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Lo Que Nos Falta Por Hacer
Emmanuel Bodin
Svetlana, una joven rusa, se reencuentra con Franck, su antiguo amor de verano al que conoció en París años atrás. Sin embargo, ¿puede el amor renacer fácilmente tras haber quedado sumido en la indiferencia?


Emmanuel Bodin

Lo que nos falta por hacer
Novela

Traducido del francés por Andrea Pérez García
© Emmanuel Bodin, 2014 - 2018 Versión original en francés
Oaristys Édition

© Andrea Pérez García, 2018 Traducción al español

Ilustración: MaddyZ / Shutterstock

Todos los derechos de reproducción, adaptación y traducción, en todo o en parte, reservados para todos los países.
«En la vida, es muy raro conseguir una segunda oportunidad; va en contra de todas las leyes»
Michel Houellebecq
A Dacha

1  Capítulo 1 (#u004afc45-9FFF-11e9-be98-0cc47a5f3f85)
2  Capítulo 2 (#u004afc45-10FF-11e9-be98-0cc47a5f3f85)
3  Capítulo 3 (#u004afc45-11FF-11e9-be98-0cc47a5f3f85)
4  Capítulo 4 (#u004afc45-12FF-11e9-be98-0cc47a5f3f85)
5  Capítulo 5 (#litres_trial_promo)
6  Capítulo 6 (#litres_trial_promo)
7  Capítulo 7 (#litres_trial_promo)
8  Capítulo 8 (#litres_trial_promo)
9  Agradecimientos (#litres_trial_promo)

1.
Hacía algo más de cuatro años que no pisaba Francia. Regresaba de nuevo a París por motivos laborales, solo que, de ahora en adelante, desempeñaría un trabajo que había podido escoger con plena convicción y no un empleo de verano como la vez anterior. Ahora desembarcaba para progresar en la vida, instalarme y conseguir estabilidad de una vez por todas.
La primera vez, vine para vender bolsos en las Galerías Lafayette durante tres meses. Me pareció una oportunidad fabulosa para practicar el francés y perfeccionar mi conocimiento de la lengua. Además, ocurrió algo que no pude prever: una cita con el amor. Cuatro años más tarde seguía pensando en el hombre al que había conocido. Intentamos mantener el contacto tras mi regreso a Rusia, mi país de origen. Al cabo de varios meses, él había perdido toda esperanza de volvernos a encontrar. De repente, me enamoré de otro hombre y, con el paso del tiempo, a él le sucedió lo mismo.
Él ignoraba por completo mi retorno a París y el trabajo como traductora que acababa de conseguir. Se trataba de un contrato de dos años. En cierto modo, temía volver a verle. No me atrevía a ponerme en contacto con él.
Era consciente de que no habíamos tenido tiempo para construir nuestra relación correctamente. Poco más de tres meses es un periodo muy corto para amarse sensatamente, sobre todo porque no contábamos con la presencia del otro a diario. En dos ocasiones me pidió que me mudara a su casa durante el resto de mi estancia para ahorrar algo de dinero. Como estaba soltero desde hacía poco tiempo, temía convertirme, en su propio beneficio, en una novia de repuesto, en un pañuelo para olvidar a su ex. Asimismo, tenía miedo de perder mi libertad. ¿Y si me hubiera echado a la calle tras una discusión? ¿Dónde habría ido entonces, tras abandonar por él la residencia para jóvenes trabajadores en la que me alojaba?
Las vicisitudes del destino son inescrutables y, en ocasiones, incomprensibles: de todos los apartamentos disponibles en París, me encontraba de nuevo en la misma dirección de Montparnasse, en el mismo edificio. Lo único que era distinto era la habitación, así como el piso. Del cuarto acababa de mudarme al tercero. ¿Era una señal de que nuestra historia se reanudaría allí donde más o menos se paró?
Me enamoré locamente en París, como un amor a primera vista que te invade al instante. Probablemente, el hechizo no se debía exclusivamente al encanto de la capital. ¿Podría ser que, simplemente, hubiera sucumbido al embrujo de la vitalidad de Francia? Cuando era adolescente, soñaba con la idea de visitar ese país. El sueño se hizo realidad, estaba feliz. A pesar de que solo había visitado París, ¡su eco escenificaba un ambiente tan distinto al de mi ciudad natal en Rusia! Me sumergí en un intenso sentimiento de libertad, como una locura pasajera, una independencia embriagadora, una emoción que jamás había sentido. Esa sensación era, a la vez, extraña y agradable. Me sentía tan bien en suelo francés, liberada de toda imposición, parecía que, sobre mi espalda, habían crecido alas. Sin embargo, el tiempo volaba… Sin darme cuenta de que en el reloj de arena los días fluían más rápido de lo que me hubiera gustado. Tras esta experiencia, sufrí una transformación: ya no me sentía la misma mujer. Algo nuevo había germinado en mí y me marcaría en los años venideros. Regresé con el corazón cargado de recuerdos distintos entre sí. En tres meses, mi existencia se había enriquecido de acontecimientos y había quedado impregnada para siempre. Crecí para acercarme más a la madurez. No obstante, todavía me quedaba mucho por conseguir respecto a mí misma, así como cosas por aprender. La vida, como constataría posteriormente, se llenaría de ellas rápidamente.
Ahora que me encuentro de nuevo en este país, en Francia, espero aprovecharlo al máximo. Por ejemplo, me encantaría ir a descubrir otras ciudades, oler la lavanda en Provenza, admirar los acantilados de Étretat, sumergir los pies en el Atlántico… En dos años, debería encontrar tiempo para visitar estas regiones y muchas más.
Parece que cuando surgen sentimientos románticos no nos damos cuenta de inmediato. Creemos no hay sentimientos, pero estos que flotan en el aire, como a la espera, cerca de nuestro corazón. Si todavía no están plenamente interiorizados, lo más fácil es dejar abierta la posibilidad de aceptar este hecho o rechazarlo. Amar no es algo evidente. Es altruismo, abandonarse por otra persona. Es una agitación que transforma la vida, que une a dos almas errantes, a las que chispa ha prendido fuego y propulsa a un nuevo espacio-tiempo aislado, inaccesible e incomprensible para el resto del mundo. Se trata de un universo entero que únicamente pertenece a dos seres que se atraen. ¿Cómo no trastocarse? Es, al mismo tiempo, una locura que buscamos y de la que huimos.
Cuando conocí a Franck, estaba desempleado. Era fotógrafo de formación, aunque no conseguía dar a conocer su trabajo, exponer sus fotos. Sin embargo, recuerdo que poseía una mirada interesante, bastante personal. Actualmente trabaja en el mundo del cine y se gana la vida mucho mejor. En ocasiones, no hay que obstinarse en perseverar en una dirección si esta resulta completamente obstruida y exclusiva. Al tomar otro camino, las cosas pueden solucionarse por sí mismas y surgir de modo más fácil, lo que genera una alegría insospechada hasta ese momento. Esta evolución se corresponde un poco a la que yo he vivido. En Rusia quería trabajar como intérprete. Es difícil destacar si no se es la mejor y, sobre todo, si no se han realizado los estudios necesarios para acceder fácilmente a este empleo. Me encantaba el arte en todas sus formas, ya que lo había estudiado por mi cuenta, solo que, ¿qué puertas nos abre la formación artística? Me di cuenta, un poco tarde, de que había que tirarlas abajo, pero ¿cómo destrozarlas cuando están ferozmente blindadas?
Sin un conocimiento adquirido que te permita abrir a la fuerza una de esas puertas, no hay nada que esperar. Metí la pata. ¿Qué podría quedarme por hacer? ¿Trabajos relacionados con la alimentación con los que sobrevivir el resto de mi vida? No podía aceptar dicha perspectiva. A pesar de todo, mi ambición era mucho mayor.
Ahora que lo pienso, creo que Franck y yo comenzamos demasiado pronto. Es lo que a menudo sucede en la vida: te cruzas con una persona que te conviene, sea demasiado pronto o demasiado tarde. Debido a esta diferencia temporal, al final pasamos por el lado de una felicidad que estaba al alcance de la mano. Además, te haces preguntas sobre el futuro, y asusta la posibilidad de tener que abandonarlo todo. Sea como fuere, solo queda una solución: la huida.
Él no había sido el culpable en absoluto. Se sentía preparado y me deseaba a su lado. Yo salía de la adolescencia y tenía unas ganas locas de descubrir la vida y divertirme. Y así fue, al encontrarme con Franck, el amor surgió de la nada. Me quedé deslumbrada y, rápidamente, ciega. Era maravilloso, el problema es que era demasiado pronto. Intenté reprimir mis sentimientos, ya que sabía que no había un final feliz posible. Una vez que acabase el verano, tendría que regresar a casa para terminar mis estudios. Alejarme era muchísimo más sencillo. Cuatro años más tarde, no veo mi vida sentimental del mismo modo. Al mirar hacia atrás, como en un retrovisor, puedo distinguir la partitura que se interpretaba. En algunas ocasiones, incluso te preguntas si no habrás perdido algo por el camino. Cuando no se superan las expectativas, los arrepentimientos surgen y pueden recordarte que otro camino podría haberte convenido más.
Franck tiene unos diez años más que yo. Su edad no había sido un problema. Al contrario, me gustó de inmediato. Físicamente era bastante normal: moreno, con perilla y esbelto. Su sencillez, su amabilidad, sus modales y su carácter afable que tanto necesitaba para sentirme segura me conquistaron. Me dejé seducir y llevar por la corriente de esta historia. Al cabo de unas cuantas semanas, todavía no sabía qué anhelaba a mi lado, si quería comprometerse de verdad o no, algo que sin duda había provocado que fuera más reservada con mis propios sentimientos. Me parecía que seguía enamorado de su ex. Sin embargo, su historia no había resultado ser más que una corta aventura, en comparación con nuestra floreciente relación. Franck salió devastado de este pasado, el habernos conocido fue lo que le devolvió los ánimos. Me encontró resplandeciente, como un rayo de sol que acababa de iluminar su monótona vida. Me encantaban las cosas bonitas que me susurraba, aun cuando el miedo me paralizaba por la misma razón.
Al cabo de unas cuantas semanas, tras regresar a Rusia, a Irkutsk, empecé a extrañar su presencia. ¿Acaso el hecho de vivir lejos de Francia era el motivo? ¿O quizás renacían en mí aquellos sentimientos que había despreciado? Quería protegerme, no sufrir, y ambos sabíamos a la perfección que nuestra historia tendría un final, una fecha de caducidad inevitable e infranqueable. Nuestra unión no podía prolongarse bajo ningún concepto. Habíamos jugado a los enamorados a través de una relación cuyo resultado ambos conocíamos. Cada uno debía poner punto final para construir un nuevo presente sin la presencia del otro. Como Franck me había hecho entender tan bien, vivíamos un amor imposible, y, aun así, fue efectivamente él quien más había deseado creer en él. No quiso dejar atrás nuestra historia. No quiso que nuestra unión se sumiera en la desgracia del pasado. Soñaba con vivir nuestro amor en el presente, pese a que ese presente no tenía nada que ofrecer. Durante meses, mantuvimos el contacto para no destruir los lazos. Me llamaba con frecuencia y me recomendaba estudios que podría continuar en Francia. Le habría encantado verme empezar un máster en lengua o literatura francesa. Poco le importaba en realidad. Deseaba que regresara lo antes posible. Desconozco si la soledad sentimental había influenciado su comportamiento o si de verdad me echaba de menos. No obstante, a mí me afectó notarle tan ansioso por mi presencia.
Nuestra correspondencia se mantuvo hasta que conocí al chico que vivía en la ciudad donde me encontraba. El presente acabó con un compromiso que se ahogaba en lo virtual. Soñar es algo maravilloso, pero la vida no puede construirse en base a un futuro incierto. Era tan joven, mi cuerpo deseaba vivir. No es humano permanecer solo durante mucho tiempo. Franck, analítico, me pidió que no pasara demasiado tiempo con esta persona. Le expliqué que la distancia entre nosotros había matado mis sentimientos en cierto modo: ya no sabía qué quería en realidad. Poco después de haberlo desplazado por completo, solo recibí reproches, hasta que su dolor desapareció con un nuevo idilio, salvo que la tristeza que se siente tras un fracaso amoroso, porque, reconozcámoslo, la decepción está ahí, no desaparece totalmente. Tiempo después, incluso en correos más calmados, siempre había cierto rencor y desprecio como telón de fondo.
Nuestra última conversación tuvo lugar a principios de año, cuando le llamé por su cumpleaños. Yo también cumpliría un año más en unas semanas y Franck me llamaría para felicitarme por mis veinticinco años… Por mí, todo debería de haber empezado de cero desde aquí; yo ya imaginaba cómo pasaría el día a su lado. En ese momento, me encontraba en la misma ciudad que una persona a la que aprecio y, sin embargo, me sentía tan distante, más lejos todavía que cuando vivía a siete mil kilómetros de París.
Considero mi historia como una forma de aprendizaje, compuesta de experiencias y de numerosos replanteamientos. He aquí la aventura.

2.
¡Qué tiempo tan magnífico! El verano parecía no querer llegar a su fin. La estación se prolongaba agradablemente, ideal para dar un paseo, pero, salir sola… ¡uf! Siempre he preferido la compañía, ya fuera para hablar o simplemente para pasar el rato.
Aquel mediodía decidí visitar los Jardines de Luxemburgo. Pronto volvería a estar en Montparnasse. Preferí dar un rodeo por Denfert-Rochereau, lo que alargaría considerablemente el recorrido, con el único objetivo de causar una casualidad. Sin embargo, aunque el destino haya previsto un plan distinto y el momento el lugar propicien una buena oportunidad, cualquier intento acaba en fracaso. Me demoré en el barrio, echando un ojo a los comercios, a las tiendas, esperando, como tonta, ver a Franck a lo lejos. Cualquiera me habría tomado por una turista desorientada que no sabe muy bien lo que busca, pero que se maravilla con todo tipo de cosas. Miraba en todas direcciones. No quería ni el jabón con olor a jazmín de la tienda de aromaterapia ni el cálido y apetecible cruasán de la panadería de al lado. Solo esperaba esa coincidencia. El corazón se me salía del pecho al pensar que su casa se encontraba tan cerca, apenas a unas calles. Solo tendría que tocar a su puerta para sorprenderle, pararme en frente de él, como cuando salíamos juntos. Esta vez, nada justificaba dicha acción.
Pasaba por delante de las innumerables cafeterías de la plaza Denfert-Rochereau, ralentizaba el paso, echaba vistazos al interior, me asomaba para intentar ver quién se encontraba al fondo. No había ni rastro de su sombra. De repente, escuché como alguien me llamaba. En repetidas ocasiones, han querido invitarme para tomar algo. Tipos ligones y fanfarrones. Ni más ni menos que el tipo de personas con las que he tenido la ocasión de codearme trabajando en bares. Caminé recto hacia adelante. Tenía la mirada fija en los pies, pensativa, decepcionada, cándida. Atravesé la plaza, recorrí la avenida Denfert-Rochereau, después, el bulevar Saint-Michel. Observaba a los transeúntes; los hombres me miraban, me sonreían alegremente, otros parecían intimidados y bajaban la mirada. Yo también bajaba la mirada, deprimida. Continué con mi camino. Cuando llegué al lado del parque, me senté en la terraza de una cafetería. Desde allí disfrutaba de las vistas de una de las entradas. Divisaba a parejas que se cogían de la mano, se besaban, se reían… La felicidad rodeaba a esas personas. La mía parecía perdida, extraviada, incluso, desaparecida.
Para no dejarme abatir por la melancolía pedí un helado de frutas del bosque y una limonada. Desde que era una niña, la boca se me hacía agua delante de estas exquisiteces.
Un peatón se paró para pedirme fuego. Le sonreí mirando de reojo y sacudí la cabeza. Este acercamiento, de lamentable banalidad, no dejaba lugar a dudas. Le respondí amablemente que no fumaba. Tras ello, empieza con el palabrerío.
–Señorita, es usted encantadora. ¿Puedo invitarla a tomar algo?
–Gracias, señor, pero me gustaría estar a solas en la mesa. Estoy esperando a mi prometido.
–Ah… Lo lamento, señorita. Su prometido tiene mucha suerte. Qué pase un buen día.
Inmediatamente el tipo se marchó. No siempre es tan fácil deshacerse de un individuo que quiere conocerte. A veces son muy insistentes. No dudo de la seriedad de algunos, pero la mayoría no quieren otra cosa que llevarte a la cama. Ya no me apetece. Solo me ha apetecido en contadas ocasiones… Puede ser que, en una ciudad diferente, con un estado de ánimo distinto, me dejase seducir… En ese instante, mis pensamientos se centraron en otra persona. El pobre, al que vi salivar al echarle el ojo a mis muslos, los cuales sobrepasaban la minifalda de temporada y resplandecían bajo el tórrido calor de esta prolongación del verano. Al hablarme, me di cuenta de que posó la mirada en mi escote. Es halagador, aunque descortés.
De más joven, me habría reído ante tal situación, al dejar que un seductor imaginase que podría salirse con la suya. Le dejé que me invitara a una copa, o quizás a dos… Después de conocernos brevemente, me largué y le dije que me esperaban en otra parte. Evidentemente, no quiso dejar el asunto así, me pidió mi dirección y quiso saber si sería posible que nos viéramos en breve. Para no parecer desagradable y evitar algún tipo de tragedia, intercambiamos los números de teléfono. Al final, él me dio el suyo. ¡El mío era falso!
Tras disfrutar de mi helado y dejar seco el vaso, me dirigí a aquel jardín que me resultaba absolutamente magnífico. Lo recorrí por completo y me senté en frente de una zona de juegos infantil. Me encontraba a la sombra, tranquilamente bajo los árboles, todavía absorta en mis pensamientos románticos. Mi tranquilidad se vio repentinamente interrumpida por una descarada pareja de enamorados que acababan de sentarse en el banco de al lado. Estaban a punto de tener relaciones sexuales ahí mismo. El amor que sienten las parejas y que exponen en público hace que los solteros se sientan incómodos. El amor y la pasión vuelven a las personas inconscientes de sus actos. Preferí fingir que los ignoraba y observé cómo se divertían los niños. Inevitablemente, me vi forzada a pensar en Franck.
Cuando le conocí, a menudo se encargaba de un niño pequeño. Yo solo le había visto a través de algunas fotos y Franck me había contado por encima su historia con una mujer que le había jugado una mala pasada con tal de consolidar su relación. Tras pasar por crisis y peleas, se produjo lo contrario. Con el tiempo, Franck aceptó positivamente este importante cambio en su vida: el de convertirse en padre y aprender a ocuparse del niño nacido de esa unión. Aun así, el comportamiento egoísta de esa mujer complicaba gravemente la situación entre ambos, ya que lo agobiaba constantemente con reproches y otras mezquindades. Desconozco todos los detalles de su historia, puede ser que un día me los revele.
Un día me contó que tuvo que cuidar del pequeño durante dos semanas en el domicilio de la madre para que esta pudiera ir a un entierro al extranjero. No pudo o no quiso llevarse a su hijo. Franck, forzado por un tipo de obligación moral, se instaló en el apartamento durante una quincena. El niño no había cumplido todavía los dos años. Franck no se había ocupado jamos solo de un niño pequeño. Cambiar los pañales, limpiar el pipí y la caca, darle de comer, bañarlo, acostarlo… Ese tipo de cosas eran nuevas para él. Franck creció con esta experiencia, se apegó y encariñó mucho con su hijo. Yo todavía no he tenido la ocasión de cuidar a un bebé. Lógicamente, con veinte años no me sentía preparada en absoluto para una responsabilidad así. Ahora, llego a imaginarme en el papel de madre. Franck me aseguró que me convertiría en una madre llena de dulzura y bondad con mis hijos cuando le confesé mis dudas sobre mi capacidad de ejercer algún tipo de autoridad sobre ellos. Ahora pienso que una vez que se presenta esta situación es cuando le haces frente. Intentas lidiar con ella del mejor modo posible, te formas con la práctica. Una parte de la vida va acompañada por esta evolución: casi todos pasamos por la casilla de «padres».
Me desperté de mi ensueño bruscamente. Escuché unos llantos que ensordecían el gorjeo de los pájaros y el susurro de las hojas en los árboles. A mi izquierda, una mujer joven le daba la mano a un niño de tres o cuatro años. Él chillaba. Su furia retumbaba a lo largo del sendero. Arrastraba los pies y regresaba sobre sus pasos, no paraba de girarse. La joven parecía completamente abrumada por la situación y no conseguía calmarle. La escuché pedirle perdón, ya que la zona de juegos era de pago y no llevaba dinero encima. Claramente, este hombrecito no comprendía por qué no tenía derecho a ir allí mientras que los otros niños se divertían. No conseguía calmarlo, ya no sabía lo que hacer con él. Le tiraba del brazo, después lo consolaba y empezaba de nuevo cuando el niño no se movía. Veía que se sentía incómoda, bajo la mirada de desconocidos que la observaban de arriba a abajo, en ocasiones con desprecio o desdén, como si no estuviera a la altura como madre. Los enamorados que tenía al lado dejaron de copular y huyeron tapándose los oídos, irritados por los gritos, no sin compartir su descontento. En mi opinión, no estaban para nada preparados para ser padres.
Revisé mi cartera y saqué un billete de cinco euros. Me acerqué a esta joven, bastante menuda, que parecía más joven que yo. Le sonreí y le ofrecí el dinero. Había visto un rótulo que marcaba el precio. Lo rechazó, avergonzada, y, sin lugar a duda, en cierto modo por orgullo. Insistí, con el pretexto de que, si yo tuviera un hijo, me gustaría que pudiera divertirse para hacer nuevos descubrimientos. La madre acabó aceptando esta ínfima ayuda. Me lo agradeció de todo corazón. Sentía que este gesto la había emocionado. Sus ojos empañados hablaban por ella, era inútil que dijera nada más. Les observé regresar a la entrada, donde la tristeza del pequeño se esfumó. Resonaban gritos de alegría. Los niños brincaban. El alma de los niños es pura: un diamante en bruto, la inocencia personificada. El adoctrinamiento se inicia con la televisión, plagada de programas de mala calidad y carentes de cultura, salpicados de mensajes y de implicaciones alienantes.
Volvía a sentarme en el banco. Me di cuenta de que la madre me saludaba. Su hijo trepaba por una casita de madera y después se deslizaba por el tobogán. Me sentía muy feliz por ellos. Esa joven madre y su hijo podían disfrutar tranquilamente de la tarde. Por otro lado, lo que me preocupa y parece incomprensible, por no decir inadmisible, es que el ayuntamiento haga pagar por las áreas de juego en plena ciudad, no necesariamente mejores que las que son accesibles para todos. ¡En mi país, jamás he visto tal cosa!
Se me acercó un hombre para pedirme un cigarro. Siempre la misma historia… Rostro joven, unos veinte años, tez morena. Le respondí que no fumaba y que no me gustaban los fumadores, pensando que así me lo quitaría de encima pronto. Luego le ignoré y continué observando a los niños que se divertían. El hombre se sentó a mi lado, haciendo caso omiso a mi comentario. Pasó el brazo por detrás de mí, sobre el respaldo del banco. Le miré con incredulidad, molesta por este gesto inoportuno. Me contó que le encantaba este tiempo agradable para pasear y para tener la ocasión de hablar con una mujer guapa como yo. Definitivamente, en Francia no podía salir sola ni saborear la tranquilidad. No le contesté y me levanté para marcharme. Inmediatamente se puso por delante y me propuso tomar una copa con él. Traté de hacerle entender educadamente que no me interesaba su oferta. Insistió y me dijo que quería pasar tiempo conmigo, incluso en otra ocasión, y me pidió mi número de teléfono. Le respondí que no tenía y me alejé súbitamente. A mis espaldas, solo escuché una palabra: «¡Mentirosa!».
Un poco más adelante, me giré para comprobar si me seguía. Le vi intentando atacar a una nueva víctima.
«¡Pobre tipo!», pensé.
Afortunadamente paseaba por un parque, si no estoy convencida de que me habría seguido por la calle. Antes de que acabara el día, probablemente habría conseguido embaucar a alguna joven en busca de su príncipe azul. ¡Hay quien cree que vivimos en un gran mercado de prostitutas! Nos cogen, nos besan, si divierten con nosotras y después nos tiran. ¡Abusivos depredadores!
En el camino de regreso a casa puse en orden mis emociones. Mientras subía, me paré en una tienda del barrio para escoger mi comida de ese día y del siguiente. Compré fruta, manzanas y uva, así como un plato para llevar de pescado y otro de verduras.
Dos días después llegó el gran día: comenzaba oficialmente, por un periodo de dos años, en la empresa que me daba una oportunidad, que confiaba en mí. Mi primer día transcurrió bastante bien. Solo tuve que traducir un documento para un cliente, del ruso al inglés. Mi jefe revisó la traducción y me felicitó por el trabajo realizado. Antes de empezar, me llevó a cada uno de los despachos para conocer al resto de empleados. Después, los días fueron pasando de modo similar. Por las mañanas, encontraba sobre mi mesa unas hojas para traducir a lo largo de la jornada, a veces acompañadas de indicaciones si se trataba de sintetizar al máximo unas instrucciones.
En la compañía trabajan una decena de personas. El jefe es un hombre joven, de unos treinta y pocos. Se lanzó solo a la aventura e inició su trayectoria de empresario que crea su primer negocio con recursos limitados. Tras finalizar sus estudios como traductor e intérprete, captó clientes de numerosas empresas de tecnología puntera o especializadas en el mercado de Internet. Los primeros clientes comenzaron a llegar atraídos por unos precios muy competitivos. Empezó mostrando su interés por sitios pornográficos, después, por folletos y artículos para particulares. ¡No rechaza nada! Los profesionales de la red, satisfechos con el trabajo anteriormente realizado, necesitaban servicios suplementarios en otros idiomas que él no dominaba. En lugar de rechazar contratos, él los aceptaba. Además, también aumentó sus tarifas indicando que se trataba de una tarea más delicada y contrató a personal. Hoy en día, su empresa se orienta al mercado internacional. Nos ocupamos de traducciones de cualquier ámbito. Todavía se realizan diversos servicios web, así como manuales de instrucciones de todo tipo, obras, resúmenes o informes en casi todas las lenguas posibles. Cuando sus empleados se ven desbordados o alguno no es nativo de lenguas más exóticas, recurre a personal puntual que contrata para trabajos específicos. Una historia de éxito la de esta pequeña empresa a la que jamás ha amargado una crisis.
Me asignan todos los encargos del ruso al francés y a la inversa. De manera excepcional, debo redactar folletos en inglés. Todo el mundo lo habla aquí, en cambio, yo soy la única que domina el ruso. Es, al mismo tiempo, mi lengua materna y una ventaja que aceleró mi contratación. Muchos documentos se reducen a un simple texto que se trabaja durante la jornada. Muy pocos requieren una semana de trabajo o más, como los folletos o los expedientes. En este caso, los proyectos se articulan alrededor de cuestiones particularmente técnicas y se destinan, la mayoría de las veces, a grandes empresas. Este tipo de manuscritos no admiten a aficionados. La traducción debe ser impecable.
Tras tantos esfuerzos que me devanan los sesos para encontrar las palabras que se acerquen al máximo al sentido del original, me siento exhausta. Se podría pensar que una tarea así se realiza con bastante rapidez. Sin embargo, a pesar de no poner en marcha las capacidades físicas, esta actividad requiere una reflexión intelectual que te agota por completo. El cerebro se encuentra constantemente en acción y no dispone de un minuto de respiro. Las células se alborotan, se impregnan del texto para emplear los términos precisos. Un auténtico trabajo de escritor, con la excepción de que te imponen la historia o la trama.
Tras una jornada como esta, al salir del metro en Montparnasse, me quedaba deambulando por la calle durante media hora, a veces, incluso durante una hora. Estos paseos me ayudaban a desconectar. Entraba en las tiendas, me probaba la ropa, observaba los bolsos, olía los perfumes… Deseaba tantas cosas. No obstante, mi sueldo no estaba a la altura. Estaba muy, incluso demasiado, limitada. Demasiados esfuerzos para poca gratificación. En realidad, no disfrutamos de la vida, sobrevivimos. Y, aun así, no debería quejarme tanto ya que tengo un empleo, mientras que otros apenas se mantienen a flote. Ante todo, tengo un trabajo que no me causa ningún sufrimiento ni coacción. ¡Eso es lo principal! Aunque un día puede que ya no me guste, lo que me importa es el presente, y en este momento, estoy satisfecha. En algunos años, ya veremos si mis gustos cambian o mis necesidades se transforman… Ninguna ocupación a la que nos entreguemos en ese instante es un factor decisivo de en lo que se convertirá nuestro futuro o del trabajo que realizaremos más adelante. Un día te falta el dinero, otro día te encuentras bien. Esta evolución me parece normal, pero a la inversa puede acabar con una persona.
Por la noche, en mi casa, intentaba liberar la mente escuchando música. Mi tableta hacía las veces de dispositivo multimedia multitarea. Tras esta adquisición, ya no tenía ningún interés en cargar con un ordenador portátil, pesado y engorroso. Mi única preocupación aparecía a la hora de ver películas: la dimensión de la pantalla rápidamente mostró sus limitaciones si me colocaba demasiado lejos. En un futuro me gustaría comprar un monitor al que unirla. Así podría contemplar la ficción desde mi cama y disfrutar más, como si mirase la pantalla de la televisión. Mientras tanto, me sentaba delante de mi escritorio con la tableta apoyada en un soporte desmontable y orientable. Mis noches transcurrían así, escuchando música, viendo películas, leyendo y consultando correos y la actualidad mundial. Accedía a toda esa diversión e información con este fabuloso invento táctil. Después, la hora de dormir llegaba justo después de darme una ducha. Me dejaba como nueva y oxigenaba cada poro de mi piel eliminando las impurezas que obstruyen el cuerpo a lo largo del día.
En mi cama, por pequeña que fuese, solo echaba en falta una cosa: la cálida presencia de un hombre que me abrazase cariñosamente. No por los placeres carnales, aunque tengan su importancia, sino simplemente por sentirme bien, en confianza. Saber que le importamos a alguien y que esta persona disfruta con nuestra compañía a su vez, es un regalo que no tiene precio. Alguien con quien poder hablar sin miedo a ser juzgado. Ningún amante pasajero puede suplir esa carencia. Solo un lazo invisible, que nace de una relación amorosa sincera y seria puede ofrecer este lujo. Sí, el amor sincero es efectivamente un lujo.

Una mañana, cuando caminaba por el pasillo del metro que me conducía hacia el exterior, sufrí un fuerte dolor en el ojo izquierdo, como si un dardo me hubiese atravesado para desgarrar las membranas. Tal suplicio me abrumó de golpe. Estuve a punto de perder el equilibrio mientras que mi vista se ensombrecía con manchas negras. El electrochoque me hizo gritar. No conseguía mantener los párpados abiertos. No me choqué con nada. Un vaso sanguíneo acababa de reventar. El dolor persistía. Me movía hacia delante y hacia atrás, como un junco sacudido por una enorme borrasca. Entre vuelco y vuelco, lograba distinguir a numerosos viandantes con mi ojo derecho. Se marchaban sin detenerse, como si estuvieran al volante de un coche de carreras. Podía morirme allí mismo, así cualquiera habría podido pisotearme, en lugar de tener que evitar a la loca presa de una crisis de demencia. Descubrí con estupefacción el comportamiento frío e indiferente de la siniestra horda parisina.
Intenté encontrar un apoyo en la pared para recuperar el equilibrio. Tanteaba con la mano derecha, como un ciego sin referentes visuales. Sin darme cuenta, se me cayó el bolso al suelo. En ese momento, rocé un borde contra el que apoyarme. El dolor persistía. Para colmo de desgracia, el ojo que me hacía sufrir era el que funcionaba correctamente, mientras que el derecho se veía afectado de una grave miopía. Obligatoriamente debería llevar un par gafas para rectificar el desequilibrio, solo que, en mi caso, simplemente bastaría con la mitad. En lugar de decantarme por esta atadura, prefería conformarme con una cierta forma de armonía ocular, causada por la sustracción de mi visión doble asincrónica. Abiertos al mismo tiempo, mis ojos me ofrecían una visión más que satisfactoria, pero sin el ojo izquierdo sano, ni siquiera me atrevía a pensar en el estado de mi futuro campo visual.
El dolor se atenuó de repente, tan rápido como apareció. Distinguía de nuevo con claridad lo que sucedía a mi alrededor. En cuanto recobré el equilibrio me dirigí hacia las cosas que había desparramado por el suelo. Un hombre joven estaba recogiéndolas y las colocaba apresuradamente en mi bolso. Me miró y me lo entregó al mismo tiempo que me preguntaba cómo me encontraba. Menuda pregunta más tonta...
Le di las gracias y le conté con brevedad cómo apareció el dolor efímero.
—Me gustaría haberte agarrado cuando te estabas moviendo. No he podido. Te movías demasiado. No sabía qué hacer mientras te veía balancearte de ese modo.
Una persona se detuvo. ¡Ni siquiera dos, solo una! De todas formas, en París todavía quedan personas que se preocupan de verdad por las otras. En el fondo tenía curiosidad por saber si él habría reaccionado igual de haber si un hombre...
—Aquí tienes una tarjeta con mi número. Ahora no tengo mucho tiempo, pero si esta noche u otro día de esta semana quieres hablarme de ti tomando una copa… no dudes en darme un toque.
Cogí la tarjeta ofreciéndole mi sonrisa más cursi. Acababa de obtener la respuesta a mi pregunta. Hoy en día, todo tiene un interés oculto, en cualquier tipo de ocasión y situación. Por otro lado, ¿por qué no? Así es como nacen los encuentros. Un gesto, una acción, una palabra fuera de lo común, en un momento que rompe nuestro aislamiento.
Además, incluso a Franck me lo había cruzado en el metro. Aunque es cierto que yo fui la primera en hablarle, fue él quien me pidió el número. Ambos estábamos perdidos, en busca de nuestro camino y la vida nos ofreció un encuentro inolvidable.
Después, el hombre se escabulló como si acabase de perder el autobús y tuviese que perseguirlo. Miré la tarjeta: dirigía una agencia de seguros. Mala suerte, ¡odio a esos tipos! La partí en dos pedazos y la tiré a la papelera. A continuación, subí las escaleras que me llevaban hasta la superficie. Había tantas hormigas a mi alrededor que me sumergí entre las masas. Creemos que somos útiles y en una abrir y cerrar de ojos nos reemplazan. ¿Somos de verdad únicos? En caso afirmativo, ¿únicos en qué? ¿Para crear qué? Somos únicos por nuestras destrezas, por nuestros conocimientos personales, por nuestras invenciones. Somos capaces de crear, de dar vida, de modelar con nuestra propia sensibilidad. Somos únicos siempre y cuando descubramos nuestro potencial. Lo cierto es que quedan pocos empleos en los que nos hagan darnos cuenta de la unicidad. Con demasiada frecuencia se equipara a los seres humanos con simple piezas de recambio en el engranaje global de la concatenación en la que incluso nos forman el colegio. Todo hombre se convierte en un suministro de dinero del que el sistema capitalista le exige que saque provecho. Todos los individuos están libremente autorizados a escoger a los estafadores sodomitas que vendrán a robarles.
El fin de semana normalmente salía a dar un paseo. Disfrutaba todavía del fin de la estación. El buen tiempo sería cada vez menos usual y la lluvia tomaría el relevo. Me interesaba descubrir monumentos que no había visto con anterioridad y refrescar la memoria de los que no aparecen con demasiada claridad en mis recuerdos antes de que el mal tiempo llegase.
Durante mis primeras semanas en París adopté una especie de ritual. Los días transcurrían gratamente entre trabajo y salidas. Después, paulatinamente, llegó el día de mi cumpleaños.

3.
A las tres de la mañana el móvil empezó a vibrar, como una sirena estridente que desgarra el silencio nocturno. Me abalancé sobre él para silenciarlo. ¿Debía coger la llamada o no? Con esa voz soñolienta Franck se daría cuenta de que me acababa de despertar, pero si ignoraba la llamada, ¿me llamaría de nuevo? Hay siete horas de diferencia horaria entre París e Irkutsk. Franck pensaría que mi jornada había empezado y que para mí eran las diez de la mañana.
Me lancé. Había pasado semanas esperando ese momento. Apoyé el índice en la pantalla táctil del teléfono para descolgar la llamada.
—Dígame…
Al otro lado, el sonido de un teléfono que descolgaba dio paso al silencio. Ningún eco respondió al sonido de mi voz. Reflexioné detenidamente, sufrí antes de decidirme. Perdí la llamada que tanto había esperado. Suspiré, cansada, y después inspiré profundamente antes de dejar cuidadosamente el teléfono en el escritorio y volví a tumbarme en mi pequeña cama. Apenas acababa de colocarme cómodamente cuando sonó un nuevo ruido, parecido al zumbido de un insecto. Inmediatamente pegué un brinco de la cama y cogí el teléfono que acababa de dejar para leer un mensaje.
«Buenos días, Sveta. Te deseo un cumpleaños muy feliz por tus veinticinco. Espero que todo te vaya muy bien. Intentaré llamarte de nuevo al final del día. ¡Qué pases un buen día y feliz cumpleaños!».
Leí el texto varias veces. Un contenido sencillo, nada del otro mundo. Aun así, estaba entusiasmada. Comencé a escribir una respuesta: «Gracias, Franck. Estoy en París. Me gustaría verte».
Reflexioné durante unos instantes. ¿Qué tipo de mensaje estaba a punto de enviar? Lo borré y dejé el móvil a un lado. No estaba convencida de que anunciarle por SMS que estaba en París fuese la mejor decisión. También era posible que no contactara más conmigo. Era mejor decírselo en persona.
Me puse a soñar despierta. Imaginé una velada romántica a solas, tras una cena en un restaurante. ¿Cómo puede ser que todavía me perturbase si llevaba años sin verle? ¿De dónde procedía esa química cautivadora que me atraía de él? La atracción romántica sigue siendo un gran misterio para mí. Además, ¿era eso amor verdadero? Esa atracción podría deberse asimismo a la soledad afectiva, incluso inconscientemente. Hay tantos hombres en la Tierra, ¿por qué no me dirigía hacia el primer desconocido? Quizás se deba a las múltiples decepciones de los últimos años. A él ya le conocía. Sabía cómo actuaba. Él me había querido de verdad, me había respetado.
De tanto pensar no conseguía conciliar el sueño. Todo lo contrario, una noche en vela y agitada me tendía la mano. Afortunadamente había podido dormir unas cuantas horas antes de que esa imprevista llamada me despertase. A pesar de que mi sueño se viera perturbado, estaba contenta, feliz. Me levanté de la cama de buen humor.
En el trabajo, pensaba que nadie sabía cuándo era mi cumpleaños. Para mi sorpresa, en cuanto llegué a la oficina, mis compañeros ya estaban allí, al igual que mi jefe. En medio de la mesa me aguardaba una gran tarta de chocolate.
—¡Feliz cumpleaños, Svetlana! —gritaron al unísono los allí presentes.
Me sentí tan mal e incómoda por esa insólita atención.
Todos se acercaron a darme un par de besos. Me regalaron varios ramos de flores y cajas de bombones. Mi jefe me dio unos cheques regalo de productos cosméticos.
Una compañera me preguntó qué quería de beber. Antes de que tuviera tiempo para responder, mi jefe comenzó a bromear y advirtió que no había vodka. Me reí a pesar de que este comentario, hoy en día, es un mero cliché sobre los países del este. Le contesté que me acostumbraría bien a no tenerlo, o mis traducciones corrían el riesgo de acabar escritas en un idioma no deseado. Solo me tomé un zumo de naranja con un trozo de tarta.
Todo el equipo me hacía preguntas. Su curiosidad les empujaba a preguntarme si me había adaptado bien a París. Un pequeño grupo de tres hombres se interrogaba sobre mi vida privada. Claramente querían saber si estaba con alguien. No me atrevía a contarles lo que me atormentaba. No eran mis confidentes y no quería desembuchar mi vida íntima. Les conté que, en ese momento, el amor no era una de mis prioridades. Añadí que, ante todo, prefería estabilizarme profesionalmente. Intenté parecer lo más convincente posible al adoptar un tono firmemente decidido. Maquillaba la verdad, ya que deseaba protegerme de cualquier pregunta sobre mi vida sentimental. Todos se mostraron amables conmigo. Lo menos que puede decirse es que este jefe sabe cómo unir a la gente en su empresa. Me di cuenta de la suerte que había tenido de que me contratara una empresa tan humana. ¿Cuántas compañías celebrarían así mi cumpleaños? Le di mis más sinceras gracias a todo el mundo. Esta sorpresa iniciaría mi día del mejor modo posible.
Sin olvidar que nos encontrábamos en nuestro lugar de trabajo, tras una hora hablando y poniéndonos al día, el jefe nos pidió que regresásemos a nuestros puestos, así que nos pusimos detrás de nuestros respectivos ordenadores. Sobre mi escritorio me esperaba el manual de instrucciones de un vibrador eléctrico. No solamente ignoraba que un objeto como este necesitase unas instrucciones, sino que, además, este yacía al lado de mi programa de trabajo. Lo cogí para examinarlo. ¡Era pesado y enorme! Me preguntaba qué tipo de mujer utilizaría ese artilugio. A mi alrededor, todos se partían de la risa al ver cómo deslizaba el accesorio entre mis dedos. Las lágrimas inundaban mis ojos. Me encantaba ese ambiente festivo. Sí, apreciaba mucho ese trabajo. Crecía en medio de una familia. Solo me faltaba una cosa en la vida para sentirme completamente feliz...

Al final del día, los tres compañeros que me habían interrogado me invitaron a tomar una copa con ellos en un bar. Por lo que dijo uno de ellos, querían celebrar mi cumpleaños a la altura de las circunstancias. Aunque su propuesta sonaba sincera, preferí rechazarla; pensaba que me tirarían los tejos después de emborracharme. No quería repetir la equivocación de mezclar trabajo y sentimientos. En Rusia cometí ese error y no guardaba muy buenos recuerdos. Esperaba una llamada en particular. Contaba con una noche distinta, así que nos dimos las buenas noches. Después, regresé a mi apartamento como cada noche. Había cogido ese virus parisino al que llamaban «metro, curro, cama». Se había convertido en mi día a día desde hacía tres semanas. Sin embargo, mi trabajo no me hacía infeliz.
Termino la jornada entre las cuatro y las cinco de la tarde. Depende del día y del progreso en las traducciones, así que evito la afluencia masiva del transporte público cuando los viajeros se amontonan como sardinas en lata, aunque ellas no están tan aplastadas como nosotros. Las personas se empujan, se pisan y se pelean. Sin olvidarnos de aquellos cuyos traseros permanecen pegados a los asientos plegables mientras que, de pie, sus vecinos no pueden ni mover un dedo. El espacio asignado apenas permite mantener el equilibrio. El metro en hora punta resulta ser una catástrofe que te hace lamentar haber salido de tu agujero.
En cuanto crucé la puerta del vagón del metro que tenía enfrente, empezó a sonarme el teléfono. Reconocí inmediatamente la melodía porque se trataba de la que había escogido para Franck. Me dirigí al interior del bolso, no quería perder la llamada por segunda vez. Descolgué y me acerqué el dispositivo a la oreja.
—¿Sí? —respondí rápidamente.
Sentí las miradas que centraban su atención en mí, despiertas de su ensoñación; rompía el silencio de los urbanitas. El aviso de cierre de puertas sonó y el metro se dirigió a su próxima parada. Al otro lado del teléfono Franck parecía intrigado. En primer lugar, me preguntó dónde me encontraba. La señal acústica que acababa de escuchar no le resultaba desconocida, es más, la conocía a la perfección. Me di cuenta de que había un asiento plegable libre y fui a sentarme. Apoyé la cabeza en la ventana y le confesé que vivía en París desde mediados de septiembre. De repente, se hizo el silencio.
—¿Franck, estás ahí? —le pregunté inocentemente.
Franck salió de su mutismo para preguntarme por qué no le había informado de mi llegada. Le expliqué que no me había atrevido, que no quería perturbar su vida actual, que no quería darle la impresión de que buscaba inmiscuirme. Me contestó que había sido tonta por pensar eso, y que le habría gustado tomar un café conmigo o incluso dar un paseo. Acabó deseándome un feliz cumpleaños. Después, aprovechándome de su respuesta, le pregunté si me concedería unas horas de su tiempo para cenar juntos. De repente, Franck parecía incómodo, lo que contradecía al mismo tiempo lo que acababa de decir. No articulaba palabra; parecía que todo se mezclaba en su cabeza. Le oía dudar. Tartamudeaba. Después, se calló. Insistí, le dije que sería mi invitado. Él también deseaba ese encuentro y tenerme de nuevo entre sus brazos. Únicamente me dijo que a Sylwia, su pareja, le parecería sospechosa su ausencia de última hora. No quería poner su relación en peligro solo por verme. Entonces le supliqué, casi le imploré, me ridiculicé sin darme cuenta. Argumentaba que esa noche sería mi regalo de cumpleaños. Franck suspiró y finalmente me dijo que reflexionaría y que me llamaría más tarde para decirme si podía librarse.
De camino me pregunté por qué me comportaba así. Sabía que no estaba disponible y pretendía reconquistarle. ¿Tenía derecho a comportarme de ese modo? ¿Era un monstruo egocéntrico? ¿Mi conducta era normal? Solo buscaba la felicidad, ser feliz. ¿Tenía un precio? ¿Algunas personas deben sufrir para que otras, egoístamente, sean felices? No sabía nada de su novia, ni quería. Pensaba en mí, en mi bienestar.
Al llegar a casa me di una ducha. A continuación, me preparé con vistas a una respuesta positiva. Me maquillé, peiné y vestí con un vestido azul cielo al que le había echado el ojo. Me miré en el espejo, satisfecha con el resultado. Si no sucumbía, no comprendería por qué. Me encontraba más atractiva que a los veinte. El cuerpo de una mujer no para de desarrollarse hasta alcanzar un tope, la cúspide de la feminidad, alrededor de los treinta.
A las siete todavía no tenía respuesta alguna. Empezaba a impacientarme y a desesperar. Encendí la tableta para consultar el correo. Mis fieles amigos de Rusia me habían escrito. Me echaban de menos. Había lamentaciones por la distancia, así como ánimos por mi nueva vida parisina. En otros mensajes, me preguntaban si estaba con alguien. Estos mensajes me gustaban. Estaba contentísima por saber de ellos. Les echaba terriblemente de menos. Sé que un día estas muestras de afecto se marchitarán. Al igual que el amor, la amistad necesita un intercambio físico frecuente. Lo virtual solo dura una temporada. Todo el mundo avanza, a su aire, a su ritmo, tomando caminos diferentes y construyendo una existencia distinta. Aparecen nuevas personas en nuestra vida, mientras que otras se desprenden inevitablemente. Notaba que para muchos de mis amigos mi vida sentimental era prioritaria, muy por delante de mi plenitud profesional. ¿Es el éxito amoroso el logro más importante del proceso personal? ¿Por qué no conseguimos, o apenas, vivir solos? ¿Por qué necesitamos a otra persona para sentirnos bien con nosotros mismos?
El teléfono sonó algo después. Finalmente había decidido ponerse en contacto. Se había tomado su tiempo. Franck no lograba expresarse, le temblaba la voz. Inmediatamente adiviné la respuesta que me aguardaba. No quería acompañarme al restaurante y me explicó que su relación con Sylwia era complicada desde hacía unos meses. Acababan de discutir por mi culpa. Se había opuesto a que me viera. ¿Era tan estúpido como para contarle con quién saldría? ¿Qué mujer aceptaría que su pareja pasase la noche con su ex? ¿La querría tanto que no pudo disimular la verdad? En ocasiones, para no hacerle daño a las personas, es mejor pasar por alto los detalles, la información perjudicial, que no aporta más que pena. Sentía como la frustración se encendía en mi interior. El mundo se derrumbaba a mis pies, el suelo se agrietaba. Me sumergía en un pozo sin fondo, sin salida. Mis esperanzas se estrellaron violentamente contra un muro. Mi vida iba a arruinarse.
Desbordada por la emoción, me encontré a mí misma sollozando al teléfono. No pude contenerme. Debía parecer una mujer desesperada ante sus ojos. Franck estaba afligido por el giro de los acontecimientos. No era capaz de pronunciar una palabra.
—Buena suerte en París, Svetlana. Prefiero que nos veamos en otra ocasión —dijo para finalizar la conversación. Después colgó, puesto que no respondí.
Durante unos segundos me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano, como si estuviera paralizada. Me di cuenta de que algo me observaba, me giré de repente y tiré el teléfono contra mi propio reflejo, al que odiaba repentinamente. El cristal estalló en mil pedazos. Acababa de firmar por siete años de mala suerte. ¡Menuda imbécil! Me desplomé sobre la cama y lloré. Golpeaba el colchón con los puños mientras gritaba: «¿Por qué?».
Las lágrimas corrían la máscara de pestañas que goteaba y decoraba mis sábanas. Estaba espantosa. Estaba horrible. Era una auténtica egoísta. Franck era un asqueroso idiota egoísta. Sylwia no era más que una repugnante zorra que apestaba a egoísmo podrido. Todos somos egoístas. Somos un mundo de egoístas, una humanidad egoísta. Somos la peor especie del planeta y, aun así, la más fabulosa. Dentro de nosotros el bien tutea al mal. A pesar de todo, somos seres puramente egoístas. El colectivismo es meramente una dulce utopía.
Llamaron a mi puerta. Una voz masculina preguntó si me encontraba bien y me pidió que abriese la puerta si le estaba escuchando. Intenté secarme las lágrimas. De todos modos, tenía maquillaje por toda la cara, allá por donde se habían deslizado mis lágrimas. Debía tener una pinta espantosa. Al abrir me di cuenta de que en frente de mí había una joven que resultó ser mi vecina. Jamás habíamos coincidido. A su lado se encontraba el conserje del edificio, un hombre de unos cuarenta años. La joven le había informado de que había escuchado golpes y destrozos en la habitación contigua. Le entró en pánico. Me sentía avergonzada. Pensándolo mejor, París no es tan individualista como su reputación le precede. En los peores momentos es cuando las personas se vuelven cercanas. Les dije que todo estaba bien. El conserje únicamente evaluó los daños. Me daba cuenta de mi conducta confusa. Observé a mi alrededor y vi mi teléfono de quinientos euros hecho pedazos, claramente inutilizable. No sé cómo sucedió, pero uno de mis zapatos también tenía el tacón arrancado. Los trozos de vidrio cubrían el suelo en todas direcciones. Había tantos gastos a la vista para comprar lo que acababa de romper y destruir en cuestión de segundos… Las decepciones amorosas se manifiestan como lo más tempestuoso de la vida. Arruinan tu alegría desde el interior. ¿Cómo había llegado hasta ese punto? Mis esperanzas y expectativas debían ser fuera de serie. Su brutal devastación había brotado de golpe en la habitación.
La mujer me ofreció su ayuda para limpiar los destrozos. Respecto al conserje, aparentemente más curioso o más zoquete, me preguntó qué había provocado tal desastre. Le expliqué que era mi cumpleaños y que un hombre al que apreciaba se había negado a pasar la noche conmigo, tras lo cual perdí el control sobre mí misma. El conserje me observó de la cabeza a los pies con una sonrisa picante, la misma que a menudo veo en los pervertidos interesados. Seguidamente decretó que ese tipo en el que pensaba era un cretino. No contesté, me sentía demasiado mal para ello. La desgraciada era yo y solo yo. Creí que podría reconquistar a un hombre que ya no me amaba ya que ya me había entregado su amor. Me había comportado de un modo estúpido. El conserje me preguntó si necesitaba algo más, a lo que le respondí: «Sí, una fregona».
Se ausentó y reapareció cinco minutos después con todo lo necesario para limpiar. Le di las gracias. Regresó a su apartamento, ya que su misión de seguridad había terminado. No hacía falta pedirle nada más. La limpieza me correspondía solo a mí. La joven decidió quedarse para echarme una mano. Hablamos y nos conocimos. Tenía veinte años y venía de Moldavia. Se trataba de su primer viaje a Francia. Había conocido a un francés hacía unas cuantas semanas. Sus ganas de vivir y su resplandeciente alegría combatieron mi tristeza. Me recordaba a mi inocencia cuando llegué a Francia por primera vez. Me apegué a esta muchacha que más tarde se convertiría en una buena amiga.

Los días pasaban, las semanas se encadenaban y los meses se sucedían. Franck no daba señales. Intenté llamarle en numerosas ocasiones, aunque en vano. El tono del teléfono jamás se interrumpía. Le envié varios correos en los que le pedía perdón por mi comportamiento ingrato. Deseaba restablecer el contacto y que él dejara de huir de mí.
En el trabajo, mi jefe se dio cuenta de que no estaba tan contenta como antes, como si la alegría de vivir se hubiese esfumado. Le mentía, objetaba, le decía que todo me iba bien en la vida. Me preguntaba cada mañana, inquieto, y hacía que otra persona controlara mis traducciones. Estas eran impecables, por lo que no podía hacerme ningún reproche. Cuando pasaba por mi lado, me miraba detenidamente, con perplejidad. Al no soportar más esos interrogatorios, le confesé el origen de mi sufrimiento. Su reacción me sorprendió: se echó a reír y después me invitó a un café. Se mostró empático y me apoyó moralmente. Se sintió aliviado al conocer por fin la verdad. Me enteré de que había hablado con todos mis compañeros para descubrir la causa de mi tristeza. Le preocupaba que algo terrible pesara sobre mis hombros. Me dio dos o tres consejos que había sacado de su propia experiencia. Quería verme plenamente feliz de nuevo. Echaba de menos mi alegría de vivir, él y el resto del equipo, como me confesó. Estaba encantada de constatar que en el seno de esta empresa me apreciaban. Ya no estaba preocupado. Sabía que el tiempo curaba todas las penas del corazón, incluso las más dolorosas: aquellas que te dejan en carne viva de por vida. A veces, basta con conocer a otra persona para que todo vuelva a su sitio.
Había un grupo de tres hombres que se interesaban por mí más que el resto, a tal punto que llegué a preguntarme si no habrían hecho una apuesta para ver quién de ellos se acostaría antes conmigo. Cuando descubrieron qué me atormentaba, me invitaron a tomar una copa y a salir a bailar alguna noche, para despejar la mente, me dijeron. Les prometí que pensaría en ello, aunque mi experiencia del pasado impedía todo tipo de tentación de ese tipo. Amor en el trabajo, nunca más. En cuanto a las mujeres, algunas de ellas, curiosas, me hicieron preguntas sobre ese hombre misterioso que atormentaba mi corazón. Me abrí poco a poco, durante nuestras salidas de chicas que me subían la moral. El hecho de hablar de mis vivencias, de mis expectativas, así como de mis decepciones, y encontrar una respuesta compasiva, me proporcionaba una gran satisfacción. Todos necesitamos un oído que nos escuche y nos entienda durante los momentos de tristeza. Es en los momentos difíciles cuando nos damos cuenta de quiénes son nuestros verdaderos amigos.

4.
El invierno llegó sin cita previa a París. En apenas dos horas, la ciudad se cubrió de velo blanco espeso de varios centímetros. A través de la ventana observaba los grandes copos de nieve que se esparcían por la calle. Un ambiente sofisticado se dibujaba armoniosamente. Una delicada candidez recubría cada ápice de todas las cosas, como para librarlas de la suciedad acumulada a lo largo del año. Seguidamente, llega el momento del renacimiento de los objetos que la nieve ha teñido de blanco. Frescos y limpios, depurados y revitalizados, parecen vestir una nueva piel, preparados para enfrentarse al año que se inicia. La nieve posee este toque mágico de purificación.
Por primera vez, iba a pasar la Navidades en solitario. En Rusia, esta fiesta se celebra de manera distinta a en Francia. Debido al comunismo de antaño, se trata de una solemnidad que había prácticamente desaparecido. Debido al fuerte impulso ortodoxo, la gente la comparte cada vez más a día de hoy. Allí, Navidad tiene lugar el 7 de enero, y normalmente la celebramos entre amigos. No se trata de una fiesta primordial. Es en Año Nuevo cuando nos reunimos con nuestra familia (padres, hermanos y hermanas) mientras que en Francia se pasa sobre todo con los amigos. Las dos fechas están intercambiadas en cierto modo. En Rusia, normalmente no nos hacemos regalos. Estos son especialmente simbólicos y se ofrecen durante el paso al año que se avecina. No tenemos ese hábito comercial. ¿Por qué esperar precisamente a ese día para hacer feliz? Un gesto de corazón se puede realizar en cualquier momento del año; se siente una sincera satisfacción al entregar un paquete y contemplar el asombro de la persona que lo recibe. Cuando una fecha se impone como un llamamiento a los obsequios, ¿no se convierte este acto en insignificante? En cierta medida, carece de cualquier sentido.
En Occidente, Navidad se parece más a una operación de marketing, a un proceso de consumo para hacer funcionar al sistema. Los occidentales únicamente piensan en el regalo que recibirán. Tal deseo puede parecer habitual en un niño, pero un adulto debería preguntarse por la naturaleza de este gesto. ¿De verdad necesitamos esa formalidad? En ocasiones, es una competitividad demente para ver quien ofrecerá los presentes más llamativos, costosos y formidables. ¿Nos es preferible considerar este día como una ocasión para reunirse en familia? Todos deberíamos cogernos un par de días de vacaciones durante esta época para pasarlos cerca de nuestros seres queridos. Aquellas familias con una relación más distante, ¿por qué no aprovechan la ocasión para intentar reconciliarse? ¿No se dice que con el tiempo las personas cambian y se arrepienten de su comportamiento? El orgullo ata manos que podrían desenredar problemas. Navidad debería verse como una fiesta de amor, de reunión, de solidaridad y de felicidad… ¡entre todos!
Encendí la tableta y miré las fotos que tenía guardadas. Me recordaban hasta qué punto estaba unida a mis amigos cuando salíamos en Irkutsk. Me detuve en una imagen que me hizo sonreír. Salía en compañía de mis dos mejores amigas, a las que consideraba mis hermanas. Las echaba muchísimo de menos, sobre todo en esta época de fin de año y de soledad. Aquel año, celebrarían Navidad únicamente las dos juntas. La tercera, a siete mil kilómetros de distancia, la celebraría sola, abandonada a sí misma. En la foto parecemos tres princesas. Yo soy la que está a la izquierda. Soy la más baja, con mi metro setenta. En el centro está Irina, que mide aproximadamente un metro setenta y tres y es la más delgada de todas. A la derecha se encuentra mi mejor amiga Lesya, que está cerca del metro setenta y ocho. Estamos colocadas en línea y todas llevamos un vestido corto y provocador y tacones de aguja. Posamos de perfil, con la cara orientada hacia el objetivo y la mano izquierda sobre la cadera. Del brazo derecho cuelgan nuestros bolsos. Somos mujeres solteras, ¡y arrebatadoramente atractivas! Buscamos marido: ¿a cuál prefieres?
Habíamos hecho la foto así para divertirnos. Una de nosotras ya estaba casada. Esta imagen me trae muy buenos recuerdos. Tenía veintiún años, acababa de romper con Dmitry y Franck, de conocer a Sylwia… Mis amigas querían subirme la moral. No importan cuán lejos estemos ni por mucho que pasen los años, nunca podré olvidarlas. Para ellas, yo siempre estaré presente. Un problema en sus vidas y yo acudiría rápidamente a consolarlas. Os quiero, mis fieles amigas. ¡Feliz Navidad!
A primera hora de la tarde salí para descubrir el manto blanco parisino. Me puse mi cálido abrigo y cogí un paraguas para protegerme de los abundantes copos. El micromundo parisino sufría una metamorfosis: la gente refunfuñaba, sorprendida por la repentina aparición de la nieve. También podían escucharse el eco de gritos eufóricos, de las almas de los niños maravillados por lo que les ofrecía la estación una vez al año y que aprovechaban de la rareza de un París nevado.
La vida diaria se había visto tan afectada que entendía perfectamente por qué maldecían al tiempo. Justo en la esquina donde vivía, un autobús urbano había chocado con la parte delantera de un coche. Sin lugar a duda, la conductora había perdido el control y se había resbalado tras un frenado muy tardío. Alrededor del accidente se formaba una aglomeración. Al ver la carrocería de vehículo totalmente destrozada, un frío glacial adicional recorrió mi cuerpo. Pude ver que nadie estaba herido, y, aun así, esta imagen tan real venía acompañada de una sensación de malestar, una que no sentía cuando veía un choque en una película en la que sabía que todo era ficción. Ya se había formado un atasco. Detrás del autobús, los coches estaban bloqueados. Estaba teniendo lugar un intento colectivo de dar marcha atrás, mientras que los conductores redactaban un parte. Sonaban cláxones, patinaban y había insultos en el aire. Para los niños, la nieve se convierte en un paraíso. Para los adultos, el día a día se vuelve un infierno. Afortunadamente, todavía llevo dentro el alma de una niña, a pesar de verme obligada a aceptar mi condición de mujer independiente. Es imposible ser un niño para siempre. La vida te golpea y te llama al orden. Hay que trabajar para vivir, lo que no necesariamente implica la posibilidad de encontrar un empleo o una actividad en armonía con tu desarrollo personal. Aunque algunos logren conciliar ambos, para la sociedad capitalista esto no representa una prioridad. El dinero debe circular, entrar por un lado y salir por otro… acumulando de paso préstamos para consumir en exceso. Nadie se limita a ahorrar, enseguida compran aquello que les gusta. Sin embargo, este modo de actuar proporciona una gran satisfacción, un auténtico disfrute. Por el contrario, cuando los créditos te asfixian, de tanto comprar «trastos» y «chismes», la vida puede ocasionar dificultades imposibles de superar si un cambio brusco se sucede de la noche a la mañana. Las puertas de la desgracia te tienden la mano y pueden dar pie a un colapso todavía más austero… No será la multitud de indigentes en París, que ha perdido todo, que está en constante aumento y a la que abandonan los poderes públicos quien me contradiga.
Más allá, en la avenida principal, el tráfico parecía restablecido. Habían esparcido sal en calles y aceras. Únicamente las pequeñas calles sufrían todavía el ambiente variable de la estación.
Cuando me dirigía al metro de Montparnasse, me crucé con un grupo de jóvenes que invitaba a los viandantes a unirse a su diversión. Tenían un altavoz con música a un volumen muy alto. Se divertían deslizándose por la nieve y realizando acrobacias. Hice unas cuantas fotos para tener un recuerdo de ese instante, tras rechazar, sin embargo, unirme a ellos.
Llegué hasta Montmartre. Me encanta este romántico barrio para paseos de enamorados. Para mí, este lugar está plagado de recuerdos. Aquí es donde Franck fijó nuestra primera cita. Es aquí donde me sedujo y después me conquistó. Un poco más adelante se encontraba el Parque des Buttes-Chaumont, que había sido escenario de nuestros apasionados momentos.
A falta de la compañía de un hombre galante, decidí emprender la visita en solitario, sobre los caminos nevados. Al lado del funicular, las escaleras que conducían al Sagrado Corazón se habían transformado en una rampa para trineos. Grandes y pequeños lo pasaban bomba. A pesar de las caídas que sufrían frecuentemente, las recorrían con valentía para intentar un nuevo descenso. Inmortalicé esos momentos felices. Empezaba a cogerle gusto a la magia de la fotografía. Al contemplar las imágenes que acumulaba, comprendía lo que a Franck tanto le gustaba de este arte: el lado observador, testigo, ladrón de intimidad. Es importante activar el disparador en el momento exacto y no al segundo de después que daría pie a la foto equivocada.
Cuanto más personal es el arte, más recela sus riquezas. Se aleja así de los aparatos que se limitan a capturar y de los objetos que vivirán una duración limitada antes de verse sumidos en el olvido.
Inmortalicé el Sagrado Corazón recubierto de su velo inmaculado, y después me dirigí al parque. A partir de allí, me quedaba cerca de una hora para llegar. Había que estar un poco trastornada para contemplar recorrer esa distancia en tan poco tiempo. Al menos, habría más cosas que ver y todo tipo de comportamientos humanos distintos que observar, pensé.
Había vendedores de castañas que se calentaban las manos con el calor emitido por una sartén que se alzaba sobre un carrito de supermercado claramente robado. Los negociantes, cuales fugitivos, debían esconderse ante el menor indicio de la policía. La culpa resultaba ser del trabajo en negro del que el estado, esa costosa vaca a la que hay que engordar, no saca ningún beneficio.
En cuanto puse un pie en el parque, me invadió la impresión de hallarme en medio del decorado de una postal. Tenía la sensación de no encontrarme en París. Un fino velo recubría delicadamente los árboles sin enmascarar por completo las cortezas que se habían oscurecido naturalmente. En las fotos que hacía el blanco dominaba, oprimía, contrastaba y cubría cada centímetro cuadrado de hierba y de grava. Esta mezcla de blancura y oscuridad proporcionaba fuerza y equilibrio al conjunto, como para recordar esa dualidad inevitable que dirige nuestras vidas y el mundo. El cliché aportaba una respuesta en sí: para contrarrestar al mal, el bien debía prevalecer. La multitud de copos ofrecía un toque gris que ocultaba las construcciones en un segundo plano y parecía sugerir que nada era blanco o negro, que ambos tonos debían complementarse para existir. Al mismo tiempo se trataba de matices tristes, de un universo muerto, de colores apagados que a la vista parecían la composición de una auténtica obra de arte.
Los niños se divertían bajo la atenta mirada de sus padres. Los mayores hacían muñecos de nieve, mientras que los más pequeños observaban la polvorienta nieve sobre sus manos que caía y se derretía al contacto de la piel. Seguía haciendo fotos de todos esos momentos de lo cotidiano.
Algunos caminos tenían cortado el acceso. Otros habían sido cercados. Los carteles advertían de un peligro potencial si se traspasaba la delimitación. Como no podía aventurarme en los rincones del parque, decidí regresar a casa. Esta salida me permitió introducirme en la fotografía. ¿Puede ser que me aguardara buenas sorpresas? Al menos me había divertido sin desenterrar demasiado el pasado.
En cuanto entré en calor, pasé las imágenes a mi tableta. Las observaba una a una con atención y borraba aquellas que me parecían malas o borrosas. Me di cuenta de que me faltaba mucho por aprender. A todas luces, no era un fenómeno.

Le envié un correo a Franck por Navidad. Le deseé que pasara unas felices fiestas en familia. En estas fechas, normalmente acudía a casa de sus padres acompañado de su hijo. De nuevo, no recibí respuesta alguna. Ni siquiera sintió la necesidad de darme las gracias, mientras que en años anteriores siempre conversábamos brevemente. Desde que Franck sabía que estaba en Francia, se comportaba como si tratara de impermeabilizar todo intento de intrusión en su vida privada. Sin dudarlo, Sylwia jugaba un papel muy importante en este distanciamiento. Dado que no quería escribirme, me tocaba a mí actuar de modo parecido hasta que se dignara a dar señales. Qué triste la esperanza que contempla la reconquista de un ex al que se ha abandonado voluntariamente y se dejó devastado.

Recibí noticias de Franck en el mes de enero. Me deseaba un feliz año y me confesó que su historia con Sylwia acabó unos días antes de Navidad. Mi insistente toma de contacto había precipitado su ruptura y había hecho resurgir sus deseos de verme. No obstante, se cuestionaba, se planteaba múltiples preguntas e incluso temía el reencuentro. ¿Irradiaría todavía la magia de antaño? Compartía su misma preocupación, salvo que las ganas eran más fuertes. Al final del mensaje me preguntaba dónde y cuándo. ¿Qué podía contestarle si él había levantado un muro de indiferencia? Había comenzado a forjarme de modo distinto, pero ahora, él reaparecía...
Antes de fijar cualquier tipo de cita, preferí hablarlo con mis compañeras de trabajo. Compartían opiniones divididas, me recomendaban ignorarle o dejarle sufriendo del mismo modo que él había hecho conmigo. Otra me aconsejó de meter caña, con el pretexto de que esta cita podría ser mi oportunidad. Estaban tan perdidas como yo, y finalmente no resultaron ser de gran ayuda. Desde mi llegada a Francia, no había habido ningún hombre en mi vida. Solamente pensaba en él, por lo que acepté que nos reuniéramos. En el siguiente mensaje me propuso cenar en un restaurante. Me confesó que deseaba «aclarar la situación entre nosotros». No me gustaba para nada lo que insinuaba esa frase. ¿Qué teníamos que aclarar? ¿Nos gustaríamos todavía? ¿Habría todavía atracción? Presentía que nuestro reencuentro no auguraba un buen propósito.
Fijamos la cita para el viernes siguiente: a las siete de la tarde en la estación de metro George V, en medio de la avenida de los Campos Elíseos… Teniendo en cuenta el lujo que se respiraba en el barrio, me preguntaba a qué tipo de lugar había decidido llevarme.
Llegué diez minutos tarde. Vislumbré a Franck esperando, de pie, en frente de la salida. Observaba con pasividad a los transeúntes. Cuando llegué, una sonrisa le iluminó el rostro. Levantó el brazo para llamar mi atención. ¿Pensaría que no lo había reconocido? Mi mirada se aferró instintivamente a la suya, en medio de la oleada humana. No había cambiado demasiado. Todavía llevaba el pelo corto. Le habían salido unas cuantas canas por la sien, lo que le confería cierto encanto. Su rostro me transmitía una sensación de confianza. Me parecía más serio, más sereno. Iba vestido de modo sencillo y elegante. Llevaba zapatos marrones, un vaquero desteñido y una chaqueta gris antracita en la que sus manos habían encontrado refugio en sus bolsillos laterales. Yo vestía de manera algo más sofisticada para la estación. Llevaba un abrigo negro que llegaba hasta mitad del muslo, debajo se ocultaba un vestido muy ajustado de invierno de manga larga. Unas cálidas medias oscuras cubrían mis piernas y en los pies calzaba unos tacones.
Me acerqué, con una sonrisa de oreja a oreja. Me contempló de la cabeza a los pies. Tras el saludo de cortesía, pronunció su primera frase: «Siempre tan elegante». A continuación, intercambiamos unos besos en la mejilla. Me encontraba cambiada, con rasgos más femeninos. Le di las gracias; sabía que llevaba razón, yo pensaba lo mismo. Le agarré del brazo derecho y me aferré a él con fuerza y ternura. Observé a Franck. Físicamente él también me gustaba más. Ya no llevaba la perilla. Ese aspecto más sencillo le daba un encanto adicional e innegable.
Sus brazos me estrechaban al fin. La noche prometía ser magnífica.
Le pregunté si el restaurante estaba cerca.
—Está por aquí, pero nos sobra tiempo —me respondió.
Había calculado algo más de tiempo a la vista de que llegara tarde. Tenía la costumbre de hacerle esperar más de diez minutos. La reserva estaba prevista para las ocho. Tendríamos que esperar tres cuartos de hora antes de ir a cenar; así podría disfrutar de él. Estaba acurrucada en sus brazos. Le estrujaba con fervor, como con miedo a perderle. A pesar del frío invernal, me sentía bien, privilegiada. La sensación que iba a revivir me desbordaba.
Hacía años que no sentía esa agradable sensación de euforia. El placer de estar con este hombre y no con otro es lo que marca la diferencia. Durante esos últimos años había tenido múltiples acompañantes. Sin embargo, me faltaba esa chispa en los ojos, ese destello mágico que te hace feliz y que te bendice con una nueva mirada con la que redescubrir el mundo.
Saltábamos por encima de los charcos congelados, rodeábamos los restos de las acumulaciones de nieve fundida. Reíamos a carcajadas. La sombra de la duda ya no tenía cabida, él encarnaba la perfección que necesitaba en mi vida. Acababa de reencontrarme con él hacía cinco minutos y acababa de renacer. A su lado, me convertía de nuevo en una niña pequeña que sonreía bobamente y que se divertía con todo y con nada a la vez. Podía permitirme dejar temporalmente de lado a ese mundo de adultos que me empezaba a no gustar demasiado. ¿Crecería como una niña pequeña o como una adulta frustrada? Aquella noche era favorable para decisiones importantes, de esas que pueden redibujar el futuro. ¿Qué quería aclarar él?
Después de charlar durante treinta minutos regresamos a la avenida de los Campos Elíseos y cogimos un callejón de sentido único que nos conducía hasta un restaurante asiático rodeado por dos modernos edificios. La entrada lucía impecable. Nos invitaba a cruzar la puerta por debajo de un pequeño paifang, un tipo de arco tradicional chino vigilado a derecha y a izquierda por dos cabezas de dragón. La iluminación, compuesta por luces amarillas y azules, hipnotizaba la vista. La invitación era muy clara: detrás de aquella puerta, un cambio de aires daba la bienvenida a los visitantes. ¡Y menuda sorpresa! Se trataba de un inmenso acuario plano y de cristal, iluminado a ambos lados.
Teníamos una mesa reservada a nuestro nombre, hasta la que nos acompañó un camarero. El restaurante parecía bastante popular. No veía ningún sitio libre.
Avancé tímidamente sobre las primeras baldosas de cristal, con el rostro alegre. Tenía la impresión de que caminaba sobre el agua. Los peces brillaban y reflejaban distintos tipos de luz azulada.
Al quitarse el abrigo, vi que Franck llevaba un jersey de cachemira. Me encanta la suavidad de este tejido y parecía que Franck se había acordado. Un día, se puso un suéter parecido. Me acuerdo muy bien de aquella ocasión, ya que me regaló un ramo enorme de rosas blancas y rojas. Hacía buen tiempo, aunque era algo inestable. El viento soplaba ligeramente y Franck no quiso arriesgarse a coger frío. Aquella noche también salimos a cenar a un restaurante, un japonés. Cuando me aferré a sus brazos, pude apreciar la delicadeza de la tela. ¡Era tan suave y cálida que no podía dejar de acariciarla! Se ajustaba perfectamente a su pecho.
El jersey se parecía bastante al que llevaba aquel día y se lo dije. Una gran sonrisa que irradiaba felicidad se dibujó en su cara. Estoy segura de que, en aquel momento, le vinieron a la cabeza buenos recuerdos.
—Este es todavía más cálido, pero igual de suave —matizó, como una invitación a pasar mis manos por su torso.
Cuando la camarera vino para tomarnos nota, aún no habíamos consultado el menú. Como nos vio indecisos, se dirigió rápidamente hacia otra mesa. Cinco minutos después regresó. La joven no parecía demasiado feliz. Su rostro reflejaba tristeza, no sonrió ni una vez y apuntó nuestra comanda en una libreta, como un robot al que se le había confiado esa tarea.
Nuestro primer plato llegó rápidamente, acompañado de una botella de rosado. Me gustaba el susurro del agua que brotaba de algunas fuentes cercanas. Enmascaraban ligeramente las conversaciones de los clientes. Las mesas estaban poco separadas las unas de las otras y podíamos escuchar fácilmente las conversaciones de nuestros vecinos. Veía como unos grandes peces dorados pasaban bajo mis pies, así como carpas. Un poco más lejos, en un estanque, había tortugas. En medio de esta fauna acuática, había un pez que me interesaba en particular; ¡se encontraba justo en frente de mí! ¿Qué tipo de pez podía representar a Franck? ¿Un tiburón? No, para nada. ¿Un delfín? ¿Un carpín dorado? ¿Una piraña? ¡No! Es imposible identificar una especie que se corresponda con él, él debía ser el único de su tipo, una especie especial, inusual y valiosa. Franck me observaba, cuidadosamente, y sonreía con ternura. Mi mirada en hundía profundamente en la suya. Continuaba observándome, con la cabeza entre las manos y los codos sobre la mesa, fascinado. Pestañeé unas cuantas veces y le pedí que me explicara qué le pasaba.
—No has cambiado, eres como una niña pequeña.
Le dije que me contara por qué pensaba eso.
Me dijo que me encontraba agitada: miraba a todos lados, observaba a cada pez; al parecer, actuaba como una chiquilla.
—Eres maravillosa. ¡No cambies nunca! —añadió.
Franck me sirvió un segundo vaso de vino y, como quien no quiere la cosa, me preguntó algo bastante indiscreto.
—¿Con cuántos hombres te has acostado desde que rompimos?
Una pregunta que te fulmina en el acto, inesperada, fuera de lugar, ofensiva, incluso vejatoria. ¿Qué podía responderle? Seguro que él también se había acostado con numerosas mujeres. Preferí devolverle la pregunta hábilmente para evitar encontrarme en una situación incómoda.
Franck me contó brevemente que había estado con dos mujeres antes de conocer a Sylwia.
No me atrevía a hacerle una lista con mis relaciones anteriores. Se habría llevado una mala imagen de mí. Además, esas relaciones, o, mejor dicho, esas experiencias, no tenían la menor importancia, a excepción de una o dos.
—Mira, Franck, prefiero no contestarte. No te lo tomes a mal, pero he tenido bastantes desencuentros. Ha habido hombres que me hicieron creer que me querían. El número no importa en realidad. Lo que importa es el ahora, nosotros, el presente, nuestro reencuentro. ¿No es así?
Franck sacudió la cabeza, como un muelle tambaleándose. Su mirada se perdía en el vacío, hacia el centro de la mesa.
—Te parece mal. ¿Me equivoco?
Franck me miró con los ojos como platos.
—¿Mal? ¿Por qué me parecería mal? Es solo que me decepciona esta respuesta que oculta algo menos glorioso. Habría preferido no saberlo.
—¿Entonces para qué me preguntas? Nos conocimos, nos distanciamos, yo rehice mi vida y tú, la tuya. Nuestra historia acabó. Hoy estamos aquí, cenamos juntos en un restaurante. Si acabases de conocerme, jamás me habrías hecho esa pregunta o incluso te reirías de la respuesta. Únicamente pensarías en nosotros y en nuestro futuro, o puede ser que solo me quisieras en tu cama, como tantos otros, así que no me juzgues, te lo pido por favor.
—¿Sabes qué, Sveta? Me decepcionaste mucho cuando me expulsaste de tu vida. Te quería, te deseaba a mi lado…
—Pero era joven, y muy ingenua, todavía inmadura. No podía abandonarlo todo por ti. ¡Entiéndelo, Franck!
—La juventud no es excusa para todos. Las mujeres son muy responsables con veinte años. Tú huiste.

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