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En Equilibrio
Eva Forte
TEKTIME S.R.L.S. UNIPERSONALE
Una novela policíaca ambientada entre Roma y los Alpes. Una historia de amor, nacida del deseo de vivir una doble vida en un lugar lejos de casa.  Sara empezará así a redescubrirse, a reencontrar pasiones adormecidas y acabará involucrada en varios homicidios cometidos en paisajes lejanos.


En Equilibrio
de Eva Forte
En Equilibrio
de Eva Forte
Tektime
Serie Zafferano
Edición, Prólogo y Cuidado Editorial: Maurizio Murgia
Traducido por Judit Giménez I Sanjuán
Versiòn Original La Ragnatela Editore
A un paso del abismo, donde es más fácil
dejarse caer que mantener el
equilibrio en un arduo combatir para
permanecer al margen de un prejuicio donde
ya no soy yo, sino un mí indefinido

M.M.
A Daria y María, mis dos abuelas,
que aún hoy llenan mís días de recuerdos
Prólogo

La historia de Sara es la misma que la de Paolo, pero también la de Elena e incluso la de todos los personajes que aparecen descritos con sus rasgos físicos y de personalidad. Personas reales con sus debilidades. El pasado se repite varias veces para atenuar a aquellos personajes que pueden parecer violentos o surrealistas.

Al final todo resulta más puro y claro de lo que parece y desmarca al lector más habituado a anticiparse a la conclusión de los hechos. Es una novela negra que se va construyendo poco a poco y permanece oculta hasta que irrumpe en una vida entre dos realidades simultáneas. La protagonista deberá protegerse a sí misma y a sus dos vidas paralelas. Será doloroso, emocionante e inquietante pero... ¡En equilibrio!

Maurizio Murgia
CAPÍTULO 1
EL TREN

Sara estaba en la gran cocina blanca. La luz matutina incidía sobre los ventanales. Sola, con la taza de café con leche aún humeante entre las manos y la alianza que tintineaba sobre la cerámica. En los últimos meses, con la vuelta al colegio de sus dos hijos ya mayores, los días se hacían lentos y vacíos para una mujer acostumbrada a correr de un lado a otro para intentar solucionarle la vida a toda la familia.
Pocos minutos en los que coincidían todos, intercambiaban un par de palabras a la mesa durante el desayuno, y luego cada uno se iba con prisas por su cuenta. Había encendido el móvil a la espera, también esa mañana, de que empezara el horario laboral, a la espera de recibir esa llamada.
Todos la esperaban. Ella deseosa de empezar algo nuevo que la volviera a la acción tras años haciendo de mamá. Sus hijos con la esperanza de que ese trabajo no llegase y su marido aunque solo fuera por saber que sería de ellos en esos tres días que habrían alejado de casa a su mujer.

1 — Mamá mira, en el telenoticias hablan del sitio donde a lo mejor tienes que ir tú.
La noche anterior había al fin echado un vistazo al lugar que la habría acogido en caso de que la entrevista fuera bien. Dejó las ollas al fuego y se acercó a la mesa en la que su familia había empezado ya a comer, en silencio, ante la transmisión de un hallazgo en esa misma región montañosa.

1 — ¿Recuerdas que hace unos años pasó algo así? Otra pobre chica que encontraron destrozada. ¡Niños, no miréis!
Luca cambió de canal, enfurecido con los periodistas por las imágenes que se sucedían en el televisor. Sara también quedó impresionada; afortunadamente, el cuerpo de aquella pobre mujer había sido encontrado lejos de su futuro puesto de trabajo, pero quedó igualmente impresionada ante tanta crueldad. Las ganas de evadirse eran tan grandes, sin embargo, que su atención se había centrado más en los lugares mostrados que en la crónica en sí. Seguía dándole vueltas a esas imágenes cuando, a la mañana siguiente,
finalmente sonó el teléfono. La pantalla mostraba el número de su oficina en Roma, donde trabajaba a tiempo parcial hacía seis años. Le empezaron a temblar las manos y la boca seca le hizo pronunciar un «diga…» titubeante y con voz rota. Al otro extremo respondió su compañera, que aparte de ser una de sus mejores amigas, era también su superior. Bastaron pocas palabras para devolverle la sonrisa y calmarle los nervios. Había conseguido el puesto, retomado ahora a tiempo completo y con muchos desplazamientos semanales.
De repente se sintió ella misma, una parte descuidada durante tanto tiempo que le pareció raro no tener que pedirle a nadie la opinión, aun sabiendo que todos en casa la habrían apoyado.
Colgó el teléfono tras marcar el número del contacto de referencia de su nuevo puesto de trabajo, un tal Paolo que su compañera había conocido años atrás durante una fiesta en la capital con todos los contactos y algunos comerciantes del norte de Italia, a la que asistió para firmar una colaboración con su compañía y los controles de calidad de los productos dop y doc de las asociaciones territoriales que se habían ido creando a lo largo de los años con el fin de promover el territorio y exportar los productos por toda la nación. La idea de conocer gente nueva por un lado le parecía emocionante y por otro la aterrorizaba. Hacía ya años que vivía en el vecindario como si fuera el mundo en sí, sin asomar nunca la cabeza fuera de él. Su hermana vivía a dos zancadas, el trabajo estaba a dos paradas de autobús. Los hijos llegaban a todas las actividades a pie y habitaba una zona de Roma en la que no le faltaba de nada. Cuando le confesó a su marido que había solicitado el nuevo puesto, esperaba un buen arrebato de ira por su parte. En cambio, Luca se mostró relajado y rompió el silencio con un «claro, ve, nos las arreglamos». Sara se sintió aliviada y a la vez un poco decepcionada. En el fondo esperaba que se hubieran opuesto rotundamente hasta el punto de tener que renunciar al puesto en caso de obtenerlo. Se imaginaba a su marido solo y desconsolado delante del televisor sin nadie con quien compartir la manta de lana y a sus hijos llorando sin nadie que les preparara la cena durante tres días a la semana. Pero justo en ese momento entendió que era el momento de retomar su vida, cosa que no habría hecho daño a nadie.
Tuvo que dejar en casa sus queridas zapatillas de deporte
a cambio de unos preciosos tacones de charol. Llegó el tren que la acompañaría a menudo durante la jornada en los próximos meses, hasta los Alpes y de vuelta a Roma. A su lado, para celebrar su primer viaje oficial, se encontraban Luca y sus dos hijos, quietos e inmóviles como si se despidieran de alguien que va a cumplir el servicio militar, sin saber a qué se enfrentaban. Sara se subió al vagón y tomó asiento junto a la ventanilla, mirando a su familia, que seguía petrificada con la mirada fija en ella. Le pareció ver el cordón umbilical que la unía a ellos hacerse cada vez más largo a medida que el tren aceleraba, hasta romperse, dejándoles en el andén, lejos y pequeños como guijarros arrojados al mar.
El viaje se le hizo eterno, atrapada en el asiento con las manos cruzadas sobre la bolsa que reposaba en sus rodillas, temerosa incluso de respirar. Pero cuantos más quilómetros hacía, más empezaba a sentir Sara un aire nuevo, de venganza por haber llevado una vida tan mansa que ni siquiera había sabido controlar. Llegada a destino, la lenta detención del tren hizo que el corazón se le acelerara en una mezcla de agitación y curiosidad. Viejas sensaciones que hacía demasiado tiempo que no sentía la hicieron retroceder unos años, antes del matrimonio, cuando todo estaba por descubrir. En la pequeña estación ferroviaria sumergida entre las montañas la esperaba Paolo, el nuevo compañero asignado por la nueva oficina para la que trabajaría y se desplazaría. Al oír el silbato del jefe de estación la gente empezó a levantarse de su asiento, pero ella se quedó ahí, quieta, mirando por la ventanilla, preguntándose si las tres sombras que había dejado en el andén habrían reaparecido ahí, ante sus ojos, al otro lado del cristal.
Gente que viene, gente que pasa coloreando sus miradas en busca de alguna respuesta. Hasta que, en vez de tres personas unidas al cordón ya cortado, había sólo una. Como sus hijos y el marido, también él estaba inmóvil, con las manos en los bolsillos y la mirada inquisitiva entre los vagones buscando a esa mujer desconocida. Cuando Sara le vio, deseó inmediatamente que fuera él su misterioso compañero nuevo, con su no sé qué que desprendía, misterioso e intrigante a la vez.
Mientras la multitud empezaba a dispersarse lo vio coger
el móvil y llamar a alguien. Justo en ese momento sonó el suyo, y un número desconocido se materializó en la pantalla.

1 — Hola soy Paolo, tu compañero, estoy aquí fuera pero no sé cómo eres y no me gustaría dar una mala impresión perdiéndote entre la gente.

1 — No te preocupes, ya te he visto, quédate ahí que ya llego.
Respiró profundamente. De repente Sara se levantó, con la mirada perdida fuera de la ventanilla poco antes de decidirse a bajar. Una situación irreal, casi como en un sueño, hasta que el aire fresco y penetrante la devolvió a la Tierra, a ella misma, una mujer de cuarenta años que apenas había abandonado a la niña atemorizada sentada en el vagón. Se giró hacia las grandes ventanillas, y casi le pareció verse desde fuera, pequeña y asustada con dos trenzas negras que le caían sobre los hombros. Ahí estaba de nuevo, lista para afrontar nuevos retos y nuevas pruebas ante el mayor desafío de querer volver a vivir. En parte invadida por un extraño sentimiento de timidez que poco a poco iba desapareciendo, empezó a agitar los brazos para que el nuevo compañero misterioso la viera. Estaba de pie junto a una columna. Hay personas que incluso tras haberse conocido a fondo se mantienen distantes mientras que otras ya a primera vista están en sintonía, de forma tan natural e inmediata que abandonan la coraza que a menudo nos protege en sociedad. Nada más estrecharse de manos, Sara se sintió diferente, como si quisiera mantener al margen esta nueva realidad tan alejada de la vida de la gran metrópolis, de su vida en Roma.
Antes o después todos queremos una vida diferente, al menos jugar a tenerla o soñar en secreto que nos vestimos con ropas muy diferentes a las nuestras. A veces empezamos a fingir casi sin darnos cuenta, tanto es nuestro deseo de rescate o de llenar ese vacío que llevamos dentro desde hace demasiado tiempo. Y así Sara, con ese estrecharse de manos, abandonó su piel de mamá y esposa para ser ella misma, sin vínculos ni lazos, al menos durante esos tres días lejos de casa. No había notado una ligereza como aquella en siglos y probablemente nunca se había sentido tan libre. Tras las presentaciones formales Paolo le cogió la maleta de las manos y le indicó el camino hasta su coche.

1 — Tendrás hambre, es hora de comer… si te apetece conozco un restaurante muy bueno justo aquí al lado. Solo tenemos una reunión con la empresa a última hora de la tarde y hasta nos da tiempo a pasar por tu hotel si quieres cambiarte de ropa.
Tras unos pocos segundos de indecisión, aceptó la invitación de buen grado, cosa que hacía aún más irreal todo lo que le estaba sucediendo. Comer fuera, sola, con otro hombre… sin tener que pensar en sus hijos o en tener al lado a su marido. Emocionada como una niña por esa simple comida circunstancial, aceptó al instante la invitación.
Después de dejar la maleta en el coche se encaminaron hacia el local y terminaron con los pies bajo la mesa uno frente al otro, con las manos a un instante de tocarse en torno al menú que hojeaban. El camarero llegó al cabo de poco, y Paolo pidió enseguida un plato de pasta con boletus, la especialidad de la casa. Ella se pidió lo mismo sin pensárselo demasiado. Ni siquiera había avisado a los de casa de su llegada; en ese momento era en lo último en lo que pensaba… ¿qué le estaba sucediendo? La adrenalina a mil por comer con un desconocido que por otra parte no era más que un nuevo compañero de trabajo. Dejaron los menús a un lado de la mesa. Paolo finalmente empezó a relajarse, apoyando la espalda en la silla y dejando las manos sobre la mesa. Miró un momento por la ventana y la luz que entraba le iluminó los ojos, mostrándolos aún más celestes y cristalinos. Esa fue la primera impresión que tuvo de él, un hombre cristalino, sin máscaras ni capas. Con un pequeño movimiento se recostó en la silla y con los codos sobre el mantel empezó a preguntarle por su vida. Para seguir el juego teatral que la hacía tan ligera le contó solo una parte, omitiendo la existencia de un marido y dos hijos que se encontraban a quilómetros de ellos, aunque muy presentes en su vida.
Por miedo a contradecirse desveló muy poco sobre ella y enseguida preguntó por él y su historia, pero éste fue interrumpido casi al momento por la llegada de la comida, caliente y perfumada como nunca antes había sentido; tanto, que le invadió impetuosamente las fosas nasales en un baile de sabores y recuerdos ligados a la infancia.

1 — Se acabó la primera parte, ahora comamos o se enfriará la comida y sería una pena. Luego soltaré eso de que estoy separado, hace ya un par de años. No tengo hijos, no tengo pareja y por ahora estoy muy entusiasmado con este nuevo proyecto que te ha traído hasta aquí.
Después de comer, Paolo empezó a hablar de varias cosas, tan metido en la conversación que le brillaban los ojos con una bellísima luz. Sara era toda oídos, embelesada por todas esas palabras suyas que se materializaban en su mente. Así siguieron durante el trayecto en coche hacia el hotel, no muy lejos del lugar de trabajo que habrían visitado dentro de pocas horas.
Paolo dejó el coche en la entrada del hotel para ayudarla a descargar la pequeña maleta, acompañándola después hasta el hall.

1 — Nos vemos en dos horas, vendré a recogerte, ¿vale?

1 — ¡Claro!
Agradeció tanto la propuesta de acompañarla que la respuesta le salió con voz temblorosa, haciendo que la gente a su alrededor se girara. Se puso tan roja que Paolo tuvo que contenerse para no partirse de risa, y, girando sobre sus talones, se despidió mientras se alejaba.
Ahí estaba, tímida y cohibida como siempre pero lista para volver a ponerse la piel de la nueva Sara, independiente y a años luz de su habitual vida aburrida. Realizó las operaciones rituales en recepción y finalmente subió a la habitación. Sentada sobre la gran cama blanca, recordó que aún tenía puesto el modo silencio del teléfono, que había activado durante el viaje para no molestar a los demás pasajeros. Miró la pantalla. Su marido la había llamado ya cinco veces y tenía tres mensajes.
CAPÍTULO 2
LA VIDA NUEVA
Ver aquellas llamadas perdidas la llenaron de culpa a más no poder. Se imaginó de repente en Roma, en su casa hecha de materiales valiosos y sofisticación, aburrida y cansada de una vida que se repetía siempre de la misma forma hacía demasiados años. Todos sus músculos, en tensión hasta ese momento, empezaron a desfallecer a la vez, aflojándose a los pies de la cama y casi dejando caer el teléfono de entre sus manos. Por un instante su mente quedó vacía, como despertando de un agradable sueño en la propia cama.
Reactivó el sonido del smartphone y llamó a su marido. Éste respondió al momento, tras dos tonos. Era obvio que se había preocupado seriamente por su desaparición momentánea.

1 — ¿Diga?
Al otro lado del teléfono la voz sonó casi rota, mezcla de preocupación y rabia. A duras penas le salieron las palabras intentando justificar esa falta de atención por su parte. Le había dicho que llamaría apenas bajara del tren, y en cambio ahí estaba, horas después de su llegada, con la cabeza aún llena de nuevas emociones y pocas ganas de revivir las pasadas. Tras las disculpas iniciales empezó a soltar a borbotones todo lo que había visto hasta el momento, desde las bellezas de la naturaleza que la rodeaban hasta la descripción con todo detalle de la habitación que la acompañaría tres veces por semana. El hotel disponía de una zona residencial y su empresa le había reservado aquél mini apartamento durante el tiempo que durara el proyecto. De esa forma no tendría que llevar cada vez arriba y abajo todas sus pertenencias, y al menos lo básico podía esperarla allí aunque volviera a Roma durante el largo fin de semana. A medida que sus palabras fluían, sintió cómo su marido se tranquilizaba y se sosegaba, feliz de hablar con ella al fin y sentirla eufórica aunque estuviera lejos de casa. Después empezó él a hablarle de esas pocas horas pasadas separados y de los planes que había hecho con su círculo de amigos. Mientras hablaba, Sara empezó a sentir su voz
cada vez más lejos, perdiéndose una vez más en las nuevas sensaciones que había experimentado sólo de estar cerca de Paolo. En cuanto se dio cuenta de que su mente había vuelto a los pies debajo de la mesa del restaurante, intentó concentrarse de nuevo en la llamada y alejar esos pensamientos. Al otro lado del teléfono el marido mostraba unas ganas de hablar como no las había tenido en mucho tiempo. Normalmente podían pasar días sin que tuvieran una conversación de verdad.

1 — ¿Están contigo los niños? Quiero saludarles.
Esas simples palabras la dejaron con el corazón en un puño cuando se dio cuenta que cada vez los hijos la necesitaban menos.

1 — No, estoy fuera con mis amigos, les saludaré de tu parte esta noche, cuando vuelvan.
Siempre sale un poco de egoísmo sano en estas situaciones. A lo mejor Sara esperaba encontrárselos a todos en casa, reunidos alrededor del teléfono esperando su llamada. En vez de eso, su marido hacía planes y sus hijos estaban fuera, sin preocuparse tanto por la madre, lejos, en paradero desconocido. Pensando en ello, una lágrima le resbaló por la cara hasta que cayó en un pequeño sueño reparador tras horas de emociones intensas. La despertó el sonido del teléfono, cerca de la cama. Era Paolo, que pasaba a buscarla para ir a la oficina y presentarle a su jefe.
La visita a la oficina fue rápida y menos impactante que todo el vórtice de emociones experimentadas durante las primeras horas del día. Enseguida se vio fuera del pequeño edificio, lista para volver al hotel. Durante las presentaciones con los compañeros, Paolo la dejó a merced del jefe, que le llenó la cabeza de datos, números y nombres de cada uno de los trabajadores con los que se cruzaron. Cuando al final salió al aire libre, la luz ya casi había dado paso al brillo de la luna y el sonido del teléfono hacía eco en la plaza que tenía delante. Lo desbloqueó y leyó el sms: «¿Quieres hacer un descanso? Pero antes cerveza y cena típica por aquí. Paolo. Pd: estoy aquí delante… mira a tu derecha».
En ese momento no hubiera querido leer otra cosa, ni oír a nadie más, ni ver nada diferente. Se giró y ahí estaba, apoyado sobre el respaldo de un banco de madera. Ambos sonrieron y asintió
para aceptar la invitación a la cena. Y ahí estaban de nuevo juntos, en un restaurante familiar cercano, con dos jarras de cerveza en mano y las risas más escandalosas mientras hablaban de todos los compañeros y de su forma de ser. Existen personas que conocemos de toda la vida pocos minutos después del primer encuentro. Fue entonces cuando Sara entendió qué significaba la empatía, la simbiosis, la afinidad… y quiso creer en todo ello aunque solo fuera por el hecho de que al fin se sentía bien.

1 — Gracias por este precioso día, no me sentía así de bien desde…
Ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía que no se sentía tan bien, y su largo silencio hizo que ambos prorrumpieran en risas. Empatía.

1 — Buenas noches, Sara, yo también me lo he pasado muy bien, espero poderte hacer de guía mañana también, puede que durante la pausa de la comida.
No añadió nada más. De repente sintió una mano sobre la mejilla, los labios de él cerquísima de los suyos, apenas rozándolos, y luego se fue sin mirar atrás. Un beso insinuado que la dejó de piedra, inmóvil durante unos minutos, hasta que decidió volver a entrar antes de que se congelara, arropada por el recuerdo de aquel pequeño gesto de gran intimidad.
A la mañana siguiente no podía levantarse, saturada de las sensaciones del día anterior. Mientras se giraba y regiraba entre las sábanas, oyó el sonido de mensaje entrante en el teléfono, que se había quedado encendido toda la noche, e invadida por una inesperada curiosidad, en cuestión de segundos saltó de la cama, descalza, intentando encontrar el teléfono en la completa oscuridad de la habitación. El mensaje era de Paolo, que quería enseñarle algo antes de ir a la oficina. Estaba a punto de descartarlo, cuando empezó a oír el tic-tac del reloj que marcaba la cuenta atrás de la hora señalada para la póxima reunión.
Leyó el mensaje y encendió la luz. Se miró al espejo y experimentó un momento de pánico. Después se tiró sobre la maleta, que dispersó por el suelo, buscando su neceser y una camiseta limpia que había reservado para el primer día de trabajo. En cuestión de segundos se metió en el baño, bajo la ducha aún fría, y de nuevo fuera, sobre la alfombra suave de color crema. Le dio tiempo a disfrutar por un instante de la calidez del albornoz, que reposaba sobre el radiador,
lista para darse unos toquecitos de maquillaje y ponerse la ropa. Mientras se abrochaba el último botón llegó otro mensaje: «Estoy aquí abajo… ¿bajas?».

1 — Ayer, mientras hablábamos durante la comida, me acordé de un sitio que seguro que te gustará. Veamos si tengo razón.
Siguieron caminando por las pequeñas calles del pueblo que la hospedaba, con un viento que a veces la despeinaba y a veces gemía entre las callejuelas, estrechas y llenas de flores rosas y blancas. Se limitaron a escuchar el viento, caminando en silencio a paso ligero sin separarse el uno del otro hasta que, ante ellos, se abrió paso un valle acantilado por un río que fluía ruidosamente al otro lado de un parapeto de piedra antigua. Se encontraban en una terraza natural, pequeña y abierta por todos lados ante las montañas. Ahí arriba la luz era cegadora y los ojos tardaron en acostumbrarse tras haber recorrido las calles en la penumbra.
Costaba respirar allí arriba, y no por la altitud. Los colores se quebrantaban para seguidamente fundirse, el agua del río parecía llamarles. Llegados a ese punto, Paolo le soltó el brazo y se acercó al muro de piedra. Ella le siguió lentamente hasta volver a su lado, mirando el vacío que se abría ante ellos. Todo era tan nuevo y lejano, diferente a lo que estaba acostumbrada, que se sintió mareada y por miedo a caer se cogió a él con ambas manos, retrocediendo a pasos cortos hasta verse a una distancia prudencial. El tiempo se detuvo, grabando por siempre el perfume de los árboles que les rodeaban y el sonido del aire frío cortándoles los labios entreabiertos. Sin darse cuenta había cerrado los ojos. Cuando los abrió seguía allí, aferrada a su brazo, con las manos sobre las suyas y él con la mirada fija en ella.

1 — ¿Va todo bien? Por lo visto tenía razón, este sitio tenía que ser tuyo antes que cualquier otra cosa, aquí arriba.
En ese momento tuvo la sensación de que al sonido de sus palabras se convertía en la dueña del mundo, de la naturaleza que la envolvía y que de pronto era suya. Ante tanta belleza parecemos insignificantes pero, grandes o pequeños, mujeres u hombres, somos solo un respiro mezclado con el viento que, soplando fuerte de nuevo, acaricia cada parte de nosotros. Que él quisiera traerla a ese
rincón del mundo, compartiendo con ella tanta belleza, era mucho más bonito e importante que cualquier regalo material, y como si hubiera recibido un obsequio de su amante. Sintió el impulso irreflenable de besarle. El vuelo de un pájaro cercano a ellos la despertó de esa situación irreal, y por miedo a hacer algún paso en falso se apartó de él, y tras minutos y minutos de un largo silencio empezó a hablar.
Se encontraba en vilo entre dos «yo» que se habían creado en las últimas horas. No sabía qué hacer o a cuál de los dos debía escuchar. Faltaba poco para volver al trabajo, así que decidieron volver por donde habían venido, recorriendo en sentido contrario el camino de ida. Cuando vuelves, el camino parece más breve y se desvanece la curiosidad de lo desconocido. Te sientes como en casa cuando vuleves a ver detalles ya descubiertos y analizados. Las macetas de las ventanas continuaban mirándoles como si les estuvieran esperando desde el paseo anterior. El viento había dejado de soplar y se había disipado el ímpetu que los abrazara minutos antes.
Sara se sorprendió al ver que aquellos lugares conocidos en menos de dos días empezaban a parecerle cercanos y familiares. Pensar que volvería a encerrarse en una habitación, renunciando al sol, tan cálido y afín, la hizo estremecerse, quizás esperando que surgiera un imprevisto que la alejara del primer día de trabajo, atrapada en aquellas montañas, acompañada del viento que la habría mecido con sus canciones. Ahí arriba la ciudad no era más que un recuerdo sofocado y le pareció imposible sobrevivir en medio de la polución, entre bloques de pisos altos y agobiantes. Su mente se desvió de repente hacia sus hijos y a lo bien que vivirían allí.

1 — Sí que estás pensativa hoy, ¿ya te has cansado de la vida en la montaña? ¿O empiezas a echar de menos a alguien que dejaste en la ciudad?

1 — No, a nadie; es más, estaba pensando en lo duro que será volver a Roma después de estos tres días en perfecta harmonía con la naturaleza.
La sonrisa volvió a iluminarle el rostro, ocultando pensamientos distantes que no pertenecían a aquél momento.
20
CAPÍTULO 3
SABORES ANTIGUOS

Sara y Paolo llegaron a la pequeña oficina de provincia justo a tiempo. Durante el trayecto habían permanecido en silencio, como si hubieran dejado parte de ellos en aquel acantilado sumergido en la naturaleza más pura. Cuando volvió a ver uno a uno a los nuevos compañeros que le habían presentado la tarde anterior sonrió por lo bajo, recordando el intercambio de impresiones con Paolo, y también él, al cruzar la vista con ella, le hizo una mirada cómplice, llevándose un dedo a los labios para sellar el secreto de lo que dijeron. Pasaron las próximas horas en la oficina del jefe de personal, que le enseñó todo lo relativo a su nuevo trabajo. Tras muchos datos, estadísticas y procesos burocráticos llegó la primera buena noticia desde que había pisado el edificio. Mañana Paolo y ella tendrían que ir a una pequeña feria de pueblo no muy lejos de allí para recoger datos significativos en el terreno sobre la venta de leche no pasteurizada en fiestas por parte de los comerciantes. Si hace unos meses le hubieran dicho que llevaría a cabo una investigación de ese calibre le hubiera dado un ataque de risa; en cambio, en ese momento le pareció la cosa más emocionante del mundo.
Cuando acabó la reunión se pasó el resto del día recopilando información relevante sobre el tipo de búsqueda que debería realizar al día siguiente. A media tarde llegó el primer mensaje del día de Luca, que Sara respondió al instante, y quedaron en llamarse por la noche. En aquel momento Roma quedaba al margen, lejos de aquella nueva realidad tan tangible y perfumada de pan recién hecho al horno. Un aire que le llegaba de la ventana ajustada mientras el sol iniciaba su descenso, dando paso al cielo rosado y a la brisa fresca que siempre llega al anochecer. Las campanas de la plaza principal recordaban a todo el mundo que era hora de volver a casa y las voces se volvieron fervorosas en los pasillos hasta dispersarse por las calles. En el silencio de la oficina, ya vacía, sonó un teléfono, que rompió el hechizo y le hizo pegar un bote en la silla.
«¿Sigues en el trabajo? Mañana por la mañana te paso a buscar y vamos juntos a la feria. Cerveza a voluntad, que duermas bien…¡debes descansar! P.». Encendió el teléfono esperando encontrar otra invitación de cena por parte de su compañero. La idea de pasar la velada sola había apagado parte de su entusiasmo inicial.
Cuando al fin decidió marchar vio que la panadería seguía abierta. Tras haber respirado durante toda la tarde la fragancia de los alimentos recién hechos no pudo evitar pararse a comprar un poco de pan. Al entrar en la tienda el perfume se hizo embriagador y se le antojó comprarlo todo y saborear cada tipo de harina y dulce recién salido del horno que descansaba en el escaparate. Sara escogió tres tipos diferentes de pan, uno con nueces, uno integral y otro con aceitunas. Para acabar, un dulce típico del lugar adornado con glaseado de limón. Nada más salir, sin poder evitarlo, abrió la bolsa de papel para probar algo de su contenido. El pan, crujiente, se rompió entre sus dedos, liberando el humo y un perfume insaciable de nueces. Siguió caminando a paso lento, saboreando cada migaja como si fuera la última, intentando averiguar si el pan tenía el mismo sabor en la ciudad. El único sonido perceptible de la calle era el de sus tacones que resonaban sobre el suelo húmedo y lo único que ocupaba su mente era Paolo. Quién sabe qué hacía en ese momento. Tras un intenso día de simbiosis y el fresco despertar de la mañana, empezó a notar la soledad del pan consumido por las frías calles del pueblo y aceleró el paso, deseosa de volver al hotel e irse a dormir sin demora para llegar al trabajo lo antes posible a la mañana siguiente. Estaba tan concentrada en ello que casi se olvidó de llamar a Luca. Cuando entró en la habitación, dejó a un lado la bolsa, casi vacía, y colgó el chaquetón en la puerta, listo para cogerlo por la mañana. El cansancio acumulado durante el día se hizo presente de golpe. Se apresuró a llamar a casa por miedo a quedarse dormida antes incluso de sentarse. Marcó el código de desbloqueo del teléfono y miró si tenia algún mensaje. Seguidamente marcó el teléfono de Luca, el único que se sabía de memoria. Los primeros tonos le parecieron una nana y los ojos empezaron a cerrársele, pero la voz fuerte de su marido la volvió a la realidad.

1 — ¡Hola, por fin! Estamos todos a la mesa, espera que los niños te quieren saludar.
Al sentir sus voces, oírles hablar de los días de colegio y escuchar las pequeñas confidencias que le hacían en voz baja tuvo la sensación de que habían pasado meses desde su partida en Termini. Echó de menos la gran metrópolis, con su familia, un lugar al que podría regresar en menos de veinticuatro horas.

A la mañana siguiente el despertador sonó antes de que los primeros rayos de sol entraran por la ventana. Por miedo a quedarse dormida, Sara también había puesto la alarma del móvil, pasando del silencio absoluto de la habitación a una pequeña orquesta de sonidos en la mesita de noche. Después de apagar todas las alarmas se sintió despierta del todo y lista para salir de la cama y darse un baño bien calentito. Sumergida en el jabón perfumado de lavanda, Sara había decidido dedicarse quince minutos de relax antes de bajar a desayunar. Entonces le llegó el primer mensaje del día. Afortunadamente tenía el teléfono a mano y pudo cogerlo sin salir de la bañera.
«¿Estás despierta? Hoy te recomiendo tejanos y jersey. Nos vemos en nada. P.».
Por primera vez desde que estaba casada al leer esas palabras pensó en otro hombre. Imaginó que oía abrirse la puerta de su habitación y veía a Paolo, frente a la puerta del baño, sonriendo mientras la miraba, desnuda en la bañera y vestida solamente con pompas de jabón que dejaban entrever sus pechos, sobresaliendo del agua. Después él se desnudaba lentamente, dejando caer la ropa en el suelo hasta quedar completamente desnudo ante ella. Lentamente se metía en la bañera, a sus espaldas, la abrazaba y la estrechaba de forma que era imposible liberarse. Después empezaba a besarle el cuello, deslizando sus manos hasta perderse bajo el agua. Fue un sueño tan real que se excitó sólo de pensarlo y renacieron en ella sensaciones que ya había olvidado.
Posó la mirada sobre el reloj que se veía a través de la puerta entreabierta de la entrada. Cuando se dio cuenta de que ya casi era la hora de la reunión salió volando de la bañera, desbordando
agua y jabón por el suelo, dejándolo todo inundado. Cogió rápidamente la toalla y empezó a secarse apresuradamente dirigiéndose a la cálida habitación. Se puso a buscar unos tejanos y un jersey en la maleta, como decía el mensaje. Por suerte Sara siempre llevaba encima un conjunto más deportivo, alternativo al clásico, más serio, de trabajo. Fuera el día se presentaba especialmente húmedo y la idea de llevar puesto un jersey azul de lana le apetecía. Antes de bajar dio otro salto hacia el baño a por un poco de maquillaje, procurando no resbalar sobre los charcos de agua que enlucían el suelo, y seguidamente bajó corriendo para tomarse un capuchino caliente y un cruasán antes de salir.
El hotel no estaba en temporada alta: no había nadie en el restaurante y todo daba la sensación de inmaculado. Temerosa, frenó ante la puerta antes de sentarse, pensando que a lo mejor había bajado demasiado pronto. Un camarero se le acercó, ya listo y a la espera de que al fin alguien bajara a desayunar. La invitó a tomar asiento y le tomó nota con rapidez, de pie a su lado en una postura desgarbada y grácil a la vez. Luego desapareció detrás de una puerta corredera, dejando la sala en el máximo silencio. Para no perder tiempo Sara se levantó para coger algo de comida. Cuando volvió a la mesa vio de nuevo al camarero, que ya havía vuelto con una taza humeante sobre una pequeña bandeja. La dejó a su lado y se retiró, dejando la sala con la misma rapidez con la que había llegado.
Con el tiempo justo de comer con prisas y a un minuto de la hora de reunión Sara se pusó el chaquetón, la bufanda y el gorro. Salió del hotel e inhaló los perfumes del pueblo que amanecía. Paolo ya estaba listo, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida a lo lejos, tanto que no se dio cuenta de su llegada. Cuando le vio no pudo evitar pensar en la bañera, y cuando este se giró y saludó con un asentimiento de cabeza enrojeció como si aquella fantasía hubiera sido visible a ojos del mundo. Tras años de matrimonio y serenidad, sobre todo desde el punto de vista de relación, soñar con otro hombre la había
incomodado ligeramente, pero al mismo tiempo sentía encima tal excitación que tenía miedo de traicionar sus pensamientos y hacérselos notar a su interlocutor. Se acercó al coche. No pudo evitar bajar la mirada para no cruzarse con la suya y se apresuró a meterse dentro para abandonar del todo los escalofríos que le recorrían la espalda.

1 — ¿Has dormido bien? Verás qué sitio más fascinante hoy. Para llegar tendremos que atravesar un monte entero y probablemente por la calle todavía quede algo de nieve.

1 — Adoro la nieve.
Esas fueron las únicas palabras que le salieron. Enterró el mentón en la bufanda para aliviar el frío que le había calado hasta los huesos. Afortunadamente Paolo rompió el momento de vacilación y empezó a contar mitos y leyendas de aquella zona, historias fantásticas e inventadas de la tradición popular, indispensables para relacionarse con la gente del lugar. Escuchó con atención cada sílaba, fascinada por el escenario que envolvía el coche a lo largo del camino y que hacía de fondo a las historias que contaba. El ruido del viento que chocaba contra el cristal del auto daba un toque misterioso. Rápidamente la imagen de ellos dos en la bañera se esfumó y lo relegó todo a un sueño divertido que ahora parecía fuera de lugar.
Empezaron a subir por la montaña. Los árboles tomaron un color sombrío y azulado, cubiertos de pequeñas salpicaduras de nieve y hielo sobre las raíces, compactos, dejando entrever poca cosa más alla de las ramas. De vez en cuando, a los márgenes del camino, aparecía de la nada algún animalillo saltarín que se asomaba y luego se volvía a adentrar en la oscuridad del bosque. A medida que ascendían la luz fue ganando presencia hasta predominar y dejar a sus espaldas lo más oscuro y tenebroso. Ante ellos se extendía una amplia superficie llena de coches, y más adelante se apreciaban las tiendas blancas de los estands de la feria. A un lado el humo que se reflejaba en el cielo acogía a los clientes con el perfume de la comida hecha a la leña. En estas ocasiones no existe el momento de comer. En cualquier momento del día un plato caliente siempre es bienvenido y nos desentendemos de reglas e imposiciones. No eran ni las diez de la mañana cuando empezaron a deambular por las mesas. La feria estaba
ya muy concurrida y muchos iban a por el primer plato, que consumían en bancos de madera situados a un lado, apartados de la fiesta bajo unas enormes carpas naranjas. No muy lejos de ahí había un gran estéreo del que emergía música popular y a un chico ataviado con un traje tradicional y un sombrero grande, concentrado en la selección de la lista de reproducción. Paolo la dejó curiosear un rato en un estand de joyas hechas a mano y aprovechó para saludar a su primo, que asistía a la feria, como siempre, con su propio estand. Sara se sintió observada y se giró buscando con la mirada a Paolo. Lo localizó a pocos metros de distancia conversando alegremente con su primo, que la miraba sin apartar la vista. Ella sonrió y volvió a mirar las baratijas brillantes que tenía delante. Se sintió algo incómoda. Tuvo la sensación de ser desnudada con la mirada, cosa que ya le había sucedido en el pasado pero que por primera vez le molestó.
Poco después Paolo volvió y empezaron la investigación con el distribuidor de leche entera. Sara no había visto uno en la vida y se sorprendió al descubrir que incluso en Roma hay varios distribuidores de leche de barril. Justo en ese momento llegó una señora de unos setenta años vestida con un hábito largo, rojo y blanco, típico del lugar y que se indumentaba en esas ocasiones. Se les acercó con una botella de cristal vacía y empezó a llenarla del barril. Sonrió y se alejó, perdiéndose entre la gente que se amontonaba en las callejuelas estrechas inmediatas a la feria, entre casas bajas con el techo de madera y ventanas y balcones repletos de flores. Al fin el sol empezaba a calentar las calles y poco a poco la feria cobraba vida a su alrededor. El griterío de la gente adquirió tal fuerza que el chico del sombrero grande decidió subir el volumen de la música, pero tuvo que bajarla enseguida por las quejas de un grupo de ancianos que se encontraban sentados cerca de allí. Es una escena que se repite siempre de la misma forma. Dos generaciones que se cruzan con exigencias y gustos diferentes, chocan durante un breve instante y luego cada una vuelve a su sitio, alejándose de los pequeños altercados. Equilibrio.
Al presenciar esa rápida escena ambos sonrieron, fijando la atención en el muchacho, que sin levantar la
vista del estéreo continuaba moviéndose de un lado a otro mostrando su insatisfacción tras bajar el volumen, bajo la mirada severa de los ancianos del pueblo. La serenidad volvió a la carpa y Sara dirigió la mirada hacia una fila que se hacía cada vez más larga y compacta ante una gran mesa con al menos tres mujeres cocinando. Se acercaron de lado, apartándose de la fila, para ver qué vendían. En una olla enorme se calentaba el aceite y las mujeres preparaban la masa que luego freían y servían en cucuruchos largos, donde metían una especie de pizza frita. Las insignias, todas en un perfecto alemán, ofrecían tres posibilidades a elegir, acompañadas de grandes jarras de cerveza alineadas junto al barril que surtía sin parar desde primera hora de la mañana. Detrás de la fila tres hombres se pusieron a entonar cánticos en dialecto, al ritmo de la música que se perdía a lo lejos y haciendo chocar sus jarras una contra otra. Las gotas rojas y el rubor evidenciaban que esas no eran las primeras que se tomaban.
A Sara le llamó la atención la mesa de frituras. Una señora corpulenta y con un gran delantal blanco le ofreció una pizza frita con masa de patata. Poco le faltó para quemarse en el momento de cogerla, ya que estaba recién hecha. Suerte tuvo del cartón que la envolvía.
En estas ocasiones todo lo que se come adquiere un sabor diferente. Casi se pueden distinguir los ingredientes por separado, que se funden con el paladar y se guardan en la memoria. En ese momento pensó que nunca había comido algo tan sabroso y fragante. En el estand gastronómico había cuatro grandes contenedores de hojalata con leche entera que había sido traída para la ocasión esa misma mañana. El sabor de la pizza transportó a Sara veinte años atrás, cuando pasaba los veranos en casa de la abuela. Las veces que preparaba pizza frita era toda una celebración. Dejaban la puerta de casa abierta y familiares y amigos, atraídos por el aroma que se perdía por las calles, hacían una larga procesión para probar las pizzas recién hechas. Se quedaban de pie en la cocina, comiendo y procurando
no quemarse la lengua. Había olvidado esas veladas donde los grillos cantaban y las luciérnagas llenaban las calles con sus lucecitas. Hasta ese momento no había vuelto a pensar en la madre de su padre, con sus manos consumidas por el trabajo y su forma de ser dedicada a los demás. No recordaba cuantas pizzas podía hacer en una sola velada, ni la velocidad con la que empastaba y les daba forma, pinchando el centro antes de sumergirlas en el aceite hirviendo. Eso sí que era una fiesta, una con sabores antiguos y la serenidad de tiempos pasados. La ciudad olvida eso y todo se convierte en una rutina.
Paolo empezó a probar de su pizza, cogiéndole trozos pequeños y riéndose de la travesura. A su vez, Sara le alejaba el tesoro, tomándole el pelo como si fuera un niño, y luego se lo volvía a acercar y le dejaba probar otro trozo. Cuando acabaron de comer, con una despreocupación auxiliada por el aire fresco que llenaba los pulmones, reemprendieron la recolecta de datos sobre el uso de la leche, que en gran parte proveían los barriles por razón del sabor intenso de la leche y el precio más bajo.
Ya antes de la comida las mesas de las tiendas estaban atestadas y la gente pedía carne y queso y comía sin mirar el reloj. Diferentes generaciones con los pies bajo la misma mesa, vestidos de forma tradicional, deteniendo el tiempo entre las faldas hinchadas y los senos a la vista con las camisetas entrelazadas a la espalda, los hombres con pantalones de terciopelo a la altura de la rodilla y medias blancas chillonas. Chalecos con flores de las nieves, sombreros de todas las formas, camisas a cuadros y tirantes sobre los que descansar las manos. El perfume de la leña que arde al mezclarse con carne a la brasa y se adhiere a la piel, mientras los niños corren, felices. Sara había enmudecido, sintiéndose cada vez más lejos de su vida en la grande metrópolis, de la que en ese momento hubiera querido escapar, perdida entre el humo negro que salía de las chimeneas de las casas.
Llenaron todo el papeleo que habían traído y Paolo decidió celebrarlo con una buena cerveza con hielo dentro de la pesada jarra de cristal. Se sentaron apartados de los demás, sobre un pequeño saliente de
piedra, junto a un árbol centenario. Tras pasar la mañana juntos sin interactuar demasiado le pareció que volvía entonces a su propio cuerpo, después de observarlo todo desde fuera. Una extraña melancolía la había estado envolviendo, recordando los momentos pasados en la montaña cuando sus hijos eran pequeños. En ese momento le pareció que todo había ido demasiado rápido y que se había perdido demasiados momentos de sus niños, y ahora la soledad de una madre lejos de casa era la única y cruda realidad. Cuando Paolo le trajo la jarra de cerveza consiguió hasta cierto punto acallar sus recuerdos y la trajo de vuelta con los pies al suelo, sentada a su lado y apoyada en él. Lo sintió muy cercano, en una intimidad que la tranquilizó tanto que borró de su mente todos los pensamientos negativos y melancólicos. Por primera vez pudo apreciar su propio perfume, con un regusto de incienso que superaba el olor acre de las brasas.
Se encontraba sentada sintiendo el frío de la piedra casi en la piel, el gusto de la cerveza en la boca, la nubes premurosas del cielo despejado y sin ningún teléfono que controlar, ningún teléfono que sonara… Y entonces se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche, y se sintió libre de verdad.
30
CAPÍTULO 4
LA CASA

En el trayecto de vuelta, Sara se sintió como si la hubieran tirado dentro de una lavadora, sumergido en la ropa, revuelto, y con el mundo dándole vueltas sin parar. Por una parte se moría de ganas de volver a casa, hecha de costumbres y seguridad, pero por otra sólo quería dar marcha atrás, entre las montañas que le habían regalado tres días inolvidables aunque no hubiera pasado nada en concreto. Se sentía desdoblada, y cada parte era feliz en su realidad.
Luca había organizado una cena con los hijos, la cuñada y su marido para darle la bienvenida. Que sólo tuviera que preocuparse de llegar a casa, dejar las maletas y prepararse para la cena. Un detalle muy dulce, el de su marido, que la había hecho sentir estrechada en un abrazo cálido antes incluso de volver físicamente a Roma.
Pero tal y como el panorama cambiaba contínuamente fuera de la ventanilla del tren, de la misma forma su mente divagaba entre la vida real y familiar y la que acababa de saborear en aquellos pocos días. El día antes estaba apoyada contra Paolo, en aquel saliente frío e irregular, dando sorbos a la cerveza fría y alternando la conversación con largos silencios embelesados por la naturaleza que les rodeaba. Antes de irse, cogiéndola de las manos, antes de devolver las jarras vacías, le sugirió que se quedara también el fin de semana para familiarizarse con el pueblo y pasar juntos unos momentos alejados de pensamientos relacionados con el trabajo. Un nuevo contacto, que duró un instante pero hizo que se sobresaltara y se olvidara de todo lo relacionado con su otra vida, que la esperaba a quilómetros de distancia. El tiempo se detuvo durante un momento larguísimo, como sucede en las mejores películas, en el que tuvo que ponerse de acuerdo consigo misma, tomar una decisión y dar una respuesta.
Al día siguiente estaba de vuelta tras farfullar una excusa muy alejada de la realidad de los hechos, que la
obligaba a volver a la ciudad, al menos aquél fin de semana. A pesar de la emoción que le despertaba el interés de ese hombre aún desconocido tenía muchas ganas de volver a ver a su marido. Aletargada en el vagón, sentía que la dualidad de aquellos días no le pesaba en lo más mínimo, e incluso se sentía alegre y emocionada, como si hubiera recreado una película y ahora sólo tuviera que salir del set y ponerse su ropa.

Luca la esperaba en la estación, puntual, sentado en uno de los bancos de mármol situados bajo la pantalla de llegadas. La había avisado con un sms y no le costó mucho encontrarlo entre la multitud cuando llegó a la estación. Apenas la vio, Luca se levantó de un salto y fue a cogerle la maleta, más ligera que en la partida, y la abrazó antes de pronunciar palabra. Sara quedó muda, arropada por esa recepción, que no se esperaba. Evidentemente la distancia se había notado durante esos días de separación. Le entraron unas ganas irrefrenables de contarle a su marido cada momento de su estancia pero este fue más rápido y empezó a hablar sin parar sobre sus problemas laborales, de lo que había tenido que hacer y de las disputas con los hijos, que no le escuchaban demasiado. Siguió hablando cuando se metieron en el coche y ella empezó a hacer volar la fantasía, dejando de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. El entusiasmo del abrazo cálido se había desvanecido en cuestión de segundos, recayendo en el sopor de la rutina que había abandonado tres días antes. Volvió a sentir el cansancio acumulado durante los días anteriores y cuando se enteró de la cena que le habían organizado se sintió irritada. En aquél instante sólo tenía ganas de abrazar a sus hijos y quedarse en casa mirando una película los cuatro juntos. Tuvo la sensación de vivir en una burbuja donde el exterior se encontraba distorsionado, falso y lejano. Al llegar a casa, con la excusa del largo trayecto en tren se encerró en el baño, dejando al otro lado de la puerta la verbosidad contínua de Luca, que seguía hablado. Cuando por fin llegó el silencio, éste se vio roto por el sonido del móvil que llevaba encima, y lo desbloqueó sin demasiado entusiasmo. Cuando vio que el mensaje era de Paolo los ojos se le iluminaron y lo abrió con voracidad: «¿Ya has llegado?¿ Cómo ha
ido el viaje? Yo aquí aburridísimo, ¿qué haces esta noche?». Sara se apresuró a escribir la respuesta con manos temblorosas y el corazón acelerado. Se inventó unos planes sobre la marcha, ya que no le había confesado su verdadera vida en Roma. «Esta noche salgo con las amigas, tengo el tiempo justo de cambiarme y salir, ¿te apuntas?». La respuesta no llegó al momento y eso la apenó. Salió del baño sin apartar los ojos de la pantalla inalterada del teléfono. Cruzó el umbral de la habitación. A lo lejos se oía la televisión y a su marido concentrado en una llamada con los amigos de futsal. El teléfono volvió a sonar. «Puede, me encantaría venir… ¿Cómo vas vestida? Siento curiosidad» . Volvió a leer el mensaje intentando comprender el trasfonsdo, y, siguiéndole el juego, volvió a responder con premura. «Vestido negro y tacones altos…¿qué opinas?». Se sentó en la cama, echando un vistazo de vez en cuando a la puerta para asegurarse de que nadie perturbara aquél intercambio de mensajes. En ese instante oyó abrirse la puerta de casa. Había llegado su hijo pequeño, que nada más ver la maleta en la entrada se puso a llamarla, buscándola. Sara dejó el teléfono en la cama y fue a su encuentro. Tommaso tenía catorce años y todo el entusiasmo de un chico de su edad. Ahora era más alto que ella pero seguía teniendo la actitud de un niño para su madre. Se encontraron en el pasillo y Tommaso le saltó encima, casi tirándola al suelo, y estalló en una carcajada que llenó toda la casa. Al poco llegó su hija mayor, más reservada que el hermano a sus casi dieciséis años: — Bienvenida de nuevo, mamá, la tía llegará en nada, voy a cambiarme. Marta habló entre dientes. No se había tomado bien su decisión de trabajar fuera y todavía tenía que asimilarlo antes de controlar sus pensamientos y reacciones. Le dio un beso en la mejilla y se metió en su habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Tommaso también se alejó con una sonrisa en la cara y la pesada mochila aún colgada en la espalda. Al verse fuera de la habitación, sola, se acordó del intercambio de mensajes con Paolo y volvió a entrar corriendo, tirándose a la cama para revisar si le había llegado uno nuevo: «Quiero verlo,
mándame una foto. ¿Sigues ahí?». Sara se miró en el espejo. Aún llevaba puestos los tejanos viejos y un jersey blanco de cuello alto. Se levantó, corrió hacia el armario y se puso a examinar los vestidos que había en él. Vestido negro, vestido negro… era imperioso encontrar un vestido que le sentara bien, como un guante, y quería mandarle la foto cuanto antes. Sacó del cajón un par de medias opacas, se puso su vestido favorito, ajustado y escotado por la espalda y los tacones más altos que tenía. Se tiró el cabello hacia atrás, dejando que un solo mechón le cayera por el cuello y se situó ante el espejo de la habitación con el teléfono en la mano para sacarse una foto y mandársela. Al verse en el espejo se sintió inapropiada. Le dio miedo mandarle el mensaje equivocado a un hombre que apenas conocía. Se miró a los ojos y los vio con más vida que nunca. Eso la hizo sentir tan llena de entusiasmo que no se lo pensó más. Se puso a sacarse fotos, las revisó una por una y le mandó un mensaje a Paolo.
En la penumbra de la habitación se sintió más guapa, joven y fascinante que nunca. Sara vio cómo Luca se acercaba a sus espaldas, a través del reflejo del espejo. Se giró hacia él, esperando un comentario, un cumplido, pero en cambio sólo recibió una media sonrisa distraída y rápida que le dejó un gusto amargo en la boca. Viendo la falta de reacción del marido se arrepintió de haber enviado el sms, pensando que quizás no estaba tan guapa así vestida, pero la respuesta no tardó en llegar, y Sara recobró la seguridad al instante: «Menudo espectáculo, es casi un pecado que te pongas ese vestido». De repente se sintió desnuda y notó una ligera incomodidad que la ruborizó. En ese momento sonó el telefonillo de casa y tuvo que renunciar a pensar en una respuesta para abrir la puerta. Era su hermana, abrigada a más no poder y tiritando de frío por haber tenido que esperar a su marido en la parada del autobús más de media hora. Estaba tan enfadada que apenas la saludó. Detrás de ella, el culpable que se había retrasado la seguía como un perro apaleado sin pronunciar palabra.
Ya estaban todos listos. Así pues, antes de que a los últimos en llegar les diera tiempo de quitarse el abrigo, salieron de casa para ir a comer una pizza en un restaurante cercano. Los hombres y los niños, a paso
ligero, se distanciaron de las dos hermanas, que se quedaron atrás, indiferentes a la conversación sobre los últimos y próximos partidos de fútbol. — ¿Tú lo ves?, media hora esperando en la calle con este frío. Con que me mandara un mensaje… ¿Qué haces así vestida? Estás guapísima… ¡Pero si sólo vamos a por una pizza! Sara cogió a su hermana del brazo, sin responderle, esbozando una sonrisa y mirando hacia el grupo de hombres que tenía delante. Las calles de la ciudad estaban casi desiertas, y se podía distinguir cada paso caminado sobre el asfalto congelado.
Las farolas iluminaban la acera a trazos y los edificios jugaban con las luces de las casas, escondidas tras las persianas y alguna que otra maceta de flores apoyada en las ventanas. A lo lejos, los ladridos de un perro fueron el único indicio de señales de vida en el barrio. Mientras tanto un anciano caminaba al otro lado de la calle sosegadamente, sin nadie que le esperara en casa. En ese momento Sara se sintió como aquél señor, sola y paulatina hacia una meta que carecía de significado para ella excepto el de pasar la velada y pensar qué responder al último mensaje. Su hermana seguía hablando sin parar, pero su voz empezó a desvanecerse en su mente. Centró casi toda su atención en el sonido de los tacones que resonaban por la calle, rebotando contra las paredes romanas y los escasos adoquines que habían sobrevivido al nuevo asfalto. Mantuvo los ojos fijos en los zapatos, oscilando de un lado a otro como un metrónomo fijo e inexorable. Delante de ellas, los hombres y los hijos se habían alejado lo suficiente como para que no le fuera posible distinguir sus palabras.
Cuando el teléfono sonó anunciando un mensaje entrante toda su cara enrojeció, como si aquello hubiera contado en un segundo todo cuanto le había pasado por la cabeza durante el trayecto. Levantó la cabeza, aunque seguía con la mirada fija en el suelo, y siguió caminando como si nada. — ¿Y bien? ¿No contestas? — inquirió la hermana, algo molesta por el ruido que había interrumpido su monólogo interior exteriorizado. — No, ya lo leeré luego, todas las personas importantes están aquí… no será nada urgente.
Por primera vez en años mintió a su hermana, con tal desenvoltura que la conversación continuó sin ningún problema donde la habían dejado. Pero en su interior sentía una gran curiosidad por leer el mensaje, segura de que era de Paolo. Aceleró el paso, arrastrando a su hermana, inconsciente de las ansias que mostraba por llegar al restaurante. Avanzaron al resto del grupo, llegaron a la pizzeria y pidieron la mesa que habían reservado. Una camarera les indicó el camino. Se quitó el chaquetón, lo apoyó sobre la primera silla que vio, se excusó y corrió hacia el baño. Una vez sola, cogió el teléfono para leer el último mensaje, aquél que la había dejado en tensión los últimos diez minutos. Con manos temblorosas y tras tres intentos de desbloquear el teléfono, consiguió marcar el código correcto. Cuando abrió la cola de mensajes, sin embargo, vio que el sms era de la compañía telefónica que le notificaba la última recarga efectuada. Durante unos instantes permaneció quieta, incrédula y decepcionada, con el corazón aún acelerado como le sucede al menos una vez en la vida a todo adolescente con su primer amor. Para asegurarse, abrió y volvió a cerrar el contacto de Paolo para ver si le había llegado algún mensaje mientras tanto, pero nada, todo había quedado en aquél cumplido. Decidió entonces contestar algo: escribió un mensaje tres veces, borrándolo y reescribiéndolo una y otra vez hasta que escuchó a alguien que se acercaba y que golpeó la puerta enérgicamente:

1 — ¿Cielo, va todo bien ahí dentro? Estabas muy pálida…
La preocupación de su marido la hizo volver a Roma, tanto física como mentalmente, y salió con rapidez del baño sin responder.

Se aferró con fuerza a uno de los brazos de Luca, aún fornidos, y volvieron juntos a la mesa, donde ya se habían acomodado todos y estudiaban el menú, esperando su turno para pedir. Sara se dirigó a su sitio y tomó asiento junto a las únicas otras dos mujeres de la velada, que siguieron la conversación, sin inmutarse por su llegada. Sara se sintió un poco excluída. Se quedó admirando a su hija, que cada día estaba más guapa. Se parecía mucho a ella, con manos largas, delgadas y armoniosas y ojos tan grandes que podía leerse en ellos cada pensamiento que los cruzaba. Llevaba puesto un jersey que le cubría las curvas,
dejando entrever solo el físico esbelto de quién ha practicado deporte toda la vida, aunque estuviera apenas empezándolo. Mientras hablaba con la tía jugaba con un mechón entre sus dedos, y de vez en cuando le echaba una mirada elocuente, esperando que se sumara a la conversación. No pudo evitar pensar en cómo había sido ella a la edad de su hija. Se imaginó a sí misma sentada a la mesa del restaurante donde siempre iba con sus amigas, mientras jugaba con el pelo en una fase de la vida tan despreocupada. Por un momento deseó volver al pasado y reescribir algunas páginas. No se arrepentía de nada, pero los días tediosos de los últimos años empezaban a pesarle como nunca. Estaba perdida entre sus recuerdos cuando su hermana la despertó del sopor y le preguntó cómo había pasado esos días, lejos de casa por primera vez. Se sintió invadida en territorio desconocido, y le habló sin entrar en detalles sobre el nuevo puesto de trabajo y de los sitios que había podido admirar a su paso antes de volver a la ciudad. No hizo alusión alguna sobre Paolo, como si solo existiera en su imaginación.
Fue una velada tranquila, arropada finalmente por una vida de seguridad después de años apilando cada ladrillo de lo que era ahora, a sus cuarenta años. Una vida que no hubiera cambiado por ninguna otra, sumergida en sus costumbres, en los días que se repetían y la protegían del mundo exterior.
Pero si pensaba en esos últimos días en los Alpes su castillo se tambaleaba, movido por las certezas que ahora tenían otro sabor. Empezó a verse desde fuera, en las dos vidas paralelas que tenían para ella un significado real y concreto por más que parecieran incompatibles una con otra. Esas nuevas emociones calaron tanto en ella que apenas pudo comerse la mitad de la pizza. Se la terminó Tommaso, ansioso por acabarse las sobras de todos los platos. Su hijo pasaba por esa fase de la vida en la que no se es ni mayor ni pequeño. Sara adoraba observarlo a escondidas, estudiando cada uno de sus movimientos, que le recordaban los años en los que no era más que una bolita dando los primeros pasos en el mundo. La
despreocupación podía leerse en sus ojos y en su sonrisa, decidido a creer en cada palabra de su padre, siempre con admiración. Desde pequeño no había hecho más que intentar ser como él, complacerle y contar con su aprobación. Era tan bonito verles juntos y compartir las mismas pasiones… Se veía de lejos que eran el uno para el otro, sin olvidar nunca el amor que ambos sentían por ella.
Mientras esperaban el postre empezó a notar el cansancio del día y del viaje y cada segundo que marcaba el reloj se le hizo eterno. Dejó de pensar en la respuesta que podría enviarle a Paolo, anhelando volver a su cama y apoyar la mejilla en la almohada fría y perfumada. Cuando volvió al fin a su habitación después de darles las buenas noches a sus hijos se sentó en la butaca que había al lado de la cama con los pies desnudos apoyados en el suelo y recobró la circulación que le recorrió las piernas y le irrigó el cuerpo. Luca se había quedado en el comedor, sentado en el sillón, en la penumbra, leyendo un libro como ritual preparatorio para dormir.
Sara finalmente reunió coraje para levantarse y ponerse el camisón, que cayó deslizándose por su cuerpo donde antes estuviera el vestido negro, que descansaba ahora en el suelo. Antes de apagar la luz puso el móvil a cargar sobre la mesita con el deseo ferviente de leer el mensaje de buenas noches que hubiera querido recibir, a quilómetros y quilómetros de distancia. Antes de quedarse dormida pensó en los mensajes de Paolo y empezó a sentirse incómoda cuando recordó que volvería verlo en cuestión de días. Esas pocas frases, tan íntimas, habían cambiado inevitablemente una relación que aún no había encontrado cabida en su vida y que la hacía sentir tan viva que se moría de ganas de volver a esas montañas. Quería saber qué pasaría cuando volviera.
Cuando se levantó a la mañana siguiente estaba sola en la cama. Luca siempre había sido madrugador y le oyó en la cocina. El aroma del café invadía toda la casa. Para no romper el silencio apagó el teléfono para desconectar de todo lo que se encontrara
fuera de esas cuatro paredes, Paolo incluido. Fue a la cocina, donde encontró a su marido desayunando y leyendo el periódico que había comprado después de su habitual hora de ejercicio en el parque.
Cuando la vio se quitó las gafas de leer y con una gran sonrisa le dio los buenos días. Acto seguido le ofreció una taza de café recién hecho. El próximo año Luca cumpliría cincuenta, pero aparentaba muchos menos, sobre todo en su tiempo libre, cuando se ponía el chándal deportivo en vez del traje gris de trabajo. Desayunaron juntos en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos y en la lectura matutina. La luz del día entraba a través de la ventana, tímida, reflejándose en la mesa vacía que capturaba sus rayos. Una corriente de aire que venía de fuera les permitía sentir el aire fresco de primera hora de la mañana y el perfume de la panadería que había debajo de su casa.
CAPÍTULO 5
NOSOTROS DOS

Sara se quedó mirando a su marido con la taza humeante en la mano mientras sus dedos se calentaban con la cerámica y el humo movía figuras pálidas nuevas ante sus ojos. Cuando este se dio cuenta le devolvió la sonrisa y se apresuró a darle una porción de la tarta que su hermana le había dejado la noche anterior.

1 — Los niños se han ido a jugar a tenis, no es que se parezcan mucho a ti.
Se acercó a ella y la besó en la frente antes de irse.
Sara se quedó sola en la gran cocina blanca y acabó de desayunar sin prisas. Luca empezó a preparar el baño para darse una ducha. El repiqueteo del agua llenó el silencio entre estrofas de canciones ya cantadas antes de meterse bajo la ducha. Sara se acercó poco convencida a la habitación y cuando pasó por delante del baño le vio completamente desnudo, envuelto en el vaho que formaba el calor del agua. A pesar de los años que habían pasado desde que estaban juntos seguían sintiéndose fuertemente atraídos el uno por el otro. Cuando él la vio acercarse a la puerta del baño la llamó con dulzura, invitándola a meterse con él. Sara, sin pensárselo dos veces, dejó que el camisón cayera al suelo, descubriendo un cuerpo esbelto de curvas perfectas. Luca la cogió de la mano, atrayéndola hacia sí con dulzura. Comprimidos bajo la lluvia de agua se envolvieron en un beso largo y apasionado que les hizo retroceder en el tiempo, cuando eran unos adolescentes enamorados y alocados. Luca cogió un poco de jabón, la hizo girarse y empezó a besarle el cuello mientras le enjabonaba lentamente la espalda. Los pezones empezaron a endurecérsele, excitada, y la respiración se fue intensificando. Seguidamente la atrajo hacia él y deslizó las manos por sus pezones, masajeándolos y llenándolos de espuma. Sara puso las manos sobre las suyas, acompañando con delicadeza los movimientos circulares cada vez más intensos acompañados de los labios que encontraron los suyos. En aquél momento deseó que aquel instante fuera eterno. Con los años,
la comprensión sexual con su marido se había acrecentado, y aunque a veces fuera demasiado mecánico, ambos sabían como satisfacer al otro. Sin embargo, la pasión se extinguió cuando Sara vio cómo su marido echaba una ojeada al reloj de pared y se escabulló de la ducha sin darle lo que deseaba.
Justo después salió ella, envolviéndose en la toalla que el marido le había dejado sobre la pica. Pasados unos minutos volvió a entrar en el baño, preparado para irse con los niños a jugar a tenis. Al verla un poco contrariada, la estrechó con fuerza y le prometió que retomarían aquello por la noche. Sara sabía perfectamente que difícilmente lo cumpliría, pero las palabras pronunciadas en un abrazo y un beso en la frente la reconfortaron a la vez que se sintió pequeña e indefensa. Cuando Luca cerró la puerta a sus espaldas decidió salir del baño. El silencio de la casa le provocó un escalofrío y se apresuró a encender el mp3, colgado del equipo de música sobre la cómoda. Empezó a sonar la banda sonora de El piano, llevándola lejos de esas frías y vacías paredes. Se había encontrado la casa en perfecto estado. La chica de la limpieza le echaba una mano a la familia, así que ahora no había nada que hacer excepto lavar la taza que había usado para desayunar. Decidió ponerse el chándal y los zapatos de deporte y sintió unas ganas repentinas de sentarse en el sofá para mirar fotos de sus hijos. De vez en cuando tocar los álbumes de fotos con la historia de su familia, pasar página tras página y notar siempre el mismo perfume a pesar de los años la hacía sentir bien. Esta vez, al ver las primeras fotos de su hija pequeña en brazos del padre se puso a llorar en silencio, dejando caer las lágrimas sobre las imágenes ligeramente desgastadas por los bordes. Al principio ni siquiera ella misma entendió el motivo de ese malestar. Viendo esas fotografías con toda su alma sólo veía una familia feliz y llena de amor. De repente, sin embargo, se sintió en otra parte, completamente alejada de las personas retratadas en aquellas capturas, ella incluida; un sentimiento desconocido que le hizo cerrar al instante el álbum
de los recuerdos, incómoda, mientras en su interior miraba a las personas que estaban a su lado. Apenas levantarse del sofá vio el reloj y se dio cuenta de que aún faltaba más de media hora para que su familia volviera. Pasó junto al teléfono pero no tuvo el coraje suficiente de mirar si le había llegado algún mensaje. Para abandonar del todo el estado de ansiedad en el que había sucumbido decidió dedicarse a las plantas que tenía en la gran terraza que rodeaba la casa. Se puso una chaqueta corta y salió fuera, refugiada al instante por el calor del sol y una brisa ligera que le hizo entrecerrar los ojos al primer contacto.
Cada vez que salía fuera tenía la sensación de ser acogida por seres animados, no por simples flores y plantas verdes. Llegaba a sentirse observada, estudiada, y esta vez incluso esperada tras su ausencia. Como de costumbre empezó a dar una vuelta, inspeccionando todas las variedades de plantas que había reunido con los años, admirando los brotes nuevos y los capullos que se estaban abriendo a pesar de la época del año en la que estaban. Tampoco allí vio nada por hacer; estaba todo perfecto y bien conservado. Se asomó a la balaustrada con los brazos cruzados y los codos apoyados sobre la piedra. Des del sexto piso gozaba de unas vistas envidiables. Roma se abría ante ella entre edificios y monumentos lejanos, una mezcla de plantas y del sabor de las casas a su alrededor. Una ciudad tan grande apenas encerrada por el sol sobre sus cabezas, el ronroneo de vez en cuando de alguna moto y coches esporádicos que en aquél domingo ecológico pasaban por allí. Los transeúntes festivos se veían lejanos y diminutos, algunos con pequeñas bandejas de pastas y otros que acababan de comprar el periódico y hojeaban las primeras páginas. Algún niño pasaba a toda velocidad en monopatín por las calles de la ciudad, seguido de cerca por los padres preocupados. Y luego estaba ella, con los cabellos movidos por el viento y las manos frías que ganaban temperatura con el calor de la tardía mañana.
Aquellos días se sucedían de la misma forma en la normalidad de una vida consolidada por los años, interrumpida por la euforia de los hijos en constante evolución. Desde que había vuelto su madre, Marta no había abandonado la expresión de desacuerdo y apenas volvía a casa, corría a encerrarse en su habitación,
ponía la música a un volumen considerable y se eclipsaba del resto de la familia durante horas con la excusa del estudio y de llamadas largas con sus amigas. Tommaso, en cambio, había renunciado a sus planes de domingo para pasar un rato con su madre, con una sonrisa estampada en la cara y ganas de hacer cosas con ella, recuperar los días perdidos y compensar los próximos.
Acordaron pues reservar unas horas para ellos dos en uno de sus paseos madre hijo por el centro. Se apresuró a recoger la cocina después de comer mientras Luca limpiaba la terraza. Poco después estaban en la calle, hacia el centro de la ciudad. Tommaso la cogió del brazo, apretándole la mano. Tenían ahora la misma altura y caminaban a paso ligero apoyándose el uno en el otro para mantener el ritmo. Llegaron a Trinità dei Monti cuando la plaza estaba ya llena de turistas, amontonados en las escaleras. Ver la ciudad desde arriba daba una sensación de omnipotencia. El viento les rozaba las mejillas y los rayos de sol les hacían entrecerrar los ojos. El frío mármol era un apoyo perfecto para dejarse caer sobre los codos y observar cada una de las escaleras antes de descender hasta abajo del todo de un tirón. Mientras esperaba a que su hijo atendiera una llamada, decidió enviarle una foto a Paolo, que se sacó allí arriba, como si estuviera en la cumbre de una cascada de luz. Respondió al momento, como si fuera lo único que hubiera estado esperando.
«Despídete de la Plaza de España, porque mañana volverás a estar entre estos dos montes». Sara quedó algo insatisfecha ante el mensaje tan poco íntimo después de los que se habían intercambiado la noche anterior. No supo qué responder, bloqueó el teléfono y volvió a asomarse a la escalinata. Su mente volvió al lago. Cerró los ojos, deslumbrados por el sol, y volvió a imaginarse allí, envuelta en un abrazo que nunca antes había experimentado, al principio suave y sensual y luego más íntimo, hasta ponerse encima de él con todo el peso y el pelo acariciándole el rostro.

1 — ¿Mamá?
La voz de su hijo la trajo de vuelta a la realidad. Bajaron y se mezclaron entre la multitud que poco antes parecía lejana y minúscula. Los domingos Roma tiene mil caras. Empieza silenciosa, las calles susurran silencio y la luz se refleja en cada
casa. Luego aparecen las primeras personas, moviéndose con lentitud, como si caminaran por un suelo repleto de huevos. Las calles se llenan de deportistas más o menos entrenados, aparecen los primeros niños correteando de un lado para otro y el ruido lentamente se hace dueño del silbido del viento ligero. Luego se llenan. Las calles se cubren y son absorbidas por la belleza del caos multiétnico; eso si te gusta el caos. Tommaso parecía empapado de todo ello, mientras que su madre procuraba alejarse todo lo que podía de la gente, buscando un rincón donde poder recuperar el aliento. — La próxima venimos pronto, cuando la ciudad tiene un sabor totalmente diferente y todo el mundo duerme. — Sí, lástima que tú también tengas que dormir. Tommaso se echó a reír, demostrándole lo diferente que era su punto de vista. Ambos amaban la ciudad por igual aunque la apreciaran desde ángulos diferentes. Tomaron un helado en Plaza Navona y decidieron volver, recorriendo otra vez las mismas calles para volver a casa. Tenían que prepararse para la semana de estudio y trabajo respectivamente. Un bigote de helado de chocolate confería al rostro de su hijo un aire de ternura único. Sara se lo quedó mirando un rato antes de decírselo, retrocediendo unos años, cuando se lo llevaba de paseo Roma cogiéndole de la mano; era pequeño pero con las mismas ganas de vivir que hoy. Aquella sonrisa que siempre llevaba puesta le daba mucha energía. Se sacó del bolso un pañuelo de papel, se detuvo y le limpió la cara con delicadeza. — Mamá, ¡que ya soy mayorcito!— le dijo Tommaso, mirando a su alrededor, avergonzado. Entonces, Sara lo vio todo de otra forma. Ya no era su pequeño, embelesado con cada novedad que capturaban sus ojos. Se quedaron quietos unos segundos, sin decir palabra, mirándose a los ojos, y luego prorrumpieron en risas: — Te quiero, mamá.
La noche antes de su partida Sara preparó las cosas que se llevaría. Mientras que la primera vez preparó la maleta sin prestar demasiada atención, centrada en dar una buena impresión ante sus superiores en el trabajo, esta vez por cada cosa que elegía se preguntó si le quedaba bien o si podía ser más o menos valorada. Se encerró en la habitación después de cenar mientras su familia miraba en el salón una de sus
películas favoritas. La indecisión llegó al punto máximo, dejando la cama cubierta con su ropa. Metió en la maleta un par de pantis autoadherentes que nunca había usado; la idea la intimidó especialmente, viendo en aquella indumentaria algo prohibido. Le dio miedo que su marido lo viera y las escondió en el fondo, tapándolo con el pijama de franela. Se sintió como una niña robando caramelos y le dieron ganas de reír. El vestido que llevaba puesto cuando le mandó la foto a Paolo era de las primeras prendas que había escogido, pero enseguida pensó que era demasiado obvio, y de todas formas las temperaturas de montaña no le habrían permitido ponérselo con la misma facilidad.
Esta vez decidió añadir un par de zapatos deportivos que combinaría con los tejanos y un jersey blanco lleno de agujeros. Al final, para ponerse los pantis autoadherentes de encaje negro se decantó por una prenda sencilla que le llegaba por la rodilla, hecha de un tejido suave y cálido que le envolvía el cuerpo y le resaltaba las curvas. Lo arregló todo cuando los niños estaban ya durmiendo. Al cabo de poco llegó su marido; se quedó en la puerta de la habitación mirándola en silencio mientras terminaba de recoger la cama, de espaldas, sin advertir su presencia. Se había puesto una camiseta ligera de seda de color crema que le quedaba bien con el pelo castaño, y el culote del mismo tejido que cubría las delgadas caderas. Parecía una niña con los pies descalzos, y cuando se giró descubrió que la mirada de Luca era la misma de cuando era joven y se conocieron, tantos años atrás. Sin decir palabra se le acercó, le quitó de la mano la ropa que estaba terminando de recoger y la estrechó en un abrazo.

1 — Cada día estás más guapa — le susurró, mientras sus cuerpos se balanceaban al unísono.
Y entonces la besó sin apenas tocarla y la miró a los ojos mientras le quitaba la camiseta y le dejaba los pechos al descubierto. La acercó a la cama sin soltarla, se sentaron uno al lado del otro, y Sara se giró, poniéndose encima de él. Empezó a hacerle el amor con su cara entre las manos, sin dejar de besarlo apasionadamente hasta que ambos cayeron sobre la cama.
Luca se levantó enseguida para coger una manta de algodón del armario, cubrió con ella a su mujer y se tumbó a su lado. En la casa reinaba tal silencio que por un momento Sara tuvo miedo de que sus hijos hubieran escuchado sus gemidos desde su habitación, pero escuchó sus respiraciones profundas y supo que hacía rato que estaban dormidos. Ellos también se quedaron dormidos. Cuando Sara se desveló, vio que la luz del baño estaba encendida y oyó el ruido de la ducha. Luca se había levantado; había pasado solo una hora y ya se estaba preparando para la noche. Decidió levantarse y ponerse el camisón cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Antes de volver a la cama se fue a la cocina, sin encender la luz. Disfrutando de la penumbra que llegaba de la calle se preparó un capuchino caliente que saboreó ante la la ventana que daba al exterior del edificio. Poco después llegó Luca, que le acarició el pelo, le descubrió el cuello y le dio un beso debajo de la oreja. Se estremeció y por un momento pensó que podrían pasarse la noche haciendo el amor, llevada por un afecto que no había disminuido en todos esos años. Pero tener que marchar en breves para trabajar toda una semana hizo que se decantara por otro capuchino, que se tomó en el silencio de la cocina, y luego ambos se fueron a la cama para despedirse del domingo.
A la mañana siguiente Sara se había puesto el despertador antes que lo demás y dejó listo el desayuno, puso el café al fuego y difundió el aroma por toda la casa mientras marido e hijos se deleitaban en la calidez de sus sábanas. Tommaso fue el primero en llegar, despeinado y con los ojos entrecerrados. Soltó un «buenos días», se sentó a la isla de la cocina con las piernas colgando y los pies descalzos y le sonrió a su madre, que intentaba terminar de prepararlo todo. Al rato llegaron los otros dos. Luca aún seguía con la expresión de beatitud de la noche anterior. Marta, por su parte, tenía cara de pocos amigos y se sentó a la mesa sin ni siquiera saludar. Sara, que hasta entonces había disfrutado de la serenidad del despertar, quedó taciturna cuando se dio cuenta del malestar de su hija, pero decidió dejarlo para evitar discutir con ella cuando faltaba tan poco para que se fuera. Llamaría a su hermana y le pediría que se pasara por la tarde y
hablara con su sobrina. Mientras vertía la leche caliente en las tazas de sus hijos le vinieron unas ganas locas de estar en los Alpes y escapar de una serenidad a veces sólo aparente de quién lleva descontento muchos años y se ha tragado demasiadas amarguras. Los últimos meses habían sido muy difíciles con Marta. Sin quererlo, las dos mujeres de la casa habían entrado en una competición fisiológica entre madre e hija que estaba haciendo insostenible en muchas ocasiones su proximidad. La ausencia de Sara por un lado había alegrado a su hija, que se sentía más libre de hacer lo que quería, pero por otro había creado un muro aún más macizo entre las dos, como si Marta se sintiera traicionada y abandonada por una mujer que, en cambio, siempre había estado a su disposición.
Tommaso encendió el televisor en busca de un telenoticias con información de última hora. En directo se estaba emitiendo un especial relativo a la desaparición de una chica en el norte de Italia, a una hora en coche del lugar de trabajo de Sara. Últimamente no se hablaba de otra cosa, y el pequeño de casa se pasaba el día buscando información y novedades sobre el caso, atemorizado por lo que pudiera pasar en las inmediaciones del nuevo trabajo de su madre, que advertía lejano y peligroso.

1 — ¡Al diablo con esta historia! —gritó Marta, que cogió el mando a distancia y apagó el televisor, enfadada, y se fue de la cocina con paso decidido, llevándose consigo la taza del desayuno.
Parece absurdo cómo los sentimientos y los estados de ánimo pueden cambiar con tanta rapidez. Se necesita muy poco para derrumbar incluso a quien hace poco gozaba de la propia satisfacción emotiva. A veces basta una palabra, algo que pase lejos de donde estemos, un gesto realizado o ausente y todo cambia. Sara, aquél lunes por la mañana se sentía así, pasando de la alegría a la angustia en un instante, sin posibilidad de invertir la situación. Así pues, subirse a aquél tren fue para ella la única posibilidad de tener un respiro, y solo entonces se armó de valor para mirar el teléfono y ver si le había llegado algún otro mensaje de Paolo.

CAPÍTULO 6
FOTOGRAFIANDO LA VIDA

Cuando abrió la aplicación de los mensajes quedó decepcionada. No había ningún sms de él. Justo cuando iba a apagar la pantalla oyó un tono que anunciaba un mensaje entrante. Como si sintiera que Sara tenía el teléfono en la mano el nombre de Paolo apareció entre los mensajes recibidos. Una vez más se alternaron sentimientos opuestos con tanta rapidez que dejó de alarmarse. Dos máscaras, la de la felicidad y la del dolor, que se cambiaban por turnos y dejaban espacio la una a la otra sin avisar.
«Pasaré a buscarte a la estación, ya he consultado los horarios. Me acompañará una persona que tienes que conocer. Hasta luego». Por una parte, las atenciones que le profesaba la hacían abandonar la máscara negativa, pero por otra sentía que por dentro aquellas pocas palabras no la satisfacían. Aun así, despertó en ella cierta curiosidad la figura misteriosa que se uniría a ellos. Después de borrar cinco respuestas diferentes, se decantó por un: «Gracias, me alegro de volver a verte. Siento curiosidad». La respuesta de Paolo llegó casi al momento: «No dudaba de que sentirías curiosidad. Nos vemos en nada, ¡tienes muchas cosas que contarme!». Aquello hizo que se le escapara una sonrisa, ablandada por aquella pequeña intimidad al preguntarle por los detalles del fin de semana. Sara se tranquilizó, dejó el teléfono e intentó descansar para llegar con el mejor aspecto posible a su destino. Se había levantado una hora antes de lo necesario por la mañana para escoger la ropa, y ahora, después de los mensajes, se alegró de la decisión. Había encontrado en uno de los cajones un jersey de lana color beis finito y ligero que le marcaba las curvas y dejaba adivinar un cuerpo esbelto gracias a unas leves transparencias.

Cuando llegó a la estación, el aire era aún frío y una ligera neblina envolvía el andén, difuminando las pocas personas que estaban esperando. Parecían sombras
pintadas en una tela con carboncillo, pero a medida que se acercaba a la salida adquirían forma. Al fin consiguió distinguirlas. Vio a Paolo bajo el gran reloj esperando con las manos en los bolsillos y hablando con una sombra desconocida. Se acercó aún más hasta distinguir a una mujer de pelo largo y negro. Llevaba una cámara colgada del cuello y un abrigo largo de piel. Cuando estuvo suficientemente cerca como para ser vista, ambos se giraron hacia ella. Paolo cogió a la mujer del brazo y se le acercaron. — Hola Sara, te presento a Elena, la chica de la que te hablaba. Tras los primeros cumplidos y las presentaciones de rigor se dirigieron a un bar cercano para desayunar. Elena era la fotógrafa más conocida del lugar y por lo general se dedicaba a sacar fotos a comisión para las diferentes cabeceras de periódicos, principalmente crónicas, gracias a varias exclusivas que había realizado años antes. Había estado en los lugares más bonitos y encantadores de la zona, desconocidos para la mayor parte de la población. — Elena ha sido asignada a nuestro equipo y se ocupará de fotografiar los lugares y los productos que controlemos esta semana. Nos conocemos de toda la vida y me hace mucha ilusión que se una a nosotros. En un primer momento la noticia enfureció a Sara, que ya se había imaginado estando a solas con Paolo paseando por la montaña. Elena notó el cambio de comportamiento y para romper el hielo intentó tranquilizarla: — Tranquilos, ni siquiera notaréis mi presencia —dijo, lanzando una mirada significativa a su nueva compañera, que enrojeció bajo la intensidad de sus ojos negros, hurgados hasta el fondo del alma. Cuando Elena se alejó para ir al baño se quedaron a solas. Por un lado consiguió controlar la agitación que había brotado en ella pero por otro se sintió incómoda ante el significado que esa mirada había intercambiado. — Si te has traído el vestido negro de la otra noche me gustaría llevarte a un sitio hoy, ¿te apetece? Nosotros dos solos. La inesperada propuesta le aceleró el pulso. No supo adivinar qué podía esperar de todo aquello. Asintió con rapidez justo cuando la fotógrafa volvía. De nuevo se cruzaron sus miradas, y por miedo a que captara lo que sentía en ese momento se giró y fingió buscar algo en el bolso. Cuando terminaron de comer, la acompañaron al hotel y seguidamente fueron a la
oficina a recoger los encargos de los días siguientes. Una vez sola, en la habitación, consiguió desprenderse de toda la tensión acumulada durante la mañana.Ver todas sus cosas la hizo sentirse en casa, en un nidito donde podía refugiarse a voluntad. Sacó la ropa
de la maleta, aún cargada con la fragancia del suavizante, y la colocó cuidadosamente en el armario, asegurándose de que el vestido negro siguiera liso como cuando lo había metido dentro. Le hubiera gustado llamar a su hermana y contárselo todo, pedirle consejo, pero decidió separar por completo sus dos vidas. Le envió un mensaje fugaz a Luca para avisarle de su llegada y se fue al instante con sus dos compañeros.
Paolo la estaba esperando, listo y con el motor encendido. Elena no estaba con él. Le contó a Sara que les estaría esperando en el lugar de destino. Hoy iban a controlar la calidad de una fábrica de queso bastante cerca, en mitad de las cumbres más bonitas de la alta Italia. Durante el trayecto Paolo le contó algunas cosas sobre la recién llegada, una mujer independiente, sin ligaduras y sin miedo a enfrentarse a ningún nuevo reto que le propusieran. Recientemente había pasado un mes entero en un refugio a grandes altitudes fotografiando aludes puntuales causados por el mal tiempo de la última temporada. Había sido la única en aceptar el trabajo, ya que implicaba someterse a un alto riesgo. No tenía nada que perder, esa fue su respuesta al aceptar el encargo. Le habló también de la belleza de las fotografías que tomaba, capturando en un segundo la espectacularidad de cuanto la rodeaba, mostrando cosas que el ojo inexperto nunca habría advertido. Cuando Paolo hablaba sobre ella parecía fascinado, como si fuera un ser superior, inalcanzable, como si fuera imposible estar a su altura. Al principio experimentó una especie de celos e intentó descubrir si entre ellos dos era posible que existiera algún tipo de relación. Pero a medida que hablaban de ella empezó a sentir verdadera admiración por esa mujer de pelo negro, misteriosa y de mirada penetrante.

Dejaron el coche en un aparcamiento grande, a unos quilómetros de la fábrica que se divisaba en lo alto.

1 — ¿Te apetece caminar un poco? Hay cosas que se comprenden mejor si uno se sumerge en el paisaje que las contiene.
Sara no se lo pensó dos veces,
fascinada por los grandes árboles que delimitaban el camino de recorrida hasta llegar a la cima. La niebla de primera hora había dado lugar a los rayos del sol y al rocío que bañaba todas las pequeñas hojas del suelo. A parte de sus pasos sobre la grava lo único que se oía de vez en cuando era el graznido de algún pájaro que delataba su posición. Una paz inigualable para respirar a pleno pulmón con los ojos cerrados. Paolo cogió el teléfono, se giró hacia ella y empezó a sacar algunas fotos. — ¿Qué haces? —le preguntó Sara, riendo. — Es como si hubieras nacido para estas montañas, quiero tener una foto tuya para los días en los que estés lejos. Las nuevas emociones que estaban naciendo en ella impidieron que encontrara las palabras justas, temerosa de decir demasiado o demasiado poco. Siguió sonriendo y caminando, mirándole a los ojos de vez en cuando. Cuanto más avanzaba en la cuesta más alejada se sentía de la realidad que había dejado en Roma. La idea de vivir dos vidas diferentes y separadas le empezaba a gustar de verdad, y no sentía remordimientos a tanta distancia de su casa. Cada respiro ahí arriba tenía un olor diferente, y bastaba echar un vistazo alrededor para captar las diferencias. Las rocas frías a ambos lados del camino limitaban con los amplios prados que se extendían por el valle, revestidos de árboles de diferentes tipos, arbustos cubiertos de flores y animales pequeños que se escondían a su paso. Y luego estaba el sol, grande y de un intenso color, diferente al que se apreciaba en la ciudad. Era como vivir en otro mundo, en otra vida. Los rayos fragmentaban la sombra de las ramas y dejaban ver las nubes, que se movían velozmente con toda su plasticidad. Evasión, eso era lo que sentía al sumergirse en todo aquello. De repente, Paolo la detuvo, cogiéndola del brazo, y le puso un dedo en los labios para que guardara silencio. Le señaló un punto a su derecha, en mitad del bosque. Un cervatillo había interrumpido el paso al notar su presencia. El mundo se detiene ante estos espectáculos que parecen salidos de una película. Tras unos segundos interminables de observarse mútuamente, el animalillo salvaje corrió hacia la montaña y desapareció instantes después entre los abetos. Sólo entonces Sara se dio cuenta del contacto: Paolo había seguido cogiéndola del brazo, y poco a poco la atrajo hacia sí. En ese momento sonó el teléfono y el mundo
reanudó la marcha.
Era Elena, avisándoles de que había llegado. Dijo que les esperaría dentro y que aprovecharía para sacar alguna foto sin ser distraída. Mientras Paolo hablaba por teléfono Sara intentó localizar al cervatillo con la esperanza de que siguiera a su alcance visual. Se adentró en la maleza. Le pareció ver que algo se movía entre las rocas. Se quedó quieta para no hacer ruido pero no consiguió ver nada. No obstante, tuvo la sensación de ser observada y se imaginó al cervatillo escondido Dios sabe dónde, estudiándola.
Cuando colgó la llamada, reeemprendieron la marcha. Paolo le contó alguna que otra curiosidad sobre las plantas que se cruzaban en el camino, y se disipó por completo la sensación de no estar solos. Sara se sintió como una adolescente en mantillas, con el primer amor, cuando uno no sabe qué esperar ni cómo acabará. Esa sensación de rejuvenecimiento la hizo sentir tan bien que se hubiera quedado en aquél sendero mucho más tiempo. Sin embargo, tras sobrepasar un par de curvas más se encontraron ante el caserío de madera. A su izquierda una veintena de vacas pasturaban bajo la mirada atenta de un perro enorme y blanco que iba dando vueltas a su alrededor. Algunas, aburridas y rechonchas, descansaban en el prado; otras se movían con lentitud sin rumbo fijo, hasta que la orden de un pastor puso en guardia al perro y este las juntó y las escortó hasta el fondo del caserío. La fábrica en sí se encontraba más al fondo, en una gran construcción de piedra. La entrada de puertas correderas daba, por un lado, a la tienda donde se podían comprar sus productos caseros, y por otro, a una escalera empinada que llegaba a las salas donde podían observar las instalaciones y la elaboración de la leche y el queso.

1 — ¡Manos a la obra! —exhortó Paolo, dándole una palmada a la espalda.
En la primera sala se cruzaron con un grupo de niños de un colegio, embobados con un video que mostraba el proceso entero de producción. Llevaban la mochila colgada de la espalda, estaban sentados correctamente y tenían la boca abierta de par en par, asombrados. Uno de ellos, pequeño, que se encontraba de pie, tenso y apartado, les dijo con voz muy seria en cuanto se acercaron:

1 — Si sois buenos, cuando acabe esto os darán un vaso de leche.
Sara sonrió y le dio las gracias al niño por el consejo. Siguieron adelante, hacia las oficinas
donde les esperaba el propietario de la fábrica. A través de uno de los grandes ventanales de las plantas de elaboración vieron a Elena, concentrada en su labor. Para avisar de su llegada, Paolo golpeó ligeramente el cristal hasta que se giró. La saludaron con la mano, indicándose que se verían más tarde.
Los controles rutinarios fueron más rápidos de lo esperado. Los tres se reunieron en la planta baja, donde les habían preparado una selección de quesos y un vaso de leche fresca a modo de degustación.

1 — No es que sean lo más divertido del mundo, los controles de las fábricas… pero al menos podemos probar estos deliciosos productos.

1 — Si sois buenos…— dijo Sara, repitiendo las palabras del niño pequeño de la excursión, y los tres rompieron a reír.
Elena había estado en silencio todo el rato, consultando el teléfono de vez en cuando como si estuviera esperando algún tipo de comunicado.

1 — ¿Va todo bien?—le preguntó Paolo.

1 — Sí, todo bien, estoy esperando a que me confirmen el trabajo que tendré que hacer en la cascada esa que tenemos por aquí cerca. ¿Os apetece venir mañana? Me gustaría ir para hacer una inspección y si os apuntáis os puedo sacar alguna foto para probar la luz.
Paolo pareció molesto con la propuesta y la rechazó, alegando un compromiso fijado hacía tiempo y una reunión que no podía rehusar. Sara, en cambio, aceptó la invitación. Antes de irse se pusieron de acuerdo acerca del lugar donde se reunirían al día siguiente. Hacía tan poco tiempo que rondaba esas tierras que tenía más planes de los que normalmente era capaz de organizar en la ciudad. Para volver al valle aprovecharon el viaje de Elena, que los llevó en su Jeep blanco. Sara se metió dentro mientras los otros dos hablaban en la parte delantera sobre la pésima gestión de personal por parte de la empresa. Poco interesada en estos temas, se entretuvo admirando el escenario que se desplegaba ante su mirada. Era el mismo que había contemplado de ida pero esta vez lo observó con otros ojos. Elena gozaba de una conducción deportiva y se deslizaba por el camino sin asfaltar sin apenas darse cuenta de las curvas. Si hubiera ido en el coche con el marido y los hijos le habría gritado a quien fuera que llevara el volante que ralentizara la marcha. En cambio, en ese momento disfrutaba de la emoción que le bridaba lo inesperado y el peligro detrás de cada esquina. La adrenalina le hizo imaginarse una noche con Paolo que iba más allá de la cena en el
restaurante.
Cuando llegaron al aparcamiento se despidieron de la fotógrafa. Antes de irse Elena le dedicó una mirada significativa a Sara y luego se fue, más rápida que nunca. Si hubiera sido un hombre quien la hubiera mirado así, habría pensado que tenía un interés más físico que amigable. Se preguntó entonces si su nueva amiga tendría inclinaciones diferentes a las suyas, pero vio fuera de lugar preguntárselo a Paolo y se quedó con la duda. Antes de volver al hotel fueron juntos a entregar el material a la oficina. Después, Sara decidió volver sola, dando un paseo aprovechando que el sol seguía en lo alto del cielo. Paolo fijó la hora de la cita, recordándole que llevara puesto el vestido negro de la foto. Toda esa atención por parte de un desconocido la hacía sentir feliz e importante y acrecentaba la curiosidad por lo que le tenía preparado esa noche. Decidió recorrer las calles interiores del pueblo, alargando un poco el camino. A esa hora las casas seguían vacías y alguna que otra anciana tendía la ropa sobre los hilos que colgaban de ventana a ventana o empezaba a preparar la cena, liberando a través de las ventanas el aroma intenso de jugos y carne. Las chimeneas expulsaban el humo hacia el cielo, juntando el olor de la leña quemada con el de las flores sacudidas por el viento. Sobre un banco marcado por el tiempo tres señoras vestidas con hábitos negros y largos y el pelo blanco recogido en un moño vigilaban el camino. Cuando vieron que una desconocida cruzaba ante sus casas no dudaron en saludarla. Sara devolvió el saludo, preguntándose por dentro cuánto hacía que esas tres amigas se reunían cada mañana en ese banco, guardián de sus confesiones. Más adelante pasó junto a una cabaña derribada; la hierba sobresalía del camino en el lugar en el que antes hubiera una puerta de entrada. Un gato anaranjado dormitaba en la ventana de la planta baja, desde donde se apreciaba un interior derrumbado y cubierto de flores y piedras. Sin moverse ni un ápice, el gato abrió los ojos para controlar los peligros habituales y luego volvió a adormecerse aprovechando los últimos rayos de sol del día. El perfume del pan de anís recién hecho que escapaba de una casa le recordó a Sara al que cocinaba siempre su abuela en invierno, transformando la casa urbana en un hogar con sabor a campiña. Lo pasaba bien ayudándola a preparar la masa y
controlando la cocción en el horno de gas. Conseguir que la masa del pan subiera la llenaba de satisfacción y siempre la guardaba a parte para dársela a sus padres, que venían a buscarla al día siguiente. Aunque hacía muchos años que la abuela ya no estaba con ellos, cobraba vida en sus recuerdos; y ahora, más que nunca, la sentía cercana, en la fragancia de aquél pan recién hecho, y se imaginó que era su abuela quien lo preparaba en aquella casa que escondía a los protagonistas de la cocina.
Aquél pensamiento la alivió en gran medida y sintió una sensación de paz en su interior. Cuando llegó al hotel se dio cuenta de que faltaba una hora para la cita y toda la serenidad que había acumulado en la calle dio paso a la agitación de tener el tiempo suficiente para acicalarse. En primer lugar llamó a casa, pero sólo encontró a Marta, que estaba estudiando con una amiga del instituto. El padre le había dicho que la saludara de su parte; había salido con el grupo de amigos a tomar una cerveza y probablemente no estaría atento al teléfono. Tommaso, por otro lado, había ido a cenar a casa de su tía, que lo traería de vuelta a las nueve. Todo estaba controlado en la ciudad. Podía volver a su otra vida.
Se tomó una ducha rápida para eliminar el olor a cuajo que le había calado los huesos. Se miró en el espejo, desnuda, y se sintió segura de sí misma en un cuerpo aún perfecto. Se secó el pelo con delicadeza, se puso un poco de maquillaje para resaltar los ojos y a diez minutos de la cita se puso el famoso vestido negro con los pantis. El atractivo residía en la sencillez. Se tiró el pelo hacia atrás y se puso un jersey que se ajustaba a los hombros. Tras un día entero con los zapatos deportivos no le fue fácil ponerse los tacones, pero poco a poco se acostumbró a ellos y bajó al recibidor, esperando a su «caballero». Paolo llegó puntual, como siempre. Al verle pasar de la oscuridad de la calle a la luz del hotel se quedó con la boca abierta. Había abandonado sus eternos tejanos y lucía un aspecto elegante y juvenil. El chaquetón abierto dejaba entrever una camisa y una americana de pana encima. Él, por su parte, no le había quitado los ojos de encima desde que había entrado, y al repasarla de la cabeza a los pies creció aún más en ella la agitación y las ganas de descubrir qué harían aquella noche.
La cogió de la mano, la llevó hacia afuera y la acompañó hasta dentro del coche. — ¡Menudo caballero! —le dijo. — Debe ser el efecto de la americana, pero con corbata lo soy aún más. Se sentaron el uno junto al otro y se rieron. De repente pararon y se miraron a los ojos. Paolo le puso una mano detrás del cuello, se acercó a ella con dulzura y la besó con una pasión que hacía años que no sentía.
La velada transcurrió en un restaurante rural frente al lago. Durante el día atraía a turistas y familias y por la noche se transformaba en un sitio romántico para parejas. De por sí a esa hora había poquísimos visitantes, pero aquél día, aparte de ellos, sólo dos mesas más habían sido reservadas. Antes de entrar se quedaron admirando la belleza del lago, iluminado por la luz de la luna, que se reflejaba en él. A su alrededor los árboles eran aprisionados por el agua como en un lienzo, absorbidos por las montañas. Por tercera vez aquél día la envolvió una sensación de paz, esta vez de la mano de ese atractivo hombre que había entrado en su vida como un tornado. Sara se sorprendió al darse cuenta de que no sentía ningún remordimiento respecto a su familia por estar con otro hombre. Se sentía otra persona, como si hubiera abandonado el cuerpo de la esposa perfecta en el tren que llegaba de Roma. En ningún momento había dejado de querer a su marido, pero lo que sentía en ese preciso instante sofocaba el pasado y su único deseo era vivir el nuevo presente.
Se sentaron ante una gran ventana y continuaron admirando el lago, que cada vez era más oscuro, absorbido por las tinieblas de la noche. Paolo había pensado en todo. Nada más sentarse el camarero les sirvió una copa de vino tinto y un entrante con embutidos y queso típicos del lugar.

1 — Espero que no te hayas aburrido con tanto queso hoy. —le dijo Paolo sonriendo, y añadió— Habrá más sorpresas… hasta mañana por la mañana, ¿estás lista?

1 — ¡Sí!

CAPÍTULO 7
EL LAGO

La cena transcurrió entre platos característicos del lugar y las historias de Paolo sobre su vida y sobre las montañas. De vez en cuando gesticulaba en sus explicaciones y los ojos le brillaban, tanto era su amor por aquél lugar. Acabaron hablando de Elena y sus trabajos. Hace un año había organizado una exposición fotográfica en Bresanona. Empezó en una sala de arte en la plaza principal y acabó exponiendo la obra por toda la ciudad. Un verdadero recorrido artístico que había calado en todos los habitantes. Fue un evento de gran importancia, sin precedentes en la zona. Atrajo a una cantidad ingente de turistas que ocuparon cada centímetro del lugar y recorrieron las preciosas calles hasta encontrarse con las gigantescas fotos en blanco y negro, sepia o en color, reuniéndolos a todos en una especie de búsqueda del tesoro. Grandes y pequeños paseaban por las callejuelas intentando encontrar la siguiente fotografía, admirarla y desvelar sus distintos significados. Algunas fotos retrataban rostros corrientes, de ancianos pueblerinos, de campesinos perdidos entre los campos cultivados. Otras representaban la naturaleza, las montañas, luces peculiares capturadas por el agua de la cascada. Uno podía perderse en ellas y quedaba cautivado con sólo escuchar su descripción.

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