Unidos, que entran en una guerra europea con toda su potencia económica… mundos tan distintos que se tocan. Quién sabe cuáles serán las consecuencias…
–¿Y lo que ha sucedido en Rusia? ¿Os dais cuenta a que tipo de revolución hemos asistido? ―añadió Rudi.
–Es verdad, parece como si no hubieran transcurrido tres años sino un siglo…
–Esta alteración transformará la manera de ver el mundo, cambiará nuestra existencia… vosotros en el pueblo quizás no habéis sido del todo conscientes… para vosotros la vida ha permanecido la misma y la guerra ha traído sólo dolor, sin cambiar mucho las cosas. Pero en la ciudad ha sido distinto. Muchas mujeres han hecho el trabajo de los hombres y no se vuelve atrás. Será esto y otras muchas cosas lo que hará cambiar nuestros valores, nuestras costumbres…
Giovanni escuchaba en silencio. Por las preocupaciones de los dos jóvenes, por primera vez, parecía entender que estaban sólo al comienzo de un nuevo mundo, nuevo y lleno de incógnitas. Casi se sintió viejo. Más que viejo, se sintió anclado a un tiempo que ya no sería el mismo y que le podría fácilmente escapársele de las manos. Vio a sus hijos proyectados hacia un futuro desconocido y, como cualquier padre, tuvo miedo de no conseguir protegerlos bastante.
Rudi y Fosco se fueron unos días después. Ahora ya Rudi había decidido mudarse a Milano. Fosco le ayudaría a encontrar un trabajo en su mismo periódico.

Capítulo XII 1919
El piso de Fosco era pequeño, eternamente en desorden. Bastaba muy poco para que platos y vasos llenasen de repente la cocina, elevada por dos escalones con respecto al resto de la casa. El escritorio, repleto de papeles, enorme en comparación con el resto del mobiliario, había sido movido hasta debajo de la ventana del salón y su lugar ahora lo ocupaba una cama para el nuevo huésped. Fosco había insistido en cederle la única habitación, de todas formas, él dormía muy poco.
–Mira que con todo el follón que hay te arriesgas a que por la noche, en la oscuridad, te caiga encima. Mejor ponte en un lugar seguro.
Rudi había permanecido inflexible.
En efecto Fosco dormía muy poco. En las noches más cálidas permanecía durante horas asomado a la ventana fumando, espiando la vida de una Milano nocturna donde, de vez en cuando, un borracho silencioso se dejaba caer al suelo cerca de una farola para levantarse a duras penas farfullando frases incoherentes. Mujeres con vestidos vistosos y escotados pasaban riendo demasiado alegremente, cogidas a hombres de cualquier edad que se paraban para estrecharlas en abrazos lujuriosos y besarlas en el cuello. A Fosco le bastaba un gesto, una palabra dicha en el silencio piadoso de la noche,  para encontrarse imaginando la vida de desconocidos peatones, seguir sus pensamientos y las costumbres en la sordidez de sus casas o en la cotidiana respetabilidad de una existencia burguesa.
Los susurros de la ciudad nocturna, llenos de humedad, entraban en la habitación y la impregnaban de una extraña melancolía que se mezclaba con el humo de los cigarrillos. Hasta que el malestar que lo asaltaba se convertía en intolerable. Entonces cerraba la ventana para mantenerlo fuera.
Sólo con las primeras luces del alba la ciudad comenzaba a cambiar. Las puertas de las casas se abrían y se cerraban suavemente. Hombres y mujeres salían perezosos para ir al trabajo, en una promiscuidad de obligaciones impensables antes de la guerra. Quienes se conocían hacían un gesto de saludo con la cabeza, los otros se rozaban sin mirarse, todavía con las sábanas pegadas y soñolientos. A menudo era a aquella hora que Fosco se iba a la cama para despertarse poco después, reposado como si hubiese dormido toda la noche. Otras veces el amanecer llegaba de repente, casi por sorpresa, y lo encontraba absorto escribiendo.
Rudi había aprendido a conocerlo y no quería que renunciase a sus costumbres. Por esto habían llevado otra mesa a la habitación para que se convirtiese en el nuevo escritorio de Fosco sobre el que pasar las largas noches de insomnio.
Fosco no tuvo que insistir demasiado en el periódico para que contratasen a su amigo. Necesitaban gente joven dispuesta a seguir los acontecimientos acelerados que conmocionaban a la ciudad. Rudi se había presentado como un muchacho apropiado para seguir la crónica ciudadana. El nuevo trabajo le hacía estar todo el día recorriendo la ciudad y por la noche, en casa, comentaban juntos los acontecimientos cotidianos, cada vez más preocupados por el clima de agitación que repercutía sobre la ciudad.
–Hoy he visto a un grupo de mujeres que protestaban delante de un horno. Gritaban que el pan no puede costar cuatro veces más que hace cuatro meses. El panadero  ha tenido miedo y ha cerrado la tienda.
–Desde el fin de la guerra la vida se ha complicado. Con la paz no ha vuelto la normalidad que habíamos esperado. Demasiados descontentos, demasiadas promesas no mantenidas. Temo que este clima de exasperación nos traerá lo peor.
–Por todas partes encuentras grupos de gente que habla de salarios que disminuyen, del coste de la vida que ha aumentado de manera desproporcionada, de los nuevos impuestos y de que, quien ha vuelto del frente después de tanto tiempo, ya no tiene su puesto de trabajo.
–Debemos esperar muchos y nuevos cambios sociales, Rudi, muchos y nuevos.
–Ayer he pasado al lado de la sede de ese nuevo movimiento.
–¿Cuál?
–Los bandas[6 - Nota del traductor: En italiano, fasci. De esta palabra proviene fascismo.] italianas de combate.
–¿Has visto algo raro?
–No, pero he tenido la impresión de que el enfrentamiento entre grupos distintos no tardarán en manifestarse.
–Si no se encuentran rápidamente soluciones aceptables para todos, si este descontento continúa a ser infravalorado, tengo miedo de que nos traerá consecuencias difíciles de contener.
En Milano los trabajadores de la industria, de la agricultura, los comerciantes, cada vez más a menudo se unían para manifestar las dificultades que el Estado parecía ignorar. Casi a diario se asistía a peleas más o menos violentas entre grupos de facinerosos nazis y socialistas. Era una sucesión de manifestaciones y mítines que fácilmente degeneraban en violencia y la población, desde los más ricos hasta los más desesperados, vivía en un estado de grave descontento, tanto en la ciudad como en toda Italia.
Fosco y Rudi se habían levantado temprano. La luz de mediados de abril se filtraba apenas desde las ventanas. La jornada se anunciaba larga e intensa. Aquella mañana estaba prevista una huelga general promovido por el Partido Socialista después de los encontronazos con la policía de dos días antes. Un obrero había muerto y otros muchos habían sido heridos.
Fosco, al lado del fogón, preparaba un café fuerte, el primero de una larga serie.
–Estoy preocupado ―dijo Rudi. ―Basta un grupo de infiltrados en la manifestación para que todo degenere.
–Con lo que sucede diariamente en la ciudad debemos estar más que preocupados ―respondió Fosco apretando de manera desproporcionada la cafetera. Había conseguido, no se sabé como, un saco de café auténtico, valioso sustituto de aquel sucedáneo que ya circulaba desde hacía años.
La preparación matinal era cuidadosa, casi meticulosa. Permanecieron en silencio, absortos en sus propios pensamientos, escuchando el ruido del agua que comenzaba a bullir. Fosco dio vueltas a la cafetera de manera cuidadosa. Rudi sonrió por tanto trabajo. Un fantástico aroma de café invadió la pequeña cocina.
–¿Piensas que los nazis renunciarán a la contra manifestación?
–No creo ―respondió Fosco ―está la anulación del desfile pero me temo que no todos están de acuerdo. Verás como alguien se manifiesta de todas formas. Incluso contener a los más facinerosos entre los socialistas no será fácil.
Un nuevo silencio invadió la habitación. Con los ojos mirando fijamente a las tazas vacías los dos amigos se quedaron inmóviles reflexionando.
Fue Fosco el primero que interrumpió su monólogo interior.
–¿A dónde te manda hoy el periódico? ―preguntó.
–Estaré en el centro espiando el estado de ánimo de la multitud… ¿y tú?
–Yo voy a seguir el mitín en la Arena.
–¿Nos vemos en el periódico esta noche?
–Llegaremos tarde esta noche…
–Sí, se nos hará tarde ―respondió Rudi.

Capítulo XIII En el periódico
Los temores de Fosco y Rudi se revelaron fundados.
A pesar de los llamamientos de los oradores para disolver de manera pacífica la concentración, una facción extremista se dirigía hacia el centro de la ciudad.
Rudi se encontraba en la Piazza del Duomo cuando llegaron los primeros nazis. La mayoría eran jóvenes estudiantes y alumnos cadetes del ejército que estaban nerviosos por comprender lo que tenían que hacer. La policía los controlaba intentando evitar acciones violentas. El grupo se movió. Rudi lo siguió durante todo el trayecto. En Piazza Cavour se unieron otros manifestantes. Los más escandalosos gritaban Al Duomo, al Duomo y toda la multitud se agitaba ante la alternancia de noticias contradictorias.
Un compañero, atemorizado por el desarrollo de los acontecimientos, le había avisado que sobre el mismo lugar estaba convergiendo el desfile socialista.
–¡Ya llegan, ya llegan! ―le había gritado nervioso.
–¿Quiénes?
–Los otros, los otros…
–¿Dónde?
–Desde allí, desde allí, desde vía Mercanti…
Se estaba cumpliendo lo que Rudi temía. La misma policía, a pesar de los refuerzos, no conseguía dispersar a los manifestantes. La confrontación fue inevitable.
Cachiporras, piedras y tiros de armas de fuego dejaron sobre el terreno numerosos heridos y un muerto. Rudi intentaba mantenerse a una cierta distancia de los desordenes sin perder de vista los acontecimientos.
Al término de los enfrentamientos más duros, después de que los nazis tomasen la delantera, los ánimos no se aplacaron y la multitud vociferante se dirigió esta vez hacia la sede del periódico en el que Rudi y Fosco trabajaban.
Lo que sucedió afuera y dentro del periódico fue terrible. Para los mismos periodistas fue difícil contar la crónica de aquellos momentos de excitación.
Sólo al día siguiente los dos jóvenes se dieron cuenta perfectamente de la gravedad de la devastación que había tenido lugar: una auténtica destrucción sistemática, efectuada con golpes de maza y líquidos incendiarios que habían trastocado y destruido todo.
En casa Giovanni leyó la noticia en el periódico. Antes de comunicársela a la familia intentó ponerse en contacto con Rudi. Sólo de esta manera podría tranquilizar del todo a Giulia.
Fue el mismo Rudi quien contactó con él por medio del teléfono público. Después de haberle tranquilizado sobre su estado de salud, quedaron de acuerdo que en la próxima carta explicaría los sucesos de los que que había sido testigo directo.
La serie de noticias que a diario tenían que ver con episodios similares comenzaba a preocupar a Giovanni.
Incluso en el pueblo se habían formado pequeños grupos de diversa orientación que manifestaban de manera opuesta su descontento, pero los roces, a pesar de ser acalorados, no habían superado jamás el mero nivel verbal. Después de la muerte de Ada la vida familiar habían recuperado su orden y discurría sobre la vía de la cotidianidad hecha de trabajo y de pequeñas preocupaciones. Episodios de violencia como aquel de Milano no dejaban presagiar nada bueno. A las ansias de cada día se sobreponía la preocupación por un futuro incierto para todos.
Llegó la carta de Rudi. Contaba como la redacción podía continuar trabajando entre mil dificultades, de cómo estaba seriamente preocupado por la evolución de los acontecimientos en la ciudad en la que la formación de los Arditi[7 - Nota del traductor: En italiano, en el original. Los Arditi del Popolo (Escuadrones del pueblo) eran una organización antifascista italiana fundada en junio de 1921 para oponerse al auge del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini y a la violencia de los paramilitares Camisas Negras (squadristi).] de las bandas de combate, guiados por benito Mussolini, ganaba cada vez más adeptos.

Capítulo XIV 1925
Giulia se había levantado antes del amanecer y se movía por la cocina intentando hacer el menor ruido posible. Aún dormían todos. Era domingo y los chicos no debían ir a la escuela. Podían estar tranquilos en la cama todavía un par de horas.
La escuela.
Sonrió pensando como Antonino la soportaba. Dentro de pocos meses tendría el examen de selectividad y terminaría su tortura. Los años de la escuela superior habían sido para él un verdadero suplicio, los soportada en nombre de un deber impuesto al que no osaba rebelarse pero del que huía a la mínima ocasión. Lo veía bajar de su habitación  ceñudo cada vez que se paraba sobre los libros el tiempo razonable para hacer los deberes y volver, en cambio, alegre y vigoroso de un día en el campo, donde había desenvuelto la pesada tarea de un hombre. Habría podido aliviarlo de aquella fatiga impuesto por la familia. Cada vez que, malhumorado, subía las escaleras con los libros y cuadernos para encerrarse en la habitación a estudiar, ella encontraba mil excusas para entrar y hablarle o llevarle un trozo de dulce.
Clara, en cambio, parecía fastidiada por sus raras incursiones. La escuela había sido siempre un pasatiempo para ella. Le bastaba poco para aprender y conseguía hacer rápidamente y de la mejor manera todos los deberes. Giulia subía con algún pretexto sólo para comprobar cómo ocupaba su tiempo.
Cada vez que entraba en su habitación la encontraba dedicada a leer los libros que tomaba prestados de la biblioteca escolar y a la pregunta de rigor:
–Clara, ¿quieres que te traiga algo?
Seguía siempre la misma respuesta:
–No, gracias, dentro de un rato bajo.
Sus relaciones no habían mejorado. Giulia la había visto crecer con el orgullo de la madre por una hija que se convertía cada día en más hermosa y con la aprensión de quien intuye el invisible obstáculo que no permitía que a ella, como a ningún otro, cruzar el umbral para llegar hasta el fondo de sus pensamientos. La relación con el padre era aquella privilegiada de la infancia pero también la mirada de Giovanni había cambiado. Con sus dieciséis años Clara había salido para siempre del mundo cómplice que los había unido desde niña, y también él, que la habría querido proteger, al mirarla se había visto asaltado por mil miedos y celos. Era Antonino, ahora, el que con su espontaneidad la hacía reír a menudo. Había mantenido con ella, como con todos, una relación alegre sin complicaciones. Fuerte por ser mayor que ella y de complexión más robusta, en cuanto estaba a su lado la hacía reír con pequeños puñetazos y ligeros empujones que la hacían vacilar para luego susurrar al oído:
–¿Me haces los deberes para mañana?
–No, hazlo solo.
Él, superándola en altura, desde detrás la estrechaba con fuerza por la cintura y medía su fuerza levantándola en el aire e implorándole:
–¡Te lo suplico, te lo suplico, te lo suplico…! ―hasta que, haciéndola reír, la obligaba a ceder.
Con los gemelos Clara era muy paciente. Agnese y Luciano mientras creían habían mantenido su vínculo exclusivo que les había convertido, desde que eran pequeños, en una entidad aparte, pero ahora, Agnese, ya adolescente, buscaba siempre la compañía de la hermana. Era feliz cuando ella podía dedicarle un poco de su tiempo.
–Buenos días, Giulia.
La voz de María, aunque suave, la sobresaltó.
–Buenos días. ¿Ya levantada? Podías reposar todavía un poco
–No tenía sueño… ¿Todavía duermen todos?
–Sí, hoy es domingo, no hay escuela.
–Ah, ya… hoy es domingo… entonces, hay que hacer la pasta…
–Sí, dentro de un rato la preparamos. No te preocupes, todavía hay tiempo.
María, después de la muerte de Ada, ya no era la misma. El físico delgado se había curvado ligeramente como si el peso de aquel dolor fuese demasiado grande para sus hombros. Había cambiado, sobre todo, la expresión de su rostro. Parecía que había perdido también las pequeñas certidumbres que la habían sostenido siempre y que ahora, para cada cosa, dependía totalmente de Giulia. Esperaba confiada las indicaciones de la cuñada, mirándola como un niño observa a su maestra antes de iniciar una tarea, para comenzar diligentemente a desarrollar el cometido que le han impartido, en silencio. Respondía a las preguntas que le hacían, sin jamás dar su parecer o intervenir de manera espontánea en la conversación. Sólo Antonino, con sus pequeñas bromas, y Agnese, que de vez en cuando la besaba en una mejilla llamándola tiíta, conseguían hacerla sonreír. Giulia, a pesar de que no fuese mucho más joven que ella, la consideraba ya como una hija necesitada de directrices continuas.
Ya casi había amanecido cuando al fondo del camino apareció una figura envuelta en un mantón oscuro. Caminaba con rapidez, casi corría, mientras mantenía con los brazos cruzados el pañolón alrededor de la cintura. Giulia se paró a mirarla con la aprensión de quien, no esperando a nadie sobre todo a aquella hora, teme una mala noticia. La figura se acercó y reconoció a Lucia.
Desde la muerte de Ada Lucia trabajaba con ellos todas las mañanas. Giulia y María necesitaban ayuda y Lucia había crecido, prácticamente, en su casa, trabajando ya en el campo ya ayudando con pequeñas tareas. Su figura menuda no conocía un momento de respiro, amable y servicial, eternamente agradecida a quien, de esta manera, la había aliviado de la continua angustia de la supervivencia cotidiana. Vivía con su hijo Andrea, orgullosa de haberlo podido sacar de la miseria y de las privaciones en las que ella había vivido. A costa de grandes sacrificios lo había llevado a la escuela hasta los catorce años cuando sus coetáneos, a menudo analfabetos, ya desde muy pequeños eran obligados a acompañar a los adultos a los campos, hiciese calor o frío. Crecía bien su muchacho, serio y voluntarioso, que en verano, durante las vacaciones, era el primero en ir al campo y, si la veía más fatigada de lo normal, se apresuraba a desarrollar su tarea para ir a ayudarla, sin hacer caso del implacable sol de agosto.
–Está llegando Lucia… tan pronto… ¿cómo es posible?
Giulia pensaba en voz alta mientras miraba afuera desde la ventana. También María miró afuera y, movida por aquella incontrolable agitación que la asaltaba ante cualquier acontecimiento inesperado, siguió a la cuñada que se había ido a abrir la puerta antes de que llegase Lucia.
–Buenos días, señora.
Muchas veces Giulia le había dicho que no la llamase con aquel apelativo hasta que había comprendido que era la misma Lucia la que se sentía a gusto manteniendo una relación de afectuosa distancia.
–¿Cómo tan temprano? ¿Ha sucedido algo?
El rostro delgado y severo de Lucia estaba tenso y atemorizado. La cogió por un brazo y la guió silenciosamente hacia la cocina. Después de que se hubiese sentado, bajo la mirada preocupada e inquisitiva de las dos mujeres dijo:
–Esta noche ha sucedido algo…
–¿El qué?
–Una cosa muy mala.
–Sí, pero qué cosa… ―la mente de Giulia en un momento había recorrido cada posible itinerario y se había parado ante un terrible pensamiento.
–No, no, señor, Andrea no… ―rezó casi paralizada.
–Han entrado en casa del doctor…
–¿Qué doctor… Marinucci?
–Sí, el doctor Marinucci.
–¿Quién ha entrado, Lucia? … habla.
–Ellos… los fascistas… han desfondado la puerta… han golpeado al doctor y antes de irse han incendiado su estudio.
Giovanni, alarmado por los insólitos ruidos, había bajado y desde las escaleras había escuchado todo.
–¿Cómo? ―dijo volviéndose hacia Lucia aunque hubiese entendido perfectamente.
Fue Giulia la que respondió.
–Han entrado en casa del doctor Marinucci…
–¿Cómo está el doctor? ―la interrumpió.
–Yo no lo he visto. Han subido a su casa Andrea con Cencio della Menna y Carlone, para ayudarlo. Han dicho que tenía un labio partido y se lamentaba.
–Voy con ellos ―dijo Giovanni y en un momento estuvo fuera de casa.
–Ten cuidado, por favor.
Las palabras, tantas veces repetidas, esta vez ni las escuchó.
Cuando volvió era casi la hora de comer.
Giulia oyó llegar la carreta antes incluso de verla. Había estado toda la mañana esperando aquel sonido, moviéndose mecánicamente en el interior de la casa, con los ojos continuamente vueltos hacia la ventana. Los muchachos habían intuido su nerviosismo pero sólo Antonino se había atrevido a pedir una explicación:
–¿Algo va mal, mamá?
Ella le contó lo que sabía.
–Voy al pueblo ―había sido la reacción del chaval.
–Tú no te mueves de aquí.
La respuesta tenía el tono perentorio de quien no acepta réplicas y Antonino comprendió que cualquier otra insistencia habría complicado la situación.
El trote veloz del caballo los hizo salir corriendo. Con Giovanni venía también Andrea y el aire atemorizado del muchacho iba parejo con aquel preocupado del hombre.
–¿Y bien… cómo está el doctor… qué ha ocurrido…?
–Marinucci está en la cama. Se ha asustado mucho y está dolorido. Lo han agredido hacia las dos de la madrugada. Ha dicho que había oído llamar a la puerta, se levantó pensando que alguien lo necesitase y se ha encontrado de frente con cuatro hombres que no conocía. Lo han empujado dentro de la casa y han comenzado a golpearle con patadas y a puñetazos gritando: Maldito subversivo, ahora aprenderás. ―Se quedó en el suelo aturdido y los ha escuchado ir hacia la habitación de abajo donde tiene su estudio. Han roto todo, luego le han pegado fuego y se han escapado. Ha tenido suerte de que los ruidos han despertado a Carlone que habita cerca. Ha corrido enseguida y ha conseguido apagar el fuego, luego ha llamado a Andrea y a Cencio para que le ayudasen a llevar a la cama al doctor.
–¿Pero por qué lo han hecho? Marinucci es un anciano que vive solo y que siempre ha hecho el bien a todos. No hay nadie en el pueblo que lo quiera mal.
Las palabras ahogadas por el ansia salían a duras penas y Giulia hablaba estrujando nerviosa el delantal entre las manos.
–Giulia, Giulia ―dijo Giovanni con un tono de desesperación en la voz ―ya no vale ser buenos o malos… ya no sé lo que es importante… ¿entiendes?… ¿Qué es importante?
Una pregunta a la que nadie supo responder.
En los días sucesivos las condiciones del doctor parecieron mejorar. Consiguió levantarse y estar sentado por lo menos un poco en la butaca cerca de la cama. Cada vez más encerrado en un penoso aislamiento, no hablaba, ni una palabra ni un acusación por los asaltantes ni de agradecimiento por quien estaba a su lado, los ojos fijos en el suelo como queriendo olvidar el mundo que le rodeaba.
Se fue así, en un silencio amargo que ni siquiera todos los recuerdos de su vida consiguieron vencer.
Lo que había sucedido es que Marinucci veía en Roma a un viejo compañero de estudios con el que había mantenido una relación de fraternal amistad. Era un estimado profesor universitario que había rechazado tener el carné del partido y no escondía su abierta crítica con respecto a las nuevas leyes excepcionales aprobadas por el régimen. Ahora ya, en los umbrales de la jubilación, debido a esto había quedado relegado de su puesto y se había ido de la universidad sin renunciar a la oposición contra el sistema. Muchas veces amenazado, desahogaba toda su rabia y su desilusión hablando con el viejo compañero, personalmente o por teléfono, sin imaginar que estuviese bajo control. Esta había sido la culpa de Marinucci: compartir las ideas y los actos de quien se atrevía a objetar.
De esta manera Giovanni había sabido que todas las redes telefónicas, todos los puestos públicos, estaban controlados y que de los raros abonados privados se debía saber quién era, cómo actuaban y a qué partido pertenecían.
El dolor por la muerte de Marinucci, que tanta felicidad e inquietudes había compartido con su familia, se hizo más grande por la preocupación. Desde hacía poco tiempo también en su casa había un teléfono. Había sido Giulia la que había insistido.
–… así Rudi puede llamar cuando quiera desde Milano.
Ahora eso que parecía un milagro de la técnica se estaba transformando en un peligro, también porque Rudi no escondía su firme oposición al régimen.

Capítulo XV En Milano
―De ahora en adelante es necesario tener más cuidado.
–¿Más cuidado, por qué, Rudi, a lo que se escribe? ¿Con lo que se escucha? ¿A cómo se habla? ¿En lo que se piensa? ―Fosco hablaba con rabia.
–No… no… no quería decir esto… decía… mirar a nuestro alrededor con más cautela…
–¿No crees, por el contrario que, lo que ha sucedido, pueda marcar un giro, que se deba incitar a actuar de otra manera, a participar más directamente en los acontecimientos y no sólo a describirlos?
–Fosco ¿por qué crees que no es suficiente? ¿No es ya ésta una forma de combatir? ¿No es éste un modo de actuar?
Los dos amigos, sentados en la trattoria de siempre, en un rincón, hablaban en voz baja. Habían escogido una mesa alejada de oídos indiscretos, una pequeña mesa para dos pegada a la pared, lo más distante posible de los pocos clientes. Esperaban a que Totò trajese las viandas. El rostro de Fosco estaba ceñudo, los ojos bajos mirando fijamente a un punto indefinido del mantel. Con los codos apoyados mantenía las manos juntas delante de la boca y las palabras salían con dificultad, fruto de un pensamiento largamente meditado.
–No lo sé, Fosco, no lo sé… ―continuó Rudi ―creo que tú tienes razón… quizás no basta ya definirse en contra… quizás es necesario actuar contra…
–Rudi, escucha…―de repente el rostro de Fosco se había animado y, curvando el pecho hacia delante, se había acercado más al amigo. ―Escucha ―repitió ―En estos últimos años hemos visto cambiar a la sociedad… a mejor… a peor… para unos sí, para otros no… no lo sé, depende… pero de lo que estoy convencido es de que, si hay alguien que quiere matar mi pensamiento, es porque tiene miedo de este pensamiento y si tiene miedo es porque en su mundo no hay lugar para todos, sino sólo para algunos. Lo que ha sucedido esta mañana en el periódico me da miedo por mí, por ti, pero aquello por lo que todos somos amenazados mi aterroriza todavía más, porque no me ofrece seguridad con respecto al futuro.
Rudi escuchaba en silencio, los brazos cruzados sobre la mesa con las manos cerradas en un puño. Vio subir de la cocina a Totò y por un momento le sonrió.
–¡Aquí está, buen provecho!
El rostro del tabernero, abierto y cordial, disipó por un instante incluso los pensamientos de Fosco que se enderezó en la silla y acogió el plato humeante con un Gracias, Totò.
Durante unos minutos los dos amigos comieron en silencio, luego, después de haberse servido un abundante vaso de vino. Fosco volvió a hablar:
–¿Has comprendido lo que quiero decir?
–He comprendido y no sé si hacerte caso… veo todos los días que le situación empeora… ahora ya quien se opone tiene miedo de acabar como Matteotti y muchos se marchan…
–¡Es eso lo que quieren! ¡Expulsarnos, reducirnos al silencio! Esa calavera que hemos encontrado esta mañana dibujada en la puerta del periódico dice esto: ¡cuidado, estáis siendo controlados y vuestra vida no vale nada para nosotros! Lo que quieren es nuestro silencio, ¡el silencio o el consenso servil de la prensa!
–¿Qué más se puede hacer sino continuar defendiéndonos?
–No dejarán que lo hagamos, ya lo verás. Es demasiado fácil para ellos. ¿Cuánto piensas que podamos todavía resistir? Dentro de poco nos reducirán al silencio como ya han hecho con los otros y entonces la batalla estará perdida.
Rudi miró con aprensión al amigo y después de unos momentos de duda, dijo:
–¿Qué te propones hacer?
Fosco guardó silencio. Había comido muy poco. Alejó el plato hasta el centro de la mesa, bebió un sorbo de vino manteniendo la mirada baja murmuró:
–No lo sé, realmente no lo sé. Debo pensar sobre esto… debo pensarlo.

Capítulo XVI En casa
―Giovanni, ¿qué ocurre?
La pregunta le había cogido por sorpresa y a Giulia no se le escapó un ligero sobresalto. La casa estaba silenciosa con los chicos en la escuela y María encerrada en las habitaciones de arriba.
Giovanni estaba quieto y miraba afuera desde la gran ventana de la cocina. El campo en diciembre estaba vacío, endurecido por el viento tramontano. Con las faenas casi paradas había poco que hacer. Por la mañana podía demorarse en casa y salir sin prisa. Giulia, antes de hablar, se había parado un instante para observar la figura cargada por los años, los cabellos con alguna cana y las espaldas un poco curvadas. Una gran ternura la había invadido, parecida a aquella que sentía cuando observaba a sus hijos dormir cuando por la noche entraba en sus habitaciones y los acariciaba con los ojos para no despertarlos.
–¿Qué ocurre? ―le repitió.
Había angustia en su voz. Entre ellos nunca había sido ella la que había hecho preguntas. Giovanni sabía hablarle facilidad de cualquier cosa y a ella le bastaba con escucharle para comprender todo. Ahora advertía detrás de su silencio una inquietud que no conseguía entender, especialmente amenazadora porque era indescifrable.
Después de unos minutos Giovanni respondió.
–Pienso en el doctor… en cómo lo han matado.
–Es por el doctor ―pensó Giulia ―Es desde entonces cuando las cosas han cambiado.
–Ha sido terrible para todos, Giovanni, para todos.
Se le acercó hasta tocarlo. Lo acarició en un brazo y sintió que su tensión no había desaparecido.
–No es sólo esto ―pensó.
No se equivocaba con sus intuiciones. Buscó las palabras que pudiesen hacerlo sentir cómo sería más fácil ayudarle si ella hubiese comprendido sus pensamientos hasta el fondo. Luego, de repente, ya no hubo necesidad de esta explicación y advirtió también en ella el peso de la preocupación que lo atormentaba.
Fue ella la que habló primero.
–Los tiempos son difíciles… hay decisiones que se deben tomar que no nos competen sólo a nosotros…
Como un ovillo hasta este momento inextricable que después de un solo movimiento casi de repente se desenreda, de esta manera Giovanni sintió que podía comunicar su dolor.
–Giulia, es la primera vez en toda mi vida que no sé qué hacer. Tu hermano habla libremente de sus ideas y yo me he enterado de que los teléfono están siendo controlados. He visto lo que han hecho a Marinucci y tengo miedo por vosotros.
No había ya un motivo para esconderlo y ahora las palabras salían de manera apasionada. Giulia lo veía tantear, sin encontrar un apoyo, en busca de una solución que pudiese aliviar su angustia.
–Dentro de unos días es Navidad y Rudi regresa a casa ―dijo ―Hablaremos sobre esto con él, le pediremos que sea más prudente, que evite explicar sus opiniones por teléfono…
–Ya lo he pensado ―respondió Giovanni ―y es por esto que en los últimos tiempos he evitado hablarle.
–Esperemos todavía unos días, luego veremos cómo actuar. Rudi lo entenderá, verás como lo entenderá.
El ligero chirrido de la puerta los hizo volverse. Era María que, silenciosamente, había bajado las escaleras y había entrado en la cocina.
Faltaban pocos días para Navidad y en casa había la agitación de todos los anos, con los chicos que vagabundeaban por las habitaciones a la espera de la fiesta.
Esperaban sobre todo al tío Rudi que, desde Milano, llegaría con su carga de noticias y de regalos. Antonino y Clara advertían la extraña inquietud de los adultos y, cada uno a su manera, intentaba mantenerla alejada. Antonino entraba en la cocina a todas horas y, robando con descaro los dulces que la madre y la tía estaban preparando, bromeaba con ellas consiguiendo siempre hacerlas sonreír. Clara sentía el peso de una ansiedad que todos, por cariño hacia los otros, intentaban disimular y por su parte se esforzaba por estar mas disponible, luchando para no escapar arriba y encerrarse en la habitación dejando afuera al resto del mundo. Tampoco esto, lo sabía bien, habría bastado y el buscado aislamiento no habría hecho otra cosa que intensificar su desazón. Mejor esforzarse intentando participar en los pequeños hechos cotidianos que preparaban para la fiesta.
Para los gemelos era distinto. Con trece años su Navidad estaba hecha de vacaciones, de libertad, de regalos y de buena comida. El mundo externo apenas comenzaba a mostrarse ante sus ojos, difuminado, marginal con respecto al propio ser que todavía ocupaba todo el espacio dentro y fuera de ellos.
La llegada de Rudi se esperaba durante la noche.
Había telefoneado la noche anterior diciendo que no se preocupasen porque desde Viterbo tomaría el autobús de línea para llegar al pueblo, así que Giovanni podía ahorrarse el viaje. No estaba todavía completamente seguro pero, había añadido, a lo mejor Fosco llegaba con él, dado que tenía que hacer unas gestiones en Roma. Giovanni se había alegrado. Giulia no había escondido una cierta incomodidad. Tenía tantas cosas de las que hablar con Rudi, esperaba poder compartir algunos días de intimidad y  pensaba que Fosco le quitaría un tiempo muy valioso para sus conversaciones. Visto que la noticia no estaba todavía confirmada deseó que en el último momento sus planes pudiesen cambiar.
No fue así.
A la noche siguiente Rudi y Fosco bajaron del autobús de línea con paquetes y paquetitos.
Estaban Antonino y los gemelos esperándoles. No había sido posible de otra manera. Luciano y Agnese habían sido inflexibles: si no tenían su puesto en la carreta se irían a pie hasta el pueblo y lo mismo harían a la vuelta. A Giovanni no le quedó más alternativa que dejar a Antonino guiar la carreta, de otra forma no hubiera habido sitio para todos.
Su llegada fue precedida por los gritos que decían en voz alta.
–… mamá… tía… ¡estamos aquí!
Salieron todos fuera de casa y la alegría por encontrarse disipó en Giulia el desagrado por la presencia de Fosco.
Clara se había quedado delante de la puerta. Esperaba que la emoción de los gemelos se debilitase para saludar al tío. Rudi la vio y se le acercó con los brazos abiertos.
–¡Clara!
La abrazó con fuerza, luego, manteniéndole las manos sobre los hombros, sin soltarla, la apoyó contra él y la miró asombrado:
–Ya eres mayor… y hermosa… ¡más que tu madre! ―dijo riendo para esconder el asombro por verla tan cambiada. Ella sonrió sin decir nada mientras Giulia se apresuró a recoger los paquetes y paquetitos y entrar en casa.
Durante la cena la euforia de los gemelos ahogó cualquier posible conversación. Varias veces Giulia les riñó pero Rudi y Fosco estaban divertidos por su entusiasmo. Todo el tiempo estuvo ocupado en responder a sus preguntas que Antonino solicitaba para convertirlos en más interesantes y, la cena, por primera vez desde hacía muchos días, se desenvolvió en una atmósfera de alegría que contagió a todos. Cuando Giulia decidió que era hora de irse a dormir, los hombres se quedaron solos. También Antonino permaneció con ellos y nadie tuvo nada que objetar.
El primero en hablar fue Giovanni.
–Gracias por haber venido, os esperábamos con ansiedad.
–Es Navidad, Giovanni, y es una fiesta que no se puede pasar lejos de la familia… hasta que se puede… ―añadió después de unos segundos de duda.
–Ya… hasta que se puede… respondió casi para sí mismo Giovanni.
La atmósfera de fiesta que los muchachos habían conseguido mantener durante la cena había desaparecido de golpe. Una sombra de preocupación, en un instante, había ensombrecido las miradas y Antonino, sentado al lado del padre, advirtió, de repente, el haber sido incluido en el mundo de los adultos, aquel del que, cuando se es un niño, se perciben los estados de ánimo sin comprender las razones.
–¿Qué le ha sucedido a Marinucci?
La pregunta de Fosco, directa y esencial, señaló la razón de su visita. Quería conocer qué estaba ocurriendo en la provincia, cuáles eran las consecuencias de aquel laberinto de acontecimientos que en Milano pasaban con tanta velocidad que eran difíciles de interpretar, como vistos a través de unos prismáticos rotos, tan cercanos que parecen desenfocados.
–Ha sucedido que… Giovanni contó lo que sabía y había visto con sus propios ojos―… y esto ―dijo volviéndose a Rudi ―me preocupa, es más, me angustia porque ahora ya vivo con miedo de lo que nos pueda suceder a todos nosotros ―continuó mirando un instante a Antonino.
En el silencio general, manteniendo la mirada baja, continuó:
–Lo siento, Rudi… lo siento mucho…
En voz baja, Rudi dijo:
–¿Qué es lo que sientes? No es culpa tuya lo que ha ocurrido…
Antonino observaba a Giovanni en silencio. La angustia, el tono de sus palabras  le hacían entrever un escenario no desvelado todavía por completo, más sombrío de como lo había percibido hasta el momento. Una angustia sutil y desconocida lo invadía lentamente, como si la fuerza que hace más ligera la juventud lo estuviese abandonando, convirtiendo su cuerpo en más pesado. No le era posible moverse, aplastado por aquella nueva realidad que se abría delante de él. A su padre, el fuerte e invencible padre que, más allá de toda consciencia, llenaba cada ángulo de su ser, lo veía ahora como un hombre confuso, incierto, con dudas, en busca de soluciones difíciles de encontrar. Los temores de Giovanni, confesados abiertamente de esta manera, lo llenaban con un horror jamás sentido y mientras él, el padre, parecía finalmente haberse liberado de un peso intolerable de soportar solo, Antonino advertía que, del mismo modo que sucede con los vasos comunicantes, había llegado también para él el momento en que su posición de hijo no bastaría ya para salvarle de las preocupaciones de las que había sido defendido hasta ese momento.
–¿También tú has recibido amenazas? ―dijo Fosco.
–Sí ―respondió Giovanni.
–¿Cuándo? ¿De quién? ―la voz de Rudi estaba alterada por la angustia.
–Hace una semana. Estaba en el campo cerca del bosque controlando los animales cuando he visto acercarse tres hombres. Estaba solo. Indudablemente han esperado a que estuviese solo y cuando he conseguido distinguirlos lo comprendí enseguida. A dos los conocía, son del pueblo. Dos facinerosos entre los primeros que abrazaron las ideas fascistas. El tercero no, no lo había visto jamás. Se han acercado con una extraña sonrisa y me han saludado llamándome por el nombre. Incluso con los dos que conozco no tengo trato[8 - Nota del traductor: Se debe recordar que en Italia se trata de usted a las personas que no son amigos o familiares. Por lo tanto, han faltado al respeto a Giovanni llamándolo por su nombre de pila.] y he respondido de mala gana, pero ellos, siempre con ese aire de superioridad, han continuado como si nada ocurriese: ¿Cómo van los negocios… cómo están tus hijos…?… Giulia, han dicho Giulia. ¿Cómo está…? Se le ve poco por el pueblo… ¿y tu cuñado, sigue en Milano?… ¿sigue trabajando en ese periódico de izquierdas?… sabemos que se mueve en ese círculo… sabes lo que le ha ocurrido al pobre Marinucci… pobrecito… no se merecía un fin de ese tipo…
–Mientras tanto, el tercer hombre, el que no conocía, se había quedado en silencio y daba vueltas con una falsa indiferencia a una rama sobre la que, hasta ese momento, había estado apoyado. He tenido miedo, lo admito, he tenido miedo porque me he dado cuenta de lo que aquella visita podía significar. He preguntado qué habían venido a hacer, qué querían. Me han respondido que habían venido sólo para charlar un poco de manera amistosa y que la próxima vez estarían muy contentos de verme en su sede, en la plaza, donde ahora mucha gente, toda gente de bien han dicho, se deja ver para intercambiar ideas y charlar un poco. Tienen una sede, justo en el atrio del duomo, el viejo palazzo Bengoni, donde se reúnen y deciden cómo actuar. He hablado con otros cabezas de familia y muchos me han confirmado que ha recibido la misma visita, de la misma manera. Las primeras veces han intentando ignorarles, pero con cada nueva visita las amenazas se han hecho más evidentes y han comenzado extraños y pequeños accidentes hasta que, de mala gana, han acabado por inscribirse al partido y los han dejado finalmente en paz.
–Es la táctica que usan habitualmente en los pequeños centros urbanos. En la ciudad incluso es peor.
Fosco había roto el doloroso silencio que había caído después de las palabras de Giovanni. Rudi no hablaba, absorto en una madeja de sensaciones angustiosas. Consciente de constituir un peligro para todos ellos, buscaba con desesperación una solución.
–¿Qué debo hacer? No sé qué hacer… ―continuó Giovanni casi hablando para si mismo. Luego, volviéndose a Rudi ―¿Qué dices, Rudi, qué debo hacer?
–Buena parte del problema no eres tú, soy yo ―respondió Rudi con la voz alterada por el nerviosismo ―Y es por mí que os tienen bajo control. Sé que será doloroso para todos pero sería conveniente que durante un tiempo nos comuniquemos menos y que en nuestras conversaciones telefónicas se hable sólo de cosas sin importancia. Tú, Giovanni, debes actuar para protegerlos a todos ―dijo mirando a Antonino que estaba sentado, inmóvil, como petrificado ―no puedes ponerte en su contra. Tienes un deber más grande que desempeñar que el mío.
Fosco se había quedado en silencio. Miraba los cristales de la ventana más allá de los cuales la oscuridad de la noche se había aclarado por la lejana y pálida luna, ofuscada por un halo de niebla que prometía nieve.
A la mañana siguiente la nieve había emblanquecido el campo y durante todo el día continuó cayendo a grandes copos, plácidamente. Por la noche Antonino se había movido mucho debajo de las mantas sin conseguir dormirse, los ojos abiertos mirando fijamente a las paredes, en un tumulto de pensamientos que a duras penas conseguía esclarecer. Giovanni, Rudi y Fosco había pasado la noche insomnes, en el espeso silencio de las noches de nieve, cuando todos los sonidos desaparecen, la oscuridad no es tan oscura y los insólitos rayos de luz tenue se filtran por todas partes.
Por la mañana temprano se encontraron en la cocina a la espera del desayuno que Giulia estaba preparando. Sentados alrededor de la mesa miraban fuera de la ventana.
–Durante unos días no habrá manera de moverse ―dijo Rudi.
–¿Cuánto piensas que durará? ―preguntó Fosco volviéndose a Giovanni.
–Es difícil decirlo. Habitualmente un par de días pero si continúa con esta intensidad las carreteras pueden ser intransitables incluso más tiempo.
–¿Aquí nieva a menudo? ―preguntó Fosco.
Rudi se había levantado y miraba afuera con aire absorto.
–No, no a menudo. Hay años en que jamás nieva.
De repente una sonrisa iluminó sus ojos:
–Giulia, ¿te acuerdas aquel año en que la nieve duró casi un mes? Yo era muy pequeño. ¿Cuántos años tenía?
–Cuatro ―respondió Giulia a la que la imagen de ellos dos de pequeños volvió a su mente con toda la dulzura de los recuerdos lejanos.
–¿Y tú sólo diez? Me parecías tan grande… Recuerdo que tenía unos guantes de lana roja que desteñían y los muñecos de nieve llevaban las huellas rojas de mis manos.
–Dormías y te habíamos despertado ansiosos por ver qué efecto te haría observar la nieve por primera vez. Cuando abrimos la puerta te quedaste un momento en silencio, luego abriste los brazos y exclamaste: ¡mamá, mamá, cuánta azúcar!… Estabas siempre mojado y a mamá no le daba tiempo de secar toda tu ropa. Rodabas sobre la nieve fresca como un cachorrito y si te obligaban a permanecer en casa llorabas desesperado.
–Lo recuerdo, lo recuerdo bien. Extraño, era tan pequeño y sin embargo lo recuerdo perfectamente…
–¡La nieve, hay nieve!
El grito de Agnese y Luciano llenó la casa y los gemelos entraron en la cocina alegres para compartir con los otros la felicidad de una jornada inesperada.
En un decir Jesús estaban fuera y a grandes pasos pisoteaban el patio donde la espesa capa, semejante a una gran manta blanca sobre una cama enorme, recubría todo.
–Luciano, mira, aquí me hundo hasta las rodillas ―gritaba Agnese invitando al hermano a caminar en los puntos donde el viento, durante la noche, había creado pequeños montículos. Luciano comenzó a golpearla con bolas de nieve cada vez más grandes.
–¡Me haces daño, para!
Maltratada por los golpes no conseguía defenderse y, con la espalda girada hacia el hermano aceptaba inerme la masa blanca que le caía encima, pidiendo a grandes voces ayuda y piedad.
En ese momento Rudi y Antonino salieron de casa y, coaligados contra el agresor, en poco tiempo lo neutralizaron, poniendo fin a una batalla que, ahora ya, se había convertido en dispar.
La tregua hizo que entrasen todos, cansados y empapados, mientras desde la casa, los otros, detrás de los vidrios, habían seguido divertidos el enfrentamiento.
Clara había asistido a la escena desde la ventana de su habitación y había bajado a la cocina en cuanto la paz fue firmada.
Nevó ininterrumpidamente todavía durante tres días y tres noches. La nieve cubría todo con un manto espeso que continuaba aumentando a cada hora. Las carreteras  estaban impracticables y todas las faenas del campo se habían suspendido. De esta forma transcurrieron bastantes días, luego Fosco y Rudi, no obstante las dificultades que encontrarían, decidieron partir de todas formas. Sobre todo a Fosco le urgía volver a Milano y no hubo manera de detenerlos. Giulia había hablado con su hermano y junto con Giovanni habían establecido que su primer deber era proteger a la familia y, por lo tanto, de mala gana, se inscribirían al partido fascista.
En el momento de despedirse había atraído hacia sí a Rudi.
–¿Cuándo volveré a verte? ―le había murmurado.
–Pronto, Giulia, pronto, no te preocupes ―había respondido con un tono de emoción que a ella no le había escapado. La había besado en las mejillas manteniendo el rostro entre sus manos y, volviéndole la espalda, se había alejado rápidamente.

Capítulo XVII Junio de 1926
Sentada inmóvil sobre el borde de la cama Giulia tenía entre las manos la carta todavía cerrada y miraba la ventana sin verla. La luz se filtraba desde las contraventanas cerradas manteniendo la habitación en aquella penumbra acogedora que acompaña el despertar con la incertidumbre de descubrir una jornada de sol o un cielo gris que promete lluvia.
Había subido las escaleras para entrar en la habitación de Clara buscando alejar la extraña inquietud cuando no la había visto descender a la hora habitual. El solo pensamiento de que un peligro pudiese amenazar a sus hijos la asfixiaba. Había llamado con calma esperando una respuesta lenta, cargada de sueño, pero nadie había respondido. El lecho, todavía intacto y aquel sobre apoyado sobre la almohada, le habían quitado la esperanza, estrujándole el corazón con una dolorosa opresión que la privaba de todas sus fuerzas.
Para mamá.
Era para ella.
–Para mamá ―pensó ―para mamá… ―buscando en aquellas palabras la Clara que demasiado a menudo había permanecido escondida, que nunca había conseguido abandonarse totalmente a sus abrazos, separada por un velo imperceptible que mitigaba sus enfrentamientos y sus acuerdos.
Abrió con lentitud el sobre. Sabía lo que estaba escrito. En un instante había comprendido todo lo que había quedado sumergido durante meses o que, quizás, había rehusado conocer.

Querida mamá:
Al ver la carta estoy segura de que ya habrás entendido todo.
Me voy porque, te parecerá extraño, ya no puedo soportar veros apenados por mis decisiones. Habría habido discusiones infinitas e inútiles. Todos habrían sufrido por ello y nada de lo que podríais haber dicho me habría convencido para hacer algo distinto.
Lo sabes. Esto lo sabes.
Así, de repente, es mejor, para mí y para vosotros. Como sacarse de encima de una sola vez una venda que se había pegado demasiado a la herida que debía proteger.
Cuando leas esta carta estaré ya en el tren que me llevará hasta Milano. No te preocupes. En cuanto pueda te llamaremos, yo o el tío Rudi te llamaremos y estaréis más tranquilos.
No culpes a nadie por mis decisiones, son sólo mías. Tampoco he hablado sobre ello con el tío pero estoy segura de que Fosco lo ha puesto al corriente de todo hace tiempo.
Sabes porqué he actuado así. Lo sabes porque amas y has amado con mi misma intensidad y por eso comprendes cómo no puedo renunciar a lo que siento por él. Soy consciente de las dificultades a las que nos enfrentaremos en un tiempo tan difícil de vivir, pero sé también que si hoy debiese renunciar a estar con él continuaría a reprochármelo toda la vida.
Piensa en esto. No sufras. Intenta comprenderlo, mamá. Intenta comprenderme y pensar que tu dolor será compensado por la alegría de una decisión que, aunque también hoy para mí es difícil y dolorosa, me promete la felicidad.
Os doy gracias por la serenidad con que me habéis hecho crecer. Os doy gracias por el amor que reconozco en vuestras miradas, aquella hacia nosotros, los hijos, y la más escondida, y sin embargo tan visible, que entrelaza cada una de vuestras palabras y cada gesto. Querría ser capaz de hacer lo mismo y decir otro tanto.
No os preocupéis por mí. Un abrazo para todos.
Clara

La había visto cambiar en aquellos meses. Había visto como se había aislado cada vez más, como permanecía encerrada en su habitación por toda la tarde y como no desease ni siquiera la cercanía de Antonino. Había intuido que albergaba un pensamiento secreto al que no quería que nadie se acercase. Con ella era difícil llegar hasta el fondo y hacía mucho tiempo que había renunciado a hacerlo.
–Me he equivocado. Debí intentar comprender cuáles eran sus pensamientos. ¿Por qué? ¿Por qué nos ha hecho esto? Si hubiese hablado habríamos discutido, es verdad, pero con el tiempo habría comprendido. Bastaba hablar y esperar.
Esperar. Demasiado joven e impulsiva Clara para esperar.
Ahora estaba convencida: había ocurrido todo durante la nevada. Después de esos días Clara estaba todavía más taciturna y más inquieta. Realmente había sido entonces cuando había sentido nacer un sentimiento nuevo, nunca antes experimentado, tan diverso del amor conocido hasta el momento. Repentino, absoluto y total como todas las cosas a las que Clara quería y que la empeñaban tanto como para rayar la perfección.
–Justo, fue entonces ―pensaba Giulia.
Ahora se daba cuenta cómo en aquellos días Clara buscaba cualquier motivo para estar junto con los otros, ella que habitualmente era poco partícipe.

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notes

1
Nota del traductor: Amplia región geográfica que comprende parte del Lazio y de la Toscana.

2
Nota del traductor: Región alpina teatro de violentas batallas durante la I Guerra Mundial.

3
Nota del traductor: cuerpo militar italiano de infantería con los típicos sombreros emplumados, en tiempos especializados en el tiro y la carrera rápida, hoy trabajan en colaboración con las unidades acorazadas. Una especie de francotirador.

4
Nota del traductor: Valle en la región de Friuli-Venezia-Giulia

5
Nota del traductor: En italiano el título Dottore es parecido a Licenciado.

6
Nota del traductor: En italiano, fasci. De esta palabra proviene fascismo.

7
Nota del traductor: En italiano, en el original. Los Arditi del Popolo (Escuadrones del pueblo) eran una organización antifascista italiana fundada en junio de 1921 para oponerse al auge del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini y a la violencia de los paramilitares Camisas Negras (squadristi).

8
Nota del traductor: Se debe recordar que en Italia se trata de usted a las personas que no son amigos o familiares. Por lo tanto, han faltado al respeto a Giovanni llamándolo por su nombre de pila.